Anexo de crítica: Para ser sinceros de no estar detrás de las cámaras un director de tanta categoría como Clint Eastwood -que extrae oro del barro con su sabiduría cinematográfíca- este drama de tintes sobrenaturales sería una película del montón totalmente descartable. No obstante, desde la secuencia inicial (la impactante devastación que provoca un tsunami) Eastwood logra imprimirle su sello clásico a esta historia tripartita que se anuda en el final algo convencionalmente. El guión de Peter Morgan es muy básico y si bien en general le falta vuelo también es cierto que el talento de Clint logra sacarle lustre al texto trabajando conjuntamente con sus brillantes actores. Más allá del notable elenco protagónico resulta muy gratificante ver a la coloradita Bryce Dallas Howard en un breve rol como un posible interés romántico para el psíquico renuente que encarna Matt Damon. Los primeros planos que le dedica el viejo Clint en una escena clave son tan ejemplares como la sensibilidad y la convicción manifestada por la bella hija de Ron Howard. Más allá de la vida no es una obra genial pero sí sólida y atendible: merece verse…
Anexo de crítica: El cambio de director no parece haber favorecido el nivel de esta tercera entrega de la saga iniciada con La familia de mi novia en 2000 y continuada por Los Fockers: la familia de mi esposo en 2004. Más allá del ingreso de Paul Weitz en lugar de Jay Roach hay aquí un problema de agotamiento de ideas que le impide a la comedia igualar el efecto causado por las dos películas anteriores. De Niro ya cansa con su gesto adusto, Stiller se repite histéricamente una vez más, Jessica Alba luce descontrolada en su papel de chica tonta y sexy, Barbra Streisand le aporta algo de dignidad a su rol y Dustin Hoffman actúa (muy mal) en apenas dos escenas por el pancho y la coca. Ah, el cameo de Harvey Keitel es de lo más patético que hemos visto en mucho tiempo. Sólo algunos gags aislados la salvan del desastre. Y roguemos que sea la última… aunque el final indique más bien lo contrario…
Anexo de crítica: Contaminator fue el "inventivo" título nacional con el que se estrenó directamente para VHS la película The Crazies de George A. Romero. Fiel a la manera de pensar de su realizador la historia recapitulaba sobre los temas y obsesiones habituales en el creador de Creepshow pero sin ningún ácierto estético o narrativo digno de mención. Discursiva, sobredialogada y morosa, la cosa apestaba a más no poder desde el vamos (y no solamente por la presencia de sus cuasi zombies). La remake de Breck Eisner apuesta a corregir todos los defectos que el mínimo presupuesto disponible en el original enfatizaran sobremanera: hay aquí corrección y esmero en todos los rubros técnicos (fotografía, F/X, montaje) pero (y siempre existe un pero...) la abundancia de relatos de similar tenor rodados en los últimos años la perjudican sin remedio. No es un mal filme sino uno que ya viste mil veces antes. La sensación generada se puede sintetizar en una frase: -Mozo, hay un zombie en mi sopa!!!...
Nos habíamos desencontrado tanto... Todo cine de género “fatto in casa” tiene en un principio el encanto inocultable de lo autóctono pero, a veces, ese plus tiende a desvanecerse gradualmente al quedar en evidencia el desconocimiento del tema o la simple impericia para entregar un producto decoroso por parte de sus creadores. Esta idea puede conectarse con otro aserto repetido hasta el hartazgo aquí y allá pero que pese a ello no deja de ser una gran verdad: en el cine argentino sobran directores y faltan buenos guionistas. Algunas escuelas de cine implantaron a claquetazos el erróneo postulado de que un cineasta debe escribir su propio material si pretende alcanzar el estatus de autor. Como si se persiguiera a ultranza aquel viejo romanticismo surgido de la nouvelle vague en una época irrepetible y con talentos también irrepetibles. Está más que claro que un director debe entender de guión para hacer su trabajo. De ahí a reunir las condiciones para desempeñarse como un escritor profesional parece un tanto extremo… Fred Zinneman -el realizador austríaco que triunfó en Hollywood con obras como A la hora señalada, De aquí a la eternidad o Julia- era partidario de una máxima que comparto en un 100%: “Los tres elementos más importantes de un filme son el guión, el guión y el guión”. Con esta introducción se imaginará el lector cuál es el principal problema de Amor en tránsito, la fallida ópera prima del joven Lucas Blanco. En más de una oportunidad he lamentado no poder defender con mayor asiduidad un cine argentino con el que me identifico, aquel que procura captar su target con lícitos filmes de género. Para darle ese marco de “legalidad” es esencial que aún dentro de los lógicos márgenes que conforman a un producto comercial exista una búsqueda narrativa, conceptual o estética (¿y por qué no las tres juntas?) que lo despegue de tantos otros similares confiriéndole un carácter único, personal, diferente… Hablo de un cine comercial de calidad, lejos de esos subproductos bastardeados por anti-autores como Rodolfo Ledo que, por lo general, se aprovechan de la popularidad de algunas figuras televisivas para atraer público en masa a las salas. No es Pol-Ka precisamente adonde apuntamos –después de todo Adrián Suar siempre se queda a mitad de camino de lo que esperamos de él- sino más bien a las huestes de Damián Szifrón (Los simuladores en tevé; El fondo del mar y Tiempo de valientes, como fundamentales paradigmas cinematográficos) o a lo sumo algún Pablo Trapero tardío (Leonera puede ser visto como un exploitation carcelario con ínfulas artísticas y Carancho sin dudas califica como otro adecuado modelo de lo que pretendemos). Cualquiera de ellos está capacitado para entregar una película equilibrada en la que arte e industria confluyen armónicamente. Para empezar a ir al grano podría decirse sin exagerar que Amor en tránsito está bastante bien dirigida pero bastante mal escrita. El resultado de esta fricción es que como comedia romántica en su conjunto no funciona. Se advierten pequeños momentos o microescenas con algún que otro detalle rescatable (tanto desde la puesta en escena, como desde lo actoral) pero la suma de las partes está lejos de ser convincente dejando en uno una sensación ambivalente pero invariablemente más amarga que dulce. La línea argumental involucra a dos parejas con el clásico cruce amoroso de encuentros y desencuentros. Algunas intersecciones entre los personajes de Micaela (Verónica Pelaccini), Juan (Damián Canduci), Mercedes (Sabrina Garciarena) y Ariel (Lucas Crespi) no terminan de ser explotadas con sorpresa e imaginación por los libretistas (el mismo Lucas Blanco y Roberto Montini; ambos, además, productores responsables del proyecto). Los juegos temporales que pretenden sofisticar una historia coral per se por demás previsible y directa, simplemente no cuajan generando más confusión que impacto. Se percibe el esfuerzo de actores y equipo pero, aunque duela reconocerlo, la película en ciertas escenas bordea el amateurismo. Esta sensación es potenciada por un elenco demasiado desparejo en el que la increíblemente fotogénica Verónica Pelaccini es el punto más alto seguida por un Lucas Crespi con un look desaliñado a lo Nico Cabré; en cuanto a Sabrina Garciarena no da señales de mucho compromiso aunque la culpa no es sólo suya; por último, el eslabón más débil: Damián Canduci físicamente quizás dé la talla como galán (no se le puede negar cierta presencia) pero el rol protagónico que le tocó en suerte deja a la vista de propios y extraños sus limitaciones como actor (al menos en esta oportunidad). Para cerrar la nota nada mejor que una frase que dejó caer al pasar Nicolás Goldbart -el montajista, guionista y director de la muy festejada Fase 7- durante una charla con los espectadores luego de proyectar su película en el reciente 25º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Más o menos Goldbart dijo que “Fase 7 surge de mi necesidad de generar un proyecto propio; es muy poco probable que alguien me convoque para dirigir un material ajeno: de ahí mi inquietud por plasmar esta idea y llevarla a la pantalla grande”. Honestidad brutal. Ni Goldbart ni Blanco habían escrito y/o dirigido un largometraje hasta entonces. La diferencia es que a uno le salió algo realmente original e interesante y al otro no. Más allá de lo meramente subjetivo es justo mencionar que Amor en tránsito se presentó en Mar del Plata en la Competencia Latinoamericana obteniendo el primer premio ex aequo con el film peruano Octubre, de Daniel y Diego Vega. Respetuosa moraleja: formemos más guionistas y menos directores. ¡Los necesitamos!
George Clooney sigue alternando películas comerciales con otras “con inquietudes” como esta El ocaso de un asesino que intenta –infructuosamente- desarrollar el perfil psicológico de un personaje retraído y con menos onda que Ricardo Fort (y esto no es poca cosa, señores…). La historia es básica hasta decir basta, la intriga directamente no existe y los tiempos muertos escogidos por el director Anton Corbijn para la narración, más que a la reflexión incitan al aburrimiento. Se entiende la intención pero una cosa es el guión de La conversación de Francis Ford Coppola (un título que me vino a la mente varias veces durante la proyección aunque también me vino a la cabeza un sanguche de milanesa, entre otras cosas…) y otra muy diferente el de esta obvia adaptación fílmica de una novela de Martin Booth. El final es escandalosamente patético pero no son todas pálidas: la planificación visual de Corbijn se destaca por méritos propios y también están muy bien escogidas las dos chicas que rodean al protagonista (con especial lucimiento para la exuberante y muy natural Violante Placido). En líneas generales, un filme tan irregular como fallido...
Por esas cosas insólitas que a veces tiene la distribución, la saga Resident Evil llegó a las salas locales puntualmente con la insólita excepción de la primera parte (la mejor de la tetralogía por lejos). Los avatares que rodearon a la economía post corralito imposibilitó el estreno correspondiente en el 2002: se vieron los avances de la película en los cortos publicitarios y se exhibieron los afiches en los halls de los cines pero todo quedó allí… Para ser sinceros se trata de una franquicia sumamente despareja: Resident Evil – El huésped maldito (Paul W.S. Anderson, 2002) contó con el elemento sorpresa -sobre todo para los que estamos ajenos al mundillo de los videojuegos- y un impecable nivel técnico; Resident Evil 2: Apocalipsis (Alexander Witt, 2004) tocó fondo con una historia chata y mal narrada; Resident Evil 3: La extinción (Russell Mulcahy, 2007) cobró nuevos bríos con elementos “sustraídos” de la ambientación retro-futurista y apocalíptica de Mad Max y ahora la flamante Resident Evil 4: La Resurrección vuelve a dejar en tablas a la saga con un relato inconsistente, previsible, mal actuado en general y sólo tolerable para los más fanáticos defensores del subgénero zombie. La “actuación” de Wentworth Miller (el “genial” Michael Scofield de la desopilante serie Prison Break) y la presencia del subvalorado Kim Coates en un rol secundario –y siempre encasillado como villano, ¡pobre!- son motivos contrapuestos de interés para quien esto escribe. No obstante, está claro que el fuerte de esta flojita secuela de Anderson pasa por las escenas de acción y violencia –con un excesivo uso de la cámara lenta a lo Matrix- y la novedad del 3D que es razonablemente bueno. Lo demás –argumental, narrativa, y estilísticamente- no supera la rutina más elemental...
Te amo, te odio, dame más… La premisa que pone en marcha esta dignísima comedia romántica, por más improbable que parezca, no deja de ser ingeniosa y con un interesante potencial para fusionarse con la clásica formulita hollywoodense de siempre. Con la enorme cantidad de títulos acumulados en el género –sin dudas uno de los más perjudicados por la falta de autores/directores talentosos- es prácticamente imposible encontrar algún vestigio de originalidad o frescura en los mediocres exponentes que llegan a las salas de cine. Bajo el mismo techo no logra escaparse del todo de esa restricción porque si bien la idea rectora es un hallazgo, el desarrollo y el tono general del relato responde a los cánones habituales en los cuales la rutina es el común denominador. ¿Por dónde pasan, entonces, las virtudes de esta película de Grez Barlanti (el creador de las series televisivas Everwood y Eli Stone)? Fácil: la química entre Katherine Heigl y el sorprendente Josh Duhamel es tan potente como para minimizar los defectos de un guión por otra parte superior a la media. Luego de varios fiascos al hilo -27 bodas, La cruda verdad y Asesinos con estilo- resulta un alegrón que por fin la bella y carismática actriz de Ligeramente embarazada haya dado con un vehículo acorde a su capacidad. Uno que sigue su carrera desde Mi papá es un héroe (la remake de 1994 co-protagonizada por Gérard Depardieu y una Heigl adorable de apenas 15 años) sabe lo que ella puede dar y por eso le exige en consecuencia. Josh Duhamel para mi es una revelación porque sólo lo tenía visto en su rol de militar inexpresivo en la saga Transformers. La dupla se complementa a la perfección animando con excelentes recursos a los mejores amigos de un matrimonio que fallece en un accidente dejándolos como tutores de su beba Sophie. Opuestos y desavenidos en todas las facetas habidas y por haber, la conservadora Holly y el irresponsable mujeriego Messer se ven de pronto superados por las circunstancias, y compelidos por la última voluntad de la pareja fenecida a tratar de superar sus irreconciliables diferencias en aras del bien de la pequeña. Que de a poco surja una corriente de simpatía –y luego algo más- entre ellos es parte del ABC de la comedia romántica típica que Hollywood viene produciendo desde tiempos remotos. Ante esta decisión de guión quedan dos caminos por seguir: aceptarla de buen grado y disfrutar de las chispas que brotan cada vez que se cruzan estos personajes tan contrastados o, por el contrario, resentir la convención que horada el verosímil forzando una relación amorosa prácticamente irrealizable en la vida real. ¿Podría Bajo el mismo techo haberse alejado de este previsible devenir para ensayar algo diferente? Sí, seguro. Pero para eso faltan ejecutivos con cojones dispuestos a arriesgar su cabeza si las cosas no salen como es dable esperar en un producto de estas características… El mayor mérito de esta propuesta está relacionado con la minuciosa dosificación del arco de transformación de los dos personajes principales. Los cambios que operan en Holly y Messer debido a la imprevista paternidad se plasman progresivamente y sin apresuramientos. Dentro de este contexto genérico la obra se sostiene con gracia, no abusa de los momentos sentimentales (aunque tampoco los rehuye) y da en la diana cada vez que la beba aporta sus travesuras. Los secundarios no están tan cuidados pero se agradece el fenomenal desempeño de Sarah Burns como una algo excéntrica asistente social que carece de filtro para expresar con palabras lo que se le cruza por la cabeza. La participación de Josh Lucas como un médico divorciado que corteja a Holly sólo puede calificarse como funcional: su presencia responde más a una necesidad de guión –el tercero en discordia- que a otra cosa… Con varios detalles que recuerdan sin exagerar a Enamorándome de mi ex (la secuencia con la droga, el trabajo de ambas mujeres, el triángulo amoroso, el candidato profesional, etc.), Bajo el mismo techo fluye con amenidad hasta configurar un combo nada despreciable si la comparamos con otras producciones de similar tenor. Y sí, la modestia es parte de su encanto...
Homo Eroticus Súper Gay ¿Jim Carrey interpretando a un policía de pueblo chico con doble personalidad? ¿No se trata, acaso, de Irene y yo y mi otro yo, la salvaje y muy graciosa película de los hermanos Farrelly? Pues no, aunque se pueden establecer algunas similitudes o paralelismos con la obra que nos compete, intitulada I Love You Phillip Morris en su idioma original y pedestremente traducida al español por la distribuidora local como Una Pareja Despareja. De hecho, como en aquella comedia de 2000, también aquí hay dos realizadores responsables de poner en imágenes una de las historias más extremas –desde un plano sexual al menos- que haya encarado el actor canadiense de The Truman Show hasta el día de la fecha. La diferencia más notoria es que el personaje de Carrey no está escindido psicológicamente como el Charlie/Hank de Irene… pero aún así esconde un alter ego que se revela de la forma más brutal a los diez minutos de iniciada la proyección. La narración en off en primera persona del protagonista Steven Jay Russell (Carrey) –con algunos resabios de la modélica Belleza Americana por cómo se subvierten los típicos valores burgueses/familiares- conforma muy rápidamente un estilo ya asimilado por el cine independiente de los Estados Unidos, en el cual se llama a las cosas por su nombre sin condescendencia y con bastante osadía. Claro que no siempre veremos a Jim Carrey encarnando a un hombre común que experimenta una epifanía luego de sobrevivir milagrosamente a un accidente vehicular (advertencia digresiva: parece que si escuchás Dance Hall Days del dúo Wang Chung en el stereo del auto tenés pocas chances de llegar vivo a tu casa) para terminar confesando a propios y extraños su condición de gay y abrazarse sin culpas a una vida hedonista contrapuesta a los principios conservadores que la regían hasta el momento… La escena en la que se pone de manifiesto explícitamente las preferencias sexuales de Steven –una muy incómoda para el espectador desprevenido aunque el remate sea gracioso- ha provocado tal conmoción que la película sigue permaneciendo inédita en su país de origen. (Pacatos y mojigatos los hay en todas partes…). El compromiso de Carrey con este proyecto queda más que en evidencia así como la intención de sus autores-directores: la onda es ésta, señores… (Wong-Kar Wai había utilizado un recurso parecido en Happy Together). Las peripecias criminales de Steven Jay Russell fueron encadenándose sin pausas a partir de su nueva etapa pro orgullo gay. Mantener los lujos y el confort de una existencia a todo trapo no es posible con un sueldito de empleado por lo que nuestro anti-héroe descubre que con pequeñas estafas los ingresos están asegurados. Primero para darle los gustos a su pareja Jimmy (breve aparición del brasileño Rodrigo Santoro) en una soleada Miami y, tras ser descubierto y encarcelado, para brindarle lo mismo al Phillip Morris del título (extraordinaria actuación del por lo general subvalorado Ewan McGregor) a quien conoce en prisión. La comedia de Glenn Ficarra y John Requa no es más que una actualización para los tiempos modernos de un cuento clásico en el que el marido opera por fuera de la ley para que su media naranja (ingenua, dulce y de pocas luces) no se percate de que es un delincuente (en este caso reincidente). Lo que saca a Una Pareja Despareja del más rancio lugar común es el brillante detalle de que la mujercita es esta vez un varoncito… Al subvertir el género del consorte el argumento cobra otro sentido, más anómalo y “original” si se quiere aunque las situaciones tiendan a repetirse en demasía (defecto quizás atribuible al libro de Steve McVicker en el que se basa: “I Love You Phillip Morris: A True Story of Life, Love, and Prison Breaks”). La cantidad de veces que Russell fue preso y logró escapar mediante insólitos subterfugios, brillante dialéctica y oportunos disfraces (que han dejado muy mal parado al sistema penitenciario y judicial de los Estados Unidos) para continuar con su raid de desfalcos le valió una notoriedad tan grande como para ganarse varios apodos “de guerra” (entre ellos Houdini o King Con, o sea Rey de la Estafa) y, tras su última visita a la cárcel en 1998, una ampliación a 144 años de la condena inicial. Casi al mismo nivel de Frank Abagnale Jr., aquel imberbe interpretado por Leonardo DiCaprio en la Atrápame si puedes de Spielberg… Ficarra y Requa, guionistas de esa fabulosa comedia negra que fue Un Santa no tan Santo, han sabido extraerle el máximo provecho a dos señores actores como Carrey/McGregor que forman una dupla sensacional. Si la obra no termina estando a la altura de semejantes intérpretes tiene que ver con las reiteraciones ya aludidas en una trama por demás anecdótica y, más que nada, por aquello de que “aunque el mono se vista de seda…”. Reconozco el rasgo de ingenio planteado –astuta, irreverentemente- por los autores pero a esta película ya la vimos…
Existencialismo para principiantes Cuando en la primera escena de Recuérdame asesinan a una de las chicas de Los Goonies (la ya cuarentona Martha Plimpton) me llegó el primer presentimiento funesto sobre lo que vendría. Debo decir que me quedé corto. La película está diseñada para seguir explotando -mientras les dure el filón- a una figurita de moda entre las adolescentes, como es el inglés Robert Pattinson (sí, el insufrible vampiro Edward de la saga Crepúsculo). Lo indignante de estos melodramas románticos es que no se detienen ante nada (no existen aquí mayores escrúpulos éticos ni morales en el tratamiento de algunos temas delicados), con total de dejar a la platea femenina anegada en lágrimas. Se nota –y da vergüenza ajena que se note- que el desubicadísimo final fue lo primero en ser concebido, incluso antes que la línea argumental o los mismos personajes. La palabra manipulación cobra un nuevo sentido en este caradurísimo filme dirigido por el veterano realizador televisivo Allen Coulter (Los Soprano, Damages, Sex and the City, etc.) que hace aquí su tardío debut cinematográfico. El guión de Will Fetters desarrolla su historia de amor con recursos trillados, diálogos presuntamente perspicaces, bastante existencialismo berreta (en la línea de Gente como uno) y una sobrecarga de conflictos en sus personajes principales que la tornan excesiva. El trabajo de Fetters podría servirle a un estudiante de cine que intente aprender sobre narrativa por la claridad de su trama y sub-tramas. Lo normal sería que las partes se interconecten de una manera más armónica y fluida, pero lo “normal” muta en otra cosa. Esto es lo que se denomina un guión de manual... Cada personaje de Recuérdame cuenta con su drama personal y su correspondiente arco de transformación. El combo Motivación/Acción/Meta tan bien descripto por Linda Seger en sus libros de guión está potenciado como nunca. No existe la ambigüedad, todo es blanco o negro y los estereotipos arrasan con actores de probado oficio como Pierce Brosnan, Lena Olin o el pobre Chris Cooper (Oscar por El ladrón de orquídeas en 2003). Mejor parada sale la nena Ruby Jerins (encarna a la hermana del romántico y torturado héroe) y especialmente el comic relief que aporta Tate Ellington, que espeta sus textos con tanto lucimiento que se convierte en el mejor actor del drama por lejos. Por su parte Pattinson, si bien no deslumbra, sabe qué es lo que esperan de él sus fans (no por nada es uno de los productores ejecutivos) y castiga perfil de lo lindo. Su Tyler Hawkins mezcla violencia, culpa, dolor y melancolía en dosis parejas. Se trata de un primo menos pálido de Edward, seguramente más tolerable para quienes no comulguen en la misa crepuscular. La bella australiana Emilie de Ravin (la Claire de la serie Lost) no actúa mal pero hay un error de casting flagrante en la decisión de contratar a una mujer de casi treinta años para el rol de una chica que apenas ha dejado la adolescencia. Revelar más detalles sobre la trama sería arruinarle las “sorpresas” a los interesados/as, por lo que sólo contaremos que Pattinson es el triste hijo de un millonario enemistado con Dios y el Diablo por la pérdida de un familiar muy cercano. Ally, por su parte, es una víctima más de la inseguridad que habita en las grandes urbes y está tan dañada como él. Simplificando un poco: son tal para cual. La relación de ambos con sus respectivos progenitores ocupa buena parte del metraje y justifica la presencia de Brosnan (el padre workaholic y ricachón de Tyler) y Cooper (como el taciturno policía que sobreprotege a Ally). El contexto histórico es la carta escondida en la manga de un libreto tramposo, solemne y viciado de inverosimilitudes varias. Emociones prefabricadas se liberan como endorfinas en el cuerpo y el alma de cientos de ninfas cachondas que, ululantes, manifiestan su amor incondicional por un símbolo (ese pseudo Adonis británico) que, no nos engañemos, es la nada misma...
Este apenas aceptable thriller sobrenatural rodado en el 2006 podría haber sacado un mayor rédito de haberse conocido antes que La huérfana. Dado que el excelente filme del catalán Jaume Collet-Serra le saca varios puntos de ventaja en todos los rubros, sólo nos resta concluir que el único motivo de su estreno es el filón comercial propiciado por estos niñitos portadores del "síndrome Damien". Curiosidad: Bradley Cooper -el más carilindo de los actores de Qué pasó ayer?- no la pasaba tan mal en una ficción desde la sesión de tortura a su personaje de Will Tippin en la serie Alias...