Si cualquiera analizara los distintos elementos que conforman Emergencia en el aire encontraría mucho de fórmula (un psicópata a bordo de un avión, un virus que se disemina, el pánico social que se desata, un veterano detective que investiga el caso, un conflicto diplomático a escala global), pero aquí el todo resulta mucho mejor que la suma de cada una de sus partes. Y si ese resultado general es más estimulante de lo que podía imaginarse en un principio se debe a la maestría con que los profesionales del audiovisual coreano saben reciclar, dosificar y potenciar los resortes y los recursos del cine de género. El vuelo en cuestión es uno que une Seúl con Honolulu y allí viajan el villano de turno (Yim Si-wan), que lanza un virus que va contagiando a los pasajeros, y un ex piloto (Lee Byung-hun) dominado por la culpa y los traumas tras una catastrófica experiencia profesional, acompañado por su pequeña hija que necesita un tratamiento médico. Y a bordo también está la esposa del sargento de policía Koo (Song Kang-ho), que seguirá en tierra las pistas de un caso con múltiples derivaciones, consecuencias y alcances. Cuando las consecuencias del virus se conozcan y no se sepa aún la eficacia del antídoto se desatará la paranoia dentro y fuera de la nave. Adentro, porque el contagio generalizado parece inevitable; afuera, porque nadie quiere que el avión que vuela rumbo a Hawaii aterrice de emergencia en otro aeropuerto. Muy a tono con estos tiempos pandémicos (aunque fue concebida antes), Han Jae-rim (The Show Must Go On, El lector de rostros, El fiscal) construye tensión, suspenso y contexto sociopolítico para este thriller sobre bioterrorismo con elementos propios del cine catástrofe y del melodrama familiar, pero sin descuidar jamás la psicología ni las motivaciones de los distintos personajes. El resto consiste en desatar la maquinaria coreana (incluido su patriotismo) en toda su dimensión profesional: actuaciones, edición, fotografía, efectos visuales y coherencia narrativa en su máxima expresión.
Rosario, 1926. Las hermanas Magdalena y Anna Scilko llegan a Rosario desde Polonia con la promesa de un futuro lleno de oportunidades. A poco de desembarcar descubrirán que todo ha sido un engaño y de inmediato pasarán a integrar una red de trata y prostitución dominada por los Abramov. Basada en la serie animada Tierra de rufianes, que a su vez estaba inspirada en los tiempos de la Varsovia / Zwi Migdal en la “Chicago Argentina”, la ópera prima de Fernando Sirianni y Federico Breser tiene en principio una estructura propia de un documental: un periodista (Ernesto Larresse) llega a la casa de Magdalena Scilko (la voz de Norma Aleandro), una mujer que en 2000, a los 91 años, finalmente acepta contar su desgarradora y épica historia. El periodista en cuestión escucha la grabación de un noticiero de la época en que se produjo el triple crimen de León Abramov (Jorge Marrale), su hijo Aaron (Mariano Chiesa) y su sobrino Ian (Nicolas Furtado), quienes durante décadas dominaron el negocio del narcotráfico, el contrabando y la prostitución en Rosario. Y ambos hechos se irán conectando con el correr de los minutos. Magdalena, claro, fue una de las víctimas de ese submundo, pero también protagonista a partir de su historia de amor (inevitablemente trágico) con Ian. Del relato en ese presente del año 2000 viajaremos a esa convulsionada década de 1920 con la joven Magdalena ahora interpretada desde la voz de Maite Lanata. Construido en esos flashbacks como un film noir bastante clásico con gangsters hiperviolentos, El Paraíso tiene unos cuantos climas logrados y valiosas ideas visuales, aunque por momentos la animación luce por momentos un poco "robótica", sin alcanzar la fluidez y naturalidad que seguramente se podría haber conseguido si se hubiese contado con un presupuesto más holgado. Además de los actores y actrices mencionados, se escuchan las voces en papeles secundarios de otras figuras como Alejandro Awada, César Bordón, Elena Roger, Favio Posca, Juana Viale, Claudio Da Passano, Carlos Kaspar y Marcos Woinsky. Aportes quizás menores en cuanto a minutos en pantalla, pero muy valiosos para un film que aborda los excesos, abusos y miserias del crimen organizado con las mujeres como víctimas principales.
Primero fue un folletín digital publicado en el blog Orsai, luego un libro, más tarde una exitosa obra de teatro y finalmente una película. Y el más reciente film del muy prolífico Marcos Carnevale (solo en los dos últimos años estrenó Corazón loco, El cuartito, Granizo y la serie Los protectores) incursiona en el espíritu farsesco, en el costumbrismo más exacerbado con Esperando a la carreza como modelo. El resultado es un producto tosco, burdo, donde abunda el subrayado y la exageración es la norma. Todo con una puesta en escena en escena que remite a las viejas tiras televisivas con interpretaciones siempre altisonantes, un festival de muecas y diálogos gritados. Rodado a toda velocidad, sin cuidar demasiado las formas, dando vía libre a los actores para que desaten un histrionismo que por momentos los deja expuestos al ridículo, se trata de un cine apolillado, que en varios pasajes se burla de sus patéticos personajes y -lo que es peor- en muchos otros parece hacerlo también del público. Cuando el “temido” año 2000 está a la vuelta de la esquina, la familia Bertotti de la ciudad de Mercedes (de allí es originario Casciari) lucha para que la progresiva degradación no los lleve a engrosar la cada vez más nutrida clase baja. Papá Zacarías (Guillermo Arengo) y mamá Mirta (Florencia Peña) viven reprochándose cada decisión hasta límites irritantes. Y están los tres hijos (uno gay que recibe una beca para el exterior; otro, resentido, que cree que su hermano siempre es el favorecido; y una tercera que intenta sin suerte desentenderse de ese micromundo enfermizo). Y también tenemos el show de Diego Peretti (joven en unos torpes flashbacks en blanco y negro hablando un cocoliche de italiano y castellano y ya anciano en el presente del 2000 como el abuelo). Casi que el único momento gracioso es cuando el viejo drogón (un Peretti hipermaquillado para dar un look octogenario) demuestra su admiración por los Ramones mientras escucha Pet Sematary con uno de sus nietos. La película intenta trazar ciertos paralelismos entre los integrantes de la familia (él desocupado, ella menopáusica, los hijos llenos de traumas, angustias e inseguridades) con la decadencia social pre-2001 (la película llega justo hasta la explosión de la crisis), pero todo lo que sobra de lugares comunes y estereotipos se extraña en términos de ironía, mordacidad e inteligencia.
El Colegio Nacional de Buenos Aires, más conocido como “El Colegio” o “El Nacional”, es una institución, una tradición, un ámbito de pertenencia, prestigio y distinción desde su fundación allá en el lejano 1863. De sus claustros han surgido presidentes, jueces, legisladores, intelectuales y guerrilleros. Sí, buena parte del poder se formó en esas aulas de Bolívar al 200, muy cerca de la Plaza de Mayo. Alejandro Hartmann, él mismo egresado del Buenos Aires y que en aquel entonces tenía un hijo en el colegio (Ciro Hartmann Martín, encargado de la música del documental), comenzó a rodar El Nacional en el inicio del ciclo lectivo de 2018, que sería el último de la gestión del cuestionado rector Gustavo Zorzoli. Eran (siguen siendo) tiempos convulsionados: al cambio en la rectoría (en su reemplazo asumiría Valeria Bergman) se le sumó la renuncia del presidente del Centro de Estudiantes y múltiples denuncias de abusos y acosos, así como la conformación del colectivo Mujeres Empoderadas y la militancia feminista dentro y fuera del Colegio (fueron partícipes importantes de la marea verde que peleó por la sanción de la Ley del Aborto). Hartmann, siguiendo el espíritu de pioneros como Frederick Wiseman, apuesta por una observación respetuosa y no intrusiva, aunque no por eso objetiva o anodina. La cámara acompaña de cerca a las chicas y chicos en sus asambleas, sus tomas, sus campañas electorales rumbo a las elecciones o su dinámica cotidiana en el Colegio. El resultado es un retrato íntimo e intenso que va desde los debates (como la ya célebre entrevista en la que el reaccionario periodista Eduardo Feinmann intenta sin suerte desacreditar a la flamante presidenta del Centro de Estudiantes, Juana Garay) hasta fragmentos de trabajos previos sobre el Buenos Aires (como El rey tuerto, de 1991), pasando por la descripción de la organización interna que incluyen clases de Latín o reuniones de la Cooperadora. Más allá del retrato institucional, lo más interesante y valioso de El Nacional es la exposición de un cambio de paradigma: de un colegio dominado por una cultura machista y patriarcal a otro donde la política pasó a ser manejada prácticamente por completo por esas chicas empoderadas y superpoderosas frente a unos varones aterrados por la ola de denuncias y cuestionamientos. Aunque ya han pasado cuatro años (luego vendría la pandemia), El Nacional no deja de tener actualidad, vigencia y pertinencia. Y, si algo afortunadamente ha cambiado para siempre en ese ámbito, quedará como registro de un período de profunda renovación, un punto de inflexión. Hartmann, que este año también presentó en el último BAFICI un documental con muchos más recursos pero menos impronta personal como El fotografo y el cartero: El crimen de Cabezas, consiguió adentrarse en un universo fascinante, lleno de matices y contradicciones, que logró captar y transmitir en este notable trabajo.
Así como existen los documentales de autor (con mucho énfasis en la primera persona) o los de impronta más televisiva (con espíritu más didáctico y sustentados sobre todo en testimonios a cámara) también están aquellos basados solo en el archivo. Este último es el caso de Lady Di (The Princess es el título original), que reconstruye la historia de Diana Spencer desde que siendo todavía una adolescente de 17 conoció a Carlos, príncipe de Gales, hijo mayor de la reina Isabel II y heredero de la corona británica, hasta su trágica muerte en las calles de París, con tan solo 36 años. A partir de un excelente trabajo de investigación que le permitió contar con mucho y variado material de las distintas épocas y de una notable edición, Ed Perkins (Garnet's Gold, Black Sheep) no solo expone las múltiples, fascinantes (y por momentos contradictorias) facetas de la personalidad de la princesa de Gales, desde su timidez inicial a su empoderamiento a la hora de enfrentar a la familia real y desarrollar una carrera con sello y vuelo propios, sino que además resulta un cuestionamiento muy contundente respecto de los excesos y miserias tanto de la propia monarquía como del vergonzoso accionar de los medios más amarillentos y sensacionalistas (que en Reino Unido han sido una plaga desde siempre), incluidos los paparazzi que la seguían las 24 horas del día. En la inevitable selección y recorte que propone Perkins hay no solo mucho de tributo y veneración a Lady Di sino también un intento por exponer cómo su figura era tratada por los medios y por la propia sociedad británica. En ese sentido, queda expuesta una de las tantas grietas entre quienes amaban a y quienes renegaban de la realeza, y -más puntualmente- entre aquellos que reivindicaban el lugar provocador y cuestionador de Diana y otros que la denostaban por sus actitudes, decisiones y comportamientos tanto públicos como privados. Por momentos más cerca de los trabajos experimentales con archivo del rumano Andrei Ujica, y en otros apelando a una musicalización algo intrusiva y machacona más propia del documental convencional, Lady Di es un trabajo adictivo que muestra en toda su dimensión (enfermiza) lo que significa soportar el peso de la fama. Diana lo hizo con la mayor dignidad y entereza posible hasta que una huida a toda velocidad terminó demasiado pronto y de forma brutal con su vida.
La prolífica directora polaca de Elles y The Other Lamb concibió con su habitual coguionista y director de fotografía Michal Englert una extraña y a su manera fascinante historia que coquetea con el surrealismo y el absurdo (por momentos tiene ciertas conexiones con el cine de Roy Andersson) a partir de la historia de Zhenia (notable trabajo de Alec Utgoff, visto en la serie Stranger Things y en varias películas de Hollywood como Código Sombra: Jack Ryan), un inmigrante ucraniano que arriba a Polonia; más precisamente a una suerte de barrio privado de casas idénticas en el que viven burgueses de buen pasar en lo económico, pero no tanto en lo afectivo o en lo que a salud (física y mental) respecta. Zhenia es un masajista a domicilio, pero sus artes no se limitan a desatar nudos con las manos. Es también un ilusionista, un hipnotizador, un sanador. Logra que sus clientes se relajen, se duerman, entren en trance y se curen (o al menos atenúen los efectos) de sus dolencias, que van desde simple estrés hasta cáncer terminal, pasando por profundas angustias. No queda muy claro si sus poderes son del orden de lo místico, lo espiritual o lo mágico, pero el atractivo, gentil y servicial Zhenia se convierte en un ser muy requerido en la comunidad, un bálsamo sobre todo para mujeres dominadas por el vacío existencial, la soledad. Sabremos poco de él, aunque unos flashbacks nos transportan hasta su Chernobyl de origen (nació exactamente siete años antes del desastre nuclear de la planta del lugar, pero no pudo salvar a su madre de los efectos de la radiación) y esa escasez de información es uno de los ejes de esta enigmática y elusiva película que construye una permanente tensión sexual, una mirada política bastante cuestionadora y se arriesga con algunos delirios musicales. Demasiado asordinada y contenida para llegar a ser una comedia satírica, demasiado fría como para conmover desde el dráma, un poco críptica en su propuesta pero siempre deslumbrante desde el diseño de arte y la estilización visual, Nunca volverá a nevar ratifica a Szumowska como una de las referencias ineludibles dentro del hoy tan de moda cine polaco.
El cine argentino de aspiraciones masivas, se sabe, tiene una predilección por las comedias y los policiales. A este último grupo pertenece Un crimen argentino, adaptación de la novela homónima del periodista y escritor santafesino Reynaldo Sietecase que recrea lo ocurrido con un misterioso asesinato en la ciudad de Rosario en 1980, cuando la última dictadura militar intentaba aferrarse con sus últimas fuerzas al poder. La dictadura funciona, en términos narrativos, como mucho más que un contexto que permite una notable recreación de época. La película de Lucas Combina logra describir la sensación de opresión, de miedo omnipresente, que permeaba a la sociedad de esos años. Desde ya que investigar el asesinato de un acaudalado empresario, llamado Gabriel Samid, implicaba meterse en las altas esferas de un poder cuyos intereses podían verse afectados, algo que rápidamente descubrirán los dos jóvenes secretarios de un juzgado de instrucción a cargo de la investigación. Antonio (Nicolás Francella, con un bigote y look retro que lo hace muy parecido a su padre Guillermo) y Carlos (Matías Mayer) quieren hacer las cosas bien, pero no es fácil, como demuestran los aprietes que recibe el juez (Luis Luque) y las actitudes del comisario (Alberto Ajaka) y un militar del alto rango (César Bordón). Así y todo, logran dar con un sospechoso de apellido Márquez (Darío Grandinetti). Todas las pistas conducen a él, pero falta el cuerpo. Y sin cuerpo no hay delito. Con un relato bien construido, la película evita caer en la sordidez del noir para, en cambio, valerse del humor y la inteligencia para aproximarse al policial dándole una impronta local. Lo que no implica que no haya tensión ni momentos de desconcierto cuando la causa parece empantanarse. El resultado es un exponente de género que no podría transcurrir en un lugar distinto al que lo hace.
¿Cine clase B con un presupuesto de casi 70 millones de dólares y trasfondo satírico? ¿Western contemporáneo siempre con caballos en el centro de la escena? ¿Ciencia ficción con invasión alienígena incluida? ¿Película de suspenso y momentos de terror? Todo eso y mucho más se combina en el tercer largometraje del director de ¡Huye! (2017) y Nosotros (2010). Entre universos tan disímiles y distantes como los de, digamos, M. Night Shyamalan y Ed Wood, con escalas en Alfred Hitchcock, Denis Villeneuve y el Steven Spielberg de Encuentros cercanos del tercer tipo, Jordan Peele demuestra que es uno de los pocos autores actuales con el suficiente poder como para filmar lo que quiere (y cómo quiere), a riesgo incluso de defraudar expectativas tanto de cierto segmento significativo del público como de los propios ejecutivos y compañías que lo financian. Bienvenida sea de antemano esa libertad incluso con ciertas dosis de capricho y arbitrariedad, ese desparpajo, esas ínfulas y esa capacidad de provocación. Es que, más allá de apelar a la imaginería del género más clásico como el western (los protagonistas son dos hermanos, interpretados por Daniel Kaluuya y Keke Palmer, que se dedican a criar caballos en una compañía heredada de su padre que está en absoluta decadencia), Peele propone en esencia una reflexión (reivindicación) sobre la épica de hacer cine sin medir las consecuencias. Es cierto que en principio ellos quieren registrar las imágenes de los extraterrestres para ganar dinero y fama, pero las presencias en la segunda mitad de un nerd techie llamado Angel (Brandon Perea) y sobre todo de un veterano director de fotografía (Michael Wincott) le dan al relato una impronta si se quiere herzogiana. En su guion Peele apela al horror de la sociedad estadounidense en varios terrenos (desde una sitcom televisiva que en 1998 termina con el set literalmente cubierto de sangre hasta el uso de animales amaestrados en la industria audiovisual) y trabaja con un notable despliegue visual en varias locaciones (desde el rancho familiar donde se crían a los caballos hasta una suerte de parque de diversiones con iconografía de western). Los efectos visuales del francés Guillaume Rocheron, la edición del estadounidense Nicholas Monsour y la fotografía del suizo-sueco-neerlandés Hoyte van Hoytema en 65mm se combinan a la perfección para que ese esteta, coreógrafo, showman y autor sin límites ni prejuicios que es Peele nos sumerja en un universo sobrenatural y reconocible a la vez para una inquietante película que por momentos divierte, en otros aterra y siempre fascina.
¿Cuántas veces hemos visto una película sobre una mujer sola que llega a una idílica mansión campestre en medio de la nada y empiezan a ocurrirle situaciones bizarras, sórdidas o directamente aterradoras? Pues bien, ese es el punto de partida de la nueva película del londinense Garland producida por A24. La protagonista es Harper (una Jessie Buckley es total estado de gracia), quien se instala en una hermosa casona centenaria para pasar unos días y aparentemente ocuparse de algunas cuestiones de contaduría. Pero, mientras habla por videoconferencia con su mejor amiga Riley (Gayle Rankin), aparece en escena de fondo un hombre completamente desnudo. La policía lo atrapa, pero será el inicio de una serie de eventos desafortunados que irá desembocando en el más puro body horror a-la-Cronenberg. La película tiene mucho y buen humor negro (notable aportes de Rory Kinnear como el hilarante locador y luego en varios otros papeles más ominosos), una mirada impiadosa a un tema de moda como la toxicidad masculina, y una imaginería visual propia de ese esteta consumado que es Garland (aplausos también para su director de fotografía Rob Hardy). Vi la película en la que fue la última proyección de la Quincena de Realizadores en el Festival de Cannes de este año y se siguió con risas, exclamaciones y una ovación final. No podría haber imaginado mejor desenlace.
En 1920 el militar sueco Gustav Emil Haeger encabezó una expedición científico-comercial por el Chaco formoseño (cerca de lo que hoy son las localidades de Las Lomitas y Pozo del Tigre) que por entonces estaban habitadas por la comunidad Pilagá. La misión contó con un extraordinario registro fotográfico y fílmico que dieron vida al documental Tras los senderos indios del Río Pilcomayo. Si bien aquel registro ya sirvió de base para una serie de Canal Encuentro sobre pueblos originarios y para Octubre Pilagá, Cristian Pauls lo utiliza de una manera muy diferente. Toma esas imágenes de extraordinario valor testimonial (luego sabremos que la lluvia arruinó muchos rollos por lo que el resultado podría haber sido aún más imponente) y el minucioso diario original que aquí es leído en off y en sueco para luego rehacer aquel viejo y ver qué ha cambiado (y qué no) en aquellas tierras. El eje es un largo y minucioso recorrido durante el que Pauls visita a los descendientes de los Pilagá originarios y analiza la situación desde distintos puntos de vista. En un momento, por ejemplo, se escucha la voz de Mirta Busnelli leyendo parte de una sentencia judicial que ordena múltiples “reparaciones” por parte del Estado luego de dos masacres contra aquel pueblo ocurridas en 1919 (muy poco antes de la expedición Haeger) y en 1947. En otro interesante pasaje de El campo luminoso Pauls se tienta con mostrarles a las nuevas generaciones pilagá algunas de aquellas imágenes tomadas por el equipo de Haeger a quienes fueron sus ancestros, lo que de por sí es una curiosidad, pero también encierra todo tipo de contradicciones internas y éticas respecto de cuestiones como el colonialismo. Pauls habla con una lingüista experta en el idioma de los Pilagá, pregunta y escucha con suma atención a sus interlocutores y reflexiona en off respecto de eventurales posturas e imposturas. El resultado es un largometraje algo excesivo en una duración superior a las dos horas que cabalga entre el documental etnográfico, el género de viajes y aventuras (por momentos aflora cierto espíritu herzogiano), y el ensayo sobre los dilemas intrínsecos de filmar a y contar la historia de los tan castigados, humilados y desterrados pueblos originarios sin caer en el paternalismo ni en el pintoresquismo.