Ramiro (Leandro García Ponzo) es cocinero de un bar, Hernán (Pablo Limarzi) es un ingeniero desempleado a cargo de una hija adolescente. Nora (Eva Bianco) es enfermera en un hospital público, pero está fascinada con un taller de teatro; Lucía (Malena León) empieza a trabajar en una librería y a salir con un joven maestro con el que se reencuentra después de mucho tiempo. Y, como una suerte de conexión entre estos cuatro protagonistas, hay una chica a la que en el primer plano del film vemos trabajando como recolectora de basura en la madrugada de la ciudad de Córdoba. Y la Docta (particularmente su zona céntrica) es otro de los personajes centrales de Sobre las nubes, un collage urbano sobre las personas, sus trabajos (o la falta o precarización de ellos) y sus lugares. Uno podría pensar en el cine de Robert Altman o en una película argentina que también se desarrolla sobre fin de año como Felicidades, de Lucho Bender, pero la coralidad del film de Aparicio está desprovista de todo virtuosismo (los personajes apenas se cruzan) y efectismo. Austera y al mismo tiempo cuidada, despojada de toda épica pero con una puesta en escena muy pensada al igual que su look en blanco y negro, Sobre las nubes es un relato melancólico (lluvia, noche y, claro, las nubes del título) en el que la crisis se percibe en el trasfondo. De hecho, Hernán -que busca trabajo y no lo encuentra- podría ser un personaje de Ken Loach, pero Aparicio prescinde de la bajada de línea por un lado y de la idealización por el otro. Durante las dos horas y media de película conviven (casi siempre con armonía) múltiples elementos: desde entrevistas propias de un censo hasta la irrupción de un eclipse que conmueve a la ciudad, pasando por la literatura (citas a Saer y Borges) y el teatro, la dinámica propia de las fiestas de fin de año y la combinación entre intérpretes profesionales (como Bianco) y otros sin experiencia previa en cine para un patchwork que Aparicio maneja con precisón y convicción. Sobre las nubes propone un mirada poética y social, sin alardes ni gritos, sobre las relaciones humanas en una gran urbe que permanece impregnada en la retina y el corazón del espectador mucho después de finalizada la proyección.
Tras la primera entrega de 2019, ¡Shazam! La furia de los dioses vuelve en muchos sentidos recargada, pero al mismo tiempo repitiendo varias de las fórmulas narrativas, dramáticas y visuales más transitadas del universo superheroico tanto de DC Comics como de Marvel. De hecho, las bromas explícitas a The Avengers no maquillan el hecho de que esta secuela toma unos cuantos elementos del objeto de su burla. La principal pero no demasiado trascendente novedad de ¡Shazam! La furia de los dioses tiene que ver con las antagonistas, las Hijas de Atlas, un trío de antiguas diosas vengativas que llegan a la Tierra para recuperar la magia que les robaron hace mucho tiempo. Tras una escena inicial con un robo en un museo de Historia, Hespera (Helen Mirren), Kalypso (Lucy Liu) y la joven Anthea (Rachel Zegler, la revelación del musical Amor sin barreras), mantendrán un creciente enfrentamiento con los queribles y algo patéticos superhéores que ya conocimos en la entrega anterior. En efecto, Billy Batson (Asher Angel) es el adolescente de Filadelfia que vive con padres y hermanos adoptivos y se debate entre las típicas problemáticas juveniles (para colmo ahora sufre del síndrome del impostor) y cómo manejar los poderes de sus alter-egos como superhéroes adultos. Cuando Billy se convierte en Shazam (interpretado por un siempre payasesco Zachary Levi) su vida entra en otra dimensión (hay, por supuesto, alguna elemental apelación al multiverso). Entre la comedia torpe (Shazam es como una versión ATP de Deadpool) y la épica romántica (Billy tendrá flirteos con Anthea), esta nueva película de Sandberg terminará optando en su segunda mitad por el apocalíptico “rompan todo”, un festival de CGI con una montaña de secuencias de acción en la que se destruye media Filadelfia tras la aparición de un montón de monstruos mitológicos (dragones, minotauros, grifos, unicornios e inmensos felinos). La sensación final que dejan los 130 minutos de ¡Shazam! La furia de los dioses es que esa acumulación, ese desborde permanente y ese intento por llenar todos los casilleros del cine de superhéroes le termina jugando en contra porque la película quiere ser muchas cosas a la vez, pero no profundiza en ninguna. Un remedo por momentos eficaz y en otros rutinario de muchas otras películas que deja en el camino varios de los hallazgos y características distintivas que había conseguido metido en su propia burbuja el film original. PD: Como en toda película de superhéores, hay dos escenas post-títulos ligadas, en este caso, a la Liga de la Justicia y la Sociedad de la Justicia del Universo DC, y al malvado Thaddeus Sivana de Mark Strong. No adelantaremos, claro, su contenido. Para eso deberán soportar los más de 10 minutos de créditos finales.
La saga creada por Wes Craven hace casi tres décadas tuvo una segunda vida cuando el año pasado nuevos guionistas y directores la reciclaron para una quinta entrega. Un año después los mismos artistas regresan con una sexta parte que mantiene ciertos logros, pero también reitera algunas fórmulas en una combinación entre renovación y homenaje al espíritu original de la franquicia. Lo que muchos elogian como hallazgos de la saga de Scream (la auto-conciencia, la auto-parodia, los auto-homenajes a la propia historia de la franquicia, los guiños cinéfilos al terror en general y al slasher en particular) con los años también se van convirtiendo en recursos repetidos y en algo parecido a una fórmula. Por supuesto, es preferible una película como esta sexta entrega elaborada con delirio y desparpajo que esos subproductos del género que llegan cada jueves a las salas argentinas con “Diablo”, “Demonio” o “Siniestro” en el título, pero la sangrienta fiesta endogámica que propone Scream también va encontrando ciertos límites. La primera etapa de Scream tuvo cuatro películas rodadas por el gran Wes Craven (fallecido en 2015) entre 1996 y 2011 con Kevin Williamson como guionista. Y fueron los escritores James Vanderbilt y Guy Busick junto a los realizadores Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett quienes “revivieron” a Ghostface con una quinta entrega que se conoció hace justo un año. Esas dos duplas reaparecen ahora en Scream 6, que vuelve a tener como protagonistas a las medio hermanas Sam y Tara Carpenter (la mexicana Melissa Barrera y la californiana Jenna Ortega), quienes unirán fuerzas con -entre otras- la periodista Courteney Cox (una de las pocas sobrevivientes de la saga original, ya que Neve Campbell abandonó a su Sidney Prescott porque no le convencía la oferta económica) para enfrentar al asesino serial ahora por las calles de Nueva York. No hay que pedirle a Scream 6 demasiado verosímil (nadie le acierta a Ghostface ni cuando le disparan a medio metro de distancia) porque la película exige entrar en sus códigos, aceptar sus convenciones por más ridículas que puedan ser, compartir su costado lúdico y adscribir a lo que en definitiva ya a esta altura son sus fórmulas-homenajes. Hay reverencias explícitas a Dario Argento y hay cine dentro del cine, ya que se habla incluso del concepto de “recuela”; es decir, cuando se revisita el tema de una película anterior, pero no con una nueva versión ni con una continuación lineal de (o una historia previa a) su trama como en el caso de una secuela o de una precuela. Metacine en todo su esplendor. El resto pasa por una acumulación de escenas de buen (y no tan buen) slasher. Hay coreografías de matanzas más inspiradas que otras (la película dura 123 minutos, por lo que hay muchas) y la sensación de que, si bien Vanderbilt y Busick + Bettinelli-Olpin y Gillett lograron insuflarle nuevos aires al asunto, dos películas en el lapso de un año pueden resultar demasiado incluso para los fans más entusiastas de la franquicia.
Nominado a Mejor Película y Mejor Guion Adaptado, el nuevo largometraje de la directora de Lejos de ella (2006), Take This Waltz (2011) y Stories We Tell (2012) despierta más interés en el terreno sociopolítico que en el estrictamente cinematográfico. Producida por figuras como Brad Pitt y Frances McDormand, quien tiene además un pequeño papel, esta transposición de la novela homónima publicada en 2018 por la canadiense Miriam Toews aprovecha el talento de un elenco pletórico de figuras para abordar cuestiones muy pertinentes en estos tiempos. Women Talking muestra, como su título lo indica, a mujeres hablando. Son personajes de tres generaciones discutiendo qué hacer frente a la violencia machista. Estamos en 2010 (aunque bien podría ser el siglo XVIII o XIX) en el seno de una rígida y conservadora comunidad menonita. Varias de las protagonistas han sido víctimas de múltiples abusos (incluidas violaciones) por parte de los hombres de la propia congregación (no parece que vaya a haber castigos demasiado contundentes para los agresores) y ellas debaten sobre si quedarse y luchar, no hacer nada o directamente dejar el lugar, sobre si perdonar o abandonar en masa a esos exponentes de la masculinidad tóxica. Las que llevan la voz cantante son Mariche (Jessie Buckley) y Salome (Claire Foy), ambas madres de niños pequeños; y Ona (Rooney Mara), una mujer soltera que está embarazada fruto de una de esas violaciones; también están las ancianas, sabias y queribles matriarcas Agata (Judith Ivey) y Greta (Sheila McCarthy); y luego las representantes de la generación más joven (Liv McNeil, Michelle McLeod y Kate Hallett). Y, entre todas esas mujeres, un solo hombre, August (Ben Whishaw), un maestro de formación universitaria que, al ser el único que sabe leer y escribir, toma nota de todas las discusiones y de alguna manera es el fascinado y conmovido observador externo de todo ese movimiento femenino. Si dijimos que Ellas hablan muestra dos días de acaloradas discusiones entre estas mujeres queda claro que los diálogos y las actuaciones son los elementos distintivos de la propuesta. Una propuesta que tiene mucho de teatral, ya que hay escasos movimientos de cámara y pocas escenas en exteriores. La escritora Miriam Toews fue criada en una comunidad menonita y ella sugirió que los hechos de su libro están inspirados en situaciones reales que ocurrieron entre 2005 y 2009 en una colonia de ese origen en Bolivia. Cuánto hay de cierto y cuánto de licencia poética en la trama del film es algo que a esta altura no importan demasiado, ya que la búsqueda pasa por exponer cuestiones ligadas a la estructura patriarcal ya no solo de una secta cerrada sino de la sociedad en general en tiempos de #MeToo. No es casualidad que la autora Margaret Atwood (canadiense como Toews y como la propia Sarah Polley) se haya manifestado de forma pública como una admiradora de la novela porque en varios aspectos Ellas hablan expone problemáticas similares a las de The Handmaid's Tale / El cuento de la criada. Un presente, una realidad que puede ser vista como distópica, y una historia que tiene mucho de fábula pero también de denuncia, de sororidad, de empoderamiento, de moraleja y de advertencia.
Un poco de (sórdido) contexto político, bastante de drama familiar con un matrimonio que se enfrenta a complejos dilemas en medio de un sistema corrupto y algo de thriller en una carrera contra el tiempo (en este caso para salvar a un niño). La ópera prima de Mehdi M. Barsaoui viene (re)cargada de situaciones extremas y, si bien está todo el tiempo en zona de riesgo, a punto de desbordarse, sale bastante airosa de su acumulación de conflictos y al menos evita caer en la moraleja aleccionadora y bienpensante. Fares (Sami Bouajila) y Meriem (Najla ben Abdallah) son una pareja aparentemente feliz, armoniosa y exitosa: ambos cuarentones, son ejecutivos, tienen un buen pasar y un encantador hijo de 11 años llamado Aziz con el que cantan una y otra vez un hit musical a bordo de la 4x4. Tras un día de campo con amigos, los tres emprenden el regreso a bordo de la camioneta, pero en plena ruta quedan en medio de un ataque terrorista y el pequeño recibe un disparo que le destruye el hígado. Atendido de urgencia en un hospital público, Aziz solo podrá sobrevivir si recibe un trasplante. Como la lista de chicos en espera es larga, alguno de sus padres deberá ser el donante. Tras los estudios de rigor, resulta que ella es incompatible y surge que Fares... no es el padre (recuérdese que el título de estreno en Argentina es El engaño): en efecto, ella ha tenido hace más de 10 años un affaire que ahora sale a la luz. La pareja se distancia y él intentará conseguir un hígado por vías no oficiales (léase unos comerciantes inescrupulosos dedicados al tráfico de órganos). Y dijimos que el contexto es también extremo: la historia está ambientada en 2011, época de bruscos cambios políticos en Túnez y de guerra civil en la vecina Libia. Si los elementos melodramáticos y de contexto pueden sonar excesivos es porque lo son, pero El engaño termina siendo un film atendible por lo que pudo haber sido (un golpe bajo tras otro) y por suerte no es. Se trata, en definitiva, de la odisea de seres ordinarios en circunstancias extraordinarias, un matrimonio cuyos inesperados infortunios lo obligan a enfrentar sus propios secretos y mentiras. La solvente puesta en escena del también guionista Mehdi M. Barsaoui y la actuación de la pareja protagónica hacen de El engaño una muy correcta película, cuya principal referencia parece ser el cine del iraní Asghar Farhadi con sus profundos dilemas éticos y morales en el corazón del relato.
Con Süden (2008), Papirosen (2011), Kékszakállú (2016) e Introduzione all’oscuro (2018), Solnicki viene construyendo un universo, un imaginario, un estilo narrativo muy distintivo, en el que lo experimental y lo narrativo, lo fragmentario y lo contemplativo se combinan con resultados que van de lo fascinante a lo elusivo, de la alta cultura (simbolizada en su obsesión por el piano) a la comedia de enredos. Sus películas (o ensayos o artefactos audiovisuales) son verdaderos rompecabezas, pero en los que a su director no le hace falta encajar las múltiples piezas. De hecho, por momentos parece como si prefiriera dejarlas sueltas y que el resultado final fuese como una combinación aleatoria y anárquica de todos esos micromundos que sus films contienen y que de cierta forma casi mágica terminan conviviendo. Instalado en Viena y con el aporte visual del extraordinario director de fotografía portugués Ruy Poças (el mismo que ha trabajado con Miguel Gomes en Aquel querido mes de agosto y Tabú, con Joâo Pedro Rodrigues en Morir como un hombre y El ornitólogo, con Marco Dutra y Juliana Rojas en As boas maneiras, con Ira Sachs en Frankie y con Lucrecia Martel en Zama), Solnicki comienza A Little Love Package con otra de sus obsesiones: los cafés. Y los cafés vieneses no son precisamente algo menor. De hecho, el director argentino formado en Nueva York considera que en 2019, cuando se instauró la prohibición definitiva de fumar en esos ámbitos, se produjo un punto de inflexión, el fin de una era, una tradición y una cultura. Pero su película también incursiona de lleno en la ficción. Luego de unos planos de la ciudad, sus bares y sus habitués, aparece en pantalla Angeliki (Angeliki Papoulia), que está decidida a comprar un departamento, pero su amiga y diseñadora de interiores Carmen (Carmen Chaplin) siempre encuentra motivos para desaconsejar la operación. Más que una consejera parece una censora. Tenemos entonces a un cineasta argentino, un director de fotografía portugués, una protagonista inglesa (Chaplin) y otra griega (Papoulia, vista en films de su compatriota Yorgos Lanthimos), un narrador en off en castellano (el escritor mexicano Mario Bellatin), locaciones urbanas austríacas que luego se trasladan hasta la Andalucía rural. Todo sujeto a un trabajo abierto por completo a la improvisación, sin guion. Sí, A Little Love Package, con sus confesiones de mujeres, fábricas de quesos, barquitos a control remoto, lecciones de piano con profesora coreana, música de John Cage, Schubert, Mahler, paseos por museos, la omnipresente cuestión del dinero, pastores con sus cabras, Ferraris a toda velocidad e imágenes de ríos y mares es una experiencia por momentos desconcertante y en otros decididamente embriagadora, fascinante. Y con el acto de fumar como último acto de resistencia mientras suena ese himno pop ochentoso de Black, Wonderful Life.
El joven director belga fue la gran revelación del Festival de Cannes 2018 con Girl, película que ganó la Cámara de Oro, la Queer Palm, el premio FIPRESCI de la crítica internacional y el galardón de actuación en la sección Un Certain Regard para Victor Polster. Este segundo largometraje tuvos su estreno mundial también en Cannes, donde obtuvo el año pasado el Gran Premio del Jurado (segundo en importancia). Y, aunque no llegue al nivel de audacia de su ópera prima, Close lo consolida como un cineasta de inusitada sensibilidad e inmenso talento. -El film se estrena primero en 13 salas de Argentina y en abril llegará al servicio de streaming MUBI. Leo y Remi (Eden Dambrine y Gustav De Waele, ambos debutantes absolutos) son a sus 13 años mejores amigos en el contexto del primer año del colegio secundario. La relación es tan íntima, tan cercana, tan intensa, que muchos se burlan, los acusan de gays y les hacen bullying. Se quedan a dormir en la casa del otro, comparten largos paseos en bicicleta por idílicos parajes y se acompañan en la vida cotidiana. Hasta que, de manera casi inevitable y natural, se van generando diferencias, desconexiones, celos, envidias, decepciones, búsquedas individuales (Leo, por ejemplo, incursiona en el hockey sobre hielo). No conviene anticipar nada más porque Close es de esas películas a las que un inoportuno spoiler puede limitarle buena parte del disfrute (y la complejidad) de la experiencia que propone. Más allá de algunas decisiones de guion bastante drásticas (que ya aparecían también en Girl), Dhont expone una capacidad de observación, una sutileza, una delicadeza, una ductilidad para manejar múltiples aristas y matices que lo convierten en un cineasta singular. Aquí, en deteminado momento el conflicto pasa por las contradicciones generacionales, las diferentes formas en que adultos y adolescentes procesan situaciones extremas y dolorosas. Sencilla en apariencia, noble en su propuesta, profunda en la indagación de la psicología de sus personajes, Close -que tiene algunos puntos de contacto con Un monde / Playground, de la también belga Laura Wandel, vista en Cannes 2021 -se acerca a los prejuicios homofóbicos desde el desprejuicio, a los condicionamientos sociales y las imposiciones heteronormativas desde una apuesta liberadora. Un muy buen segundo trabajo para este director que recién tiene 31 años.
Tras ganar la Palma de Oro en 2017 con The Square, el director sueco duplica (o triplica) la apuesta con una mirada despiadada y desoladora sobre las injusticias del capitalismo salvaje y las diferencia de clase. El resultado es más irritante que inquietante, pero le sirvió para quedarse nuevamente con el máximo premio del Festival de Cannes. Dos veces en el lapso de cinco años. Con películas como Involuntario (2008) y Force Majeure: La traición del instinto (2014), Ruben Östlund supo jugar con fuego y salir ileso. Convertido en un satirista reverenciado, un enfant-terrible del cine europeo, se consagró al ganar nada menos que la Palma de Oro 2017 con The Square. Si aquel film se burlaba de la burguesía intelectual con mucho de capricho, de regodeo, de manipulación emocional, de cinismo y hasta de sadismo. qué decir entonces de Triangle of Sadness / El triángulo de la tristeza, un tríptico en el que posa su mirada despiadada y mordaz (con escalas intermedias en el patetismo y la crueldad) en la obscenidad del lujo del universo de los ricos y las cada vez más profundas diferencias sociales. Dividida en tres episodios (Carl & Yaya, El yate y La isla), se trata de una comedia ácida y negrísima con algunos pasajes que en principio pueden generar risas y hasta alguna carcajada aislada, pero que en su conjunto provoca irritación. Y el sedimento que deja con el correr del tiempo es todavía mucho peor. En la línea de -para buscar un ejemplo argentino- la dupla Cohn-Duprat, Östlund tiene una mirada siempre sobradora, riéndose de sus personajes, juzgándolos por sus pensamientos y sus actos, burlándose de sus reacciones y contradicciones y ensañándose con sus bajezas. La primera parte tiene como protagonistas a una pareja de jóvenes modelos e influencers (Harris Dickinson y Charlbi Dean) que disputan por cuestiones de dinero (y por lo tanto de poder); la segunda está ambientada en un crucero de lujo cuyo capitán borrachín no es otro que Woody Harrelson y, entre citas a Marx, se produce una tormenta y recibe un ataque de piratas; la tercera, tiene que ver con la supervivencia de algunos pasajeros y tripulantes en una isla supestamente desierta donde las miserias, mentiras y manipulaciones se exacerban y potencias hasta niveles ya insostenibles. Es cierto que Östlund filma muy bien (los planos preciosistas, cuidados hasta el detalle e hiperestilizados por momento resultan molestos en su perfección) y tiene timing para los diálogos y el humor físico, pero lo que importa aquí no son las partes (que analizadas de forma independiente pueden funcionar) sino el todo: la mirada del mundo y cómo ponerla en escena. El espíritu, el tono, los simbolismos, las alegorías, las metáforas, los golpes bajos. Un cine misantrópico, calculado, artero y efectista que tiene múltiples adeptos en el mundo. Luis Buñuel, Blake Edwards y Luis García Berlanga, entre muchos otros, se revuelven en sus tumbas.
El director de Belleza americana, Camino a la perdición, Solo un sueño, El mejor lugar del mundo, 1917 y dos entregas de la saga 007 como Operación Skyfall y Spectre plantea lo que en principio es una carta de amor al cine (en el cine), pero luego deriva hacia un melodrama bastante convencional. Tras su paso por festivales como los de Deauville, Toronto, Londres y Mar del Plata, llega finalmente a las salas argentinas. Me sentí un poco engañado por Imperio de luz. No porque sea una mala película (tampoco es algo particularmente deslumbrante) sino porque me la habían vendido como “un tributo al séptimo arte”, “la Cinema Paradiso de Sam Mendes” y terminó siendo un apenas correcto melodrama con una gran sala de cine de espíritu art deco (en verdad el complejo tiene dos pantallas) de trasfondo. Estamos a principios de los años '80 y Hilary Small (Olivia Colman, de esas actrices que elevan cualquier material por convencional que sea) trabaja como administradora del Empire, un hermoso y amplio cine ubicado en la ciudad costera de Kent. Frustrada, deprimida, con evidentes inestabilidades emocionales que intenta combatir con una batería de químicos, nuestra antiheroína parece encontrar en ese ámbito algo de equilibrio. Hasta que a los pocos minutos descubrimos que su jefe, el Sr. Ellis (Colin Firth), es un tipo decididamente abusivo. El equipo fijo del Empire se completa con el proyectorista Norman (el siempre notable Toby Jones) y un recién llegado (negro, y no se trata de un dato menor) llamado Stephen (Micheal Ward). En la Inglaterra de Margaret Thatcher se proyectan en ese cine durante los meses en los que transcurre la película Cómo eliminar a su jefe / Nine to Five, El hombre elefante, All That Jazz: El show debe seguir, Los hermanos caradura / The Blues Brothers, Toro salvaje, Carrozas de fuego y Desde el jardín / Being There (estas dos últimas ejes de sendas escenas cumbre), pero más allá de esas y otras referencias cinéfilas, Mendes (aquí tambien guionista) se maneja dentro de terrenos previsibles y de los cánones esperables de la corrección política. A las cuestiones ligadas a la salud mental de Hilary, se le suman una (algo más que) amistad entre la protagonista y Stephen (un tipo mucho más joven que sueña con ingresar a la universidad para estudiar Arquitectura), la problemática del abuso sexual y, sobre todo, el creciente racismo hacia negros y extranjeros por parte de grupos de ultraderecha como el Frente Nacional aquí concentrados en grupos de skinheads fascistas. Demasiadas ramificaciones (trabajadas, es cierto, sin sensacionalismo y por momentos incluso con cierta sensibilidad) para una película -bellamente fotografiada por el gran Roger Deakins y musicalizada por la dupla Trent Reznor y Atticus Ross- que prometía una cosa y termina siendo otra(s).
Si hay algo que no puede decirse del californiano Todd Field es que sea un director prolífico. A los 58 años, ha estrenado apenas tres largometrajes: En el dormitorio / In the Bedroom (2001), film con Tom Wilkinson, Sissy Spacek y Marisa Tomei nominado a cinco Oscar; Secretos íntimos / Little Children (2006), película con Kate Winslet, Jennifer Connelly y Patrick Wilson candidata a tres premios de la Academia; y ahora, luego de 16 años de ausencia, Tár. El título hace referencia a Lydia Tár (Cate Blanchett), discípula de Leonard Bernstein, una de las pocas EGOT del planeta (ganadora del Emmy, el Grammy, el Oscar y el Tony) y considerada por lo tanto una de las mejores directoras de orquesta en un (otro) universo claramente machista (incluso a las mujeres se les dice “maestro”). A fuerza de talento, convicción y perseverancia y no sin antes sortear gran cantidad de prejuicios y techos de cristal, la protagonista parece tenerlo todo, empezando por el prestigio y una admiración masiva, y un tren de vida que le permite viajar de Berlín a Nueva York y volver a las pocas horas siempre en avión privado. En pareja con Sharon (una subaprovechada Nina Hoss), que además es primera violinista de la Filarmónica de Berlín, ambas crian a una pequeña hija y se preparan para un importante desafío artístico como interpretar (y grabar en vivo) la Sinfonía Nº 5 de Gustav Mahler. Las primeras secuencias son larguísimas (la película en general dura más de dos horas y media) pero notables porque los diálogos, pero también cada uno de los gestos, nos permiten apreciar el grado casi insoportable de exigencia, tensión y perfeccionismo al que es sometida (y al que ella somete). En medio de ese universo de sofisticación y brillantez artística, empiezan a aparecer desplantes, excesos, maltratos. Y con ellos entenderemos que Lydia no es la conductora de orquesta perfecta, sino una mujer con unos cuantos secretos habituada a la manipulación y el abuso de poder con elementos que coquetean con la humillación y más puro sadismo. Es aquí cuando la película empieza a sumar capas, a mutar, a cambiar de tono, de espíritu, de esencia y hasta de tempo narrativo (a esas extensas, minuciosas y fascinantes escenas inicales les siguen otras donde abundan los golpes de efecto). El resultado es un film tan incómodo como desconcertante, que se disfruta más cuando se libera y se vuelve más “grasa” (casi al borde de la autoparodia), que cuando intenta sostener un aura de “prestigio” e importancia más cercano al cine europeo de autor (a-la-Haneke, digamos). Si esta muy despareja y pendular película, que alterna notables escenas con otras que están al borde del ridículo, casi de la vergüenza ajena, resulta finalmente valiosa es porque aborda sin prejuicios ni lugares comunes un tema tan en boga como la cultura de la cancelación, en la que las redes sociales ocupan un espacio central, y porque Blanchett vuelve a lucirse en un papel que se aleja del que suelen elegir las estrellas contemporáneas. Así como interpretó a esa referente del conservadurismo que fue Phyllis Schlafly en la serie Mrs. America, ahora encarna a una mujer lesbiana que bien puede ser vista como una “depredadora”, en el mismo sentido en que muchos varones usaron sus lugares de poder para someter a sus víctimas. Es interesante también cómo Field construye un universo con Lydia siempre comol centro magnético alrededor del cual orbitan desde su pareja Sharon, su asistenta Francesca (la francesa Noémie Merlant), colegas que la envidian como Elliot Kaplan (Mark Strong) u objetos del deseo como una nueva violenchelista rusa llamada Olga (la debutante absoluta Sophie Kauer). De una película intimista y de cámara a otra con elementos propios del thriller (en su descenso a los infiernos, en el desmoronamiento de su imperio, ella empieza a sentir todo tipo de conspiraciones), de la austeridad inicial a las explosiones de las escenas finales, Tár genera reacciones muy disímiles, contradictorias, por momentos encontradas. Está lejos de ser el film perfecto que muchos colegas aclamaron, pero en tiempos de proyectos “de concepto”, donde todo está milimétricamente calculado para conseguir la adhesión automática del público con respuestas tranquilizadoras, una apuesta así de ambiciosa, inquietante y anómala es motivo no solo de atención sino también de unos cuantos elogios.