Esa ficción llamada realidad El filme de Miguel Gomes combina géneros y estilos. Aquel querido mes de agosto, la película de Miguel Gomes ganadora del BAFICI 2009, propone una combinación de tantos elementos que, de sólo citarlos, parecería ser el colmo de lo pretenciosa. Pero, sin embargo, se trata de una de las películas más vitales, amables, alegres y festivas vistas en mucho tiempo. El realizador portugués mezcla documental con ficción, falso detrás de escena con improbables sesiones de cásting, números musicales en vivo y un melodrama digno de una telenovela: todo con una gracia y naturalidad tal que, más que chocar entre sí, esos elementos dispares se combinan para entregar una película subyugante. El filme es también un objeto extraño en cuanto al lugar cultural que ocupa. Se trata de un filme apegado a la cultura popular del interior portugués y, a la vez, uno que ofrece una mirada analítica de esos fenómenos pero sin jamás distanciarse irónicamente de lo que cuenta. Agosto no será de sencilla digestión para aquellos que no tienen una relación de curiosidad (amor/fastidio, cariño/paternalismo) con ciertas formas de la cultura y los mitos populares. El filme de Gomes tiene quince o veinte canciones interpretadas en su mayoría en vivo. Nada hay aquí de la elegancia exportable del fado: Agosto nos mete en un mundo de carnavales y fiestas veraniegas de pueblo, con canciones románticas, bailables y hasta una payada que sirven como marco narrativo, estético y temático del filme. La música es parte de las fiestas que se realizan durante el mes de agosto, que es cuando los emigrantes vuelven a visitar sus pueblos en plan vacaciones/reencuentro familiar. El filme de Gomes puede ser visto, en primera instancia, como un recorrido por esos pueblos, esas fiestas, esas músicas, y los curiosos personajes que los pueblan y que cuentan a cámara sus historias de amor, de locura y hasta de muerte. Pero esta narración está enmarcada por otra. Lo que vemos es casi una sesión de cásting, el recorrido que hace un equipo de filmación por una zona buscando locaciones, personajes, historias, inspiración para una película de ficción. De hecho, el propio director y varios miembros del equipo aparecen mientras que muchos de los personajes del pueblo hacen mención al rodaje, se quejan de los cambios o piden aparecer en cámara. Promediando el relato, la historia de ficción que Gomes está tratando de filmar empieza a surgir, casi imperceptiblemente. Hay un extraño triángulo "romántico" entre una chica, su padre (ambos miembros de una banda musical) y un primo que los visita y toca con ellos. No hay un corte de uno a otro relato, sino un traslado natural, en el que lo ficcional pasa a primer plano dejando al documental latiendo por debajo, lo contrario de la primera parte, que es documental en la forma pero plagado de "ficciones" -historias, fabulaciones- detrás. Las dos partes son más que una y hacen de Agosto la riquísima película que es, ya que ambas se retroalimentan todo el tiempo. Los entrevistados de la primera parte (la mujer que corrige a su marido en cámara, el tipo que vive emborrachándose y tirándose al río, y así) no son menos "personajes" que los creados por el director en la segunda parte. Ambos están a mitad del camino entre el realismo y la fantasía (televisiva, musical, de letras de cursis canciones de amor), jugando en el límite entre lo que son y lo que fabulan ser. El filme cierra con un debate entre los miembros del equipo acerca de ciertas músicas y ruidos que capturó el sonidista y que, según todos los demás, no deberían estar allí. Lo que se oye y lo que no, lo que la cámara capta, lo que muestra y lo que uno elige ver: el filme usa "la excusa" del documental para dejar en claro que eso que llaman realidad, es una construcción como cualquier otra.
El documental, otra ficción David Lipszyc cuenta, en formato de "falso documental", la historia de un chico adoptado por una pareja gay en la Dictadura. Bastante curioso e intrigante este experimento llamado Adopción. En principio, para el espectador distraído, puede parecer un documental que mezcla entrevistas con películas caseras filmadas en Super 8. El tema, de por sí, agrega otra dimensión interesante: el caso que cuenta es el de un hombre gay que adoptó un chico en la época de la dictadura militar sin saber si era o no (sin preguntarse en el momento siquiera) hijo de desaparecidos. Pero de a poco se nota que algo raro pasa en la película. Los entrevistados (padre e hijo) suenan algo ensayaditos en sus palabras, como si sus modulaciones y expresiones fueran guionadas y no capturadas directamente por la cámara y el realizador. Y las películas caseras parecen haber registrado todo lo que los personajes hablan y lo que hicieron, con una obsesión propia del director/protagonista de Tarnation. ¿No será mucho? Lo que pronto queda en claro es que estamos ante un falso documental. Los protagonistas son actores y las películas caseras fueron filmadas "como si" fueran tales. La historia que se cuenta, sí, es real, pero acaso porque el realizador no pudo contar con la presencia de los verdaderos protagonistas y porque no quería hacer una previsible ficción sobre el tema, decidió usar este particular formato. Que intriga, que se presta a cuestionamientos éticos (especialmente por el tema que trata, esto no es Spinal Tap), pero que hacen a Adopción una película original, aunque por momentos también fallida. Los actores cuentan a cámara la historia de una adopción muy particular en un momento explosivo de la Argentina, y las películas caseras y el material de animación (con algo de Los rubios, de Albertina Carri) van completando los baches de la trama. Así sabremos lo que pasó con ese padre, con ese hijo, con la aparición de la pareja del padre, con la reacción del hijo y, finalmente, con el descubrimiento de quienes fueron sus verdaderos progenitores y qué pasó. David Lipszyc (La Rosales, El astillero) demuestra inquietud e ideas para salir de una parada difícil con recursos acaso debatibles, pero sin duda originales.
¿Qué he hecho yo para merecer esto? Otra joya de metafísico humor negro de los hermanos Coen. Todo lo que puede salir mal, va a salir mal". La frase, popularmente conocida como "La Ley de Murphy", podría aplicarse también al personaje principal de Un hombre serio y, en cierta medida, a esa mezcla de pesimismo, paranoia y culpa producto de la cultura judía que recubre el filme. Aunque no lo parezca, la nueva obra de los hermanos Coen tal vez sea la película más judía de la historia del cine. No tanto por lo que cuenta, sino por las sensaciones que transmite. Más allá de que los protagonistas sean judíos -conservadores y practicantes-, lo que los Coen han logrado es transmitir una especie de "estado de la mente" que, si bien no es exclusivamente propio de los que profesamos esa religión, incluye muchos tópicos identificables: obsesión, paranoia, culpa, miedo, confusión y la sensación de que, no importa lo que hagamos (y el esfuerzo que pongamos en la tarea) lo más probable es que salga mal. A Larry Gopnik le sucede todo eso y más. De a poco, su vida en los suburbios de Minneapolis a fines de los '60 se va desarmando, como una construcción que no se puede sostener más. El cambio es cultural (Jefferson Airplane suena en la radio; una vecina divorciada toma sol desnuda y fuma marihuana) y Gopnik está, literalmente, en el frente de la tormenta. Larry es un profesor universitario de física que trata de explicar a sus alumnos el Principio de la Incertidumbre de Heisenberg (o bien cómo la ciencia no puede determinar con exactitud ciertos hechos), pero le cuesta conseguirlo. Un estudiante intenta coimearlo para que lo apruebe y de ahí en adelante los caminos se encadenan hacia el cadalso: su mujer lo deja por un colega y él es quien debe mudarse de su casa; sus hijos ya no le prestan ninguna atención y le roban plata (o gastan a su cuenta); su hermano -que vive con ellos- está al borde de la locura y tiene problemas con la policía; su vecina intenta seducirlo, su vecino "goy"se adueña de su jardín, sus jefes empiezan a sospechar de él y así ... Larry, abrumado, termina recurriendo a "los rabinos" del lugar. "¿Por qué a mí? ¿Qué hice para merecer esto?", quiere saber. Pero los rabinos no resultan tan útiles como supone, con sus parábolas incomprensibles y sus metáforas bíblicas de confusa aplicación. Larry deberá enfrentar el mundo que cambia con las armas que le quedan. Esto es: solo y abandonado (por Dios, la ciencia, el destino) a su suerte. Los directores de Barton Fink -película a la que Un hombre serio se parece, en espíritu y tono misterioso- han contado varias veces historias de seres bastante patéticos a los que la vida y las circunstancias les juegan malas pasadas, condenados de entrada, bueno, por estar en una película de los Coen. Aquí las cosas no cambian demasiado en lo narrativo, pero sí en algo esencial: en la curiosa forma de empatía que los directores tienen por el sufrimiento de Larry. Tal vez sea por tratarse de una historia con tintes autobiográficos (y que los toca de cerca), pero lo cierto es que aquí mezclan el humor que generan las desgracias que atraviesa el protagonista con una sensación de tremenda tristeza y angustia por lo que debe soportar. Un exceso de malicia les impide que la película sea una obra maestra. Pero más allá de esa irrefrenable e infantil misantropía -no pueden evitar ser los chicos más vivos del grado-, los Coen encontraron en su infancia una forma de volver a sus temas más interesantes y a repasar su judaísmo, que aún desde la distancia irónica, es parte fundamental de su ADN como artistas y -uno supone- también como personas.
Una tarjeta postal Es una colección de historias relacionadas con gran elenco. El día de los enamorados es una colección de historias interrelacionadas que suceden a lo largo de poco menos de 24 horas en la ciudad de Los Angeles. El filme de Garry Marshall toma a una veintena de actores y actrices exitosos de distintas generaciones (tratando de llegar a todo tipo de público) y los transforma en una serie de apenas definidos personajes que viven desventuras amorosas de todo tipo. Si bien el protagonismo está dividido, en el centro de la acción figura Reed (Ashton Kutcher), dueño de una florería que tiene su día más fuerte de trabajo del año y por donde se cruzarán muchos personajes, como si fuera un pueblo chico. Reed le propone matrimonio a Morley (Jessica Alba) y la chica acepta. A la vez, una amiga de Reed, Julia (Jennifer Garner) está saliendo con un doctor (Patrick Dempsey) que esa noche debe viajar a San Francisco. A ninguno las cosas le saldrán como esperaban. Por otro lado un solitario periodista deportivo de TV (Jamie Foxx) se cruzará con una publicista (Jessica Biel) con la que comparten el odio por el Día de San Valentín y el interés por una figura del fútbol americano (Eric Dane) en problemas. Estará también Liz (Anne Hathaway), cuya relación con Jason (Topher Grace) se complica por unas muy particulares cuestiones de trabajo de ella, y dos parejas de adolescentes (entre los que se cuentan Taylor Swift y Taylor Lautner) que viven el día con una alta cuota de excitación. La lista no termina allí. Holden (Bradley Cooper) y Kate (Julia Roberts) comparten un viaje de avión que deparará sorpresas mientras que Héctor Elizondo y Shirley MacLaine son una pareja con 51 años de casados que, de golpe, vive su primera crisis. Y hay más. En este ir y venir por las historias se van, como una golosina algo edulcorada, las dos horas de película, pasando de subtramas, personajes o actores más interesantes y con mejor timing cómico (como la dupla Grace/Hathaway o algunos momentos con Garner y Biel), a otros decididamente flojos (los adolescentes y los abuelos, entre otros). La película entera no es más que una gran tarjeta postal del Día de los Enamorados con una Los Angeles de fondo fotografiada en ese estilo. Esas tiernas y/o melosas tarjetas de salutación que, como la película, están para ser miradas un rato y luego abandonadas en la pila de recuerdos a medio olvidar.
Un lobizón con atractivos limitados Benicio del Toro protagoniza esta remake, mezcla rara de clasicismo y sustos digitales. Uno imagina que la idea original de Joe Johnston -o del que originó el proyecto de hacer una nueva remake de El hombre lobo- fue noble. Después de tantas vueltas con el personaje, ¿por qué no retomar la trama de la película original de 1941 y tratar de serle lo más fiel posible? En algún punto, sin embargo, ese respeto se perdió, o le quitaron al director la opción de mantenerlo (la película viene retrasando su estreno y sufriendo modificaciones desde hace más de un año), por lo que el filme que hoy termina estrenándose es una mezcla rara y poco apetitosa de clasicismo y sustos digitales. Y eso, en vez de sumar, resta. Uno supone que Johnston habrá entregado una película respetuosa, oscura y algo mórbida sobre el mito del hombre que, en noches de luna llena, se convierte en lobo y no puede controlar sus impulsos rabiosos y su furia vengativa, y que el asunto fue luego tomado por otras manos, desarmado y reconvertido en algo que ni es respetuoso con el original pero que tampoco alcanza a colocarse en el lugar de reinvención a la manera, digamos, de la reciente Sherlock Holmes. Y todo esto sin hablar de Benicio Del Toro, que habrá sido elegido para el rol por una cuestión de look, pero que no encaja de ninguna manera ni en el personaje ni en el estilo del filme, dando una de las más flojas actuaciones de su carrera. En El hombre lobo, Lawrence Talbot (Del Toro) es un actor que regresa al caserón familiar inglés desde los Estados Unidos al enterarse de que su hermano fue asesinado en circunstancias extrañas y violentas. Allí se reencuentra con su Sir John Talbot, su padre (Anthony Hopkins), un hombre peculiar que vive la mayor parte del tiempo encerrado en un enorme castillo solo con su asistente de origen hindú. Y también con Gwen (Emily Blunt, de La joven Victoria), la mujer de su hijo, ahora viuda. Ese triángulo tiene elementos oscuros y la aparición de otra luna llena y un mordisco oportuno dejan a Lawrence experimentando extrañas sensaciones. ¿Se habrá vuelto también él un hombre lobo? ¿Y quién fue el que lo mordió? La/s bestia/s estarán libres (en más de un sentido) y la aparición de un investigador (Hugo Weaving) complicará aun más las cosas para Lawrence, que ha empezado a sentir algo por Gwen, aún sabiendo que lo que le pasa por las noches de luna llena es un poco peligroso. La película ofrece atractivos bastante limitados, apenas una espectacular escena de escape por las calles y techos de Londres, en medio de efectos, maquillajes y vestuario que bordean el ridículo y que no lograrán revivir a los hombres lobo ni ponerlos de moda como a los vampiros. Por más que en Crepúsculo haya de ambas "razas" y aunque Del Toro cumpla el rol de galancete para las damas demasiado grandes para entusiasmarse con los adolescentes de la saga de Stephenie Meyers, difícil que este Hombre Lobo salga de Londres.
La princesa que quería vivir Historia de la heredera del trono inglés, con aspectos diferentes. Tal vez no sea del todo justo analizar La joven Victoria a la luz de la reciente muerte de Eric Rohmer, pero es imposible no prestarse al juego de las posibles comparaciones. Si bien la idea de centrarse en la vida y el amor juvenil de la Reina que dominó la vida británica desde que ascendió al trono en 1837 hasta su muerte, en 1901, podría haber interesado al realizador de La marquesa de O., seguramente los modos hubiesen sido muy distintos. Sino opuestos. El realizador canadiense Jean-Marc Vallée (de C.R.A.Z.Y. Mis queridos hermanos) no logra quitarse del todo el corset que parece atrapar a los cineastas cuando se ven metidos en el universo de la realeza. Si bien cierto espíritu juguetón, presente en su anterior filme, reaparece aquí y allá para darle algo de frescura a las desventuras de Victoria (unos saltitos luego de dar su primer discurso como Reina, por ejemplo, y poco más), la película no se atreve a ir más lejos, como lo hacía por ejemplo Sofía Coppola en Marie-Antoniette. Vallée se maneja en el terreno de una bastante oficialista biografía (antes de los créditos de cierre se habla de todos los logros de la Reina y no se menciona ningún posible defecto) y apenas se atreve a mostrar a la entonces adolescente Victoria cometiendo previsibles errores de manejo político y mostrando su incipiente terquedad en un par de escenas que sirven para humanizarla. De hecho, la elección de Emily Blunt, casi una comediante, para hacer el rol, muestra su interés por otorgarle un aspecto diferente al personaje (que no fue conocido por su afabilidad, precisamente) y al filme, pero sólo lo logra de a momentos. El problema es que el filme maneja varios hilos narrativos paralelos y no los profundiza. Están las intrigas palaciegas para marginarla del trono (solamente tenía 18 años cuando asumió), los problemas políticos que tuvo que afrontar al asumir (debido a su inexperiencia) y, principalmente, su historia de cortejo, amor y matrimonio con el príncipe Albert (Rupert Friend), la que más parece interesar a Vallée, ya que allí la película cobra una vida que no tiene en las idas y vueltas políticas de la monarquía de entonces, algo que parece más imposición del guión del muy británico Julian Fellowes que deseo del director. La película es ligera, aunque no tanto como debería, tal vez por ese peso de la figura que retrata y que parece intimidar hasta a la propia Blunt. De alguna manera, La joven Victoria -producida por Martin Scorsese y también por Sarah Ferguson- podría estar a mitad de camino entre los mundos de ambos productores: el de la pasión del realizador de La edad de la inocencia y el de las formas y cuidados de la realeza de la Duquesa de York. Eso sí, de Rohmer, más que la juventud y las idas y vueltas del romance de los protagonistas, nada de nada.
Muerte en la sombra Nuevos efectos para una convencional historia de artes marciales. Asesino ninja es un extraño producto, en su mezcla de ambición y convencionalismo. Realizada por el director de V de venganza y producida por los hermanos Wachowski (Matrix), el filme posee el acabado técnico de una superproducción: las escenas de acción tienen efectos de última generación y la puesta en escena está cuidada a la manera de un "tanque". Pero, en el fondo, no es más que una versión aumentada de las películas de artes marciales de los '70, y sin la simpatía que tenían aquellos filmes de evidente clase B. En lo que parece un producto pensado para el desembarco en Hollywood de la estrella coreana Rain (que actuó con los Wachowski en Meteoro), el hombre encarna a Raizo, un brutal asesino ninja educado en las cruentas tradiciones del Clan de los Nueve. Moviéndose entre las sombras, puede matar a decenas de personas en segundos y con una brutalidad y eficiencia que envidiaría todo el universo de Marvel Comics. Cuando una agente de inteligencia, Mika (Naomie Harris), descubre la actividad de los comandos ninja y sospecha su función como un imperio mafioso, empieza a ser perseguida por estos "hombres de negro". Pero como la historia se cuenta en dos tiempos -la educación ninja de Raizo y su situación actual- nunca sabremos bien para qué lado él juega. ¿Querrá acabar con la investigación y cuidar a su clan? ¿O el pasado lo dejó con alguna deuda pendiente a resolver? Teniendo en cuenta que el filme es la plataforma de lanzamiento de Rain, uno puede suponer más o menos lo que sucederá. Asesino ninja dedica la mayor parte de su metraje a decenas de desmembramientos "cool", a brutales entrenamientos y a frases de confusa "filosofía oriental" dichas sin el guiño cinéfilo de Kill Bill. Y más allá de poseer algunas intensas escenas aprovechando el uso de la oscuridad (elemento esencial para el accionar silencioso de los ninjas), la película terminará siendo sólo una versión "hi-tech" de esos viejos programas dobles de cine de barrio de los '70 (o de Sábados de Super Acción) hecha por un equipo que parece creer que nadie se va a dar cuenta. O que no le va a importar.
Un soplo en el corazón Una comedia sobre la amistad de Ezequiel Acuña. Los vaivenes de una relación amistosa son, probablemente, los más difíciles de captar para un medio como el cine. Sin los componentes dramáticos más obvios de las relaciones filiales o de pareja, la complejidad, idas y vueltas, los detalles que arman y de-sarman amistades necesitan de un grado de sutileza que no muchos cineastas poseen. Esa sutileza es la que hace de Excursiones una gran película, capaz de captar la intensidad, la desazón, las pequeñas traiciones y los momentos divertidos en la vida de dos amigos. No hablamos aquí de la típica "buddy movie" americana, sobre dos hombres diferentes que terminan haciéndose amigos pese a tener personalidades opuestas. En Excursiones, Marcos y Martín eran amigos de la secundaria, pero cada uno tomó un camino separado y se dejaron de ver. Unos diez años después de esa "separación", Marcos (Matías Castelli), que trabaja en una fábrica de golosinas, decide terminar una obra teatral que había empezado en el colegio y llama a Martín (Alberto Rojas Apel), que se ha convertido en un guionista profesional, para que lo ayude. La obra teatral es la excusa para retomar esa relación, la que les sirve para reunirse semanalmente, para saber uno del otro y para hablar de esos otros amigos que Martín dejó de ver pero que Marcos aún frecuenta. Y para lidiar, además, con un fantasma del que casi no hablan: Lucas, un amigo de ambos que murió en un accidente, acaso la situación más evidentemente "guionada" de la película. El filme -que se construye a partir de los encuentros entre ambos- funciona por momentos como una muy ensamblada comedia: los diálogos, los reproches ("es la mía", le dice Marcos a Matías cuando lo ve usando una remera de Morrissey, "es large y vos no usás large") y las confusiones suelen ser muy graciosas, con los actores consiguiendo un timing perfecto en el que casi nunca se nota el armado. Se siente real, verdadera, honesta. El filme da espacio a la aparición de terceros, personajes que van a ejercer divisiones entre ambos y que permitirán que el espectador note que, pese al cariño que los une, ambos han armado universos bastante diferentes. Está la hermana vivaz de Marcos, Luciana (Martina Juncadella) y el hermano pedante de Matías, Ignacio (Ignacio Rogers); un actor que ayuda en los ensayos, pero que termina entrometiéndose demasiado (Martín Piroyansky) y un director teatral algo peculiar (Santiago Pedrero). Rodada en un bello blanco y negro que imprime al filme un tono nostálgico y le da cierta filiación con la comedia indie americana de Jim Jarmusch o Kevin Smith; con esas secuencias musicales, casi separadores, a los que el director de Nadar solo es tan afin (la música de la banda uruguaya La Foca es otro aporte al tono pop melanco que tiene el filme), Excursiones es una de las mejores películas argentinas que se han hecho sobre la amistad, sobre cómo el paso del tiempo modifica a las personas pero, a la vez, nunca termina por romper ciertos lazos. Y esos lazos, al traspasar a la platea, conectan al espectador con Marcos, con Matías, y con la experiencia casi sensorial de la amistad verdadera, hecha de experiencias, alegrías y penas compartidas... y no de contactos en Facebook.
La sangre brota Violenta y disparatada secuela de la saga, dirigida por Rob Zombie. Sólo basta entrar a los foros de fanáticos de la saga para notar su furia con ésta, la segunda parte de esta nueva vida de Halloween. No le perdonan a Rob Zombie, su director, no respetar ciertos códigos, historias de personajes y "mitología" de la saga, y han declarado que el producto es un desperdicio total. Y no lo es... Para este crítico, que no es tan fiel a la saga más allá de la original de John Carpenter, las "libertades" no son un problema. Al contrario, refrescan una historia que parece repetirse hasta el hartazgo, con Michael Myers, el asesino enmascarado, destrozando criaturas sin poder ser liquidado. En realidad, la premisa no ha cambiado mucho. Para quienes los nombres del Dr. Loomis o de Laurie Strode no signifiquen demasiado, no verán muchos cambios: ahora Myers asesina con mejor sonido, el gore ha suplantado del todo a la sugestión y el medio en el que se mueve es más "clase obrera" que en otras películas. Pero el mecanismo sigue siendo similar. Lo que sucede es que Zombie agrega secuencias oníricas (no del todo logradas, con caballo blanco y todo), una más efectiva parodia sobre "el asesino como celebridad" (con Malcolm McDowell convirtiendo a Loomis en un payaso inaguantable que escribe un libro sobre su ex paciente) y un tono ramplón y "grasa" (bares nudistas, bandas de rockabilly, camioneros bigotudos y un aire ochentoso) que le agregan una cuota de entretenimiento que va casi en paralelo al recorrido de la máquina de matar. Myers sigue al acecho de su hermana, los traumas de ambos se apilan junto a los cadáveres y da la impresión de que Zombie se tomó el asunto de manera relajada y se despreocupó por la coherencia. Y más allá del grave error de no usar la célebre música creada por Carpenter (¿celos de músico, tal vez?), Rob ha hecho de Halloween una especie de berreta y cruenta payasada como para ver en un autocine, tomando cerveza y aullándole a la luna. Una película que le encantaría a Homero Simpson.
El amor, segunda parte Un chico y una chica, amigos de la infancia, se reencuentran. El título de la opera prima de Federico Godfrid y Juan Sasiaín invita a ver otra película. Uno imagina que se topará con un drama social de temática relevante sobre algún perdido pueblo chaqueño. El pueblo existe y las acciones transcurren allí, pero la historia tiene poco que ver, al menos directamente, con esas convenciones. Se podría decir que es una comedia romántica, o un triángulo amoroso, o lo que le pasa a un veinteañero cuando vuelve a su pueblo y descubre que su vecinita de la infancia se ha convertido, como diría su tía, en "una linda chica". Ezequiel Tronconi encarna a Esteban, un joven que se ha ido a Buenos Aires y que vuelve a La Tigra a visitar a su padre, que ha formado allí una nueva familia y que justo cuando él llega, está de viaje. Se queda en la casa de una tía simpática -a esta altura uno podría pensar que el filme es una cruza, en versión liviana y masculina, de Ana y los otros y Mundo grúa- y se topa enseguida con Vero (Guadalupe Docampo) y descubre que la compañerita de entonces ha cambiado bastante. El problema es que Vero está de novia con un chico que canta en una banda de rock y que trabaja en la carnicería del pueblo. Entre charlas con su tía, con las amigas de ella, una incipiente relación con su medio hermano y con la esposa de su padre, Esteban intentará acercarse a Vero. Pero no será fácil: no sólo el novio acecha casi siempre (el pueblo es bastante chico) sino que tampoco ella sueña con dejar el lugar e irse a Buenos Aires. La Tigra, Chaco cuenta esa historia pequeña casi como si fuera la primera vez: con una inocencia y encanto que tiene muchos puntos en común con la de los protagonistas. La atracción de Esteban por Vero, las dudas de ella, las sospechas de su novio: son todos elementos ya vistos en decenas de películas, pero los directores se las arreglan para darle naturalidad y frescura. Y los actores aportan su carisma, especialmente Docampo, con la doble dificultad de hacer un acento, junto a una serie de personajes secundarios (pobladores del lugar, seguramente) entrañables. Una pequeña historia de amor en un pueblo pequeño, La Tigra... no tiene más pretensiones que ser honesta con su mundo y sus criaturas. Y lo logra, lo cual es un mérito no tan usual como debería.