El truco del superhéroe ya empieza a desteñir Hollywood sigue desempolvando superhéroes. No es que Capitán América, creado en papel y tinta poco tiempo antes del ataque a Pearl Harbor para la editorial Marvel, no tenga en su filmografía entradas anteriores; un serial, un largometraje, dos telefilms y un show de animación así lo atestiguan. Pero Capitán América: El primer vengador viene a sumarse a la larga lista de nuevas versiones de súper hombres y mujeres clásicos que ya conforman, corpus mediante, un género cinematográfico por derecho propio. Los connoisseurs del comic original saben sobradamente que existe un período pre y post Stan Lee: el notable historietista cambiaría la cara del personaje en los años ’60, restando de la ecuación patrioterismo y sumando amiguitos como El increíble Hulk, Iron Man y el Avispón Verde para crear un grupo de superhéroes conocido en español como Los vengadores. Para el film, los guionistas optaron por condensar la primera encarnación del protagonista, ubicando la acción en plena Segunda Guerra y con un spin off hitleriano como villano de turno (Calavera Roja, interpretado con infame acento alemán por Hugo Weaving). El film de Joe Johnston (Jurasic Park III, Jumanji) narra en flashback la historia de Steve Rogers (Chris Evans), joven enclenque cuya historia tiene más de un punto de contacto con la de Charles Atlas, el famoso alfeñique de 44 kilos. Luego de varios y vanos intentos por enrolarse en el ejército (su frágil cuerpo sufre además de asma), Steve es utilizado como conejillo de indias en un experimento militar que resulta todo un éxito. Con nueva musculatura, varios centímetros extra de altura y fuerza y velocidad recargadas, el joven se transforma en Capitán América, fenómeno de feria ideal para utilizar con fines propagandísticos. Pero no pasará demasiado tiempo hasta que el muchacho pueda demostrar sus verdaderas habilidades: el coraje y la bondad necesarios para salvar a América y al mundo del Mal llegado del otro lado del océano. Capitán América despliega sus dos horas de metraje como quien prescribe una receta, disponiendo ingredientes y dosis para que la sustancia tenga el efecto deseado. Pero la ciencia no siempre es arte y consecuentemente el film se desarrolla previsiblemente, sin sorpresas ni cambios de dirección. No se pide aquí profundidad psicológica (aunque más de una película de superhéroes se encuentra en posesión de ella) ni riesgos estéticos, pero sí al menos cierta capacidad para generar ritmo y emoción. Nada de ello ocurre mientras las escenas van sucediéndose, tildando items y preparando el terreno para el enfrentamiento final. La sobresimplificación en el relato de elementos clave –el deseo del protagonista por luchar en la contienda, la inevitable historia de amor– tampoco ayuda y todo tiene un tufillo a operación comercial previa al emparejamiento del Capitán con el resto del equipo (luego de la secuencia de títulos de cierre se presentan una coda y una cola del próximo largometraje Los vengadores). Es de agradecer la inclusión de actores secundarios como Stanley Tucci y Tommy Lee Jones, cuya prestancia y carisma levantan el promedio de las escenas en las cuales se exhiben. Pero no alcanza. Los detectores de propaganda imperialista ni siquiera podrán analizar Capitán América como elemento de propagación ideológica: el relato es tan cándido que cualquier intento por relacionarlo con realidades pasadas y presentes será estéril. Sólo queda disfrutar del diseño de producción retrofuturista, encantador en su total inmersión en el absurdo, y de un par de escenas en las cuales el 3D está usado con algún sentido diferente al mero gancho comercial, más allá del simple gusto por calzarse los anteojitos.
Comedia inocua anclada en el costumbrismo La secuencia de apertura de El dedo pasea la cámara sobre objetos de otra época, deteniéndose sobre algunas botellas de las más famosas bebidas cola. Es un aviso para el espectador, quien de inmediato se ve retrotraído décadas atrás, a comienzos de los años ’80. De todas formas, el almacén en el cual transcurre parte de la acción del film parece haberse detenido tiempo antes, concentrando en sus paredes la energía de varias décadas e incluso siglos, una de esas pulperías devenidas almacén en las cuales pueden rastrearse las capas de diversas eras en las rayas y cachaduras del mostrador. La precisión en el diseño de arte que la ópera prima de Sergio Teubal evidencia desde el minuto cero muestra más tarde su otra cara, cuando Florencio, el dueño del local interpretado por Fabián Vena, recibe un manojo de periódicos. Las páginas amarillentas demuestran que, en la obsesión por encontrar diarios originales de la época, nadie pensó que en pantalla se verían como ejemplares de los años ’60. Lo genuino se transforma, paradójicamente, en notoria falsedad. Esa búsqueda con resultados opuestos puede hacerse extensiva a El dedo en su totalidad: en su empeño por lograr algo distinto, distanciarse del grotesco y el humor negro más tradicional, termina anclándose en las aguas del costumbrismo nacional. En algún punto, parece una película pergeñada durante aquellos años que intenta reflejar, los del fin de la dictadura y comienzos de la democracia alfonsinista. Rodada en Córdoba, basada en una novela del cordobés Alberto Assadourian y con varios actores porteños imitando la tonada cordobesa, la historia arranca con la descripción de usos y costumbres de un pueblito rural algo olvidado, al cual sólo llega semanalmente un micro con turistas transitorios. Como en Villar del Río, el pueblo retratado en Bienvenido, Mr. Marshall, del español Luis García Berlanga, a Cerro Colorado también llegará una novedad llamada a revolucionar las vidas de los quinientos habitantes del lugar, en esta ocasión bajo la forma de las inminentes elecciones que prometen poner al pueblo por primera vez en el mapa. Los candidatos son dos; como corresponde, uno bueno y el otro malvado: el hermano de Florencio, Baldomero, hombre de pocas palabras pero de enorme pureza y honradez, y Don Hidalgo (Gabriel Goity), el único hacendado del lugar, lógicamente corrupto y ladino. Que Baldomero muera de una puntada a poco de iniciada la proyección no hace más que allanar el camino para el núcleo absurdo del relato, la competencia electoral entre Don Hidalgo y el dedo índice del difunto, amputado y conservado en un frasco por su hermano, un poco como souvenir y otro tanto como recordatorio de una venganza planificada hasta el detalle. Con música intensiva de tonalidades folklóricas, que recuerda por momentos a los atiborrados compases de un film de Kusturica, El dedo se afinca cómodamente en el usufructo dramático (y cómico) del estereotipo, sin intenciones de ir más allá de la superficie, y el reparto en su totalidad –con una notable excepción– arrastra la maldición de la macchietta. El ejemplo más notorio es el de Don Hidalgo, que como malo de la película viste de negro y hace constantemente gestos de villano. Baldomero arrastra sus pies al caminar, con el evidente peso de sus hombros como símbolo, tal vez, de algo más pesado aún. No es culpa del reparto, más bien del guión y de una dirección de actores que insiste en el signo físico como único sostén de la construcción de empatía. Tal vez porque su personaje no está demasiado desarrollado, marcado desde el papel, el de Mariana Briski es el único personaje que se siente genuino y vital. No resulta extraño que el realismo mágico asome la nariz en determinado momento, luego de que el dedo en cuestión comience a moverse por sí mismo, apareciendo y de-sapareciendo, dictando los designios de su pago desde el Más Allá. ¿Metáfora política sobre algún líder muerto aunque vivo en el espíritu del pueblo? Tal vez. Pero, como en un corto publicitario, la película no hace de ello más que una excusa para la comicidad inocua, bien lejos del universo de la sátira.
Más que secuela, remake alternativa Esta segunda entrega repite el patrón narrativo de la primera en su totalidad, de principio a fin, con las situaciones originales replicadas mediante la incorporación de nuevos gags y el reemplazo de objetos, animales y detalles físicos. Los muchachos resacosos retornan, dos años más tarde, con un nuevo casamiento como excusa ideal para la joda y el reviente extremos. Esta vez el telón de fondo no es la ciudad de Las Vegas sino Bangkok, aunque el cambio de latitud y longitud no hace mella en las ganas de divertirse (y de encontrar diversión en el sufrimiento y la humillación autoinfligidas). De hecho, ¿Qué pasó ayer? Parte II repite el patrón narrativo de la primera entrega en su totalidad, de principio a fin, imponiéndose no tanto como una secuela sino más bien como una remake alternativa, en la cual las situaciones originales se replican con la incorporación de nuevos gags y el reemplazo de objetos, animales y detalles físicos. Uno de los puntos fuertes del largometraje original de Todd Phillips era el efecto sorpresa, la imprevisibilidad absoluta con la cual se desarrollaban los acontecimientos. El escamoteo sistemático del flashback, la imposibilidad de ver realmente qué había ocurrido durante esa noche salvaje, reflejaba formalmente la amnesia de los protagonistas (hasta la secuencia final de fotografías, que presentaba una suerte de Grandes Hits para el recuerdo o el escarnio), al tiempo que dotaba al film de una estructura ingeniosa e hilarante. Una fracción importante de ello se ha perdido en esta segunda misión, porque las expectativas se ven puestas no tanto en la novedad sino en las posibles variaciones de la idea seminal. El film se saca de encima este problema al bromear con el tema de la repetición en los primeros minutos de proyección, casi como un guiño de autoconciencia algo cínico. Más allá de estas salvedades, esta suerte de remix de ¿Qué pasó ayer? ofrece altas dosis de humor irreverente, de mal gusto, negro y por qué no de otros colores. Lejos del chiste de salón ATP, los excesos de todo tipo vuelven a ser el centro de irradiación humorístico a lo largo de sus más de 90 minutos. El trío central de treintañeros apendejados se mantiene, aunque algunas características presentes en la entrega original se potencian hasta el paroxismo. En esta ocasión Stu, el dentista (Ed Helms), es el novio a desposarse y su proverbial pusilanimidad se exterioriza por momentos en gritos y muecas innecesarias. Alan (el increíble Zach Galifianakis) mantiene su hieratismo y es nuevamente –drogas de alto impacto mediante– el origen de todos los males. Finalmente, Phil (Bradley Cooper) sigue siendo el más cool del grupo, aunque en esta nueva aventura reciba varios golpes e incluso algún disparo de arma de fuego. Los tres funcionan, de alguna forma, como una versión aggiornada de Los tres chiflados; la comparación viene a cuento porque, entre juegos verbales y escatológicos, se cuela aquí y allá el viejo slapstick, el crudo juego de los golpes y los porrazos. También regresa, en un rol extendido, Mr. Chow, y se agregan un mono traficante de drogas rolinga, un criminal de alcurnia interpretado por Paul Giamatti y toda una galería de secundarios que incluyen un travesti tailandés, mafiosos rusos y un monje anciano, además del hermano menor de la futura esposa, quien a poco de comenzada la resaca desaparece para no volver a ser visto... con excepción de su dedo amputado. En un cuarto de hotel de quinta categoría comienza la nueva búsqueda del integrante desaparecido, un intento por armar el puzzle a partir de pistas y datos aislados que sólo llevan a más confusión y nuevos dolores de cabeza, metafóricos y literales. Suele decirse que el del humor es el más personal de los sentidos y es indudable que la acumulación de salvajadas y afrentas al “buen gusto” de ¿Qué pasó ayer? Parte II puede no conjurar la más universal de las comedias. Dicho lo cual, la película se convierte, para quien quiera verlo, en una celebración catártica, donde los valores de eso que se suele llamar normalidad se ven trastrocados, deformados, puestos patas para arriba. Si la historia termina nuevamente con un casamiento no es tanto para volver a un posible orden preestablecido sino (parecen decir el discurso final y esos trazos maoríes tatuados en el rostro en el fragor del tour fiestero) para hacer convivir de la mejor manera posible el ritmo cotidiano con una pizca de locura. Hay allí una diferencia sustancial con aquella Despedida de soltero de los años ’80 que, entre mulas drogadas y prostitutas de ocasión, mantenía impoluta la fidelidad de Tom Hanks. Al fin y al cabo, si Stu la pasó bomba con el travesti, como grafican las increíbles fotografías que vuelven a adornar los títulos de cierre, no hay pecado del cual arrepentirse.
Un pequeño lujo para la comedia local Aunque la historia de los dos hermanos que no se hablan desde hace tiempo y vuelven a reunirse parece trillada, en manos de la directora de Una novia errante se convierte en algo extraño, punzante y por momentos perturbador. Antes de la reseña crítica, un par de acotaciones pertinentes. El nuevo largometraje de Ana Katz posiblemente sea –desde el estreno de El aura, allá por el año 2005– la película nacional y popular menos previsible, más extraña para los cánones del cine con aspiraciones masivas. Una mirada al afiche publicitario de Los Marziano permite prefigurar un relato familiar marcado por los estereotipos, costumbrista al extremo, una de esas extensiones televisivas arrastra-público donde la calidad cinematográfica suele ser la última de las preocupaciones. La presencia de exitosas figuras catódicas, particularmente la de Guillermo Francella, y un título que conjura el grotesco apoyan esa sensación de producto para el use y tire. La cola publicitaria que puede verse por estos días en la tevé, amparada en un recorte de escenas puntuales del film, no haría más que confirmarlo. Los primeros minutos de proyección de Los Marziano acaban rápidamente con los prejuicios enunciados y, en ese sentido, vale la pena preguntarse cómo será el funcionamiento comercial de una película que encontrará a una parte importante del público ante algo muy diferente a lo esperado. Juan Marziano (Francella) es un perdedor nato, un tipo que apenas puede mantenerse económicamente. Separado de su mujer, ve cómo la relación con su hija comienza a deteriorarse lentamente; su orgullo es una caja repleta de incontables cassettes que recorren una larga trayectoria en radios zonales del interior del país. Al comienzo de la historia queda claro que Juan está enfermo, tal vez de cierta gravedad: no puede leer, le resulta imposible hacer sentido de las letras impresas, comienza a llevarse por delante postes de luz, personas y otros elementos contundentes. Su hermano Luis (Arturo Puig), en cambio, ha tenido una exitosa vida profesional y vive en un country en las afueras de Buenos Aires junto a su esposa Nena (Mercedes Morán). Pero su vida dista de ser ideal, y basta que un extraño accidente ocurra dentro de las paredes del barrio cerrado (¡alguien anda haciendo pozos en el campo de golf!) para que su psiquis comience a demostrar a propios y ajenos la angustia existencial que lo aguijonea. La tercera Marziano, Delfina (Rita Cortese), es el nexo entre ambos, la persona que intenta resolver el problema médico de Juan y acercar a ambos hermanos utilizando toda clase de estratagemas. El procedimiento que opera en el centro de Los Marziano, como ocurría en menor medida en los films anteriores de la realizadora –El juego de la silla y Una novia errante– es la usurpación de un territorio para su posterior desmantelamiento. Aquí la comedia de costumbres es reducida a su mínima expresión, transformada en un polvillo que flota a lo largo del metraje sin llegar a depositarse y formar capa. La historia de los dos hermanos que no se hablan desde hace tiempo y de cómo vuelven a reunirse gracias al esfuerzo de otros miembros de la familia es un punto de partida transitado, de fórmula, pero en manos de Katz se transforma en otra cosa, en algo extraño, punzante y por momentos perturbador. Los Marziano es una comedia con varios niveles de sordina, áspera y algo amarga, de un humor que no convoca a la risa. Una escena que aparece recortada en los avances grafica esta idea a la perfección: Francella atraviesa una puerta de vidrio con su cuerpo, rompiéndola en mil pedazos, ante la estupefacta reacción de un centenar de personas presentes en el lugar. Un momento de comedia física pura y dura, de un slapstick casi primitivo, se transforma en el contexto del relato en uno de los momentos más incómodos del film. El humor reconvertido en otra cosa. Como en algunas películas de Wes Anderson, particularmente Los excéntricos Tenenbaum, la tristeza que destilan los desencuentros familiares de los Marziano permite una extraña empatía, donde la identificación absoluta con los personajes parece imposible pero es, paradójicamente, inmediata. La amabilidad con la que el film retrata a los personajes no deja lugar al cinismo. Escrito a cuatro manos junto a su hermano Daniel, el guión de Ana Katz estructura metódicamente el ritmo de los diálogos, los movimientos de los actores, sus respuestas físicas y verbales, de manera tal que cada escena se resuelva de manera ligeramente excéntrica, sin énfasis, inesperada, no tanto por los hechos en sí mismos sino por los detalles y las tonalidades logradas a partir de ellos. Es cierto que, en algunos pasajes, ese método se hace evidente y comienza a verse algo forzado, a evidenciarse como estructura, pero en gran medida queda oculto detrás del ritmo propio de la historia. No es menor el apoyo de un cuarteto actoral que nunca desentona (Francella está notablemente contenido, a Puig nunca se lo vio tan ajado y caracúlico) y un set de personajes secundarios que, en la mejor tradición de la comedia clásica, ayuda a que se mantengan las órbitas centrales sin alterar el centro de gravitación. Para el mainstream argentino, Los Marziano es un pequeño lujo.
Extraña pareja en problemas El encuentro fortuito entre un ferretero típicamente argentino y un inmigrante chino recién llegado al país es la excusa para una comedia que explota las diferencias culturales y los problemas de idioma, pero sobre todo el carisma de su protagonista. A esta altura del partido, Ricardo Darín es indiscutiblemente “el” actor de cine de la Argentina. Como pocos de sus coterráneos, es capaz de regenerar su persona cinematográfica en infinitas variaciones de cierta tipología reconocible, como un primo lejano que volvemos a ver de tanto en tanto y que cada vez es diferente, pero siempre fiel a sí mismo. En Un cuento chino, Darín se transforma en Roberto, un ferretero de barrio cerrado a las relaciones humanas, malhumorado y arisco, obsesionado con su colección de recortes de prensa de historias estrafalarias. Cruza entre la introversión del taxidermista de El aura y la empeñosa bondad del abogado de El secreto de sus ojos, su Roberto es un estereotipo costumbrista al cual el actor logra darle la carnadura de un ser humano. No es poca cosa, particularmente en una película que se resiente por una estructura esquemática y previsible desde la segunda secuencia, luego de que una vaca caiga del cielo en China y el film encuentre al ferretero contando clavos. Literalmente. El tercer largometraje de Sebastián Borensztein –luego de La suerte está echada y la inédita en la Argentina Sin memoria, thriller rodado en México– elabora su relato y sucesión de gags alrededor de una única idea: los cambios introducidos en la vida del protagonista a partir de un encuentro casual. O predestinado, dependiendo del gusto del espectador. El mismo día de los clavos contabilizados, Roberto rescata de la calle a Jun (Ignacio Huang), un ciudadano chino que no pronuncia palabra alguna de español. Luego de una serie de vanos intentos por encontrar a ese pariente que Jun está buscando con desesperación, la extraña pareja terminará conviviendo temporariamente, con el consiguiente descalabro en la metódica y gris vida del comerciante. Un cuento chino transita por los caminos que el lector ya estará adivinando: las diferencias culturales, la imposibilidad de la comunicación a través del lenguaje, el malhumor creciente de Roberto ante el inesperado y rotundo cambio de rutina. Agréguesele al guión una mujer enamorada del ferretero (Muriel Santa Ana), quien no parece cansarse de sus constantes desaires, un trío de secuencias fantásticas arruinadas en parte por el uso de los efectos digitales y una serie de personajes secundarios diseñados para contrastar con Roberto por la vía del humor (un policía violento, un par de burócratas de la embajada china) y se tendrá una idea del dispositivo narrativo central de la película. A medida que la historia se acerca a su desenlace, el componente dramático va ganando peso y el film adopta un tono entre didáctico y moralista. Poco aporta un flashback que intenta explicar las razones del carácter taciturno de Roberto a partir de un trauma del pasado, recuerdo que relaciona la muerte de su padre, un inmigrante italiano, con su participación como soldado en la guerra de Malvinas. Con su puesta en escena funcional dictada por el movimiento de los actores en cuadro, Un cuento chino comienza a parecerse más temprano que tarde al piloto de una serie de tv que podría llamarse, por qué no, “El Tano y el Chino”. Los mejores momentos son aquellos en los cuales la relación entre los protagonistas se resuelve mediante gestos y miradas. En ese sentido, merece destacarse la no inclusión de subtítulos en las recurrentes líneas de diálogo en mandarín –que arruinarían parte de la gracia del film– y la construcción de un personaje alejado de los clisés étnicos: tal vez Jun sea el primer chino no estereotipado en una película argentina con ambiciones populares y masivas.
Programa anodino ¿Qué ocurriría si el ámbito profesional de El diablo viste a la moda fuera trocado por el competitivo segmento de los magazines mañaneros de la televisión americana? Un despertar glorioso, probablemente. Tal vez no sea casual que la guionista de ambos films sea la misma persona. Si en aquel largometraje la protagonista debía lidiar con los aborrecibles modales de su nueva jefa, una de las figuras más influyentes del mundo de las revistas de moda, aquí otra joven profesional tiene que vérselas con un conductor televisivo de extensa trayectoria y poquísimas pulgas. El lema sería “si sale bien una vez, por qué no intentarlo nuevamente”. A ello habría que sumarle algunas pizcas del clásico de los años ochenta Detrás de las noticias, pero allí se acabarían las similitudes con ese par de comedias, porque Un despertar glorioso, último esfuerzo del realizador Roger Michell por repetir el éxito de Un lugar llamado Notting Hill, es la típica película que escupe rutina en cada plano, donde todo parece estar en su lugar pero nada sobresale por encima de una mediocridad amable. No es que Rachel McAdams, como una productora televisiva workaholic y algo torpe en su vida no laboral, no aporte algo de frescura, más allá de algunos excesos de histrionismo no siempre oportunos. Y no deja de resultar atractivo, al menos a priori, ver a Harrison Ford interpretando a ese veterano anchorman atacado por la melancolía de los buenos viejos tiempos cuando el periodismo de investigación no había sido desplazado por el impacto y la banalidad. El problema es que esta comedia costumbrista que pretende refractar con el prisma de la sátira un ámbito desconocido para la mayoría de los espectadores no es incisiva, ni reflexiva, ni inteligente, ni ácida. Apenas simpática por default, en gran medida gracias al aporte de un reparto que, incluso en piloto automático, es capaz de mantener a flote el más enclenque de los navíos. Cansino y cansador, el film termina entreverado en una importante confusión ideológica respecto del origen, alcances y efectos de la televisión basura, a la cual parece celebrar para luego subvalorar y de allí nuevamente a la idea original, y del Dios Rating como rector absoluto del universo catódico. En última instancia, Un despertar glorioso es tan anodina como uno de esos shows de tevé de los cuales parece reírse.
Cuando la verdad se construye a puro artificio Con una imaginación y una libertad fuera de lo común, el director de O fantasma reelabora, como Fassbinder, las delicias y dolores del melodrama clásico y entrega una película difícil de olvidar, que ya se perfila como uno de los grandes estrenos del año. En la primera escena de Morir como un hombre, un pelotón de soldados realiza una serie de maniobras nocturnas en el bosque. Bajo el refugio de la oscuridad, dos jóvenes se alejan del grupo para disfrutar de un poco de sexo veloz. Tiempo después, el dúo se topará con una casa de campo habitada por una pareja de travestis, cortando a seco el tono que el relato venía practicando en esos minutos seminales. Uno de los soldados transformados en circunstanciales voyeurs es Zé Maria, quien eventualmente se revelará como hijo de Tonia, la drag queen protagonista del tercer largometraje de Joao Pedro Rodrigues, una película difícil de olvidar y sin lugar a dudas uno de los grandes estrenos de este 2011 que recién comienza. Luego de los breves títulos de apertura un plano detalle muestra, en pocos pasos y con un simple trozo rectangular de papel, cómo transformar un pene en vagina, al mejor estilo origami. Los cambios de registro serán una de las marcas de estilo del film de allí en más, logrando que cada fotograma sea, al mismo tiempo, una auténtica sorpresa y una consecuencia directa y pertinente del anterior. Una de las tantas virtudes de un film que logra reconocerse como deudor de géneros y estilos del pasado (comenzando por su anacrónico formato cuadrado de exhibición 1.37:1) sin caer en momento alguno en el homenaje llano. La historia de Tonia, el travesti veterano que desea realizarse un cambio de sexo luego de años de dudas al respecto (notable interpretación de Fernando Santos), podría definirse como un melodrama. Su relación emocional límite –peligrosa, por momentos– con Rosário, el modisto con quien convive, se ve acechada por la adicción del joven a las drogas duras. Pero además están las discusiones y peleas, la lucha contra el egoísmo, la búsqueda de la libertad dentro de una vida compartida. La primera mitad del relato sigue a Tonia, Rosário y Zé Maria –el hijo pródigo regresado para enfrentarse con su pasado y también su futuro– en una vida cotidiana que alterna las tardes en el pequeño patio poblado por plantas y flores, las noches en el camarín del boliche y el trasnochado dolor que sólo dos verdaderos amantes pueden infligirse. Resulta notable la manera en la cual el realizador utiliza elementos visuales y narrativos que podrían interpretarse como clisés –el perrito caniche, los diálogos envidiosos entre drag queens– para hacer de ellos algo genuino y sentido. Por momentos, la historia recuerda a algunos films de Fassbinder. Y así como el realizador alemán había bebido de las fuentes de Douglas Sirk para reelaborar las delicias y dolores del melodrama clásico, también Rodrigues mira hacia atrás para gestar y parir algo nuevo y personal. Algo similar ocurría en O fantasma, ópera prima del portugués vista en algún lejano Bafici, pero los tonos densos y opresivos de aquella son reemplazados por una humanidad que combate y logra triunfar sobre la oscuridad, incluso en los momentos más tortuosos de Morir como un hombre. Para cuando Tonia y Rosário inicien una breve excursión al campo, Morir como un hombre ha sabido crear algo más que personajes: seres de carne y hueso tan particulares como ordinarios, terrenales y al mismo tiempo bigger than life. Más allá de una capa externa que ofrece sus dosis de lentejuelas y lip sync, no hay aquí un solo vestigio de pseudo-sensibilidad queer diseñada para el consumo masivo. Alrededor de la marca de los 70 minutos, poco más de la mitad del metraje, la narración pega un golpe de timón y atrapa a los protagonistas en una suerte de espacio mítico, la misma casa rural del comienzo del film, regenteada por un travesti amante del idioma alemán y el histrionismo culto. Como en una cruza imposible entre una sitcom y las comedias tardías de su coterráneo Manoel de Oliveira, Rodrigues juega con los personajes y los espectadores, haciendo de una salida nocturna en busca de luciérnagas el punto de partida de la aparición de lo fantástico. El plano-secuencia con cámara fija y un sencillo filtro rojo que altera la imagen con tonalidades extrañas –recurso antiquísimo que adquiere aquí nueva vida–, mientras de fondo se escucha un bellísimo tema del artista transexual Baby Dee, es una de las escenas más emocionantes e indescriptibles de este film único. Precisamente, el uso de canciones populares –del hit ochentoso “Total Eclipse of the Heart” a baladas portuguesas contemporáneas– es otro de los logros de Morir como un hombre, detalle musical que la emparienta con otro gran largometraje portugués reciente, Aquel querido mes de agosto, de Miguel Gomes. Luego del viaje y una simbólica exhumación de recuerdos llegará el momento de la tragedia, anunciada tempranamente en el relato e incluso desde el mismo título. Morir como un hombre no pierde ni siquiera entonces su placidez poética a pesar de la literalidad del último acto, en otro giro narrativo y emocional que, a pesar de las terribles implicancias, nunca dispara munición gruesa sobre el espectador. No hay contradicción alguna entre los términos: hay mucha, muchísima verdad en esta película que hace del artificio, la imaginación y la libertad creativa una de sus armas predilectas.
Terror llegado desde la otra orilla Evitando las mutilaciones y los chorros de plasma hemoglobínico para concentrarse en la fabricación de climas y el trabajo con el fuera de campo, La casa muda se suma a una lista de películas contemporáneas que incluye títulos como El proyecto Blair Witch, las dos partes de Actividad paranormal y la española (Rec), entre otras. Si bien la originalidad no debería ser una virtud necesaria a la hora de elaborar un trabajo de género –al fin y al cabo, los géneros cinematográficos pueden definirse por sus cualidades derivativas, el horror particularmente–, sí resultan relevantes la pertinencia en el uso de los recursos estilísticos y la potencia final de los resultados. Generar miedo en la platea no es moco de pavo y no hay nada más perezoso que despachar un film con un comentario del tipo “para los fanáticos del género”, frase que detrás de su aspecto democrático esconde un profundo menosprecio. Con pergaminos que incluyen su paso por la Quincena de los Realizadores del Festival de Cannes y aparentemente basada en hechos reales, la excusa argumental de La casa muda no podría ser más básica y funcional: Laura, una joven algo tímida, y su padre atraviesan el campo para encontrarse con su empleador, el dueño de una casa rural desvencijada que está a punto de ser vendida. Minutos después de traspasar el umbral, la chica comienza a ser testigo de extraños sonidos que parecen venir del piso superior. Así repartidas las barajas, no pasa demasiado tiempo hasta que el padre decide investigar, linterna en mano, el posible origen de esas anomalías sonoras. No hay mucho más en términos argumentales, pero en La casa muda el estilo lo es (casi) todo. Autopromocionada como una película rodada en un solo plano, en realidad el film está compuesto por varios planos-secuencia (este cronista contabilizó al menos tres) de extensa duración, donde la cámara adquiere un rol primero ubicuo e impersonal, para transpirar luego características más subjetivas. Verdadero tour de force técnico, máxime si se tiene en cuenta el bajísimo presupuesto con el cual fue rodado, que no necesariamente aporta nada demasiado significativo a nivel creativo. Nobleza obliga, en la primera media hora de sus 78 minutos La casa muda logra construir un clima ominoso que les escapa, en la medida de las posibilidades, a golpes de efecto y sustos de repertorio, haciendo de la falta de información sobre las ocurrencias, aparentemente paranormales, una usina generadora de suspenso y angustia. No es menor el aporte de la actriz Florencia Colucci, sobre cuyos hombros se apoya prácticamente la totalidad del metraje. Pero a poco de andar esos pasillos y cuartos repletos de fotografías y objetos ajados, el film del debutante Gustavo Hernández empieza a explicar con lujo de detalles el origen del desacato de la casa, vuelta de tuerca mediante. De allí en más, la historia se desbarranca vertiginosamente y lo que era atrayente e incluso divertido empieza a ser rutina. La arbitrariedad con la cual la cámara adopta uno u otro punto de vista y la forma mentirosa en la cual la película resignifica todas y cada una de las escenas anteriormente vistas, terminan haciendo de La casa muda un ejercicio esforzado (¿la primera película de terror uruguaya?) pero no tan noble sobre el miedo cinematográfico.
Manierismo sobre tierra arrasada Una posible sinopsis de Los santos sucios podría comenzar así: Rey (Alejandro Urdapilleta), Cielo (Luis Ortega), Mudo (Emir Seguel), Berry (Rubén Albarracín, doblado por alguna razón por Oscar Alegre), Brian (Brian Buley) y Monito (Martina Juncadella) habitan un planeta Tierra arrasado, ruinoso, carcomido por el óxido y la maleza. Quizá sean los únicos habitantes con vida, a excepción de esos soldados que aparecen a la velocidad de la luz en rutas y rieles sin razón ni obligaciones aparentes. La vida de estos seres humanos en estado de excepción es circular, sin rumbo, un infierno cotidiano donde cada día es un espejo del anterior. Rey y Cielo son los únicos que mantienen un simulacro de pareja en ese hábitat solitario; Berry toca diariamente la campana de una iglesia como inestable método de ordenamiento temporal y geográfico. En ese contexto terminal surge naturalmente el Mito: ese río caudaloso que, dicen, puede cruzarse en busca de mejores horizontes. Ese será el norte que guiará a los personajes de Los santos sucios, como un faro que puede llevarlos hacia la salvación o a la extinción definitiva. Los santos sucios viene a agregarse a la exigua filmografía fantástico-apocalíptica nacional, territorio pocas veces abordado, mucho menos de manera meritoria. El tercer largometraje de Ortega merece destacarse por su escaso temor al ridículo en su acercamiento a un tono eminentemente abstracto, casi metafísico, y su consecuente negativa a dejarse tentar por los géneros de la aventura y la acción. Que el resultado final no esté a la altura de las expectativas se relaciona no tanto con el fracaso del proyecto estético en su conjunto, sino fundamentalmente con la ausencia de elementos que aporten algo sustancial por encima de su andamiaje, construido alrededor del uso de las locaciones y los rígidos arquetipos que encarnan los seis personajes principales. Con largos travellings paralelos que acompañan a uno o varios de los protagonistas, inmersos en planos meticulosamente encuadrados que hacen de los decorados reales un personaje más, Los santos sucios demuestra en las secuencias de títulos su cualidad de trabajo colectivo. El guión de Ortega, Urdapilleta y Seguel, marcado por un uso sistemático y no siempre justificado del montaje paralelo, es apoyado visualmente por un trabajo preciso en la fotografía de Guillermo Nieto. Como en un Stalker sesudo sólo en apariencia, cada una de esas piezas termina completando un rompecabezas que asfixia pero no intencionalmente. A diferencia de Monobloc, anterior film del realizador, mucho más concentrado y logrado en la rotunda artificialidad de su propuesta, estas características a priori interesantes terminan encorsetando a la película en un manierismo de la puesta en escena. Ayudan ciertamente algunos chispazos de humor, aunque las explosiones de histrionismo vuelven rápidamente a encauzar el relato en su propuesta programática.
El sur profundo desde adentro Como ocurría en Vil romance, Campusano entrega en Vikingo un formato narrativo crudo y visceral no exento de errores y notas falsas, pero con un grado de verdad mucho más profundo que la idea de verosímil inherente a gran parte del cine narrativo. Camperas de cuero con el logo de la legendaria banda heavy V8, mechas largas al viento, motos choperas surcando las rutas, birra y tinto al por mayor. Apenas algunos ítems de la iconografía presente en Vikingo, segundo largometraje de ficción de José Celestino Campusano luego de Vil romance. El realizador retoma aquí el universo y algunos de los personajes de su documental Legión, tribus urbanas motorizadas, ubicándolos en un contexto narrativo de ficción, aunque sin abandonar usos, costumbres, modos de habla, locaciones e incluso –uno supone– vestuario propio de los (no) actores que la protagonizan. Esta mixtura de procedimientos no es novedosa en la historia del cine, aunque no deja de ser cierto que el paisaje pintado por Campusano –el sur profundo del conurbano bonaerense– nunca había sido expuesto a la mirada del espectador de cine de manera tan íntima y, sobra decirlo, “desde adentro” (nacido y criado en Quilmes, el director ha declarado que muchas de las ideas del film están basadas en anécdotas personales y de algunos de sus actores). Esa mirada naturalista, que no realista, se sostiene sobre una excusa argumental que acerca al film al terreno del western urbano –suburbano, en este caso–, con sus caballos de acero, sus armas de fuego, su férrea amistad entre hombres, sus enfrentamientos entre diversos estilos de vida. Vikingo es un tipo empeñado en mantener ciertas reglas de convivencia en el barrio y puertas adentro, en el seno de su familia. A pesar de su aspecto de motoquero fiero y sus escapadas a fiestas y reuniones de pares, no deja de ser un jefe de familia tradicional: a sus hijos los tiene cortitos, para que no se bandeen; detesta el estado de situación de los más jóvenes, tentados por la vida fácil de los fierros y el choreo y el consumo de drogas de alta toxicidad; respeta a la mujer del otro a partir de una idea patriarcal de propiedad. A ese mundo en precario equilibrio llega Aguirre, otro amante de las motos venido de la zona Oeste para escaparle a un romance arruinado. Vikingo le ofrece comida, techo y amistad a cambio de nada. O casi: apenas que respete esos códigos que parecen mantener ese pequeño cosmos al resguardo de la más absoluta entropía. “Bien ahí, loco”, dice Aguirre ante un sandwich preparado por amor al prójimo. El resto es tragedia anunciada, porque entre sus changas como afilador y los arreglos constantes de su moto tuneada, Vikingo intenta mantener a raya a su sobrino, pequeño soldado de una bandita de chorros del barrio. A su pesar, Aguirre termina siendo un elemento discordante, el extraño que introduce en la ecuación el término de desequilibrio. Como ocurría en Vil romance, Campusano entrega en Vikingo un formato narrativo crudo y visceral, por momentos semiamateur, donde los problemas de montaje y continuidad –el verano y el invierno parecen convivir entre escenas contiguas– se suman a un trabajo de los actores que, en más de un momento, tocan todas las notas falsas posibles. Como contrapartida, en las imágenes y diálogos del film descansa cierto grado de verdad mucho más profundo que cualquier cuestión técnica o artística, tal vez más importante que la idea de verosímil inherente a gran parte del cine narrativo. Es esa franqueza la que termina generando una particular sensación de extrañeza: el espectador asiste a una representación problemática –por los problemas expuestos– de una realidad, creyendo en ella al tiempo que no puede dejar de notar su construcción, su artificialidad. Las mejores escenas de Vikingo son las que se acercan al registro documental: el asado, la orgía, la discusión sobre el rock y la cumbia. Lo peor, sin dudas, los flashbacks de Aguirre, innecesarios y melodramáticos. Entre ambos extremos, entre la honestidad y la construcción bruta –pero bien lejos de la mirada exploitation o del primitivismo para consumo rápido– una película que no se parece a ninguna otra.