Tras M (2007) y Tierra de los padres (2011), Nicolás Prividera cierra la trilogía de ensayos documentales en los que repasa su historia familiar y la Historia del país con la memoria (y el olvido) como eje principal. Si M estaba centrado en el caso de su madre (Marta Sierra), desaparecida poco después del golpe militar de 1976, y Tierra de los padres se vinculaba con las víctimas de la violencia política, Adiós a la memoria tiene como “excusa” la figura del padre del cineasta. Si la decisión de concretar el film surgió cuando Prividera se enteró de que su papá sufría de Alzheimer, cualquiera podría conjeturar a pura lógica que se trata de un desgarrador retrato de la degradación propia de una dolencia que genera un progresivo deterioro cognitivo, pero -si bien hay momentos de indudable intensidad emotiva- el director amplía los alcances de su film-ensayo para reflexionar sobre la construcción (y destrucción) de la memoria no solo en una persona sino a nivel social en tiempos de tantos estímulos e información que generan el efecto de anestesiar antes que de motivar. Si el modelo de Tierra de los padres era John Gianvito, el de Adiós a la memoria es Chris Marker. La forma en que se mixturan materiales de los más diversos orígenes, formatos, texturas y estéticas con referencias políticas, cinéfilas, musicales y literarias hacen de este viaje intelectual y visceral un ejercicio exigente y una experiencia fascinante y emotiva a la vez. Antes de ir perdiendo la memoria (es muy duro verlo cuando ya no recuerda a quien fuera de su esposa o ya no sabe cómo cargar el rollo de su Bolex Paillard, aunque todavía parece poder tocar un viejo piano), Prividera padre (un médico psiquiatra hipocondríaco, que vivió recluido y “en piloto automático” después de 1976, según lo describe el realizador) filmó entre las décadas de 1960 y 1980 horas y horas de home movies. Prividera hijo -que no ha tenido una relación precisamente cercana con su progenitor y le guarda cierto resentimiento por haberlo abandonado en varias oportunidades- recupera ese material y establece un “diálogo” con sus propias imágenes y su narración en off que por momentos un poco solemne y pretenciosa. Adiós a la memoria es, por lo tanto, una reflexión sobre una relación padre-hijo que estuvo marcada por la distancia, el dolor y cierto rencor, pero es también un ensayo sobre las diferencias generacionales, sobre la forma de vincularse con la política (la militancia, la violencia) y con el pasado. Pero, en ese camino dominado por las diferencias, también encuentra numerosas e inevitables conexiones en las situaciones, ámbitos y detalles más inesperados (como tomar notas de manera compulsiva en cuadernos). Prividera -que habla de sí mismo y de su padre en tercera persona como para mantener cierta distancia que él cree indispensable- incluye múltiples referencias (desde Casablanca hasta El conde de Montecristo, pasando por canciones como Que Reste-t-il de nos Amours?, de Charles Trenet; o Porque hoy nací, de Manal) cita a numerosos intelectuales (Baruch Spinoza, Wilhelm Reich, Antonio Gramsci, Francis Bacon, Albert Camus) y reivindica la figura de Louis Auguste Blanqui y la fallida experiencia revolucionaria de la Comuna de París en un film que escapa de los lugares comunes de las home movies y de los documentales sobre enfermedades para convertirse en un desafiante, incómodo, potente y provocador trabajo de dimensiones y alcances insospechados. De lo íntimo a lo sociopolítico. Para sentir... y pensar.
Que por primera vez hay un personaje abiertamente gay (el Phastos de Brian Tyree Henry), que una de las protagonistas es sorda (la Makkari de Lauren Ridloff), que hay escenas de sexo más largas e intensas de lo que el manual de películas de superhéroes aconseja, que nunca hubo tanta pluralidad en el elenco (cuatro de los Eternals son blancos, tres son asiáticos, dos son negros y hasta tenemos una latina), que en una escena ambientada en pleno Amazonas se advierte sobre la grave degradación del planeta, que en otra que reconstruye la matanza de Tenochtitlan en 1521 se habla de genocidio, que la directora es una mujer de origen chino que proviene del cine independiente más autoral... La nueva producción de Marvel aprueba todos y cada uno de los exámenes de la corrección política en cuanto a revisionismo histórico, diversidad cultural y representatividad étnica y de género. Todos... menos el de ser una buena película. Quienes disfrutamos hasta aquí de la carrera de la realizadora de Songs My Brothers Taught Me, The Rider y Nomadland nos acercamos a Eternals con un mezcla de esperanza y miedo. Ilusión por ver si una cineasta sensible y virtuosa podía impregnarle algo de su sello personal a este tipo de producciones mastodónticas; y temor porque -como finalmente ocurrió- Eternals resulta una combinación decepcionante y fallida (aunque tampoco a un extremo catastrófico) entre dos mundos que siguen siendo irreconciliables. Puede que Eternals sea más elegante, con un uso más creativo de los efectos digitales que sus predecesoras, pero a sus injustificables 157 minutos les faltan tensión, humor y acción que -convengamos- es lo primero que el fan de Marvel busca en una producción de la franquicia. Que la película sea en varios pasajes morosa hasta bordear lo aburrido es algo que a mi hasta me puede resultar interesante por su carácter anómalo, pero no creo que la muchachada marveliana se sienta demasiado feliz frente a una propuesta con mucho de climática y contemplativa. Es que, más allá de algunos pocos pasajes deslumbrantes desde lo visual, de la marca de Zhao solo quedan los amaneceres, los atardeceres y poco más. A la directora nacida en China, formada en Londres y afincada en California le tocó una tarea nada sencilla como la de desarrollar un nuevo universo, lo que implica explicar el contexto histórico (los Eternals están en la Tierra viviendo como humanos para cuidarnos desde hace... 7.000 años), presentar a cada uno de los personajes (que para colmo son una decena) y comenzar el enfrentamiento contra los Deviants, unos monstruos con forma de dinosaurios. La protagonista no es la Thena de Angelina Jolie ni la profetisa Ajak de Salma Hayek (ambas lucen bastante desdibujadas teniendo en cuenta su status de estrellas de Hollywood ) sino la Sersi de Gemma Chan, que en el presente es una curadora de un museo de Londres que está de novia con Dane Whitman (de Kit Harington) aunque en verdad viene de una relación milenaria con el Ikaris de Richard Madden. Y también aparecen el mencionado Phastos -que tiene su marido y su hijo-, la citada Makkari, y el Kingo de Kumail Nanjiani al que le tocanalgo así como aportar los momentos “cómicos”, y el Gilgamesh de Don Lee, y la Sprite de Lia McHugh, y el Druig de Barry Keoghan... Pero -quedó dicho- a pesar de las dos horas y media de metraje (cabe avisar que hay escenas tanto durante como después de los créditos finales que permiten intuir cómo seguirá avanzando esta cuarta fase del MCU) la película nunca profundiza, nunca acelera, languidece, filosofa y deriva demasiado en sus viajes en el tiempo por la Mesopotamia, Babilonia, Hiroshima, Irak y muchos otros lugares candentes. Hay escenas (y sobre todo planos) que subyugan a la hora de ser analizadas por separado, pero en su conjunto la narración de Eternals termina haciéndole justicia a su nombre: resulta poco menos que eterna.
Lo mejor que puede decirse de este nuevo largometraje del director de Pájaros negros pasa por su cuidado, su prolijidad, su indudable profesionalismo, pero esos atributos estéticos y técnicos no alcanzan a compensar todos los lugares comunes que surgen en el terreno del guion y las actuaciones. Ambientada casi un siglo atrás, Lo inevitable comienza durante una noche de tormenta. Mientras la radio -un elemento recurrente- nos informa de una situación misteriosa y del orden de lo apocalíptico, Juana (Juana Viale), su hija adolescente Laura (Daryna Butryk) y su hermano Marcos (Luciano Cáceres) viajan en un automóvil que termina chocando y queda varado. Los tres entonces buscan refugio en una cercana casona abandonada, donde no tardarán en ocurrir hechos sobrenaturales y en aparecer extraños personajes como el que interprea Javier Godino. El film -que trabaja casi siempre en una única locación y con solo cinco personajes (también aparece un reverendo a cargo de Carlos Portaluppi)- apela a demasiados clichés del thriller psicológico con ínfulas de terror religioso. Es cierto que el trabajo del director de fotografía Eduardo Pinto le da al relato algo de esplendor visual, pero las situaciones, conflictos y resoluciones son tan trilladas que uno no puede más que ver a este film como un “inevitable” subproducto en la línea del cine de M. Night Shyamalan, Ari Aster, Drew Goddard o Robert Eggers. Menos de lo mismo.
Maró (Norma Aleandro, en su regreso al cine después de cinco años) es una cocinera nonagenaria que lidera un restaurante de comidas típicas de un club armenio en el que la acompañan Luisa (Lidia Catalano) y Rita (Analía Malvido). Algo malhumorada y despótica, pero también incansable y dedicada, la protagonista hace cada día las compras de las materias primas y elige con sumo cuidado hasta el último de los condimentos. Pese a la indudable calidad de los platos, los comensales son cada vez menos y Jorge (Manuel Callau), presidente de la institución, les informa que en poco tiempo más deberán cerrar la fonda. Sobreviviente del genocidio armenio y radicada desde niña en la Argentina, Maró ha escondido desde siempre el dolor por haberse separado de su familia y por no conocer el destino de sus seres queridos. La irrupción de Dina (Florencia Raggi), empleada de la embajada de Armenia que está haciendo un relevamiento, podría darle indicios respecto de qué fue lo que realmente ocurrió en ese traumático pasado. Este segundo largometraje del director de Subte-Polska aborda, entonces, una doble búsqueda: la de mantener abierto el restaurante (hay algo del espíritu del Juan José Campanella de Luna de Avellaneda y del Marcos Carnevale de Elsa & Fred con el reencuentro de Maró con Minassian, un amor de juventud interpretado por Héctor Bidonde) y la de reconstruir una historia dominada por la violencia, el resentimiento y la angustia. Esta película sobre la identidad, la memoria y las segundas oportunidades está dominada por un tono entre inocente y optimista (aquello de que “nunca es tarde para...”), pero al mismo tiempo resulta demasiado explícita, subrayada, obvia. Solo con buenas intenciones no alcanza.
Basado en el best seller publicado en 2011 por Ferdinand von Schirach, este thriller judicial aborda un caso aparentemente sencillo (un asesinato a sangre fría ocurrido en la Berlín de 2001 que vemos en la primera escena), pero que en verdad tiene antecedentes, implicancias, connotaciones y efectos mucho más complejos y en primera instancia impredecibles. El protagonista de este film de Marco Kreuzpaintner es Caspar Leinen (Elyas M’Barek), un abogado novato al que le es asignada la defensa de Fabrizio Collini (el mítico Franco Nero), un veterano italiano que es el autor del crimen de un magnate industrial con el que abre la historia. El hombre ni siquiera quiere hablar con su letrado para encaminar en algo su defensa ni declarar por lo que el juicio parece de fácil y rápida resolución. Sin embargo, Caspar -el típico joven idealista y principista- se toma su trabajo muy en serio y no tardará en descubrir que detrás de ese asesinato hay una compleja madeja de confabulaciones, silencios y una justicia como la alemana siempre dispuesta a tirar la basura debajo del sillón, sobre todo si hay cuestiones ligadas con el nazismo de por medio. El film -sólido, clásico, atrapante, muy bien actuado- apela a varios lugares comunes “de guión hollywoodense” a la hora de trabajar las cuestiones afectivas del protagonista (con las mujeres, con su padre) o a unos flahsbacks sobre el terror nazi demasiado explícitos y maniqueos. De todas maneras, más allá de sus concesiones, se trata de un valioso ensayo sobre cuestiones siempre controvertidas como la justicia por mano propia, la obediencia debida, la corrupción del poder, y cómo sostener la ética y la moral dentro de un degradado sistema legal.
La segunda película de la realizadora de Tallulah (2016) fue la gran revelación del último Festival de Sundance al ganar el Gran Premio del Jurado y las distinciones a Mejor Dirección, Mejor Elenco y la que surge del voto del público. El boom por este crowd-pleaser fue tal que, luego de una ardua puja con otros streamers, Apple TV+ desembolsó la cifra récord de 25 millones de dólares para quedarse con los derechos mundiales. Ahora que llega a los cines de Argentina el público podrá apreciar si esta remake del film francés La familia Bélier (2014), de Éric Lartigau, está a la altura de semejante hype. Ruby Rossi (la londinense Emilia Jones, toda una revelación) es una CODA (Child of Deaf Adults). En efecto, esta adolescente de 17 años es la única con la capacidad para escuchar y hablar en el ámbito de una famila de sordomudos que completan su padre Frank (Troy Kotsur), su madre Jackie (Marlee Matlin) y su hermano mayor Leo (Daniel Durant). Los Rossi viven en Gloucester, una pequeña ciudad costera de Massachusetts, y se dedican a la pesca. Frank y Leo manejan las redes, pero quien les permite comunicarse (y negociar) con el resto es la abnegada Ruby, quien luego de tocar tierra tras una larga madrugada en altamar va corriendo desde el barco hasta el colegio secundario, donde suele quedarse dormida en plena clase. A Ruby le gusta Miles (Ferdia Walsh-Peelo) y como éste se anota en el coro, ella también se suma. Allí, el profesor de música Bernardo Villalobos (el mexicano Eugenio Derbez, pura simpatía) descubrirá que ella posee una hermosa voz y un talento único a desarrollar. Lo demás lo pueden intuir: Ruby y Miles deberán practicar juntos, mientras que ella quedará tironeada entre su vocación por el arte y su deber por ayudar a una familia que depende completamente de ella. Esta remake de la comedia La familia Bélier (una feel-good movie que se convirtió en un fenómeno comercial con escasos precedentes en el cine francés) dosifica con precisión las distintas aristas familiares, comerciales, románticas y artísticas de la trama como quien tiene los secretos de una fórmula perfecta y sabe aplicar los distintos elementos en las dosis justas. Hablar de fórmula podría sonar a algo peyorativo, pero en el caso de la guionista y directora Siân Heder es todo un mérito. Es cierto que por momentos la película apela a cierto costumbrismo grotesco (como el desenfreno sexual de Frank y Jackie) o a algunos lugares comunes del género romántico (las edulcoradas imágenes de Ruby y Miles nadando en el lago), pero lo que tiene de cliché y exageración queda compensado con creces por la gracia y sensibilidad del elenco, desde ese extraordinario actor que es Troy Kotsur (que parece una reencarnación de Frank Zappa) hasta la consagratoria Emilia Jones, quienes hacen magia mediante el lenguaje de señas. Ella es el corazón y el alma de una comedia que no hará historia a nivel artístico dentro del cine indie estadounidense (sí lo hizo, como quedó dicho, a nivel comercial), pero que indudablemente entretiene y emociona.
Los villanos devenidos en protagonistas de sus propias películas son una especialidad del universo surgido del cómic en general y de las producciones de Marvel en particular. En esta oportunidad, estamos frente a la secuela de la no muy inspirada película de 2018 en la que Tom Hardy asumía el papel que Topher Grace había interpretado en Spider-Man 3 (2007), de Sam Raimi. Tampoco están el director Ruben Fleischer (ahora reemplazado por el prolífico actor y estrella de la motion-capture Andy Serkis, que venía de filmar Una razón para vivir y Mowgli) ni Riz Ahmed como el malvado de turno, pero regresan -claro- Tom Hardy, una desaprovechada Michelle Williams y Woody Harrelson, que ahora ocupa el lugar de némesis, contrafigura y villano lleno de muecas, estridencias y excesos. Sí, toda sobreactuación no solo es aceptada sino bienvenida y potenciada. Hardy -quien participó de primera mano en la concepción de la historia original- encarna nuevamente a Eddie Brock, ese otrora prestigioso periodista caído en desgracia que aquí recobra protagonismo cuando el Cletus Kasady de Harrelson -que ha sido condenado a muerte- le concede una exclusiva. Pero, claro, Harrelson no es ejecutado porque escapa y allí comienza la lucha con Brock y esa viscosa criatura alienígena adosada a su cuerpo que es Venom. Si los enfrentamientos entre Eddie/Venom y Cletus/Carnage están construidos con el manual del género (tan básico en términos dramáticos como eficaz en el terreno visual), la dualidad, las personalidades escindidas, esos opuestos complementarios que son el torturado Eddie y el desatado Venom solo logra algunos pocos momentos de humor y simpatía. En su mayor parte, se limitan a bromas y pensamientos dichos en off por la voz grave del alien que parecen más dirigidos a un público infantil que a uno adulto. Así, esta cortísima película de superhéroes (o supervillanos) que apenas llega a la hora y media (cuando el “canon” actual suele superar los 120 minutos) resulta un entretenimiento inofensivo, intrascendente, incuestionable y menor. Vale la pena quedarse a la escena post-créditos en la que, en medio de un culebrón latinoamericano que los protagonistas miran en una vieja televisión, habrá alguna revelación respecto del futuro de la saga de Spider-Man, la única que Marvel sigue manteniendo bajo la órbita de Sony y no de Disney.
Ken Loach cumplió 85 años el 17 de junio último. Su ópera prima, Poor Cow, es de 1967, por lo que ya ingresó en la sexta década de trabajo. El realizador británico no es demasiado valorado por la cinefilia más radical, que suele minimizar y en muchos casos despreciar su mirada social a la que considera anticuada, obvia y maniquea. En mi caso, más allá de que su filmografía adolece de ciertos lugares comunes y alguna tendencia al subrayado, lo admiro por la dignidad y contundencia con que ha descripto durante tantos años las penurias de la clase trabajadora, los abusos del poder, los modos absurdos de la burocracia y la deshumanización constante que lleva a la pérdida de valores esenciales. Me puede gustar más una película y menos otra, pero siempre rescato la consecuencia de su obra, la nobleza de sus personajes, el oficio narrativo, su capacidad para la dirección de actores y el estar atento (con el aporte de su habitual guionista Paul Laverty, claro) a los nuevos fenómenos. En este sentido, Lazos de familia / Sorry We Missed You describe (a partir de un sistema de entregas a domicilio en camioneta que el conductor debe aportar y mantener cumpliendo además un rígido y exigente cronograma que no admite la menor dilación) esta época de “überización”. La empresa consigue los clientes, aporta la aplicación y la organización interna. El resto está completamente tercerizado. Una tendencia que en la Argentina se puede ver, por ejemplo, en el auge de Pedidos Ya, Rappi o Glovo. Los protagonistas del film son los integrantes de una familia de clase media pauperizada: los Turner. La madre, Abbie (Debbie Honeywood), que cuida ancianos a domicilio (léase cocinarles, limpiar, cambiarles los pañales), debe vender el auto para que el padre, Ricky (Kris Hitchen), pueda comprar la van necesaria para ingresar en esa compañía de entrega de correo privado. Está el rebelde hijo adolescente (Rhys Stone), al que le interesa mucho más el graffiti callejero que asister al colegio, y la más pequeña (Katie Proctor), de 11 años, que absorbe el clima cada vez más enrarecido y sufre. La dinámica de ese querible grupo humano está descripto con humor, simpatía y encanto, mientras que las desventuras cotidianas de Ricky en sus repartos exponen el desamparo, las presiones y los peligros que sufre un autónomo sin contrato ni cobertura. Hasta la última media hora estamos, entonces, ante una película inteligente y punzante. Lamentablemente, el desenlace cae, una vez más, en ciertos excesos de crueldad y en un didactismo que no era necesario y que termina desmereciendo en parte los notables valores de una historia que sintoniza como pocas con estos tiempos en que la precarización laboral hace que el trabajador tenga todas las obligaciones, corra todos los riesgos y no goce de casi ninguno de los derechos y beneficios que alguna vez tuvo.
Esta película funciona como un viaje a los orígenes de Los Soprano, aunque más bien parece un buen piloto de una futura serie con vuelo propio. David Chase (nacido como David DeCesare) tenía 54 años cuando estrenó Los Soprano y tiene 76 ahora que lanzó Los santos de la mafia. La serie que lo convirtió en una celebridad mundial terminó en 2007 por lo que los fans han esperado 14 años para que retomara aquella historia. En verdad, lo hizo para remontarse en el tiempo y construir una precuela sobre la adolescencia de Tony, aquel célebre personaje que interpretara James Gandolfini y que en el film está a cargo de Michael Gandolfini, hijo del actor fallecido en 2013. Y cabe indicar que la elección de Michael no es solo una curiosidad o un hallazgo en plan nostálgico por el evidente parecido con su padre. El actor -de 22 años- está muy bien en esta versión juvenil, aunque (no es un problema suyo) la película no da demasiadas pistas respecto de la futura “conversión” de este muchacho en el jefe de la familia DiMeo. De hecho, más allá de ciertos guiños, complicidades, relaciones y referencias que los fans de la serie sabrán descubrir, Los santos de la mafia parece el piloto de otra serie. Y apelo al término piloto porque son tantos los personajes, los conflictos familiares, las relaciones enfermizas y los enfrentamientos a pura violencia que este film de Alan Taylor (un realizador que llegó a dirigir 9 episodios de Los Soprano, además de tanques como Terminator Génesis o Thor: Un mundo oscuro) expone que bien podrían ser desarrollados con más tiempo y profundidad en varios episodios. De todas formas, aun con sus desniveles (tiene un puñado de escenas notables en medio de una estructura narrativa algo desprolija), Los santos de la mafia se inscribe con orgullo y dignidad en ese universo ítalo-americano que incluye no solo a las 6 temporadas de Los Soprano sino a clásicos del cine que van desde El Padrino hasta Buenos muchachos. Estamos en Newark, la zona de Nueva Jersey que Chase tanto conoce de toda la vida, a finales de los '60 y comienzos de los '70. Richard 'Dickie' Moltisanti (Alessandro Nivola) hereda -no pregunten cómo- el imperio mafioso de su padre Aldo (el gran Ray Liotta, quien además tiene en el film un doble papel) y deberá sostenerlo con mano dura en medio de una zona convulsionada por las protestas de la población negra y el creciente poder de bandas afroamericanas como la de Harold McBrayer (Leslie Odom Jr.). Precisamente la cuestión racial es aquí -signo de los tiempos- mucho más fuerte que en otros acercamientos al universo gangsteril. Dickie (no es spoiler, lo apreciaremos desde los primero planos) es un verdadero monstruo, pero también un tío muy querido por Tony, quien lo tiene como modelo e inspiración, sobre todo en comparación con su poco lúcido padre Johnny Boy Soprano (Jon Bernthal) y su quejosa madre Livia (una Vera Farmiga que aprovecha cada plano para construir un personaje aterrador). En ese sentido, el lugar de la mujer (de las mujeres) en la película es bastante degradante y hasta penoso (el principal personaje femenino es el de la Giuseppina de Michela De Rossi, una napolitana que llega en barco ya casada con el veterano Aldo y la idea de “hacerse la América”), aunque en defensa de Chase hay que indicar que estamos en una época y un lugar en el que el machismo era predominante y casi excluyente en la construcción identitaria. La interna entre Dickie y Corrado “Junior” Soprano (Corey Stoll) y el enfrentamiento de la banda italiana con la que va construyendo Harold McBrayer son los ejes de una película que quizás no sea del todo contundente, pulida y convincente, pero logra construir un mundo propio (arranca en 1967, plena eclosión del Summer of Love), por momentos fascinante y atrapante, con irrupciones de violencia extrema y bienvenido humor negro, y con la envida, la codicia, las diferencias generacionales y la lucha por el poder como motor rumbo a la inevitable acumulación de tragedias.
El prolífico Martín Farina mixtura en esta nueva propuesta recursos propios del cine experimental, pero con una base que tiene que ver con la dinámica interna, los diferencias generacionales, las miserias íntimas y los secretos y mentiras de una familia, los Markus, muy cercana a la suya (la de su madre). En verdad esta segunda parte de la trilogía está dividida en dos partes muy distintas. La primera -más abstracta y arriesgada desde lo formal- apuesta al patchwork visual, al collage, a un rompecabezas donde los elementos (home movies de 2001, imágenes de 2017, sonidos, diálogos) se presentan de forma muchas veces disociadas, asincrónicas. Se entiende que hay un patriarca, Zalmon, ya anciano y con problemas de salud, y sus familiares (Silvia, Dina, Pablo, Miriam y Guillermo) con diferencias respecto de qué hacer con la herencia, la posibilidad de ampliar o directamente vender la casa. Sin embargo, en esa media hora (la película dura poco más de una) el énfasis parece puesto más en la forma que en el contenido. En mitad del film aparecen los títulos (que ya no son iniciales sino “intermedios”) y luego sí una segunda mitad que -sin perder algunas búsquedas arriesgadas en términos visuales- se dedica a hacer más explícitas las diferencias, las negociaciones entre los hermanos Zalmon. La mirada es un poco cruel, ya que todo se hace a espaldas de alguien que -ya cerca de los 90 años- no tiene voz ni voto. También hay algo un poco obsceno en exponer (el director) y dejar exponer (los protagonistas) miserias (sobre todo ligadas al dinero) y conflictos tan íntimos. Una voz que a cada rato intenta explicar los comportamientos y los vínculos en términos psicologistas tampoco termina de funcionar del todo. En sus mejores momentos, El lugar de la desaparición tiene algo de la visceralidad y la audacia de Tarnation, de Jonathan Caouette; en otros, en cambio, cede a la tentación de caer en cierto patetismo a la hora de mostrar las negaciones y las bajadas de línea de esos integrantes de la familia dispuestos a tapar todo lo que sea necesario (la basura debajo de la alfombra) con tal de que la “felicidad y la armonía” luzcan inmaculadas.