Sólo un gigoló Ashton Kutcher es un conquistador de mujeres maduras. La impresión de que Amante a domicilio es una típica comedia romántica de Hollywood se disipa a los diez minutos, cuando tiene lugar la primera escena de sexo entre Nikki (Ashton Kutcher) y su más reciente conquista, Samantha (Anne Heche), una mujer mayor que él y que vive en una lujosa casa en las colinas de Los Angeles. Las escenas son inusualmente "fuertes" para el tipo de filme que uno supone estar viendo, y algo similar sucede con la cínica voz en off del protagonista, una especie de gigoló que vive de conquista en conquista, de casa en casa, usando y siendo usado por mujeres ricas con ganas de acción. Es que el filme es un híbrido entre la tradición hollywoodense del filme romántico en el que un hombre egoísta y desapegado de sus emociones descubre el amor verdadero, y una película independiente de costado más ácido y amargo. El híbrido funciona sólo por momentos y da la impresión de que la película no conformará del todo a ninguno de los dos públicos. Aunque sí, claro, a los que busquen el regreso de un cierto erotismo a la pantalla. El escocés David Mackenzie (de las interesantes Young Adam y Hallam Foe) se muda a Hollywood y no logra sortear del todo el desafío. Kutcher demuestra que es bastante mejor actor de lo que parecía al componer a un tipo que confunde viveza con crueldad, un individualista y seductor (cualquier comparación con la vida real es aceptada) que piensa que es capaz de conseguir lo que quiere con carisma, pinta y aparentes dotes en la cama. A Heche, en tanto, se la ve muy involucrada (y bastante bonita) como una conquista que prueba ser compleja de manejar. Pero la verdadera coprotagonista es Margarita Levieva (Adventureland), que encarna a Heather, una versión femenina de Nikki, que no cede fácilmente a sus encantos y parece moverse en un universo similar al de él. Amante... quiere mostrar el lado oscuro de Los Angeles, pero glamoriza todo y termina siendo cándida. Y si bien Kutcher está a la altura de las circunstancias, su presencia confundirá a sus admiradoras, que preferirian verlo en un rol más amable. La de Mackenzie es una película a mitad de camino entre dos mundos.
Cambio de vidas La situación es típica del cine francés. Un grupo de amigos y familiares se reúnen ante una mesa plagada de delicias. Antes, durante y después veremos que, entre ellos, las cosas no andan muy bien. Y la reunión será el catalizador para que la aparición en público (o no) de esos conflictos. A esa tradición se suma Cena de amigos, película que entretiene aunque no aporta mucho al subgénero, más que revisitar sus códigos en un tono algo cómico: malas relaciones entre padres e hijos, amantes por doquier, matrimonios mal avenidos, alguna enfermedad y así. Aquí está el matrimonio que componen M.L. (Karin Viard), una abogada y su marido de origen polaco, Piotr (Dany Boon), que está preparando un plato típico para recibir a los invitados. Allí llegan Juliette (Marina Hands) y Erwann (Patrick Chesnais), la hermana de M.L. y su novio, mayor que ella. También llegará el padre de las hermanas, Henri (Pierre Arditti), pero como Juliette no lo tolera se esconde en una pieza. Estará también la pareja de doctores Alain y Mélanie Carcassonne (Patrick Bruel y Marina Foïs), con ella a punto de dejarlo; el abogado Lucas Mattei y su esposa Sarah (Christopher Thomspon y Emmanuelle Seigner), que también están en crisis y la profesora de flamenco, Manuela (Blanca Li) y Mauzard (Laurent Stocker) un amigo al que le quieren presentar. Podrán imaginarse que a partir de esa cena las cosas no serán iguales. Promediando la comida, la historia avanzará un año e veremos, mediante flashbacks, cómo y porqué cambiaron. Con un elenco de grandes estrellas, los franceses no tendrán problemas en seguir todas las historias paralelas y los cruces. Aquí será algo más complicado. La suerte cambiará, pero los códigos -culturales y narrativos- seguirán iguales.
Una pantalla al mundo nuevo James Cameron entrega un filme de ciencia ficción en 3D impactante y técnicamente revolucionario. Cuando se pensaba que James Cameron no podía apostar a hacer algo más grande que Titanic -o que había perdido la razón en el intento-, doce años después de aquel éxito aparece Avatar, una película que deja, al menos en tamaño, a aquel clásico como un filme pequeño ... y hasta es probable que lo supere también en taquilla. Cameron tenía todo servido para el gran fracaso: el tiempo transcurrido hacía pensar que se había enredado en una lucha tecnológica imposible y los adelantos vistos con las criaturas azules que pueblan el filme (los Na'vi, habitantes del planeta Pandora) eran risibles. Pero no hay más que calzarse los anteojos 3D, sentarse frente a la pantalla y las dudas desaparecen: Cameron está de vuelta. Y su regreso es más que bienvenido. Avatar cuenta una historia simple y de manera bastante tradicional, al punto que definirla como "Danza con lobos en el espacio" no es tan reduccionista como suena. El filme se centra en Jake Sully, un marine lisiado (Sam Worthington) enviado a Pandora en una misión especial: reemplazar a su hermano gemelo, un científico que ha muerto, como parte de un equipo de investigación en la cultura Na'vi. La forma de hacerlo es a través de un "avatar": el hombre se coloca en una camilla, su ADN es transportado al cuerpo inerte de un nativo y así puede ingresar a la increíble "caja/mundo" de Pandora. Pero, como Jake es marine, los militares apostados allí quieren utilizarlo para otro fin: convencer a los Na'vi de dejar su tierra ya que debajo del gigantesco árbol que les sirve de "hogar" hay una importante reserva de unobtanium, valioso material que quieren llevarse. Tras una serie de accidentes (cuando Sully pasa a su cuerpo azul y gigante se entusiasma con la posibilidad de correr), su avatar termina con los Na'vi, entra en su asombroso mundo (una mezcla de selva amazónica con pecera psicodélica que contiene la flora y la fauna más extravagante jamás vista) y, a lo largo del filme, deberá debatirse entre cumplir su misión militar o la científica. En el medio habrá espacio para una épica romántica (Sully se enamora de la Na'vi Neytiri), una bélica (será inevitable la batalla y la invasión militar), un recorrido geográfico-cultural (Neytiri le muestra a Sully, y a nosotros, los hábitos, costumbres y criaturas de Pandora y sus habitantes) y un combate entre varios mundos: el de la ciencia (con Sigourney Weaver a cargo del programa), el militar (con Stephen Lang como el comandante invasor, un Bush con esteroides) y el espiritual/ecológico que profesan los habitantes de Pandora, conectados a la "Madre Tierra" de una manera, digamos, inusual. Más allá del aspecto "virtual" de Sully que lo obliga a una extraña doble vida, hay muy poco en Avatar que escape a la estructura tradicional de un western o un filme bélico. Podrían hacerse lecturas del filme como una crítica a la política invasora de los Estados Unidos (de Irak para atrás, toda comparación funciona), tanto en lo militar como en lo cultural ("¿qué podemos ofrecerle a ellos? -se pregunta Jake en su videodiario-. ¿Jeans y cerveza light?"), al punto que uno se pregunta si lo que sucede en la Tierra, paralelamente (corre el año 2154), no se parecerá al futuro visto en Terminator. Lo que sí es diferente, revolucionario en el sentido de iniciar un cambio tecnológico clave, es su formato tridimensional y sus personajes digitales. En el primer caso, Avatar es un triunfo absoluto. Cameron ha creado un 3D inmersivo que permite al espectador ser casi otro "avatar" de todo el proceso, un participante más del asombroso universo de un filme hecho en base a incontables transferencias (psicológicas, físicas, metafóricas). Y lo hace casi sin apelar a los trucos de lanzar objetos al espectador: el 3D en Avatar engorda la pantalla, le otorga volumen, la expande. Cameron sabe que hay mucho en el cuadro para observar y tiene la discreción (o el clasicismo narrativo) de, más que tirárnoslo por la cabeza, hacernos entrar como en un encantamiento. Donde la película no termina de "revolucionar" es en el tema de los personajes digitales. Los Na'vi son un gran paso en ese camino, pero sigue habiendo algo indescifrable en ellos y resulta complicado meterse emocionalmente en la historia de la misma manera que se lo haría con actores. Sin embargo, el poder narrativo de Cameron es tal que, al ver el filme más de una vez, uno empieza a olvidar esa extrañeza y logra compenetrarse con esas criaturas gigantes, más allá de que se los pinte con un dejo de condescendencia (o inocencia, o decisión política) y un tufillo new-age. Avatar es un cúmulo de contradicciones. Una película ecologista y defensora de la naturaleza hecha casi toda digital, virtual. Un filme sobre el respeto a la identidad cultural de los pueblos que aterriza en los cines de todo el mundo a la manera de un ejército invasor. Una apuesta a una revolución técnica armada con una estructura narrativa propia de la literatura del siglo XIX. Una épica de motivos cristianos para una película que abraza una suerte de panteísmo científico. Y así se podría seguir al infinito. Sin embargo, todas esas contradicciones, más que arruinar la experiencia, la expanden, enriquecen sus lecturas. Sí, es una película con momentos y escenas cursis, con otras prestadas (de King Kong, Matrix, Pocahontas, El Rey León, Tarzán... Los pitufos y se podría seguir, interminablemente) y una buena cantidad de autocitas (Terminator y Aliens en lo audiovisual; El abismo en lo filosófico). Pero su poderío visual y narrativo procesa todo ese material sin fagocitárselo, sin llevárselo por delante. Cameron cuenta, seduce, involucra e impacta. Por momentos exagera y se le va mano, es cierto, pero en tiempos de entretenimientos que se esfuman en el momento en que la pantalla se pone en negro, uno agradece y celebra el exceso.
El miedo a lo conocido La "controvertida" película del británico James Watkins no es más que un efectivo ejercicio de cine de terror. Jenny es una simpática maestra y Steve, su novio atlético y aventurero. Apenas empieza Eden Lake, Jenny se sube al auto de Steve para una pequeña aventura de fin de semana: ir de camping por unos días a un bonito lago a unas horas de Londres. Pero pronto empiezan los problemas. Paran en un hotel impresentable, los locales no parecen muy amables y el lago está a punto de convertirse en parte de un barrio privado. Pero eso no es nada: lo peor llegará cuando estén tomando sol y un grupo de chicos de 12 a 16 años se les plante a cien metros poniendo rap a todo volumen. Comentario va, reacción viene, irritación aquí, fastidio allá: el asunto concluye en una pelea en la que Steve, por accidente, mata al perro de Brett, líder de la pandilla. Y el asunto pasa a mayores: los chicos le robarán el auto y la escalada de agresiones hará que la pareja viva un infierno que deja a La violencia está en nosotros o a Funny Games como ñoñas. Es que Eden Lake juega a dos puntas. Por un lado abre las puertas a un drama social violento, a lo Perros de paja, pero por el otro apuesta a recursos clásicos del cine de terror duro de películas como El loco de la motosierra o más recientes ejemplares de "porno-tortura", con escenas para taparse los ojos ... por un buen rato. Como filme sobre un tema conflictivo -como es en Gran Bretaña la violencia infantil-, Eden Lake se cubre por todos los costados. Muestra a algunos niños terroríficos, pero a otros que actúan bajo presión. Y la pareja tampoco es un dechado de virtudes: se conduce con la banal superioridad que les da su clase. Lo mismo las familias de los niños: el director no quiere que nadie venga por su pellejo. Sin embargo, eso no quita que explote un miedo social en busca de morbo. Hay quien encontrará a eso moralmente repulsivo y otros que preferirán centrarse en lo bien o mal que Watkins ejecuta sus ideas. En este sentido se puede decir que, si bien el filme requiere de un alto grado de credulidad (Jenny y Steve cometen un error tras otro), es innegable que la tensión se siente y que por momentos llega a ser bastante inquietante. Ni obra maestra ni película repulsiva: Eden Lake es una de terror pasable que genera miedo sin más elementos que unos chicos, unas bicis, un bosque laberíntico y varios elementos, ay, cortantes.
Soñar despierto Este filme que marcó el retorno de Francis Ford Coppola es un curioso relato épico. Como una película de superhéroes -The Watchmen o algunas de las historias originarias de X-Men- pero sin acción ni extravagantes disfraces; como Lost pero sin suspenso, como una versión "eurotrash" de El curioso caso de Benjamin Button: el retorno al cine de Francis Ford Coppola en Juventud sin juventud es una de esas películas inclasificables en las que los diversos temas que suelen ser el subtexto de buena parte de los géneros (o los Mitos Originarios, en el caso de los superhéroes) están puestos en primer plano. Arriesgando su reputación con un filme al límite del absurdo, Coppola se basa en una novela del rumano Mircea Eliade para envolver al espectador en un universo de ideas, yendo de la filosofía al misticismo, de la religión a la lingüística, del romanticismo a la historia casi sin dejar asunto por explorar. Y con todo eso hace una película que, si bien es fallida en los términos convencionales del relato cinematográfico, también es admirable por lo ambiciosa, arriesgada y, básicamente, por ser cercana al espíritu de búsqueda y a las obsesiones de su realizador. Los que admiran al director de El Padrino que hay en Coppola deberían mantenerse lejos del cine. Este filme tiene más puntos en común con cosas de Apocalypse Now, Golpe al corazón, Peggy Sue, Drácula y hasta Jack, pero con un abandono formal que lo acerca -no lo suficiente, lamentablemente- a los más recientes experimentos de David Lynch. Es la historia de un académico rumano, Dominic Matei (Tim Roth), un lingüista anciano y depresivo que, en 1938, quiere suicidarse frustrado con su vida -un amor perdido tiempo atrás- y con la imposibilidad de concretar su obra: descubrir los orígenes del lenguaje. Pero un día, es alcanzado por un rayo y termina en un hospital. Y así se convierte... en un superhéroe. Es cierto que la película -como El protegido, de Shyamalan- jamás se adentra en las convenciones de ese género, pero no se puede decir otra cosa de la historia de un hombre que, tras ese accidente, descubre que su cuerpo rejuvenece (tiene más de 70, parece de menos de 40) y que tiene la capacidad de aprender idiomas en minutos y leer libros enteros con sólo mirarlos. En la primera hora, Matei será perseguido por los nazis que quieren experimentar con él, desarrollará un doble con el que debatirá asuntos filosóficos, soñará despierto (o viceversa) y deberá entender lo que le sucede mientras que, con renovado vigor, tratará de adquirir todos los conocimientos. Tras escaparse de los nazis, en un movimiento "lynchiano", Coppola terminará una película y empezará otra. En Suiza, ya mucho después de la guerra, conocerá a una mujer (Alexandra Maria Lara) que luce igual a su antiguo amor y que, de paseo por las montañas, tendrá un similar accidente meteorológico al suyo. Pero a ella le "pegará" de otro modo, tornándose mística, reencarnando en Rupini, una discípula de Buda con la que Dominic sólo se comunica... en sánscrito. De allí en adelante será la historia de esa relación y de las complejidades romántico-filosóficas que traerá, no muy distintas a las de Benjamin Button, pero con una estética más cercana a cierto cine de autor europeo de los '60. Si todo esto puede sonar absurdo, bueno, lo es y no lo es. Si uno resumiera la trama de la serie Lost se vería en una situación similar de coqueteo con el ridículo y ni hablar de cualquier mitología de algún comic de Marvel. Pero Coppola no atiende a las reglas que contextualizan las ideas de ese tipo de películas, sino que va de lleno a los temas, con una estética propia que es también un recorrido por la historia del cine. El problema, acaso, es que no se libera lo suficiente, y su necesidad de atar cabos lo dejan, por momentos, más cerca de Subiela que de Buñuel. El paso del tiempo que puede (o no) ser vencido (Jack, Peggy Sue), el mito del eterno retorno, la dualidad del ser humano (Drácula, Apocalypse Now), la necesidad del conocimiento frente al amor romántico y el deseo por la aventura que puede conducir al delirio (Apocalypse, La conversación, Tucker) son algunos de los temas -la familia, su otra gran obsesión, quedó para Tetro- que explora, sin miedo a nada, un Coppola que parece rejuvenecido y avejentado a la vez: disparado hacia la exploración pero haciendo base, todavía, en recursos discursivos gastados y algunas obvias metáforas visuales. Película fallida pero fascinante, Juventud... deja por lo menos en claro que, más allá del rayo que le desorganizó el cerebro (¿o será el éxito de sus viñedos?), Coppola sigue siendo fiel a su universo.
Paisaje después de la batalla El filme, ganador de la Berlinale, se centra en las consecuencias del conflicto de los Balcanes. El gesto adusto y la mirada perdida de Esma revelan que la mujer ha sufrido y sigue sufriendo. El espectador no sabe, exactamente, qué es lo que le sucedió, pero en una historia que transcurre en la Sarajevo de posguerra, bien puede imaginarse de dónde podría venir el problema. Es mejor no saber mucho qué es lo que le sucedió a Esma si uno desea entrar en la parte "intriga" de Sarajevo, mi amor, la opera prima de la bosnia Jasmila Zbanic que, sorprendentemente, ganó el Oso de Oro a la mejor película en el Festival de Berlín de 2006. Si se tiene en cuenta lo que le dice a su hija, Sara, una chica bastante rebelde de unos 12 o 13 años, su depresión viene de haber perdido a su marido en la guerra. Pero da la impresión de que ese no es exactamente el problema. El filme manejará varios hilos narrativos paralelos. Por un lado, Esma deberá juntar 200 euros para pagarle un viaje escolar a su hija y, como no llega, acepta un trabajo nocturno en un local manejado por una serie de aparentemente oscuros personajes. Tomando en cuenta la historia de Esma, la elección de ese trabajo es bastante curiosa, o deja en claro su desesperación. Por otro lado, la hija enfrenta sus propios conflictos en la escuela, empezando una especie de relación con un chico que no parece el novio más indicado para alguien como ella. Especialmente cuando un día se aparezca con un arma. Con la presión de conseguir el dinero como eje, Esma se meterá en problemas con los mafiosos del lugar, chocará con su hija y amigas, y no sabrá cómo responder cuando Sara le pida detalles de quién fue y qué pasó con su padre. Todos esos elementos se combinan para pintar un duro cuadro de situación en el que se sienten las secuelas y consecuencias de los horrores de la guerra en las actitudes y comportamientos cotidianos de todos los personajes. Ese pasado tremendo está muy cerca, y aunque todos intentan mirar para otro lado, es obvio que el dolor está a flor de piel. Sarajevo... no siempre logra salir de una cadena de acontecimientos armada por un guión demasiado estricto, que lleva a los personajes de las narices y los pone a representar distintas situaciones traumáticas de posguerra: familiares muertos, resentimientos étnicos, desconfianza, temores ante cualquier situación inusual. De hecho, Zbanic no puede (o no quiere) ser muy sutil a la hora de hablar del trauma de Esma, por lo que uno puede imaginarlo mucho antes de la explosiva revelación. Igualmente, cuando esa revelación llega -y por la forma en la que llega- no deja de ser tremenda. Y allí sí la directora opta por no usar flashbacks ni ningún otro mecanismo melodramático de ese estilo. Le basta con el rostro desencajado y sufriente de Esma y el llanto desgarrado de su hija para producir en el espectador un nudo en la garganta del que cuesta desprenderse por un buen rato. Sarajevo... -un poco como la peruana La teta asustada, también ganadora en Berlín, pero sin su pintoresquismo for export- es una de esas películas que consiguen premios al hablar de una dolorosa situación anclada en un dramático hecho real. Lo difícil del análisis es darse cuenta si, para eso, no lo están también explotando.
En el pueblo de Avignon, todos hablan... Agnès Jaoui dirige y protagoniza esta historia familiar. Tras lograr cierta fama como actriz y guionista, Agnès Jaoui apareció como una gran realizadora con la notable El gusto de los otros (2000), una película que lograba combinar drama y comedia para meterse, perceptivamente, a analizar algunos de los comportamientos de la sociedad francesa. En Como una imagen, de 2004, esos tópicos volvían a aparecer de manera inteligente, pero ya con un grado mayor de misantropía y encierro en los modos y costumbres de la alta burguesía. Háblame de la lluvia, de 2008, continúa con esa tendencia, pero con resultados menos logrados. Jaoui sigue siendo una guionista con gran oído para diálogos y situaciones ingeniosas, pero parece haber perdido el rumbo (o repetido el rumbo) respecto a lo que quiere contar y cómo hacerlo. Aquí, Jaoui se enreda con muchas historias dentro del clásico formato del cine francés de la reunión familiar en casa de campo. Sin la creatividad visual y el ingenio dramático de Arnaud Desplechin (en El primer día del resto de nuestras vidas) ni la sensibilidad de Olivier Assayas (en Las horas del verano), Háblame... no llega a ser más que la suma de sus tópicos: raciales, sexuales, familiares, románticos y religiosos. Y al final, cuando la directora afloja y el filme muestra sus verdaderas -y emocionales- cartas, ya no alcanza para redimirlo del todo. La propia Jaoui encarna a Agathe, una escritora feminista y de personalidad bastante fría que quiere arrancar en la política y que viaja con su novio a la casa que su hermana tiene en Avignon. Allí, Michel, un cineasta en decadencia (el calvo Jean-Pierre Bacri, pareja de Jaoui en la vida real y coguionista de todos sus filmes) y Karim, un joven inmigrante que es el hijo de la mucama de la casa de su hermana (Jamel Debbouze, de Amèlie) le proponen hacer un documental sobre mujeres de éxito. El cineasta, digamos, tiene un affaire con la hermana (casada) de Agathe mientras que su "camarógrafo/socio", también casado, está al borde de tener su propio romance con una compañera del hotel en el que trabaja. Además, Agathe y su novio están al borde de la ruptura. Y esto... para empezar. Entre toques de comedia más o menos logrados centrados en la torpeza de los "documentalistas" para conseguir filmar una entrevista con Agathe (problemas de sonido, errores de grabación, distracciones varias), los dramas familiares y personales de todos ellos se van desarrollando: los problemas de pareja de todos, el racismo sutil y condescendiente ejercido por la familia de Agathe con Karim y su madre, la relación entre "la gente y los políticos", cuestiones de poder en las parejas. Demasiadas tramas y demasiados temas que no terminan de dejar que la película fluya cómodamente. De a poco, el filme irá abandonando esa especie de repaso de tópicos claves de la burguesía francesa para ir adentrándose en los sentimientos cruzados de la media docena de protagonistas. Allí la película se tornará más personal y los personajes dejarán de ser "ejes temáticos" para ganar en profundidad e individualidad. Y eso hará que la película se sostenga y vaya creciendo de a poco, más allá de la decepción que genera saber que Jaoui -que ahora también es cantante- no haya logrado mantener la promesa de su extraordinaria opera prima como directora.
Mar de lágrimas Una chica en problemas busca respuestas al viajar a Israel. Se llora mucho en Cartas para Jenny. Se llora cuando empieza, se llora cuando sigue y se llora al final. Llora la protagonista, lloran los que están cerca de ella y la intención es que el público no pare de lagrimear del principio al fin. De hecho, casi parece una exigencia: Si querés llorar, llorá... y si no querés, llorá también. Ese tipo de obligaciones suelen ser un poco indigestas. No hay nada malo en que una película busque tocar las fibras sensibles del espectador, pero cuando se lo hace tan descaradamente, la reacción suele ser la contraria. ¿Fastidio? ¿Irritación? Tal vez no tanto. Más bien preguntarse por qué muchos cineastas no se dan cuenta cuándo parar. Porque hay elementos en esta película capaces de hacer emocionar genuinamente, pero a la mitad de su metraje, uno ya empieza a sentir pena por la cantidad de lágrimas que le hicieron sacar a Gimena Accardi. Jenny es una chica que vive con su padre y su hermano y a la que conocemos en su bat-mitzvah, celebración de los doce años de las chicas de la colectividad judía (todavía allí no la encarna Accardi, claro). Y la primera lágrima es cuando le dedica una de las velas rituales que se encienden en la ocasión a su madre que murió. Luego de la ceremonia, su padre (Martín Seefeld) le da una carta que su madre le dejó. De hecho, la madre le ha dejado varias, una para cada ocasión importante (casamiento, embarazo, etc.), con la idea de ir entregándoselas en esos momentos. Ya más grande, Jenny queda embarazada antes de casarse con su novio, un músico español que la abandona el día antes de la boda para quedarse en Barcelona. Esto hará que Jenny decida -otra carta mediante- viajar a Israel a reencontrarse con su identidad (o a encontrarla), a descubrir secretos de su madre y a encaminar su vida. Y salir de la depresión. El nuevo filme de Diego Musiak contará el viaje de descubrimiento interior de Jenny y, de por medio, encontrará la forma de ser un recorrido turístico por Israel cuando Jenny se reencuentre allí con un amigo de la infancia, Eitan (Fabio Di Tomaso, que también llora), que ahora es un soldado israelí. La película intenta ser emotiva, íntima y personal, pero no logra casi ninguno de esos cometidos. De hecho, está más cerca de parecerse a alguno de los programas televisivos por los que los protagonistas son conocidos. Y no porque sean malos actores (de hecho, Accardi hace milagros con lo que le pide el texto), sino porque están dentro de una película que nunca termina de confiar en los detalles ni en la inteligencia del espectador. Y que prefiere, en cambio, lanzarle una caja de pañuelos directo a la cabeza.
Rodeados de fantasmas El español Paco Cabezas rodó en la Argentina un filme de terror que toca el tema de los desaparecidos de la dictadura. Una película de suspenso con los desaparecidos de la última dictadura militar? ¿No será mucho? Eso pensarán muchos argentinos que no se atreverían a tratar un tema así para generar sustos en el público. Es por eso que la película, si bien se centra en un misterio ligado a los desaparecidos locales, es de origen español. Su director y sus protagonistas son de allí, más allá de que la acción transcurra en la Argentina. Y más allá de los reparos que se le pueden hacer -la explotación del tema no es uno menor- también se puede decir que es un producto más efectivo, más interesante aún en sus contradicciones y mejor intencionado que muchos otros filmes extranjeros que se adentraron en el tema con intenciones aparentemente más serias y resultados mucho más banales como Imagining Argentina, entre otros. Resumiendo una compleja trama, en Aparecidos -título complicado, si los hay- hay dos hermanos españoles que vuelven a la Argentina (nacieron aquí pero se fueron siendo pequeños) a gestionar la herencia de su padre, que está en estado vegetativo. Ellos han dejado de verlo pero, al volver, Pablo -el hijo menor- duda si desconectarlo o no, y prefiere conocer algo más de su vida, cosa que a su hermana Malena no le hace ninguna gracia. Ambos terminan en un auto del padre, viajando a la Patagonia y descubriendo en el coche un viejo cuaderno que hace mención a un crimen ocurrido en un hotel. Hacia allí van -regla del cine de terror: meter la cabeza donde no corresponde- y se topan con que esos crímenes se están cometiendo delante de sus ojos. ¿Lo leído era una premonición o el pasado está reapareciendo, fantasmagóricamente? De a poco se enterarán que son crímenes cometidos durante la dictadura y que su rol en ese entramado no es casual. ¿Cómo se liga la historia familiar con ese temible pasado que vuelve? Desde lo formal, Aparecidos es un producto de buena factura técnica, que hace uso y abuso de las panorámicas de la Patagonia, con una trama de suspenso rebuscada pero "legible" que no se diferencia mucho del formato hollywoodense: buenos efectos, sustos desparramados aquí y allá y un final con algunas "revelaciones". En cuanto al tema, si se quiere, más difícil, Cabezas supo armar un guión en el que su idea de generar una toma de conciencia -tanto en los protagonistas como en los espectadores- se conecta con un relato que no desvirtúa los hechos históricos. Siguiendo las reglas del género, no es una idea descabellada que los desaparecidos funcionen como espectros. Aparecidos no busca generar la sensación de un mundo paralelo al real (tampoco se atreve a ser tan tarantinesco y mejor que ni lo intente), sino que intenta que el espectador entienda que pasado y presente están entrelazados, y que los fantasmas seguirán entre nosotros en tanto las respuestas a los horrores de la dictadura sigan sin aparecer.
Adiós muchachos El documental de Germán Kral se centra en el Bar El Chino. El proyecto de un documental se queda muchas veces en eso, en un proyecto. La realidad, en todas sus formas, tiende a entrometerse en esa "realidad" que los documentalistas necesitan construir para acotar su universo de trabajo, para armar sus hipótesis. Y eso genera mutaciones, modificaciones, cambios. De ahí a que, generalmente, el guión de los documentales suelen armarse durante y después del rodaje, en lugar de antes, como se acostumbra en la ficción. Algo así le ha pasado a Germán Kral, quien no imaginaba en el año 2000, cuando empezó a filmar un documental sobre el Bar El Chino -un reducto tanguero y gastronómico en el barrio de Pompeya- que una "realidad" inesperada se iba a colar en su proyecto y, a mitad de camino, se iba a quedar sin la posibilidad de concretar su idea original y con la necesidad de transformarla en otra cosa. El último aplauso arranca entonces como un documental sobre ese bar regenteado por Jorge "El Chino" García, un reducto ruidoso y amigable en el que, entre platos y copas, unos cuántos veteranos cantores (entre ellos, el propio dueño del local) y un guitarrista hacían de lo suyo a voz en cuello. Durante media hora, el filme sigue sus historias de vida y registra sus performances en el boliche. Pero, de golpe, "El Chino" García muere y Kral parece quedarse sin película: el bar queda al mando de la mujer de García, se produce un distanciamiento entre dueños y músicos, y adiós muchachos... Fue allí que Kral decidió continuar su documental centrándose en cómo siguieron las vidas de esos cantores del Bar El Chino luego del cierre del lugar: Cristina de los Angeles, Inés Arce, Julio César Fernán y el guitarrista Abel Frías son los principales, pero no son los únicos. No se explora mucho el porqué de la "fractura" que se produce tras la muerte de El Chino (¿problemas económicos?, ¿personales?), pero de allí en adelante, Kral se dedicará a reunir a los tres cantantes, años después, con una banda joven de tango (la Orquesta Típica Imperial) y a llevarlos al encuentro con ese esperado "último aplauso". Las interpretaciones de clásicos tangueros ocupan buena parte del metraje del filme (quedará en manos de los especialistas determinar la calidad musical de cada uno) y la película, que había comenzado como un entrañable documento de un lugar fascinante y un momento intenso del país (mediados de 2001), va forzando su propuesta de una manera que se adivina extremadamente preparada, guionada. Tanto el encuentro con los músicos jóvenes, como las situaciones que se van produciendo en la segunda mitad del filme están más cerca de la ficción (hasta se nota el tono "actuado" de muchos de los músicos, tono que no tenían previamente) que de un verdadero documental. Pese a esas objeciones, El último aplauso conserva su valor como propuesta gracias al encanto genuino de sus principales protagonistas. Las vidas -y las emociones- reales de Cristina, Inés, Julio y de los otros personajes secundarios se cuelan en el prolijo entramado exportable del filme y le dan una vitalidad y frescura que le permite lograr escaparse del concepto de "producto" que rodea a la película de Kral, un argentino radicado en Alemania. Es por ellos, y por las historias de vida que ponen en cada interpretación, que la película merece la pena.