Wen (Kristen Cui), una encantadora niña de 8 años de origen chino, recolecta saltamontes en un bosque cercano a una aislada cabaña cuando se le acerca un hombre gigante llamado Leonard (Dave Bautista), que trata de hacerse amigo de la pequeña mientras le formula algunas preguntas. A los pocos minutos llegan también al lugar otros tres extraños, Redmond (Rupert Grint), Sabrina (Nikki Amuka-Bird) y Ardiane (Abby Quinn), con el objetivo de ingresar en la casa. Desesperada, Wen corre para avisarles del peligro a sus dos padres (un matrimonio gay), Eric (Jonathan Groff) y Andrew (Ben Aldridge). Los tres empiezan a cerrar todas las ventanas, a trabar todas las puertas, a ubicar muebles pesados para dificultar los accesos y a buscar elementos caseros para defenderse. Pero tras ese inicio ligado al subgénero de invasiones a la privacidad, con intrusos ingresando por la fuerza a un hogar y secuestrando a sus habitantes, nos enteraremos de que la película va por otro lado: en verdad se tratan de un maestro de escuela, una cocinera, un trabajador de gas y una enfermera que les aseguran que el mundo está a punto de desaparecer, a menos que ellos acepten concretar un sacrificio; o sea, que uno de ellos tres mate a otro integrante de la familia. Solo así podrán salvar al planeta de la extinción. La premisa (tomada de la multipremiada novela The Cabin at the End of the World que Paul Tremblay publicó en 2018) puede sonar ridícula, pero conforme avanza la trama nos daremos en cuenta que no se trata de cuatro delirantes salidos de alguna secta de fanáticos convencidos del apocalipsis. Mientras, el director de Sexto sentido, El protegido, Señales, La aldea, La dama en el agua, El fin de los tiempos, El último maestro del aire, Después de la Tierra, Los huéspedes, Fragmentado, Glass y Viejos (también coautor del guion) va reconstruyendo en distintos flashbacks la historia de amor de la pareja gay, su lucha contra los prejuicios sociales y cómo llegaron a adoptar de beba a Wen en China. Si la primera mitad de Llaman a la puerta alcanza a sostener cierta intriga, supenso y tensión con un par de secuencias muy bien filmadas, la segunda parte es poco más que una acumulación de reflexiones filosóficas y religiosas supuestamente profundas (pero en definitiva bastante banales) sobre las miserias humanas que generan crecientes catástrofes y lo están llevando a la extinción. Así, lo que en principio parecía un prometedor ejercicio de cine de género, termina desbarrancando en un drama que busca sin suerte la trascendencia con un mensaje que pendula entre la advertencia y la moraleja. Shyamalan, una vez más, dilapida su talento como narrador clásico para convertirse en un torpe predicador.
Ali Abbasi, talentoso director formado en Suecia y radicado en Dinamarca, regresó a su Irán natal para abordar un caso real que hace dos décadas conmovió a la sociedad de su país. El realizador, que había sorprendido al universo cinéfilo con esa deforme y fascinante fábula romántica que fue Border, cambió por completo de registro al apostar por una historia hiperrealista: la reconstrucción de la historia de Saeed Hanaei (Mehdi Bajestani), un trabajador de la construcción, veterano de la guerra de Irak y ejemplar padre de familia de la ciudad santa de Masshad, que se convirtió entre 2000 y 2001 en un asesino serial con al menos 16 prostitutas entre sus víctimas y al que se lo conoció, precisamente, como Holy Spider. La protagonista, de todas formas, es Rahimi (Zar Amir Ebrahimi), una perseverante periodista de Teherán cuya propia experiencia con el acoso sexual impulsa su cruzada para atrapar al asesino, aunque para ello deba arriesgarse y sumergirse en los barrios más peligrosos de esa urbe. Hay en la historia de este “justiciero” misógico y psicópata y en la investigación periodística y policial que se lleva adelante algunas conexiones con la muy superior Zodíaco, de David Fincher, y un bienvenido cuestionamiento al fanatismo religioso, pero luego Abbasi toma varias decisiones bastante cuestionables en cuanto a la representación de la violencia y el punto de vista que adopta (hay algo de exhibicionismo, manipulación, explotación y regodeo en el asunto) y, así, el resultado final es un poco decepcionante.
Aunque el realizador de M3GAN, Gerard Johnstone, era poco menos que un desconocido (en 2014 había dirigido Housebound y luego filmó episodios de series como Terry Teo y The New Legends of Monkey), el origen de este proyecto hay que buscarlo en una idea original de una de las figuras insoslayables del terror contemporáneo como James Wan y luego en el guion escrito por Akela Cooper (su colaboradora en Maligno). Que la génesis le haya sido ajena, de todas formas, no minimiza la solvencia y ductilidad con que Johnstone narró esta historia con logradas irrupciones de humor negro y violencia que tarda en desatarse. El sello de Wan (coautor de la premisa y productor del proyecto) se percibe en la recuperación de un elemento fundamental del género como un muñeco o muñeca con poderes devastadores. Desde ese clásico que a esta altura es Chucky: El muñeco diabólico hasta la aparición de Annabelle en la saga de El conjuro (otra vez Wan) y sus múltiples spinoffs, la muñeca resulta una presencia a cada minuto más inquietante, fascinante y agobiante dentro de la trama de M3GAN. Pero M3GAN (iniciales que se usan para este prototipo llamado Model 3 Generative Android) no es una muñeca cualquiera, sino la creación de Gemma (Allison Williams), una ingeniera de programación especializada en robótica e inteligencia artificial dentro de Funki Toy, una corporación dedicada sobre todo a juguetes que sirvan como sustitutos de mascotas. Y, si hablamos de una corporación, estamos en presencia de abusos de poder y codicia, lo que lleva luego a imprudencias, excesos y descontrol. La película comienza con una tragedia. Durante un viaje vacacional en medio de una tormenta de nieve Cady (Violent McGraw), una niña de ocho años, queda huérfana (los padres mueren al instante cuando el auto es arrollado por una máquina quitanieves) y la sobreviviente va a vivir con su tía, que no es otra que la mencionada Gemma. Y M3GAN, que está todavía en fase Beta hasta que el ambicioso jefe de Gemma considera que hay que lanzarla al mercado cuanto antes, se convertirá en la compañera inseparable y la guardiana de la pequeña Cady. Tan guardiana que no dudará en actuar por cuenta propia ante cualquier amenaza. El personaje de M3GAN (una lograda combinación entre animatronics, CGI y captura de movimientos con Amie Donald como actriz de carne y hueso) es el principal hallazgo de una película que recupera el mito de Frankenstein pero con una mirada contemporánea y hasta cierta impronta feminista. La manera en que la muñeca se va empoderando, perfeccionando sus (re)acciones a medida que interactúa con los humanos (es capaz de aprender una compleja coreografía o de tocar Titanium, de David Guetta y Sia, al piano), es realmente notable. Y, más allá de que el film puede leerse como una crítica a los abusos y riesgos de las nuevas tecnologías cuando las mismas no tienen límites por falta de ética, M3GAN jamás deja de funcionar dentro de los cánones más eficaces del entretenimiento con aspiraciones masivas. Clásica y moderna, aterradora y satírica a la vez, la película surge solo como el primer hito de lo que seguramente será una larga y exitosa franquicia.
Antes de redactar este texto comparé en Twitter la duración de Avatar: El camino del agua (192 minutos) con la de Babylon (189). Si bien James Cameron se tomó tres minutos más que Damien Chazelle, lo cierto es que aquella secuela tiene muchos más créditos finales por lo que el tiempo neto debe ser muy similar. Chazelle se presentó en 2009 con Guy and Madeline on a Park Bench, que duraba modestos 82 minutos; en 2014 se consagró con Whiplash: Música y obsesión, que llegó a 106; en 2016 lanzó la multipremiada La La Land, una historia de amor, que duraba 128; dos años después fue el turno de El primer hombre en la Luna, cuyo corte quedó en 141; y ahora presentó Babylon, que llega hasta los apuntados 189. Y su creciente tendencia a la grandilocuencia en todos los terrenos también puede apreciarse en los presupuestos: Guy and Madeline on a Park Bench se hizo con 60.000 dólares y hace menos de una década filmó Whiplash... con 3,3 millones; Babylon costó 110 millones; es decir, 1.833 veces más que su ópera prima. Nacido en 1985 en Providence, Rhode Island, Chazelle ganó el premio Oscar a Mejor Director a los 32 años y se convirtió en el realizador de moda, en el “niño” maravilla de Hollywood. Para Babylon, además de ese generoso presupuesto que Paramount jamás recuperará (en Estados Unidos, donde se estrenó hace casi un mes, recaudó apenas 15 millones de dólares), contó con estrellas como Brad Pitt y Margot Robbie, pero también con otras figuras como Jean Smart, Lukas Haas, Tobey Maguire, Max Minghella, Jeff Garlin, Eric Roberts, Samara Weaving, Spike Jonze y Olivia Wilde (en este caso poco más que un cameo). Está claro que Chazelle quiere jugar en las grandes ligas de los autores que trabajan en Hollywood, como Christopher Nolan, Quentin Tarantino, Martin Scorsese, Steven Spielberg, Paul Thomas Anderson o el mencionado Cameron, pero con este megaproyecto parece haber dado su primer paso en falso. Si Babylon es una película excesivamente larga y excesivamente cara también es una historia sobre los excesos de una industria que Chazelle parece amar y aborrecer en partes iguales. Ambientadas a finales de la década de 1920, época de la difícil transición del cine mudo al sonoro (habrá una coda que transcurre en 1952), las tres horas del relato pretenden exponer (casi) todas las miserias y contradicciones, el cinismo y la hipocresía de una industria y una época a puro glamour y descontrol: bacanales, orgías, vicios, perversiones, adicciones y abusos. Chazelle trabaja la primera mitad a puro delirio, humor negro y desparpajo (la larga secuencia inicial incluye a un elefante en una fiesta salvaje por donde se la mire), mientras que en la segunda (mucho menos lograda) cede a la tentación de regodearse en las miserias y en el sino trágico que parece perseguir a varios de sus personajes con una tendencia a juzgar y a bajar línea moralizadora. Todo aquello que en La La Land funcionaba en el terreno del romance entre el Sebastian de Ryan Gosling y la Mia de Emma Stone aquí luce bastante más forzado, menos fluido y convincente en la historia de amor entre el Manny Torres del mexicano Diego Calva y la Nellie LaRoy de Margot Robbie. Ambos se conocen en la faraónica fiesta inaugural y luego desarrollarán caminos paralelos (él como asistente y luego productor; ella como actriz) en el mundillo de los grandes estudios de Hollywood. Más allá de esa historia de amor, Babylon tiene una estructura coral en la que el tercer protagonista es el galán Jack Conrad (Brad Pitt), la máxima estrella de la era silente, pero que ve cómo su estrella empieza a apagarse con el advenimiento del sonoro. En ese sentido, hay personajes que conservan los nombres reales (como el productor Irving Thalberg que interpreta Max Minghella), pero muchos otros aparecen con apellidos ficticios, aunque con similitudes con personajes de la época. Conrad, por ejemplo, remite a Rodolfo Valentino, Douglas Fairbanks y John Gilbert; Nellie LaRoy está inspirada en Clara Bow; el trompetista Sidney Palmer (Jovan Adepo) es un calco de Louis Armstrong; la Elinor St. John de Jean Smart es una imitación de la célebre y temida reportera Louella Parsons, dueña de la pluma más influyente a la hora de apuntalar una carrera y de la más despiadada a la hora de destruir otra; la Lady Fay Zhu de Li Jun Li se basó en la artista lesbiana Anna May Wong; la Ruth Adler de Olivia Hamilton tiene muchos elementos en común con Dorothy Arzner, una de las primeras directoras de la historia del cine; mientras que el Otto de Spike Jonze parece una combinación entre Ernst Lubitsch, Erich von Stroheim y Josef von Sternberg (es muy buena toda la secuencia de la filmación de su película). Aunque Chazelle figura como único guionista, Babylon parece haberse “inspirado” en mucho de los mitos que Kenneth Anger reconstruyó (¿exageró?, ¿inventó?) en su libro Hollywood Babilonia. Y, en ese sentido, hay que indicar que lo de Chazelle muchas veces es más virtuoso en términos de puesta en escena (prodigiosos planos secuencia para filmar una fiesta o un rodaje con miles de extras) que a la hora de trabajar ciertos conflictos o ciertos diálogos que son cualquier cosa menos sutiles. Babylon me resultó una película tan fascinante por momentos como frustrante en otros, tan deslumbrante como irritante. Así de irregular es su resultado, de contradictorias son las sensaciones que produce. Si tuviera que definirla diría que es una película con tantas ínfulas como recursos, pero en definitiva fallida porque una vez que alcanza sus picos tiende a desinflarse y a caer en la deriva. De todas maneras, aunque como espectador uno pueda distanciarse o hasta enojarse con ciertas decisiones artísticas de Chazelle, siempre seré un defensor de aquellos cineastas que se salen de las fórmulas, que arriesgan, que son capaces de como en este caso filmar siempre al borde del abismo sin miedo a tropezar e incluso de caerse.
Con películas como Juegos, trampas y dos pistolas humeantes, Snatch: Cerdos y diamantes y RocknRolla Guy Ritchie se convirtió en un director de culto por parte de una cinefilia que admiraba su estilización formal, su humor negrísimo y su violencia casi de comic. Con el tiempo fue aceptando con mayor o menor suerte encargos para producciones de los grandes estudios de Hollywood (Sherlock Holmes y su secuela, El agente de C.I.P.O.L., El Rey Arturo, Aladdin) y en los últimos años volvió al thriller con la apenas correcta Los caballeros: criminales con clase (2020), con Matthew McConaughey, Charlie Hunnam y Hugh Grant; y la más que interesante Justicia implacable (2021), también con Statham. La agradable sorpresa que regaló Justicia implacable permitía hacerse ilusiones respecto de este reencuentro con Statham, pero el resultado es a todas luces frustrante: un film que no tiene nada (ni siquiera lo peor) del sello del cineasta inglés, un producto si se quiere correcto, prolijo y profesional, pero a todas luces anodino e impersonal. Statham, bastante menos carismático, canchero y potente que lo habitual, es Orson Fortune, un espía / mercenario bastante rebelde e independiente que es contratado por los agentes Norman (Eddie Marsan) y Nathan (Cary Elwes) para que siga el derrotero de un portafolios robado en Odessa para descubir quién lo tiene y -más importante aún- qué es lo que contiene (la incógnita del MacGuffin se sostiene hasta casi el final). Fortune termina formando un equipo con Sarah Fidel (Aubrey Plaza), JJ Davies (Bugzy Malone) y una estrella del cine llamada Danny Francesco (Josh Hartnett) para desbarartar una confabulación que tiene como villano de turno a Greg Simmonds, un traficante y multimillonario interpretado por Hugh Grant, y como rival a otro team liderado por el despiadado agente Mike (Peter Ferdinando). Si Agente Fortune: El gran engaño puede leerse como una parodia o al menos un émulo de la saga de Misión: Imposible al film de Ritchie le falta aprovechar mejor las locaciones (aquí van de Londres a la Costa Azul y de allí a Turquía), humor, creatividad y espectacularidad. En este sentido, las coreografías para las escenas de acción son de una elementalidad absoluta. Ningún plano de las peleas dura más de un par de segundos, por lo que todo está “maquillado” desde una edición vertiginosa y taquicárdica que imposibilta el disfrute genuino de una batalla cuerpo a cuerpo. El resultado es un film que no molesta, pero tampoco seduce: convencional, efímero y rápidamente olvidable.
La premisa de unos amigos o familiares que se reúnen para pasar juntos unos días en una casona en medio de un entorno natural constituye casi un subgénero en sí mismo. Lo hemos visto con asiduidad en muchas películas francesas, en el cine indie estadounidense, pero también en el argentino (La quietud, de Pablo Trapero; Recreo, de Hernán Guerschuny y Jazmín Stuart; o Los sonámbulos, de Paula Hernández, por citar solo algunos ejemplos bastante recientes). La posibilidad de filmar la mayor parte de la historia en una única locación, en un ambiente controlado y sin molestas intromisiones, es una tentación irresistible para muchos guionistas, directores y productores. De amplia trayectoria como actor (sus primeros pasos fueron junto al realizador Ezequiel Acuña), Ignacio Rogers contó para la escritura de Las fiestas con el aporte de otros reconocidos intérpretes como Esteban Lamothe, Julieta Zylberberg y Ezequiel Díaz (también uno de los protagonistas) y de Alberto Rojas Apel, quien fue precisamente coguionista de Acuña en films como Excursiones, Como un avión estrellado o Nadar solo. En la primera secuencia vemos a Luz (Dolores Fonzi), Sergio (Daniel Hendler) y Mali (Ezequiel Díaz) yendo a visitar a su madre María Paz (Cecilia Roth), quien está internada en un hospital luego de atravesar una crisis de salud bastante extrema. Tras una recuperación poco menos que milagrosa, la manipuladora matriarca les pide que vayan a la quinta familiar para compartir unos días entre Navidad y Año Nuevo. Aunque Sergio parece ser el más sumiso, ninguno manifiesta demasiado interés en ser parte de ese reencuentro pero las justificaciones (coartadas) laborales o afectivas que cada uno manejaba se van desarticulando y no tienen más remedio que sumarse. Como en toda película de estas características, cada uno de los personajes llega a la cita con una pesada carga de secretos y mentiras, contradicciones y traumas, remordimientos y resentimientos a cuestas. Y ese “mar de fondo”, esas tensiones latentes, esos conflictos no siempre explicitados ni mucho menos resueltos, no tardarán en pasar factura y de estallar por las causas y de las maneras más impensadas e inesperadas. Si bien hay miradas laterales (una infantil y otra a cargo de Muñeca, que interpreta Maitina De Marco), el eje del relato pasa por las relaciones en varios momentos agobiantes, tóxicas y patológicas, aunque en otros pasajes también cómicas y hasta queribles, que se van estableciendo entre los integrantes a medida que pasa el tiempo (lo que en principio iba a ser una visita fugaz se termina prolongando). En este sentido, Rogers afortunadamente evita caer en la exageración, el subrayado y el estereotipo para exponer los conflictos y esas cuentas pendientes a través de diálogos, observaciones, detalles, gestos en principio banales e intrascendentes pero que luego se van resignificando y adquiriendo dimensiones inesperadas. Como en cualquier dinámica familiar hay constantes manipulaciones, códigos, seducciones, alianzas, enojos, rebeldías y reacomodamientos. En esa coreografía de los sentimientos Rogers y su cuarteto protagónico tienen más hallazgos que carencias porque la sutileza le suele ganar a la tentación de la explicitud o del golpe de efecto. Y es en el notable plano final (probablemente el más virtuoso, arriesgado e impactante de todo el relato) donde aflora la sensación de que Rogers tiene no solo talento sino también mucho margen para seguir creciendo como cineasta.
Desde que en 1997 estrenó Titanic (luego ganadora de 11 premios Oscar) y hasta que en pocas horas más presente a escala global la secuela El camino del agua, James Cameron solo filmó Avatar (que se convirtió en la película más taquillera de la historia desplazando a, sí, Titanic). O sea, estamos hablando de uno de los directores más exitosos de todos los tiempos que en los últimos 25 años solo rodó dos largometrajes de ficción y ambos ligados al universo del pueblo Na'vi en el planeta Pandora. Si tenemos en cuenta que comenzó a pergeñar el proyecto en 1995 y que ya tiene confirmadas tres entregas más para 2024, 2026 y 2028 (tendrá 74 años cuando lance la quinta parte) queda claro que para Cameron se trata de el proyecto de su vida. Nadie invierte más de tres décadas en algo en lo que no está absolutamente convencido. Los 162 minutos de Avatar regalaron hace 13 años un deslumbrante espectáculo visual lleno de cursilerías e imaginería new age que significaron un muy buen negocio, pero no constituyeron esa revolución que a nivel de tecnología aplicada al cine (ni mucho menos en el terreno narrativo) Cameron había prometido. Los 192 minutos de El camino del agua tampoco son de índole disruptivo, no conforman un nuevo paradigma, no significan un cambio rotundo en la historia del cine, pero sí muestran una evidente evolución, una considerable mejora respecto del film original. Hacía muchos años que no veía un blockbuster en 3D (en este caso, además, aprecié esta segunda entrega de Avatar en una butaca 4D con movimientos que intentan recrear o amplificar las condiciones físicas que se ven en la pantalla) y sinceramente no extrañaba esa experiencia, pero El camino del agua regala una sensación mucho más disfrutable e impactante respecto de todo lo que había consumido con anterioridad: ya no hay mareos ni dolores de cabeza, ahora sí el despliegue visual se aprecia en toda su dimensión y la inmersión es absoluta. Pero si en los tres primeros párrafos me he referido sobre todo a cuestiones más industriales, comerciales y tecnológicas, hay que indicar que El camino del agua también constituye un salto (quizás más módico, pero salto al fin) en otros terrenos estrictamente cinematográficos. Cameron siempre ha sido un gran narrador (y aquí las escenas de acción, sobre todo en la segunda mitad, son prodigiosas), pero en Avatar se había tomado demasiado tiempo y apostado a demasiados subrayados para construir y definir el universo de su saga. El camino del agua está ambientada algo más de una década después de aquellos eventos originales (un lapso de tiempo similar al que transcurrió entre aquella Avatar y esta Avatar 2). y nos reencontramos con Jake Sully (Sam Worthington), su esposa Neytiri (Zoe Saldaña), sus jóvenes hijos Lo'ak (Britain Dalton) y Neteyam (Jamie Flatters) y la pequeña Tuk (Trinity Jo-Li Bliss). Y la familia “agrandada” se complementa con Kiri (Sigourney Weaver) y Spider (Jack Champion), cada uno con sus misterios y secretos a cuestas que no develaremos. Lo cierto es que los Sully viven en paz en ese paraíso natural hasta que llega la invasión de unos militares que quieren “domar” Pandora y convertirla en el destino de los habitantes de un planeta Tierra que está en en plena degradación (sí, el mensaje ecologista se mantiene, aunque la veta new age por suerte está mucho más atenuada). Los violentos invasores liderados por Quaritch (Stephen Lang) han adquirido la misma fisonomía (y las mismas habilidades, claro) que los Na'vi. Así, entre bosques arrasados, alguna secuencia propia del western (el ataque a un tren) y el avance de ese despiadado grupo comando, los Sully no tienen más remedio que huir y refugiarse en una zona de arrecifes, donde vive una comunidad muy distinta y en constante interacción con el agua. En principio, hay bastante recelo a la hora de recibirlos, pero finalmente los líderes de ese pueblo, Tonowari (Cliff Curtis) y Ronal (Kate Winslet), aceptan darles asilo y enseñarles a sobrevivir en ese entorno marino. Y es entonces cuando Cameron nos sumerge (literalmente) en un universo en el que se destacan las Tulkun, una suerte de ballenas hiper inteligentes (e hiper sensibles), a las que el director les dedica varias bellas (aunque innecesariamente extensas) escenas. Si la película en algunos pasajes puede caer en cierta sensiblería, sentimentalismo e inocencia demasiado naïve y prefabricada, en la segunda mitad el realizador saca a relucir todo el nervio, la tensión y el talento a la hora de filmar (diseñar) extraordinarias secuencias de acción. En ese sentido, El camino del agua termina siendo un espectáculo sobrecogedor, de esos que quitan el aliento y desafían todos los sentidos y la capacidad de asombro. Si no estamos ante la revolución que nos prometió Cameron, sí nos encontramos con una superproducción que no defrauda y en varios pasajes fascina. ¿Mérito menor? Para nada.
¿Qué tienen en común el mundo de las plantas y el del cine? El director de Los jóvenes muertos y La película infinita concibió un fascinante ensayo en el que habla de dos universos en crisis: por un lado, desde 1750 hasta la fecha se han perdido más de 500 especies, mientras el planeta sufre el avance de las fronteras agropecuarias, el cambio climático y cada vez menos biodiversidad; por el otro, el 90 por ciento del cine mudo y el 50 por ciento del sonoro también se han perdido para siempre. Listorti reconstruye la historia de la preservación, tanto de plantas como de cine, la tarea de los pioneros, apela a material de archivo y a imágenes actuales (en 16 mm y Súper 8, claro), expone cómo algunas colecciones históricas de especies naturales se conservan solo en la Argentina (porque muchas se perdieron en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial) y hasta encuentra conexiones familiares entre ambas disciplinas: Cristobal Hicken (1875-1933) fue un botánico tan destacado que hoy la principal escuela de la especialidad lleva su nombre, mientras que Pablo Ducrós Hicken (1903-1969), su sobrino, fue un coleccionista cuya pasión por el séptimo arte fue la base para el Museo del Cine que lleva su nombre. Con la ayuda de algunos testimonios en off de especialistas y de unos pocos carteles explicativos, Listorti va mostrando las técnicas tradicionales de búsqueda, identificación, catalogación y preservación que se mantienen desde hace décadas (siglos) y el paciente trabajo de los especialistas. Un film bello y delicado sobre un oficio, un universo y el trabajo casi invisible (o invisibilizado desde el poder) para que la memoria y la historia no mueran.
Como admirador de buena parte del “universo Guadagnino” (incluso su serie We Are Who We Are me parece casi una obra maestra) me acerqué a Hasta los huesos con enorme curiosidad, pero la sensación final fue de cierta decepción frente a semejantes expectativas. Toda esa sensibilidad, lirismo, melancolía y empatía romántica que tan bien funcionaba en varios de sus trabajos anteriores aquí suena forzado, impostado, recargado, subrayado. Quizás no ayude el material original (una historia de caníbales), pero esta vez ni la estructura dramática, ni la estilización visual, ni el despliegue musical (la banda sonora original es de Trent Reznor y Atticus Ross y el soundtrack incluye temas de Joy Division, New Order y Duran Duran), ni el reencuentro con Timothée Chalamet tras la consagratoria Llámame por tu nombre consiguen los efectos que sí lograron sus films previos. Ambientada en 1988, Hasta los huesos es una road movie sobre dos “amantes malditos”, Maren (Taylor Russell, lo mejor del film) y Lee (Chalamet), jóvenes caníbales que huyen por distintos estados de la América profunda a bordo de una destartalada camioneta. El film pendula con no poca indecisión entre el romanticismo épico, el gore más extremo (con un personaje entre patético y amenazante como el Sully de Mark Rylance), notables intérpretes reducidos a papeles muy menores (André Holland, Chloë Sevigny, Michael Stulhbarg, Jessica Harper) y el retrato adolescente que aquí por momentos parece más cerca de los vampiros de Crepúsculo que de otra cosa. El italiano Guadagnino se propuso hacer su épica “definitiva” sobre la sociedad estadounidense (y de paso regodearse con sus imponentes paisajes), un poco como el alemán Wim Wenders en París, Texas, como bien sostiene el texto que precede a este, aunque también con algo de Malas tierras, de Terrence Malick; pero terminó construyendo una serie de viñetas con observaciones bastante superficiales, escenas “para la hinchada” (Chalamet bailando y cantando Lick it Up, de Kiss) y mucha iconografía mítica pero a la larga poco sustanciosa (viejos parques de diversiones, cafeterías de pueblo, casas rodantes, decadentes estaciones de servicio). Hasta los huesos tiene todo los condimentos para pasar por una película audaz, extrema, provocadora, controvertida, pero termina siendo una narración amanerada que en muchos casos se queda en la manipulación, en la ostentación y en el mero gesto.
Ya en plena segunda mitad de Aftersun, Sophie (la debutante y encantadora Frankie Corio), una niña de 11 niños, sube a cantar Losing My Religion, el popular tema de R.E.M., en una sesión de karaoke. La chica entona realmente mal y pide de forma ostensible que su padre Calum (Paul Mescal) vaya en su ayuda. Pero el hombre no solo no la acompaña sino que una vez que termina ese suplicio le tira un par de indirectas bastante hirientes que la joven capta a la perfección y retruca con sagacidad. Es un momento determinante y desgarrador de la película, que Charlotte Wells construye y maneja con una naturalidad, sensibilidad, elegancia y maestría infrecuentes en una guionista y directora que debuta en el largometraje (en el tono general hay alguna conexión lejana con La ciénaga, de Lucrecia Martel). La historia de Aftersun -de obvios rasgos autobiográficos- está ambientada a fines de los años '90, pero -como veremos después- narrada (recordada) desde el hoy por una Sophie ya treintañera (Celia Rowlson-Hall). Es, por lo tanto, un film de profunda melancolía, que revisita un momento en apariencia feliz (las vacaciones con un padre), pero que ha dejado heridas, traumas, cuentas pendientes que con el paso del tiempo se pueden dimensionar, elaborar, procesar y de alguna manera curar y saldar. Algo parecido a una reconciliación tras las inevitables frustraciones de la vida (y las decepciones con los padres). Está claro que ese padre y esa hija se han visto poco y se conocen menos. Ella vive con su madre en Glasgow, mientras que él se ha radicado en Londres. Sin embargo, pese a la evidente distancia y cierta extrañeza, hay entre Calum y Sophie no solo cariño sino incluso cierta complicidad. Pese a incomodidades e incompatibilidades, ambos dan lo mejor para que la convivencia en un resort turco (mezcla de lujo y decadencia) en plena temporada estival resulte lo más llevadero posible. No habrá grandes reproches ni golpes bajos, pero con el correr de los días las diferencias se ahondarán con el adulto teniendo actitudes inmaduras y esa niña sobreadaptada haciendo su coming-of-age, su progresiva incursión en la adultez. A partir de situaciones aparentemente poco trascendentes como una partida de pool, una cena, un paseo en lancha para bucear o una charla que va de lo superficial a algo bastante más profundo (hay una en la que suena de fondo Tender, de Blur, que termina siendo conmovedora), Wells va moldeando, esculpiendo, macerando una historia sencilla, pero de insospechadas implicancias y alcances. Hemos visto decenas de películas sobre relaciones padre-hija, también otras decenas sobre vacaciones en esos “all inclusive” donde conviven el disfrute con cierto patetismo propio del turismo de masas. Y también hemos visto muchas en las que el uso del video casero filmado por los propios protagonistas (aquí muchas imágenes en mini-DV) se resignifican con el paso del tiempo. Sin embargo, a partir de esos materiales a esta altura bastante recurrentes, Wells elude el lugar común, la complaciencia y la demagogia para conseguir algo realmente particular, con un grado de intimidad, ternura y sutileza que convierten a su primer largometraje en una de las sorpresas y revelaciones del año.