El supuesto último capítulo de la saga creada por George Lucas intenta por todos los medios cerrar la mítica historia iniciada hace 42 años dejando contentos a los fans. ¿Lo logra? ¿O se nota demasiado el esfuerzo? Crítica publicada originalmente en La Agenda de Buenos Aires. Hay dos maneras de acercarse a la saga “Star Wars”: desde la pasión del fanático o desde una cierta distancia que pueda tener un espectador/cinéfilo no especialmente devoto, o uno que ya perdió los juguetes de la infancia hace mucho tiempo, en una galaxia muy muy lejana. Pasa lo mismo con muchos fenómenos culturales actuales y éste es, junto a las héroes con calzas de Marvel, el caso más claro de todos. Hay una zona en la que el deseo del fan de ver cumplidos sus sueños y respetadas sus expectativas se choca con cualquier atisbo de originalidad o de desviación de una fórmula probada. Y el fandom es hoy tan poderoso a la hora de determinar el éxito o fracaso de una película que hasta Disney parece tenerle miedo antes de lanzar cada producto. Si se preguntan qué significa pasarse al lado oscuro de la Fuerza sólo tienen que mirar allí. Da la impresión que “El ascenso de Skywalker” es una película hecha por algún tipo de comité, una suerte de negociación entre las partes involucradas: los dueños de los derechos y los apropiadores del legado. Imagino, a la manera de las precuelas, una suerte de Senado de fans, guionistas y productores debatiendo el devenir de los personajes en el supuesto último episodio de la saga, con los ejecutivos del estudio tomando nota de cada deseo. “No nos gustó lo que Rian Johnson hizo con Luke”. Ok. “Tampoco lo que dijeron sobre el linaje familiar de Rey”. Entendido. “Queremos que vuelva tal o cual personaje”. Así será. “No queremos problemas”, contestan del otro lado. Bienvenidos a “El ascenso del fanático”, la nueva fórmula de Disney para “acertar el aterrizaje” de sus productos más venerados. La lógica es simple y hasta comprensible. “Star Wars VII: El despertar de la fuerza”, la película que revivió a la saga y que era casi una remake de la original de George Lucas, fue clonada por J.J. Abrams a medida del imaginario heredado de los fans de varias generaciones y recaudó 2.100 millones de dólares en todo el mundo (en Estados Unidos es la más taquillera de la historia). La siguiente, “El último Jedi”, se tomó varias libertades con el “canon” y fue, en términos relativos, un fracaso: recaudó 1.300 millones, un 35% menos que la anterior. Pero, sobre todas las cosas, fue odiada por los fanáticos, que dejaron una clara muestra de su manejo de la Fuerza en esa diferencia de taquilla, fruto de la viralización online de su profundo disgusto. Para Disney fue una clara señal: despidieron al anunciado director del “Episodio IX”, Colin Trevorrow, y volvieron a convocar a J.J., el hacedor del milagro del “Episodio VII”. Y Abrams entregó algo que probablemente se parece mucho a lo que la mayoría de los fans esperaban y exigieron: un producto funcional, respetable, hecho con indudable talento y profesionalismo, un homenaje de “Star Wars” a su propia mitología que, pese a no tener un gramo de originalidad en ninguno de sus apresurados fotogramas, tiene la potencia heredada de su propia y luminosa genética. “El ascenso de Skywalker” es un Grandes Exitos de “Star Wars”, un episodio en el que las nuevas aventuras que hay para contar importan muy poco o solo en relación a lo que puedan aportar a la hora de cerrar, con un gigantesco moño, más de cuatro décadas de expansión narrativa de una saga que, más allá de un sólido núcleo central familiar y de un eje temático poderoso (la Fuerza, en todas sus posibles interpretaciones), se ramifica hasta lo imposible. Como esa misma cultura del temor a la ira del fanático impide ya que los críticos podamos siquiera contar qué es lo que sucede en una película sin molestar u ofender a alguien (el spoiler en estos casos ya no tiene que ver con contar cosas fundamentales de la trama sino hasta decir, por ejemplo, lo que se lee en el clásico texto inicial), solo diremos lo que ya está preanunciado en los trailers: que regresa Palpatine como enemigo principal, que la hoy protagonista absoluta, Rey (Daisy Ridley), sigue en la búsqueda de sus orígenes familiares (que quizás no sean los sugeridos en “El último Jedi”), que Kylo Ren (Adam Driver) avanza en camino a ser el villano más torturado de la historia del cine y que los un poco relegados Poe (Oscar Isaac) y Finn (John Boyega) siguen aportando su cuota de humor, acción y amor por la aventura. Y que hay un espacio para varios de los personajes clásicos que, de algún u otro modo, aportan su fantasmagórica presencia. A diferencia de lo que sucedió en el “Episodio VIII” en el que cada protagonista parecía hacer su camino por separado casi sin cruzarse entre sí (acaso el único error serio de Rian Johnson entre los riesgos que tomó), Abrams prefiere aquí que los tres héroes principales, junto a nuestros queribles androides y variopintas criaturas amigas viejas y nuevas, funcionen como un equipo unido en la búsqueda del misterioso y oscuro lugar donde se oculta el reaparecido Emperador. Es una decisión que sirve, fundamentalmente, para darle a tres personajes (y actores) que parecen tener buena química entre sí, más oportunidades de conexión, humor y emoción, algo que también les toca de cerca a Chewbacca, C-3PO, R2D2 y como sea que se llame la simpática pelota de fútbol esa con cabeza. De los aportes del capítulo anterior acaso el más importante de los que continúa en el “Episodio IX” es el de la conexión telepática que fluctúa entre lo virtual y lo real entre Rey y Kylo, conexión que le permite a Abrams crear algunas escenas de intrigante complejidad espacial. Y ya verán lo que sucede con la trama familiar de Rey… La primera hora, centrada en las idas y vueltas de esos recorridos (distintos y apilados McGuffins que hacen girar y girar a los personajes en su misión por llegar a Chez Palpatine), no aporta demasiado y, salvo algunas sorpresas narrativas y el habitual buen manejo de la tensión de parte de Abrams, es bastante tediosa. Da la impresión de que hasta ellos mismos lo saben, o se dieron cuenta, y en algún punto –como pasa también en los últimos episodios de series de televisión que llevan muchos años en el aire— la película nueva da paso al homenaje que la saga se hace a sí misma. Eso no quiere decir que no haya resoluciones dramáticas importantes o muy buenas escenas en esa segunda hora. Hay varias y, en algunos casos muy potentes, como es el caso de un par de espectaculares escenas de combates individuales –las grupales son más caóticas y bastante incomprensibles desde la gramática cinematográfica—de poderoso impacto visual. Pero gran parte del tiempo se va en atar cabos, en convocar a los fantasmas del pasado (personas, objetos, locaciones, criaturas y miles de “easter eggs” que seguramente se le pasan por alto a la mayoría de los mortales) y en armar un bis con mucho de “Gracias totales”: la presunta despedida de una banda que acompañó a varias generaciones de espectadores y que en este concierto no le queda otra que tocar los temas más conocidos de su carrera. Se podrá discutir hasta el hartazgo esos modelos de acercamiento a la propia historia de parte de una saga cinematográfica o, si se quiere usar como ejemplo, de una banda de rock. Hay creadores que prefieren seguir arriesgando e intentando ser originales aún a punto de alienar a sus fans. Y están los que asumen su status de mito y eligen fabricarse sus propias estatuas en vida. Lo importante, llegado el caso, es que la decisión sea de los propios artistas y no una consensuada con los tesoreros y los representantes de la hinchada. Pero me temo que, en la mayoría de los casos, lo que prevalece es esto último. “Star Wars: El ascenso de Skywalker” es fan service puro y duro, un producto que parece armado por un refinado algoritmo que recogió los aparentes deseos de todos los amantes de la saga y los puso en una multiprocesadora de significados y de emoción sonsacada a puro reflejo condicionado. Eso no quiere decir que el “Episodio IX” no sea disfrutable ni mucho menos. Está hecho con el ingenio y la creatividad de un equipo que, encabezado por un director indudablemente talentoso, tiene muy en claro cuáles son esos deseos y dónde están esos puntos sensibles de todo espectador que alguna vez haya manejado un sable láser de juguete. Y, a la velocidad de la luz, va en búsqueda de su reacción emocional. Seguramente la consiga. No será el broche de oro soñado pero es una imitación bastante convincente que reluce con buena parte del brillo de las joyas del abuelo George.
Se estrena esta muy buena opera prima argentina –que compitió en el Festival de Mar del Plata– que se centra en la vida de una adolescente que vive en Isla Maciel y debe lidiar con problemas personales y familiares Otra interesante opera prima argentina dirigida por una mujer, la película de Blanco cuenta las experiencias de Tati (Nicole Rivadero), una chica adolescente que vive en Isla Maciel, del otro lado del Riachuelo, frente a la Boca. Seca, seria, poco cómoda en su vida cotidiana, no se encuentra a gusto en la escuela y tiene una tensa relación con su padre remisero (Sergio Prina), con quien vive tras la muerte de su madre y quien prefiere pasar más tiempo bebiendo y mirando fútbol por TV que prestándole atención. Uno de los sueños de Tati es trabajar como “botera” (manejar un bote que cruce el Riachuelo de un lado a otro transportando personas u objetos, un trabajo que hacía su padre) pero todo el mundo piensa que no es una tarea para chicas. Hasta que aparece un chico mayor que ella que, a regañadientes, acepta enseñarle el oficio. Ella acepta pero la conexión con él traerá otras complicaciones que, quizás, Tati todavía no está del todo preparada para manejar. LA BOTERA es otro relato que se podría definir como “coming of age” en el que seguimos a una adolescente lidiando con sus primeras frustraciones de la edad y, también, algunos logros y alegrías. En el universo de barrio de clase obrera en el que transcurre la historia es claro que la vida de Tati es difícil y áspera (su aspecto varonil y su tono agresivo no le hace fácil hacerse de muchos amigos), pero lo que Blanco intenta contar tiene que ver, no ya con la posibilidad de escapar de ese ambiente, sino con hacerse cargo de lo que uno es y llevarlo con la frente en alto. Una película pequeña, realista y muy humana.
La película realizada en la Argentina por la directora italiana residente aquí es un drama centrado en un convento religioso en el que viven madres solteras. Esta coproducción argentino-italiana –que compitió en el Festival de Locarno, entre otros eventos internacionales por los que pasó– dirigida por una realizadora nacida en el norte de ese país y radicada en Buenos Aires utiliza todas las metáforas posibles para el título local del film. “Hogar” es el lugar en el que chicas embarazadas y con bebés residen, manejado por monjas italianas. “Hogar“, en el sentido clásico, es lo que esas chicas no tienen. Y, en tercera instancia, un “hogar” es el que intentan formar esas mujeres (este es un mundo sin hombres a la vista, exceptuando a los niños varones), de maneras no necesariamente tradicionales. La película puede dividirse claramente en dos partes. La primera se centra en la relación entre dos de las jóvenes madres que viven allí, amigas pero muy distintas entre sí: Fátima tiene un niño y está embarazada, pero es una chica tranquila que parece cómoda en el hogar en cuestión. Luci tiene también una niña pero, a diferencia de su amiga, no soporta el lugar y en cada oportunidad que puede se escapa para pasar la noche con algún hombre (las desventuras de Luci se mantienen siempre fuera de campo), sin parecer importarle la violencia con la que a veces terminan esas escapadas. Esa primera parte del film es bastante convencional, mostrando a personajes que parecen un tanto esquemáticos peleando entre sí, manteniendo discusiones con otras madres, con las monjas y en distintas situaciones que trabajan un registro que bordea el costumbrismo televisivo. Pero la segunda mitad de HOGAR se vuelve más interesante y está más centrada en la Hermana Paola, una monja italiana joven recién llegada y muy tímida, que empieza a entablar una relación afectiva con la pequeña hija de Luci, a la que su madre prácticamente no presta ninguna atención. Ese conflicto (que suma otra acepción a la palabra “hogar”) está manejado con mayor sutileza por parte de Delpero, que de a poco va dejando de lado el costumbrismo inicial para acercarse a un asunto más profundo, humano y universal. Y sin tomar necesariamente partido, sino tratando de entender, con generosidad, las distintas posturas de las protagonistas (las dos chicas, la joven novicia, los niños y las monjas severas que manejan el hogar), cada uno intentando darle su propio significado a la palabrita en cuestión.
La opera prima de ficción del actor es una oscura parábola futurista acerca de un padre que debe proteger a su pequeña hija en un mundo en el que han muerto todas las mujeres. Una versión minimalista de un clásico tema del género post-apocalíptico. El universo que describe la opera prima de ficción de Affleck no es para nada original pero acaso su forma de acercarse a él sí lo sea. Estamos hablando de un futuro post-apocalíptico en el que una terrible catástrofe ha sucedido y nos encontramos con un mundo devastado y sin recursos. Y la historia se centra en un padre y una hija a la que debe proteger y cuidar atravesando los enormes peligros que se avizoran en este lugar en el que parece no haber reglas ni un hogar seguro. El lector podrá suponer que películas como THE ROAD, LEAVE NO TRACE o hasta CHILDREN OF MEN trabajaron temáticas parecidas y estará en lo cierto. Pero en la forma de poner en escena ese universo, Affleck optará por un minimalismo radical que ninguna de esas películas tiene. No necesariamente con mejores resultados, pero al menos con una búsqueda personal dentro del subgénero “sobrevivientes de una hecatombe”. La “hecatombe” en cuestión es muy particular. En el pasado (que vemos a través de muy breves flashbacks) algún tipo de virus acabó con toda la población femenina del mundo. Por algún motivo que no se explica del todo bien (uno puede suponer que, sin mujeres, a los hombres solo les queda volver a su modo más salvaje y primitivo), los sobrevivientes andan escondiéndose de peligros que los acechan de todos lados. En el caso de los protagonistas tiene mayor sentido ya que el padre (Affleck, en un personaje que jamás se nombra) tiene una hija de unos ocho años apodada Rag (Anna Pniowsky) a la que hace pasar por varón para evitar que alguno se la lleve con oscuras intenciones. Por un rato no sabemos si esto –lo de los peligros “del exterior”– es del todo cierto o es parte de los cuentos que él le cuenta a su hija pero pronto sabremos que amenazas hay. Y bastante reales. En LA LUZ DEL FIN DEL MUNDO (LIGHT OF MY LIFE) lo que Affleck intenta contar es la relación de un padre y su hija, a la que debe proteger y ver crecer, aceptar en sus cambios e ideas y llevar, si se acepta la metáfora, de una orilla a la otra. Es tan central ese punto que la primera escena es una larga conversación –una suerte de cuento para dormir inspirado en el Arcá de Noé– que se extiende por más de diez minutos. Y así, la película pondrá más el eje en la intimidad de ambos y en los recuerdos de su fallecida madre (Elisabeth Moss, en los breves flashbacks) que en algo parecido al peligro y la acción. Promediando un relato que se extiende más de lo necesario y que podría ser más potente con una duración sensiblemente menor a las dos horas, el afuera, la amenaza y también la solidaridad empezarán a aparecer. Y recién ahí este pequeño drama independiente sobre un posible fin del mundo empezará, un poco, a parecerse a una película de género. Tan solo un poco. Y está bien que así sea ya que queda claro que Affleck se siente a gusto en ese tono bajo y ese estilo indie que lo vio crecer como actor en películas como GERRY, AIN’T THEM BODIES SAINTS y, especialmente, A GHOST STORY, una película que, en su callada intimidad forzada por un exterior misterioso y potencialmente terrible, se relaciona claramente con esta, si bien LA LUZ DEL FIN DEL MUNDO no alcanza jamás la potencia emocional de aquella. Uno podría prácticamente sacarle todos los elementos de “ciencia ficción” al film y no cambiaría demasiado. Sería igualmente una película acerca de un padre que debe hacer todo lo que esté a su alcance para cuidar a su hija de los otros, peligrosos, hombres. Hay quienes han leído esto como una suerte de mea culpa de parte de Affleck respecto a las acusaciones que recibió de acoso sexual, pero me parece una comparación forzada. El mundo afuera de esa relación puede ser horrible, es cierto, pero también amable y considerado. Y por momentos nuestro protagonista prueba ser igualmente perverso con los demás. En esa tierra de nadie que es este futuro sin mujeres los hombres son capaces de hacerse cualquier daño con tal de sobrevivir. Pero, de vez en cuando, tienen momentos de nobleza. La película es visualmente bella y eso ayuda mucho a que su estructura minimalista no sea vuelva más repetitiva de lo que por momentos es. La fotografía de Adam Arkapaw (el DF australiano de ANIMAL KINGDOM, MACBETH y las muy buenas primeras temporadas de las series TRUE DETECTIVE y TOP OF THE LAKE, entre otras producciones) capta de una manera entre bella y tenebrosa los espacios abiertos, fríos y muchas veces inhóspitos que padre e hija deben atravesar entre los distintos lugares que eligen para pernoctar. Y en las pocas escenas en las que el universo se abre a otros personajes o a estructuras un tanto más urbanas, la película genera permanentemente una ominosa sensación de que en cualquier momento algo terrible puede suceder. Y, claro, eso sucede. Y allí Affleck se atreve a cambiar hacia un registro de acción más clásico que resuelve de una manera un tanto confusa visualmente pero dramáticamente satisfactoria. LIGHT OF MY LIFE es una película simple que puede generar indiferencia o emocionar dependiendo de cuánto el espectador logre involucrarse en las idas y vueltas de esa relación. Tanto detrás de cámara como adelante, Affleck hace lo posible –siempre desde sus modos cautos y reservados– para otorgarle a su pequeña historia la dimensión de una parábola humanista. Y, sin estridencias, logra convencernos que la experiencia vale la pena. Es un viaje raro, denso y por momentos incómodo, pero uno finalmente se queda con la sensación de que tuvo sentido haberlo recorrido.
La película del director de “Ciudad de Dios” se centra en un encuentro y una serie de conversaciones entre el entonces papa Benedicto XVI y el futuro papa Francisco poco antes de la renuncia del primero. Tras un par de semanas en cines, llega a Netflix. Estrenada en salas argentinas hace dos semanas y disponible desde el 20 de diciembre en Netflix, LOS DOS PAPAS es una bastante mediocre y banal película que imagina una serie de encuentros entre Jorge Bergoglio y el papa Benedicto XVI cuando ambos, por distintos motivos y circunstancias, planean renunciar a sus respectivos puestos en la Iglesia. Tomando ese encuentro como base y yendo hacia el pasado de Bergoglio en Argentina –nunca al de Ratzinger que, más allá de algunas breves cosas que él cuenta, jamás se visualiza–, la película del realizador brasileño Fernando Meirelles (CIUDAD DE DIOS) se organiza como un choque de formas de ser, de pensar y de actuar entre ambos religiosos tratando al fin de conciliar esas enormes diferencias. La película podría pensarse como una simplista comedia dramática apta para un escenario teatral, organizada como un diálogo entre aparentes opuestos, mezclando escenas y momentos más dramáticos con otros más livianos y, si se quiere, mundanos. A eso habría que sumarle los flashbacks a la historia local de Bergoglio (Juan Minujín, en su juventud) en la que se va contando de una manera tan didáctica como simplista la historia de su vida, su relación con la Iglesia y sus supuestos traumas respecto a su rol durante la dictadura militar de 1976/1983. Nada es sutil aquí y todo está excesivamente subrayado. Desde los argentinismos de Bergoglio (el tango y San Lorenzo, como en un constante loop) y su modo campechano y alejado de cualquier pompa y circunstancia vaticana al mal talante del solitario y áspero papa saliente. El guión de Anthony McCarten (el mismo de, ejem, BOHEMIAN RHAPSODY) se ocupa de sobrevolar todos los temas sin profundizar casi en ninguno y hace hablar a los protagonistas de cosas que ambos saben, de manera rutinariamente expositiva. Llamémoslo, “Churchsplaining” para gente que conoce poco y nada de la historia reciente de la iglesia, de Bergoglio y de su llegada al papado. Es obvio que teniendo a dos intérpretes como Jonathan Pryce y Anthony Hopkins en los roles principales siempre habrá momentos de brillantez actoral. Pero son aislados y, en general, se oponen al texto. Son miradas, gestos, movimientos físicos. El momento acaso más dramático del film, ligado a las respectivas confesiones de ambos respecto a cosas que hicieron y de las que se culpan, tampoco logra ser demasiado convincente, especialmente el de Ratzinger por una discutible decisión formal de dejarlo fuera de campo amparándose en un supuesto secreto de confesión. Todo es demasiado rutinario, de manual, sin casi lugar para algo genuino. Los mejores momentos terminan siendo los más casuales, especialmente los ligados a las situaciones cómicas en las que se mete Bergoglio (pedir una pizza, querer comprar un pasaje de avión por su cuenta, escuchar pop, comentar fútbol y así) ligados a su falta de apego a todo tipo de formalidad y protocolo. Una buena parte de la película funciona en forma de flashback y transcurre en la Argentina, donde también se filmó. Meirelles repasa la historia del hoy papa Francisco desde que decidió ordenarse sacerdote hasta los momentos previos a su asunción haciendo eje en su más que discutible actuación durante la dictadura. Si bien la película crece por meterse en una zona que hoy hasta el propio progresismo parece haber olvidado, también encuentra la forma de perdonarlo en base a su filosofía posterior como religioso, que parece directamente ligada a un mea culpa al respecto. Algo similar hace el guión con Ratzinger en lo que respecta al tema de los abusos sexuales en la iglesia: lo acusa de mirar para otro lado pero apresuradamente lo absuelve. Más allá de la incomodidad que genera la lucha de acentos y de idiomas (aceptemos que es una coproducción internacional y ya, sino se hace difícil entenderlo), LOS DOS PAPAS falla en otorgarle cualquier tipo de profundidad a su relato. Los modales progresistas de Francisco (convengamos en que más que nada son modales) están exhibidos con la banal acumulación de imágenes y sentencias obvias de una publicidad o de un clip de una ONG mientras que la aún más compleja y sombría personalidad de Ratzinger se reduce aquí a hablar del aislamiento de un chico solitario y poco apegado al contacto con la gente. Ese juego de opuestos pasa por cada detalle: la música que escuchan (Bergoglio es muy fan de los Beatles, Ratzinger apenas sabe quienes fueron), cómo se visten, cómo se relacionan con la gente y con los que trabajan para ellos, lo que comen y, fundamentalmente, cómo piensan el rol de la iglesia. Todo es bastante sabido y previsible. Y no hay nada en LOS DOS PAPAS –más allá de algunos simpáticos apuntes y la tensa química que ambos actores poseen, con Hopkins tratando siempre de hacer una mueca de más frente al medido Pryce– que aporte al cine, a la discusión teológica, al conocimiento de los personajes o la comprensión del mundo actual. LOS DOS PAPAS es una película menor que, al fin y al cabo, termina siendo casi un relato promocional de un Vaticano “humanizado”. Admitir errores y culpas en cuestiones de abusos sexuales o complicidades con las dictaduras puede ser un buen paso, pero termina siendo intrascendente si no se hace demasiado para solucionar ese tipo de cosas y se absuelve a sus protagonistas por el solo hecho de reconocer su existencia.
Esta opera prima es un encantador relato autobiográfico centrado en la particular vida que llevan un padre divorciado con sus tres hijos en la Buenos Aires de los años ’90. Con Javier Drolas, Amanda Minujín, Sebastián Arzeno y Jazmín Stuart. La opera prima de Ana García Blaya es una película claramente autobiográfica –humana, sensible, simpática y también un poco triste– acerca de lo que parece ser una etapa de su propia vida, cuando era una niña de unos 9, 10 años, a principios de la década del ’90, y se vio enfrentada a una situación familiar complicada, de esas que uno preferiría nunca tener que atravesar. Dedicada a su padre y a su madre pero más directamente centrada en la relación con su papá (el músico Javier García Blaya, que falleció en 2015), LAS BUENAS INTENCIONES es una suerte de coming of age de la pequeña Amanda (Amanda Minujín), contada básicamente a partir de las experiencias viviendo, parte del tiempo, con su padre, ya divorciado de su mamá. Encarnado por Javier Drolas, el Gustavo de la ficción es un slacker que ha estirado sus veintes a lo que parecen ser sus treinta y largos. Tierno y querible, fanático de River y de tocar la guitarra todo el día, “empleado” en la disquería de su amigo y compinche Néstor (Sebastián Arzeno), Gustavo parece un personaje salido de una vieja novela de Nick Hornby, viviendo entre discos, fútbol, porros, amigos, parejas ocasionales y sin querer hacerse mucho cargo de nada. El tema es que Gustavo tiene tres hijos (Amanda es la mayor, luego están Manu y Lala, ellas dos son hijas del actor Juan Minujin) y no es fácil ni para él ni para ellos acomodarse a ese estilo de vida. De todos modos, lo logran. A su manera desordenada y caótica, Gustavo se ocupa de ellos y se nota el enorme amor que les tiene a los tres. Igualmente le resulta imposible dejarlos en horario en la escuela, que no se le mezclen cuestiones de su vida personal (amantes, fiestas, bardo) o tener un departamente propio (parece vivir siempre de prestado). En una película plagada de música (fundamentalmente de la banda Sorry, integrada por el propio Javier, el también fallecido Pablo Fisherman, Paola Pelzmajer y Sebastián Orgambide, pero también con canciones de Los Violadores, Flema y Charly García) y en la que se habla mucho también del tema y se compone “en vivo”, LAS BUENAS INTENCIONES pega un giro dramático cuando la madre de los niños (Jazmín Stuart) toma la decisión de irse a vivir a Paraguay con su nueva pareja (Juan Minujin, haciendo casi un cameo en una película en la que cede el lucimiento a sus hijas), llevándose a los niños con ellos. Para Amanda la noticia es un golpe duro. Pero es tanto su cariño e identificación con su padre que decide quedarse en Buenos Aires a vivir con él. Lo cual, convengamos, no será nada sencillo tampoco. Para ninguno de los dos. García Blaya mezcla permanentemente películas caseras en VHS (muchas con los actores pero otras reales, mezcladas) dentro del flujo del relato. Las vivencias de los chicos con el padre –en la disquería, yendo a ver a River, en eventos escolares, en las fiestas con amigos a las que él los lleva– son el centro y el corazón del relato, lo que establece el tono humano y realista del film. Cualquiera que haya atravesado esas épocas en Buenos Aires se sentirá fuertemente identificado –o hasta mirará con cierta nostalgia– esa época de escuchar música en casetes TDK grabados y comprados en disquerías de importados, de esperar a ver goles en Fútbol de Primera los domingos a la noche en televisión y de turismo guitarrero en playas de Uruguay. La película refleja a la perfección esa época, más allá que uno la haya vivido como niño, adolescente o adulto. El gran mérito de García Blaya es el de mantener siempre el tono amable y juguetón del relato, en especial en todo lo ligado al creativo caos de su padre (son muy buenas en general las escenas entre Drolas y Arzeno, y los niños son notables) y a la manera generosa de sus hijos de adaptarse a eso. Salvo en algunos momentos en los que los padres deben lidiar con sus propios problemas, LAS BUENAS INTENCIONES maneja las potenciales situaciones dramáticas con liviandad, compasión y una enorme humanidad. Como la remera de Guns N’ Roses que Manu recibe con alegría o ese Album Blanco de los Beatles que seguramente le cambiará la vida musical a la pequeña Amanda, la película de García Blaya abre el baúl de los recuerdos familiares, los comparte y los vuelve universales. Ese es su pequeño, aunque para nada menor, regalo a los espectadores.
La primera película argentina en la competencia internacional es un potente drama centrado en una mujer que comete un error en su trabajo y debe afrontar las consecuencias. Sofía Gala Castiglione se luce en otro muy sólido film del director de “Los globos”. La opera prima del actor devenido director, LOS GLOBOS, fue una de las grandes sorpresas del 2017, una sólida película acerca de la relación entre un padre y su hijo contada con potencia y destreza cinematográfica. En su segunda película, González vuelve a trabajar a partir de un similar sistema narrativo, armado a partir de una narración seca, veloz y rigurosa que hace recordar otra vez a los primeros y más ásperos films de los hermanos Dardenne. Como las de los belgas, las de González son películas sobre el universo del trabajo en las que el hacer cotidiano es parte integral de la propuesta y en las que el mundo se construye siempre alrededor de ese hecho. En este caso la protagonista es una chica, Luisa (encarnada por Sofía Gala, que vuelve a lucirse aquí en una película que maneja un registro similar al de ALANIS), que trabaja como niñera cuidando a Felipe, un chico pequeño, en un departamento. Una breve distracción telefónica suya termina con el niño teniendo una emergencia médica y con Luisa despedida furtivamente de su empleo. Este breve film de poco más de 70 minutos se centra en las consecuencias que para Luisa tiene ese hecho, que la lleva no solo a vivir con preocupación lo que pudo haber pasado con el pequeño ya que no le permiten tener contacto con él, sino a entrar en una crisis personal que pone en riesgo su noviazgo con Miguel (con quien trabaja en una pequeña fábrica de objetos decorativos) y su estabilidad emocional. En esa cadena de angustias, Luisa empieza a perder de a poco su compostura y el mundo a su alrededor parece derrumbarse. Gala se pone la película casi literalmente al hombro y es ella la que lleva adelante el nervioso relato, cuya anécdota quizás sea mínima pero que acarrea una serie de complicaciones tanto éticas como emocionales. Entre los temas que trabaja EL CUIDADO DE LOS OTROS (cuyo título, desde ya, es bastante elocuente) está no solo la responsabilidad sino la culpa, la conciencia (o no) de clase, la empatía y la solidaridad. O la falta de ella. En algún punto es, como LOS GLOBOS, una película sobre la compleja relación entre adultos y niños, en la que la responsabilidad por el bienestar de los pequeños es algo que se vuelve imperativo pero de todos modos complicado de manejar. La actuación contundente de Gala Castiglione será seguramente lo más recordado del film –y con justicia–, pero EL CUIDADO DE LOS OTROS es también una muy sólida y potente película en su minimalista pero intensa construcción narrativa. Gracias a una puesta en escena casi de documental y un montaje preciso y por momentos feroz, González vuelve a demostrar que maneja con mucha solvencia las armas propias y específicas del cine.
La nueva película del realizador de “Buenos muchachos” retoma los temas de muchas de sus historias sobre hombres violentos desde una perspectiva madura para preguntarse: “¿Valió la pena?”. Crítica publicada originalmente en La Agenda de Buenos Aires. Qué hace que una vida merezca ser vivida? ¿Lo que hiciste? ¿Tu trabajo? ¿Tu familia? ¿Tus amigos? ¿Haber sostenido tus convicciones? ¿Haber cumplido siempre con tus obligaciones? Cuando Frank Sheeran, sentado en un geriátrico, en el plano que abre “El irlandés” –y que resume los temas de la película en función de su relación con un muy similar y famoso plano secuencia que se ve en “Buenos muchachos”–, empieza a contar la historia de su vida, sabemos que la secuencia lógica de los acontecimientos estará invertida, dada vuelta. No hay nada de glamoroso ni de exótico en ese recorrido, por más que la cámara se meta por los pasillos del lugar a toda velocidad. No se encuentra con un gangster en su apogeo pop dejando propinas al paso y siendo saludado con reverencias mientras se lo ubica al frente del salón, sino con uno anciano, que está solo y a poco de dejar el mundo de los vivos. Un mundo que, acaso sin saberlo, dejó varias décadas antes, en medio de la Segunda Guerra Mundial. Desde su vejez Frank cuenta su historia, que abarca cinco décadas y que en un momento encuentra, gracias a un rápido flashback a un hecho específico de esa guerra, no un trauma original que explique el resto de su vida (Frank no es, al menos de manera consciente o fácilmente reconocible, una persona con miedo o algún tipo de stress post traumático), pero sí un cruento punto de partida para una vida marcada por una falta de sensibilidad sorprendente a la hora de cometer violentos asesinatos y acechar brutales golpizas. “Es que no conocía a sus familias”, le dirá más adelante a un cura que intenta sin suerte que Frank se arrepienta de muchas de las cosas que hizo. “Salvo a una”, agregará. Y ahí dejará escapar, casi como pidiendo permiso, algún tipo de remordimiento. Pero tan solo por esa familia. Y por lo que él siente que, acaso, fue su única traición. “El irlandés” es la historia de un hombre que ha vivido su vida en función de una idea regidora: “Si cumples órdenes, tendrás tu recompensa”. Eso puede funcionar en la guerra, en la mafia y aún en su paso por la vida sindical, pero no es una garantía de nada. La vida, al final, no te recompensa por haber seguido órdenes. Podrás haber ganado muchas batallas pero lo más probable es que vayas a terminar perdiendo la guerra. En el caso de Frank, un cartel puesto en un momento doloroso, un llamado telefónico angustiante, una mirada inquisidora. Todo eso suma para entender la soledad de un hombre que, al llegar al final de su vida, descubre que la supuesta recompensa es un bien tramposo y perecedero. Que fascina, atrae y se puede convertir en adicción, pero que es un golpe de adrenalina que, más que dar, quita, distancia, aleja. Frank Sheeran sería un secundario de una película de mafiosos clásica (un Tessio o un Clemenza de “El Padrino”, por ejemplo). De hecho, ni siquiera es italiano. Es un camionero de Pennsylvania que de a poco empieza a llamar la atención de los capos de su estado al cometer algunos robos en la ruta. Gracias a ese “talento”, conoce a Russell Bufalino (un impecable, conmovedor trabajo de Joe Pesci) y a otros jefes de la zona (como Harvey Keitel, en un rol llamativamente pequeño para el más histórico de los históricos de Scorsese), quienes lo empiezan a llamar para más y más trabajos, subiendo en cada caso la apuesta en cuanto a la violencia que debe ejercer. Y cuando a Frank le toca despachar a gente con un par de secos tiros, no tiene ningún problema en hacerlo. Es un soldado eficiente y brutal, de esos que parecen no tomar jamás conciencia de lo que hace. Ni cargar con culpas. La primera parte del film se centrará en su formación como matón en las filas de Russell. “Escuché que pintas casas”, le dicen usando esa frase –que es el nombre del libro en el que el film se basa y que funciona aquí como suerte de subtítulo– como metáfora de su capacidad para manchar las paredes con la sangre de sus víctimas. Sheeran hasta parece orgulloso de serlo. Sus “éxitos” en la mafia lo llevan a crecer en poder y en su amistad con Russell. Y es así que cuando el capo le propone trabajar haciendo algo similar para el mítico líder del poderoso gremio de camioneros, Jimmy Hoffa, Sheeran se alejará un poco de la mafia y se pondrá a las órdenes –y luego se hará amigo– de este sindicalista fervoroso e idolatrado que a los argentinos seguramente nos hará recordar a un tal Juan Domingo Perón. Y no solo por su aspecto. Es Al Pacino el encargado de poner cara, voz y cuerpo a este hombre, una suerte de celebridad de la política de entonces, a quien Sheeran compara con Elvis y con los Beatles. Y cada intervención suya es un momento armado para que el actor de “Scarface” se luzca en el que es –créase o no– su primer trabajo para Scorsese. Y si bien lo hace de modo un poco excesivo y grandilocuente (es Pacino en su salsa, puro jazz interpretativo), los archivos de video de Hoffa transmiten una sensación similar de un hombre locuaz, cegado por el poder y el narcisismo. Hoffa es expansivo y Sheeran, todo lo contrario. Es más bien silencioso y parco. Un ejecutor, un hombre al servicio de otros, un eficiente empleado. Pero a la vez un tipo que puede organizar la quema de una flotilla de taxis como si nada o matar a sangre fría a varios rivales y hacer bromas acerca de las armas acumuladas, gracias a estas ejecuciones, abajo de un puente. “Se podría armar al ejército de un país pequeño con lo que hay allí”, dirá. NOTA: Para los que no la vieron y son hipersensibles al tema “Spoilers” acá puede haber algunos. La película podría dividirse en cuatro actos. O tres y una coda, encadenados los tres primeros a partir de un aparentemente inocuo viaje que Russell, Frank y sus respectivas esposas hacen desde Filadelfia a una boda en Detroit. El primer acto se centrará en la relación entre ellos dos y en el crecimiento de Frank en el oficio. El segundo, en la aparición de Hoffa y, con él, toda una saga que enreda, indirectamente, al propio Sheeran en los acontecimientos políticos más importantes de la época, desde la invasión de Bahía de Cochinos en Cuba hasta los asesinatos de John y Robert Kennedy. En esta etapa Scorsese se dedica especialmente a mostrar cómo se forja la amistad de Frank con el líder sindical (hay tres o cuatro diálogos entre De Niro y Pacino que son para memorizar por lo brillantes) y, a la vez, a dar a entender una posible rivalidad entre sus dos “mentores”. La que juega un papel silencioso pero importante allí es Peggy, una de las hijas de Frank, que no mira con buenos ojos el trabajo de su padre (a quien vio hacer de las suyas en vivo) y que se siente más a gusto con el más típicamente cariñoso Hoffa que con el “tío Russell” y su propio padre. En el tercer acto el tono y el tempo empiezan a cambiar. Allí la relación entre la mafia y Hoffa se complica. Con el hombre empiezan a tener diferencias durante el gobierno de JFK y el conflicto luego crece a partir de la competencia interna que tiene el sindicalista en su propio territorio, competencia que dará para varias de las mejores escenas de la película, muchas jugadas entre Pacino y Stephen Graham, que encarna a Tony Pro (“¿Otro Tony? ¿Todos ustedes se llaman Tony?”, dice el quisquilloso Hoffa, que no es italiano, sobre los mafiosos), otro líder de los camioneros mejor conectado con los capos. La lealtad de Frank empieza a ponerse en riesgo cuando Russell le da a entender que si Hoffa no se baja de la carrera sindical por sí mismo, habrá que bajarlo. “It is what it is”, le dice. Y todos entendemos a qué se refiere con eso. A esta altura, Scorsese se escapa de su propio y aceitado sistema de acumulación de crímenes, de descripción del funcionamiento de un corrupto sistema de economías paralelas (los fondos de pensión sindicales como sostén económico de los emprendimientos mafiosos como Las Vegas o… Cuba) y de juegos de poder dentro de ambas organizaciones para enfocarse directamente en el conflicto interno de Frank. El viaje que el hombre hace con Russell toma un desvío y ese desvío es el de la película, que allí empieza a tomar las características de un noir francés, con Sheeran casi como un criminal al estilo Melville o Becker (la música de su “Grisbi”, tan similar a la de Nino Rota para “El Padrino”, es importante leit motiv de la película): un hombre con una peligrosa misión pero, por primera vez, con un conflicto ético, algo con lo que va a tener que lidiar en su vejez, que ocupa la larga coda y que es la que da verdadero sentido y grandeza a esta extraordinaria película. En el cine de Scorsese sobre el crimen organizado (y en otros de sus films también), los protagonistas solían traicionar o delatar a los suyos para luego terminar solos, en trabajos y vidas banales, añorando los momentos “de gloria” de sus años como criminales. En este caso es distinto. Y eso es lo que diferencia a “El irlandés” de las otras, la que hace que no solo sea un “Grandes Éxitos” del estilo y los modos del realizador de “Taxi Driver”. Si bien en la primera hora y pico, por el tono y el ritmo, uno podría pensar que lo es, lo que Scorsese hace aquí es recoger el guante de las otras y agregarle un aura, si se quiere, entre trágica y desoladora. Frank, como vemos al principio, ha sobrevivido a todo y a todos. Y, en la vejez, se da cuenta que la “recompensa” en cuestión acaso no era tan importante. Ha perdido lazos fundamentales en su vida, se ha quedado solo y ni siquiera sabemos si lo que dice recordar es verdadero o no. Acaso sea solo un fabulador que inventa su propia leyenda antes del final para adjudicarse un peso en la historia, uno que quizás nunca tuvo en la realidad. Pero no olviden que esta es una película de Scorsese por lo que no encontrarán un cambio brusco de Sheeran que apunte a la emoción del espectador. El tipo sigue siendo, al menos para afuera, él mismo de siempre: no hay arrepentimiento, no hay un súbito descubrimiento de la religión ni demasiada auto-reflexión. “No tienes que arrepentirte de verdad –le dice el cura en cuestión, cuando parece quedarle poco tiempo de vida–, pero al menos puedes decirlo”. Si lo hace o no de verdad, no lo sabremos. Sheeran, con su rostro más añoso pero igualmente impertérrito (la actuación de De Niro acaso sea menos llamativa que las de sus colegas, pero es poderosísima desde la contención) no nos deja casi nunca penetrar detrás de los extraños ojos azules de “el irlandés”. No nos termina por decir qué es lo que siente él acerca de la complicada aventura que fue su vida. Es Scorsese –y el notable guionista Steven Zaillian–, los que nos dejan a nosotros la tarea de entender si valió o no la pena, si “seguir órdenes” tuvo o no su recompensa, si la cercanía con la muerte pone o no las cosas en perspectiva. En paralelo, la película del director de “Toro salvaje” –otro film donde la idea de un triste y solitario final es explorada– puede ser vista como una suerte de despedida grupal y, quizás, hasta una experiencia autorreflexiva por parte del propio Scorsese y de su gente respecto a su propia obra, a su trabajo en conjunto. El hecho de que se los vea “des-envejecidos” (mediante una técnica que parece rara al principio pero luego se incorpora naturalmente) transforma por momentos a “El irlandés” en una película de espectros y es también una manera de permitirse y permitirnos hacer un recorrido por las carreras de todos esos actores a lo largo de las últimas cinco décadas. Así como Sheeran, los propios De Niro, Pesci, Pacino y hasta el mismo Scorsese están llegando a una edad en la que el pasado tendrá más peso en su biografía que el futuro. Y ese mirar atrás, ese reflexionar sobre lo que se hizo y se dejó de hacer, sobre las oportunidades perdidas y las buenas decisiones, es seguramente también el motivo que los llevó a reunirse y hacer esta película elegíaca, que también funciona como una especie de álbum familiar. “El irlandés” se ve como el fin de una era –la de hombres rudos y oscuros, antihéroes violentos que forjaron a los tiros una complicada nación– y, a partir de su cierre crepuscular, como el legado que una generación que supo hacer gran parte del mejor cine norteamericano le pasa a las siguientes. (“El irlandés” está en salas desde el jueves 21. Desde el 27, estará disponible en Netflix)
La nueva película de la realizadora de “Herencia” se centra en la tensa reunión de fin de año en una casa de campo de una problemática familia. Con Erica Rivas, Luis Ziembrowski, Ornella D’Elía, Rafael Federman, Daniel Hendler, Valeria Lois y Marilú Marini. La escena inicial de LOS SONAMBULOS –un largo plano secuencia– es misteriosa, casi espeluznante. Una mujer se levanta en medio de la noche y recorre su casa vacía. El agua del baño corre y hay ropa tirada en el piso pero no vemos a nadie. En penumbras la mujer sigue circulando y buscando a alguien que no está allí. Hasta que se topa con la puerta abierta de la casa y una joven mujer, desnuda y sangrando, parada frente al ascensor. El tono es ominoso y bordea el clima de película de terror. Pronto sabremos que el problema de Ana (Ornella D’Elía), la hija adolescente de Luisa (Erica Rivas), es que es sonámbula y que la sangre en cuestión es simplemente menstrual, pero la explicación no alcanza a quitarle el espectador la sensación de que algo oscuro, tenebroso, está inscripto en esta historia. Es que pocos minutos después, LOS SONAMBULOS entra en otro espacio y otro tono. Luisa, Ana y su marido Emilio (Luis Ziembrowski) viajan en coche hacia el campo, a pasar fin de año con el resto de la familia. Allá los espera la abuela paterna Meme (Marilú Marini) y los hermanos de Emilio, Sergio (Daniel Hendler) e Inés (Valeria Lois), el primero con dos niños y la segunda con un bebé, ambos sin pareja a la vista. Pese a la amabilidad del reencuentro pronto se empiezan a notar las grietas familiares. Luisa, especialmente, se siente marginada por Meme, quien parece juzgar a todos con su mirada. Eso se exacerba cuando llega Alejo (Rafael Federman), el hijo mayor de Sergio que hace mucho que no ve a la familia, y a nuestro trío protagónico lo mandan a un cuarto más viejo y alejado del casco central. Las cosas tampoco están del todo bien entre ellos. Ana está todo el día con su celular y le presta muy poca atención a su madre. Y Luisa, por su parte, vive siempre al borde de la pelea con el demandante Emilio. Los conflictos generales aparecen en la primera comida cuando se confirma lo temido por Emilio: Meme quiere vender el campo. El no quiere saber nada pero parece ser el único que se resiste, lo cual empieza a tensar los hilos familiares. Y, por otro lado, Alejo empieza un raro juego de seducción tanto con su prima Ana como con su tía Luisa, aprovechando casi instintivamente la fragilidad aparente de ambas mujeres que se sienten un poco oprimidas y marginadas en ese mundo. LOS SONAMBULOS va preparando de a poco una receta que se adivina explosiva. La molestia da paso a la irritación, la irritación a la pelea y no pasará mucho tiempo para que empiecen a circular acusaciones (hay líos ligados también al trabajo) y gritos. Luisa sobreprotege a Ana y su hija se pone celosa cuando ve que el seductor primo hace un viaje al pueblo con su madre. Cuando, la segunda noche, el alcohol empiece a circular copiosamente las discusiones por la venta de la propiedad serán secundarias al infierno familiar que se adivina. Hernández presenta un cuadro familiar extendido y un escenario (una casa campestre rodeada de una zona boscosa, piscina, río) y hábitos (conversaciones familiares, alcohol, tensiones subterráneas) que recuerdan, inevitablemente, al universo de Lucrecia Martel, en especial a LA CIENAGA. Y si bien la película difiere mucho en su propuesta estética y en su más clásicamente organizado relato, es una referencia insoslayable a la hora de mirar las acciones que se desarrollan. LOS SONAMBULOS explora un universo de deseos, frustraciones, cuentas pendientes, celos y broncas familiares que afloran ante una presencia que se adivina casi diabólica de parte de Alejo. No en un sentido literal, claro, pero si esa familia es de por sí complicada el chico viene a ser una suerte de ángel del mal dispuesto a sacar todo eso a la luz. LOS SONAMBULOS hace referencia a la afección que sufre Ana pero también otros miembros de esa familia aunque, metafóricamente, el título intente hablar un poco de la manera en la que muchos miembros de ese grupo se conducen por la vida. Madre e hija –los puntos de vista que utiliza Hernández, casi a modo de espejo– parecen atrapadas en un círculo de microagresiones y violencia sutil que se manifiesta en pequeños detalles que acaso no lo sean tanto. En la costumbre de Meme de recortar de las fotos a las personas con las que se lleva mal, en las historias del pasado del abuelo Lacho, en las disputas entre los hermanos por el control de la editorial familiar y de la casona. Luisa y Ana lo observan pero prefieren hundir la cabeza (en el alcohol o en el teléfono) y tolerarlo todo al punto de terminar enfrentándose entre ellas, las más obvias víctimas de esos manejos, si se quiere, patriarcales. Visualmente elegante y con un clima que va creciendo en inquietud, actuada a la perfección por un elenco sin casi fisuras (la joven D’Elía es una revelación), LOS SONAMBULOS tiene un desenlace un tanto brutal que puede ser un poco difícil de digerir, más allá de que es totalmente consecuente con el desarrollo de la historia. Es allí donde la película abandona la sutileza y va directo por el golpe al estómago. La sensación es desagradable pero el impacto es furibundo. Allí la película retoma la oscuridad y negrura del comienzo y torna a este drama familiar en un relato de terror, de esos en los que solo sobreviven los que se escapan a tiempo.
Esta potente y rigurosa película centrada en la investigación del Senado norteamericano respecto a las torturas cometidas por la CIA tras el atentado a las Torres Gemelas tiene como gran protagonista a Adam Driver, acompañado por Annette Bening y Jon Hamm, entre otros. Un posible título para esta crítica –aquí las críticas ya no llevan título me temo, pero igual– podría ser: “El alumno superó al maestro”. O, más bien, “el guionista que se superó a sí mismo”. En el mismo año se estrenaron, con pocos meses de diferencia, dos películas escritas por Scott Z. Burns, ambas con destino norteamericano de servicio de streaming: LA LAVANDERIA, dirigida por Steven Soderbergh (Netflix) y REPORTE CLASIFICADO, que en los Estados Unidos va por Amazon y que Burns dirigió sobre guion propio. Lo curioso es que son dos películas de investigación sobre temas políticos recientes y relevantes, pero ambas son muy distintas en tono y ejecución. Allí donde el film sobre los Panamá Papers era una suerte de sátira que apuntaba a la burla y a la parodia para criticar ese escándalo económico, aquí Burns va por un camino muy diferente: clásico, ortodoxo y mucho más efectivo. El tema “candente” de REPORTE CLASIFICADO son las torturas a las que los militares y la CIA sometieron a sospechosos de terrorismo luego del atentado a las Torres Gemelas. El film, que se narra en dos tiempos, sigue la investigación que un joven Daniel Jones (Adam Driver, que actúa al parecer en 20 películas por año) hace acerca del tema para el Comité de Inteligencia del Senado, internándose durante lo que terminan siendo años en una oscura oficina ubicada en un subsuelo de la CIA revisando memos, papeles y otros materiales para determinar responsabilidades de los horrores cometidos durante el Programa de Detención e Interrogatorio de esa agencia. En paralelo, la película va haciendo flashbacks a los hechos que tuvieron lugar en los días, meses y años inmediatamente posteriores al 9/11 mostrando cómo se fue implementando ese programa de torturas y cómo luego se fue negando y escondiendo del conocimiento, no ya del público, sino de los propios políticos estadounidenses. La película, que será apreciada más por los que conozcan y se interesen mucho en el tema, es muy precisa y específica (casi demasiado, como si el cine tuviera la misma obligación de ser 100% idéntico a los hechos y hasta los diálogos) pero con momentos verdaderamente apasionantes. No hay ni grandes persecuciones ni amenazas, y si se la compara con los clásicos del género de los años ’70 como TODOS LOS HOMBRES DEL PRESIDENTE (acaso el gran modelo) es seca y dura como una larga nota de investigación de la edición de domingo de un diario. Pero lo que se juega es –en estos momentos políticos– realmente clave y tiene que ver con las responsabilidades de los gobiernos que cometen actos ilegales. A lo largo de la investigación de Jones surgirán varios ejes narrativos ligados a distintos delitos cometidos en nombre de la Seguridad Nacional. Y así, mientras la mayoría de sus jefes y colegas, por distintos motivos, abandona el barco con el correr de los años, el hombre se pasa más de seis investigando para finalmente toparse con problemas de índole de conveniencia política: aún teniendo razón y habiendo descubierto terribles verdades, ¿es políticamente conveniente hacerlas públicas? ¿No se pondrá en riesgo a personas aún activas en investigaciones? Esa es una de las grandes preguntas de una película que plantea otras igualmente interesantes, ligadas a los métodos de investigación de Jones (no todos completamente correctos en términos legales) y a la propia lógica de los actos de tortura. Es que la CIA no niega que existieron los interrogatorios ilegales sino que dice –como parecía indicar también la película ZERO DARK THIRTY, de Kathryn Bigelow, que aparece aquí como parte de la trama– que sirvieron, que cumplieron su cometido y que eso los vuelve justificables. Jones asegura que no sirvieron y está dispuesto a probarlo. La película puede ser algo gris y ardua de seguir pero los temas son tan apasionantes –y el elenco por lo general excelente, incluyendo a Annette Benning, Jon Hamm, Corey Stoll, Michael C. Hall y Matthew Rhys, la mayoría de ellos de fama ligada a muy buenas series televisivas, incluyendo al propio Driver– que se sigue con mucho interés. De hecho, cuando Burns intenta volverse más clásicamente “cinematográfico”, como en la recreación de algunas escenas de tortura, la película bordea la innecesaria crueldad. En su primer trabajo grande como director, Burns puede no tener tan en claro el manejo de los recursos cinematográficos como sí los tiene en el terreno del guion (el hombre escribió un episodio de la saga BOURNE y varios films de Soderbergh, generalmente relacionados con investigaciones, como CONTAGIO y EFECTOS COLATERALES, así como las más paródicas y menos efectivas EL DESINFORMANTE y LA LAVANDERIA), pero sí tiene la convicción de estar entregando una película seria, intrigante, por momentos poderosa e indudablemente relevante, especialmente al estrenarse en medio del impeachment del presidente de los Estados Unidos por temas también ligados a la ética de las relaciones internacionales. ¿Casualidad? No lo creo.