Sexo, sudor y (muchas) lágrimas Es llamativo lo que sucede con El lado peligroso del deseo. Para un especialista en el exceso como Eli Roth, su nueva película -una remake de la poco conocida cinta de 1977 Death Game– se va truncando lentamente por obra y gracia de la tibieza irresoluta de su guión y una actuación poco convincente de Keanu Reeves. Al actor de Matrix el rol le exige una veta dramática que no está en su ADN. Nunca fue su fuerte y esto queda en evidencia una vez más. En algunos pasajes Reeves encuentra el tono que requiere la escena pero en muchos otros pifia por completo el registro. A mayor grado de histrionismo más se notan sus limitaciones. Y coincidamos que no es un papel de gran complejidad, cualquier intérprete de mediano oficio haría un buen trabajo. No es el caso del imperturbable e inexpresivo Keanu, una elección de casting de alto riesgo y muy difícil de entender desde un punto de vista académico. ¿De qué va la historia? Digamos que se enrola en el subgénero de “invasiones de hogar” con dos chicas que con la excusa más vieja del mundo (aducen estar perdidas y piden utilizar el teléfono) se le meten en la casa al arquitecto de clase media alta Evan (Reeves) para luego seducirlo y de a poco ir convirtiendo su vida en un auténtico infierno. El trasfondo responde a un conflicto sexista en el que las mujeres se arrojan el derecho de ejercer una crítica moral sobre ciertos hombres y operar en su contra utilizando para ello las herramientas que Dios les dio. Esa voracidad de castigo sugiere que en algún momento fueron abusadas pero también hay una segunda lectura, seguramente más inquietante, que revela un odio visceral sin explicación ni justificativo. Siendo Evan un hombre casado y con hijos, esa doble moral para Génesis (Lorenza Izzo, esposa de Eli Roth en la vida real) y Bel (la bellísima cubana Ana de Armas) merece su castigo aunque sean ellas quienes provocaron al hombre en primera instancia. Si pisás el palito con estas señoritas cubrite los gemelos porque no se van con chiquitas denotando un grado de sadismo ya practicado en otras oportunidades. Porque Evan, claramente, no es su primera víctima. Con esta clase de material el viejo Eli Roth se hubiese hecho un festín, después de todo estamos hablando del Rey del “porno horror”. Sin embargo el realizador de Hostel y Cabin Fever no elige el camino del gore para narrar su cuento moral. Prefiere quedarse en los límites difusos del thriller, uno tan previsible como poco perspicaz que elude la fórmula del gato y el ratón pero no encuentra su propio estilo. No uno interesante al menos. Y como tampoco se preocupa por darle giros inteligentes a su guión la cosa termina recayendo en el aspecto controvertido del tema. Lo que en sí no es suficiente para sostener un largometraje. No me malentiendan, Knock Knock entretiene razonablemente; las dos actrices ya mencionadas son un regalo para la vista y ni siquiera merecería ingresar en una lista de los peores filmes del año. Pero artísticamente deja mucho que desear y no convence el proceder de sus personajes puestos todos los elementos que los define en contexto.
Cuando el personaje trasciende la película La saga iniciada por el genio de James Cameron era –y es- demasiado importante como para despedirse de su público con la vergonzosa Terminator: La salvación (2009) que fuera dirigida por McG prácticamente sin guión (además de ser la única secuela en la que no intervino Arnold Schwarzenegger). Después de todo lo que se habló desde que se confirmó que se resucitaría la franquicia, cabe preguntarse si Terminator: Génesis (2015) está a la altura de tan magna creación. La respuesta, al menos la mía, es contradictoria y abierta al debate. Por un lado se siente al filme de Alan Taylor como la continuación más cercana a las dos películas firmadas por Cameron que le ha dado el visto bueno con comentarios hasta diría elogiosos. Es indudable que pertenecen al mismo universo ya que la línea argumental de la Terminator de 1984 está integrada a la historia que desarrollan los guionistas en esta nueva entrega. Como tentativa de brindarle un cariz inédito a esta mitología futurista, la idea -sin ser exactamente original- no carece de atractivos. Lo que le juega en contra son básicamente dos aspectos. Uno de ellos es la decisión de tomar algunos roles claves como el de John Connor y subvertirlo hasta límites peligrosos. El concepto de que el líder de la resistencia se convierta en el villano puede sorprender pero quizás sea demasiado extremo como para ser aceptado. El otro aspecto discutible es la cantidad de giros que sufre la trama a partir de la ventaja de viajar en el tiempo a corregir los momentos puntuales donde se tuerce el destino a favor de Skynet y las máquinas que en el futuro gobernarán el mundo con el objetivo de exterminar a los humanos. La película arranca con todo y jamás se detiene descuidando en el camino esos detalles de guión que se aprecian particularmente a la hora de analizar la obra en su conjunto. Las paradojas temporales que se van suscitando con cada cambio que introducen en la historia los autores Laeta Kalogridis y Patrick Lussier simplemente no se sostienen. La velocidad con que se narran los hechos –no hay tiempo para reflexionar sobre lo que vemos- ayuda a disimularlo un poco pero tampoco alcanza. Por ende dependerá mucho del nivel de exigencia que posea cada espectador sobre el tópico de las paradojas, todo un clásico de la ciencia-ficción. Pensemos que uno de los motivos por los cuales funcionó tan bien la primera película fue por su simpleza argumental para explotar UN solo elemento fantástico y extraerle todas sus posibilidades en el contexto de un arco narrativo fuerte, lineal y con apenas unos pocos flashbacks desde el punto de vista del soldado Kyle Reese. Si bien en este subgénero es habitual toparse con guiones que se pasan de listos aún para su propio beneficio, lo más grave acontece cuando debido a esos excesos se pierde el verosímil y/o la coherencia interna del relato. Lamentablemente Terminator: Génesis no puede evitar caer en este error y la película se resiente de ello así como de otros problemas de guión que deberían haberse contemplado antes de empezar el rodaje. Por más que uno esté identificado con la saga de Terminator era de esperarse que el guión no esté a la altura de tanta expectativa. Porque si vamos a ser sinceros, ¿quién es el alma caritativa capaz de encontrar un tanque de Hollywood que tenga un guión realmente bien escrito? Excepto honradas excepciones, no existe tal cosa en una industria que privilegia el dinero, la técnica y la profusión de efectos especiales por sobre las ideas. A los guiones los retocan tantas manos que lo bueno que podían llegar a tener queda muchas veces en la papelera de reciclaje y se le da luz verde a los conceptos menos interesantes muchas veces por lo motivos equivocados. No da la sensación de ser este el caso en Terminator: Génesis donde sólo aparecen acreditados como escritores Kalogridis y Lussier aunque se sabe que el mismo Cameron hizo algunas sugerencias y no habría que descartar otros aportes más o menos anónimos. Está claro que se intentó darle al reboot alguna arista novedosa para enganchar a los fans y al siempre renovado público joven. Nadie pone en tela de juicio esto. El gran problema es la naturaleza misma de esta saga con temas que ameritan un desarrollo inteligente y de mayor solidez que el empleado aquí. En concreto, uno quisiera toparse con una película del género que el día de mañana pueda volver a verse. Y pongo como ejemplo a la primigenia Terminator que pese a sus 30 años sigue estando fresca y vigente. Menuda aspiración la mía. Si la intención de los productores es plasmar una trilogía –los derechos del personaje vuelven a Cameron en 2019- estaría bueno que profundicen más en los libretos sin perder el ángulo comercial que justifica su realización. Si hasta la serie The Terminator: The Sarah Connor Chronicles en sus dos temporadas brindó episodios de una gran complejidad argumental, ¿cómo no van a lograrlo con todos los medios que cuentan a su disposición? Tal vez la solución sea buscar otros guionistas. El talento no abunda hoy día. Volviendo a Terminator: Génesis hay que reconocer que entrega todo lo que se espera de ella: están los guiños a los filmes previos, las frases icónicas que no pueden faltar, una acción frenética que no conoce de desmayos (aunque no hay ninguna secuencia especialmente memorable), actores nuevos que se han adaptado sin problemas a los personajes por todos conocidos (Emilia Clarke no da una imagen aguerrida como Linda Hamilton pero tampoco pasa vergüenza), se oye de a ratos el inmortal leitmotiv de Brad Fiedel arreglado para la ocasión por Lorne Balfe, y lo principal: la figura estelar e intimidante de Arnold Schwarzenegger que aunque esté viejo (no obsoleto, como desliza él mismo en tono autorreferencial) sigue demostrando por qué el querido cyborg fue, es y será por todos los tiempos su mejor creación. El carisma, la dignidad y el aplomo de Arnie como Pops (así lo llama Sarah: abuelo), hace que nos olvidemos por un momento de las debilidades del guión para festejar con todas las ganas de un reencuentro que se hizo rogar. Dijo que volvería y aquí está. A disfrutarlo mientras se pueda…
La película sigue siendo la misma Creo que vamos a coincidir en que hay dos modelos de Hugh Grant: uno de ellos es el actor dramático serio a las órdenes de directores de prestigio como James Ivory (Maurice y Lo que queda del día), Roman Polanski (Perversa luna de hiel), Ang Lee (Sensatez y sentimientos) o Ken Russell (El ritual de la serpiente) e inclusive los más modernos hermanos Wachowski que le dieron un excelente rol en Cloud Atlas (irreconocible por el maquillaje pero con todo una gran actuación). En estas películas Grant no siempre es el protagonista pero logra sobresalir por méritos propios ya que para mi gusto es un buen actor. Ahora bien, lo que le rinde sus mejores dividendos al inglés es el modelo de antihéroe un tanto torpe que suele repetir con notable suceso en una serie de comedias que han hecho historia. Con estas producciones hay que separar la paja del trigo: los hechos fácticos indican que el saldo artístico difiere cuando la comedia viene firmada por su brillante compatriota Richard Curtis que por el menos ingenioso estadounidense Marc Lawrence. Grant ha formado equipo con ambos pero las diferencias surgen naturalmente si comparamos los títulos que hizo con Curtis como Cuatro bodas y un funeral, Un lugar llamado Notting Hill o Realmente amor, con los de Lawrence que incluyen Amor a segunda vista, Letra y música, ¿Dónde están los Morgan? (el punto más bajo hasta ahora) y el filme que motiva esta nota, Escribiendo de amor (The Rewrite, 2014), que tampoco está a la altura de sus antecedentes más valiosos. A Marc Lawrence por lo general suele faltarle ese plus de talento que sí exhibe en su trabajo Richard Curtis con regularidad. Y para colmo en su faceta de director tampoco descuella, se limita a ilustrar prolijamente en imágenes un guión con personajes unidimensionales que hundirían cualquier obra de no contar con actores tan buenos. Evidentemente, más allá del éxito esporádico de alguna de estas comedias, actor y director han pegado onda para seguir reeditando el tándem a más de una década de su primera colaboración. Pero hasta acá llegamos. La fórmula hace rato que exhibe señales de agotamiento. Con Escribiendo de amor, Hugh debería dar por concluida su sociedad con Lawrence y dejar de invertir su buen nombre en proyectos de una intrascendencia absoluta. Hugh Grant puede brindar diferentes matices a sus personajes y en el fondo mantenerse fiel a sí mismo. Si a la gente le encanta verlo tartamudear y demostrar torpeza con las mujeres, ¿qué hay de malo en ello? Pese a que el molde es similar, en cada interpretación Grant se las rebusca para dotar a sus criaturas de alguna característica nueva. En Escribiendo de amor el detalle novedoso sería la soberbia de ese guionista en decadencia que tras ganar un premio Oscar a fines de los noventa se encuentra en una encrucijada de su carrera profesional ya que está sin trabajo y las deudas se acumulan. Divorciado y con un hijo al que no ve nunca, Keith Michaels es como una versión aún más cínica del cantante y compositor de Letra y música (2007). Los dos tuvieron un pasado artístico esplendoroso y en el presente deben luchar contra el paso del tiempo que no fue benigno. La industria que en su época de gloria los elevó a la categoría de semidioses ahora los ha olvidado y deben acudir a medidas extremas para subsistir. En Letra y música, que sin ser una gran comedia romántica es la más simpática de las cuatro colaboraciones con Lawrence, la oportunidad venía de la mano de la chica que le limpiaba el departamento que resultaba ser un diamante en bruto como letrista de canciones; en Escribiendo de amor, a Michaels no le queda más remedio que aceptar la oferta que le acerca su representante de sumarse a la Universidad de Binghamton en Nueva York –lejísimo de su Hollywood querido- para dictar una clase de escritura de guiones. Michaels no se ve ni por un segundo como profesor e incluso descree que el oficio se pueda enseñar pero como quedó dicho no le queda otra. Es eso o la nada misma. Para que la experiencia le resulte más agradable Michaels escoge a sus alumnos de acuerdo a su atributos físicos: su clase, como bien dice por ahí una docente estrictísima a cargo de Allison Janney, parece un concurso de modelos. Los dos o tres varones son nerds que no representan ningún riesgo para el macho alfa de Michaels. Entre la mayoría de chicas hay una que no da exactamente con el perfil del profesor: se trata de una madre soltera con una edad más próxima a la suya que al resto de los chicos. En la piel de la siempre digna Marisa Tomei, Holly Carpenter representa el nunca bien ponderado interés romántico sin el cual estas comedias parecieran no poder encontrar un rumbo (comercial al menos). Por su influencia el insensible y mujeriego autor sufrirá una paulatina transformación que le hará ver con nuevos ojos su flamante actividad académica y también encontrará el amor cuando en su camino sólo se acumulaban relaciones carnales sin compromiso alguno. De acuerdo a la brújula moral de estos guiones, es lo que se necesita para lograr la felicidad. Un mensaje con el que Lawrence martilla y machaca al espectador. Hay que reconciliarse con la prole, hacer buenas migas con los colegas y ayudar a los alumnos a abrirse paso en el competitivo mundo del cine. Lawrence cierra todo, pero con una holgazanería creativa alarmante. Todo es previsible, rutinario y ni siquiera se le rescatan algunos comentarios filosos sobre el ambiente hollywoodense. Con estos elementos y con Grant haciendo lo suyo sin despeinarse, Escribiendo de amor se sigue con relativo interés. Lawrence desaprovecha a un muy buen intérprete como J.K. Simmons (Oscar 2015 al mejor actor de reparto por Whiplash, música y obsesión) pero le extrae toda su desfachatez a la joven Bella Heathcote como una alumna avispada que no teme en compartir el lecho con su profesor, y sobre todo a la notable Allison Janney que es una sólida antagonista para el fresco de Michaels. No hay gags divertidos como en las anteriores comedias del dúo y tampoco diálogos de gran nivel. Sólo sobrevive el viejo carisma del ya cincuentón protagonista de Un gran chico que por ahora es suficiente para mantenerse a flote y salvar del desastre a esta producción de Castle Rock que llegó a los cines de milagro.
Con licencia para aburrir 2015 será recordado como el año en que fuimos bombardeados por espías de todos los colores. Primero pudimos conocer la divertida Kingsman: el servicio secreto y antes de que lleguen otras propuestas de alto perfil como Misión: imposible V, la nueva James Bond Spectre y la adaptación a la pantalla grande de El agente de CIPOL, hace su torpe entrada en escena Spy: una espìa despistada. Claramente una parodia a las películas de 007 con la particularidad de que aquì quien lleva las riendas del relato es una mujer. Y no cualquier fémina, precisamente, sino ese portento cómico que es la enorme Melissa McCarthy. Una comediante de grandes recursos para el humor pero antes que nada una actriz nata que cuando su papel lo amerita es capaz de emocionar y emocionarnos con su talento. Es una pena que su asociación con el autor y director Paul Feig le esté jugando en contra encasillándola en un tipo de rol al que vuelven una y otra vez simplemente porque funciona. Feig ya dirigió a McCarthy en Damas en guerra y también en la muy sobrevalorada Chicas armadas y peligrosas. En Spy: una espía despistada el realizador y su musa inspiradora han unido fuerzas para homenajear a un género con sus propias armas. Despareja, demasiado larga y como mucho apenas simpática esta comedia que cuenta con un respetable presupuesto de 65 millones de dólares sigue haciendo hincapié en la figura obesa de la actriz y su facilidad para proferir insultos a una velocidad pasmosa para obtener las risas de la platea. Con un guión pobre en ideas difícilmente se obtenga una obra que supere un escrutinio crítico serio. Es lo que le sucede a Spy… que ya desde los títulos de presentación alude nada veladamente al universo de James Bond. El punto de partida utiliza el viejo truco del pez fuera del agua para intentar sorprender. El problema es que no nacimos ayer y a la fórmula la sabemos de memoria. Ni siquiera las vueltas de tuerca cumplen con su objetivo: se ven venir desde lejos. La historia es una excusa para mandar encubierta a una peligrosa misión en Europa a la agente de la CIA Susan Cooper (McCarthy). Desde la comodidad de su escritorio Cooper es el complemento perfecto para el eficiente espía Bradley Fine (Jude Law). Cuando por motivos argumentales Fine queda fuera de la ecuación Susan se ofrece como voluntaria para reemplazarlo. La ocurrencia es tan insólita como para que su jefa (Allison Janney) la considere y finalmente la apruebe. La decisión es resentida por el super agente Rick Ford (Jason Statham en un descanso de sus habituales vehículos de acción) que renuncia para viajar y hacer la suya. Como en la última entrega de Rápidos y furiosos, Statham aparece de a ratos en Spy… siendo utilizado por Feig como un antagonista de Cooper metiéndose en el medio cuando no debe y generando un caos tras otro. Para clarificar es un personaje al que su creador ha definido como una mezcla de John Rambo con el inspector Closeau. En mi opinión hay más de éste último que del primero y a Statham no se lo nota del todo convincente. En su defensa la culpa es del guionista que no le reservó casi ningún gag eficaz. Sólo dos o tres momentos dialogados pueden rescatarse de su participación. Mejor suerte han corrido otros actores: entre ellos Rose Byrne como la villana, Peter Serafinowicz como el fogoso colega italiano Aldo y la flaca y desgarbada Miranda Hart como la compañera y amiga de Susan, Nancy. Si la película vale la pena por algo sin dudas es por su elenco. Serafinowicz hace maravillas con nada, no es que el papel esté bien escrito… simplemente él es gracioso. Esto no se aprende, se es o no se es. Spy: una espía despistada le dedica buena parte de su metraje no sólo a buscar el humor cómplice con el espectador sino también a la acción física. En dicho rubro Feig tampoco da la talla evidentemente perjudicado por los especialistas contratados para realizar las escenas de tiroteos y persecuciones. Hay efectos digitales muy mal aplicados (cuando los vean se acordarán de lo que digo), coreografías sin vuelo y ni siquiera los dobles de los actores logran ajustarse del todo a los requerimientos del guión. Entre tanto lugar común y muy de cuando en cuando se filtran pequeñas muestras de la calidad interpretativa de Melissa McCarthy que es demasiado buena para quedar encorsetada de por vida en estos limitadísimos papeles.
Entender el pasado, vivir el presente La convulsionada década del 70 sigue proporcionando material dramático de sobra al cine argentino. Para ser sinceros es cuanto menos dudoso que el público general se entusiasme con una temática que a esta altura parece agotada después de años y años de catarsis por parte de toda una generación de autores y realizadores que nacieron o fueron niños pequeños durante ese tan conflictivo como complejo período histórico. Aquí ya entran en juego las motivaciones y el objetivo de cada director para con su proyecto personal. Si bien el cine es un arte industrial cada cineasta debería hacer la película que le dicta el corazón y las tripas. Si lo que surge sintoniza con el gusto de la gente, pues genial. La vean cien personas o quinientas mil es totalmente respetable. Eso sí: a mayor inversión es lógico que existan presiones para que el producto tenga una llegada lo más masiva que se pueda. No es lo mismo estrenar en una salita de cine arte en horarios y días limitados que un lanzamiento nacional simultáneo en los principales complejos de exhibición con decenas de copias a disposición. Si por sus características intrínsecas la película nunca buscó la explotación comercial y su responsable fue capaz de terminarla en sus propios términos, y además de eso estrenarla y cumplir con técnicos y actores… es como para sacarse el sombrero. ¿Y la calidad del producto? Como espectadores es lo único que debería preocuparnos. La aventura, o a veces locura, de largarse a filmar es patrimonio de sus hacedores y sólo de ellos: si quieren hipotecar su casa, participar en experimentos científicos (como fue el caso de Robert Rodriguez para financiar El Mariachi) o compartir los riesgos a través de una cooperativa, no es algo que involucre al destinatario natural de la obra. Y si es mala, fallida o no está a la altura de tantas expectativas depositadas en ella a no ofenderse cuando la crítica meta el dedo en la llaga. Son las reglas del juego y hay que aceptarlas. En Pasaje de vida Diego Corsini se planteó el desafío de bucear en el pasado de sus padres en la Argentina de mediados de 1970 y convertirlo en un guión que no obstante su sedimento biográfico documentado le deja espacio a la libertad creativa. ¿Cómo hizo Corsini para hablar de la afiliación de papá y mamá con el grupo Montoneros sin caer en el antipático desborde ideológico? Antes que nada se nota que afrontó el compromiso con la edad y/o madurez justa ya que manifiesta en su trabajo un equilibrio narrativo nada sencillo de plasmar. Y después está la historia de amor que más allá de los aspectos políticos es con lo que nos podemos identificar todos. Fue inteligente ahondar en ese aspecto de la trama. Le da impulso a los personajes y un contexto emocional que adquiere autonomía propia para proyectarse al presente donde los sobrevivientes intentan encontrarle un sentido a esos traumas que pueden estar soterrados, nunca olvidados, y que vuelven a emerger quizás de la manera más inesperada. La estructura elegida por Corsini y su coguionista Fran Araujo es la de dos líneas temporales que se van solapando a medida que avanza el relato. Tenemos la línea argumental más atrayente que transcurre en suelo argento cuatro décadas atrás donde nos presentan a Miguel (Chino Darín), Diana (Carla Quevedo), Pacho (Marco Antonio Caponi) y Sonia (Carolina Barbosa), todos ellos comprometidos con la causa gremial. Es interesante ver cómo se va entroncando ese movimiento con la lucha armada y el pase a la clandestinidad a partir de los eventos por todos conocidos. La muy extrema toma de posición de Pacho y Diana contrasta con la mirada de un Miguel más descreído de que la violencia resuelva algo. La subtrama romántica entre Miguel y Diana obviamente no es equiparable a la de una comedia: no hay nada edulcorado en esa relación pero se siente auténtica, creíble, favorecida también por la buena química entre los actores. La otra línea argumental es en España, y en el presente, donde un Miguel avejentado (interpretado por Miguel Ángel Solá) ha sufrido una embolia y a su hijo Mario (Javier Godino), con quien prácticamente no tiene contacto, no le queda más remedio que acompañarlo y cuidarlo por una temporada. En ese tiempo que comparten juntos las diferencias que siempre los separaron vuelven a explicitarse pero debido a su mente afectada el hombre comienza a confundir eventos y nombres de la actualidad con los de su pasado y esto despierta la curiosidad de un Mario que jamás supo exactamente cómo fue que perdió a su madre a tan corta edad. Con la ayuda de una médica amiga (Silvina Abascal) Mario deja de lado cierta indolencia personal para por fin involucrarse en la historia no sólo de sus progenitores sino también de todo un país. Pasaje de vida además de ser un aplomado thriller político es una película que interpela al espectador con mucho criterio y le deja planteado un dilema moral que es el mismo que atravesaron Miguel, Diana y demás compañeros militantes en un momento clave de nuestra historia como pueblo: ¿que hubieses hecho vos de haber estado en ese lugar? No hay respuestas fáciles. Pero Corsini hace las preguntas que debe aunque sean muy duras y dolorosas. Sin dudas es un filme para seguir debatiendo a la salida del cine. No será la obra definitiva sobre el tema que desarrolla pero contiene suficientes valores artísticos como para desearle que encuentre su público. Corsini es un director que habrá que seguir de cerca en lo sucesivo. Mientras tanto le doy mi voto de confianza. Bien merecido lo tiene.
Todo igual, nada parecido Analizada en retrospectiva la Poltergeist: juegos diabólicos de Tobe Hooper (Poltergeist, 1982) no sólo cumplió con todos los requisitos que se le pueden exigir a un relato sobrenatural de fantasmas sino que además la potenció con: una producción de clase A, gentileza de Steven Spielberg y compañía; un guión muy bien pensado del que participó el mismo creador de Tiburón; un nivel superlativo en el área técnica –con efectos especiales que fueron revolucionarios en su día-; la maravillosa música del querido Jerry Goldsmith y un compromiso total por parte de los actores entre los que estaban Craig T. Nelson, JoBeth Williams y la carismática (todo un personaje ella) Zelda Rubinstein en el rol clave de Tangina, la médium que ayuda a la familia cuando las papas queman. Ajeno a su valor fílmico intrínseco otro elemento clave que contribuyó a la fama de la película es la tan sonada “maldición” que un poco con fines comerciales y otro poco con cierta innegable objetividad se abatió sobre parte del elenco tras concluir el rodaje. Recordemos que Dominique Dunne, la actriz que interpretaba a la hija mayor del matrimonio Freeling, fue asesinada por su exnovio en un instante de locura poco antes del estreno. Ese halo trágico no terminó ahí sino que se replicó en la segunda y tercera parte de la saga, de la peor manera. En Poltergeist II: la otra dimensión (Poltergeist II: The Other Side; Brian Gibson, 1986), les tocó el turno a los actores Will Samson (el indio que se fugaba en el final de Atrapado sin salida) y Julian Beck, quienes fallecieron de cáncer (Samson tiempo después de finalizar su parte, Beck durante la filmación). Finalmente, Heather O’Rourke la niña que encarnaba a Carol Anne, la hija menor, sucumbió a una rara enfermedad intestinal mal diagnosticada por los médicos que la atendieron no logrando dar término a sus escenas en la muy pobre Poltergeist III (Idem; Gary A. Sherman, 1988). Utilizando dobles y efectos de cámara se cubrió esa terrible ausencia para que la película pueda llegar a su público. Un documental que se ocupó exhaustivamente de esta cuestión fue un especial de The E! True Hollywood Story: Curse of Poltergeist que se conoció en el 2002. Con el antecedente de la leyenda negra de El Exorcista (1973) no es posible dejar de lado situaciones tan siniestras que implican la desaparición física de varios de sus responsables directos. Es como una sombra ominosa que siempre estará ahí alimentando el morbo de los cinéfilos o cultores de lo esotérico (que los hay, los hay). La original Poltergeist: juegos diabólicos por todos estos motivos es una producción inigualable. Claro que pese a la tan mentada “maldición” tarde o temprano Hollywood volvería sobre sus pasos con la intención de recrear aquella historia tan bien pergeñada por Spielberg junto a Michael Grais y Mark Victor que quedó grabada a fuego en la memoria colectiva de quienes pudimos disfrutarla en su momento. No muchos saben que Spielberg, en su primer proyecto como productor, quería también dirigirlo pero por una cláusula de su contrato con la Universal debió delegar la función en Hooper. No obstante, en el ambiente siempre se lo situó a Spielberg como el verdadero artífice de la obra. Tanto el tono del filme como varios testimonios de quienes participaron de la filmación dan cuenta de que el director en efecto fue el viejo Steven y no Tobe Hooper que venía haciendo películas de terror de muy bajo presupuesto, con El loco de la motosierra (The Texas Chainsaw Massacre, 1974) como pináculo artístico, totalmente diferentes a la propuesta de Poltergeist. La gente es mala y comenta… pero al parecer es así nomás. La nueva Poltergeist: juegos diabólicos no innova en nada… a menos que la proyección en 3D pueda calificar como novedad. Básicamente es la misma premisa: un matrimonio joven, Eric y Amy Bowen, con tres chicos se muda a una casa donde rápidamente quedan en evidencia la existencia de fuerzas paranormales que afectan la vida cotidiana de todos. El punto de giro es, como en la primigenia, la desaparición de la hija más chica para desesperación de sus padres y hermanos. En un principio son asistidos por supuestos expertos en parapsicología que llenan el lugar de cámaras y gadgets varios que en concreto no solucionan nada. Mas luego, tras ser superados por los eventos extremos que allí se desatan, se convoca a un dudoso médium estrella de un reality televisivo con el que el actor Jared Harris se hace un festín. Es, creo yo, el único detalle significativo que le aporta al guión el autor David Lindsay-Abaire, más interesado por copiar al carbónico las escenas más recordadas que en crear algo original. Un indicio inquietante es que la película a duras penas alcanza la hora y media de metraje. Si bien se ha respetado el ADN de la historia por otro lado se han acelerado los tiempos. Como si el público no pudiera tolerar un ritmo más lento o un desarrollo más completo y exhaustivo de los personajes. Esta decisión genera una concentración dramática intensa pero carente del nervio que surgiría naturalmente si nos preocuparan más sus personajes. En el mejor de los casos se trata de un filme competente ya que no deslumbrante, ni técnica ni narrativamente, dado que el realizador Gil Kenan conoce el género (fue director de Monster House: la casa de los sustos, filme animado con no pocos méritos) pero tampoco hace milagros. Es algo parecido a lo que ocurrió con Noche de miedo (2011), la remake de La hora del espanto (Fright Night, 1985): por querer enganchar rápido al público se toman atajos argumentales inconvenientes. Las películas son entretenidas pero en el camino han perdido peso específico y sólo sobreviven los conflictos y la estructura que les dan sentido. Los actores han probado su eficacia en muchos títulos previos, en particular Sam Rockwell (a quien da gusto volver a ver) y Rosemarie DeWitt como los padres. Los chicos aportan su frescura y en verdad la nueva Carol Anne –renombrada aquí Madison- está muy bien escogida: la niña Kennedi Clements es encantadora. Por lo demás es mejor quedarse con la Poltergeist: juegos diabólicos de los ochenta que por estos días estuvo emitiendo TCM por el cable. Para aquellos detractores que nunca se tragaron la fantasía desbordante del guión ya saben con qué se van a encontrar: en psicología le llaman déjà vu…
Sin lugar para los débiles Son pocos los autores que han sido adaptados al cine con más gloria que pena. El bostoniano Dennis Lehane, un verdadero maestro del relato policial, es justamente una excepción a la regla ya que todas las películas que se basaron en su obra han sido más que satisfactorias. Para el caso recordemos algunos títulos: Río místico (2003), Desapareció una noche (2007), La isla siniestra (2010) y ahora el thriller La entrega (The Drop, 2014), que acaba de proyectarse con singular éxito en el 29º Festival de Cine de Mar del Plata y que Lehane ha escrito y producido inspirado en su cuento Animal Rescue. Por algo directores de talento como Clint Eastwood, Ben Affleck y Martin Scorsese se interesaron en el oscuro universo literario de Lehane, con fuertes raíces en el catolicismo y la comunidad irlandesa (evidentemente la sangre tira). De todos ellos, el estreno que motiva estas líneas quizás sea el más modesto y hasta menor si se quiere pero aún con su bajo perfil estamos en presencia de un film noir tan sólido como disfrutable con varias aristas para analizar. Con apenas su ópera prima Bullhead como antecedente la dirección de La entrega le fue confiada al belga Michaël R. Roskam que en 2011 logró una nominación al Oscar en la terna de mejor Película de lengua no inglesa. Fiel a su estirpe europea Roskam jamás se alborota para desarrollar a los personajes, presentar el conflicto y preparar el terreno para un tercer acto verosímil e intenso donde cada pieza calza cómo y dónde debe. Como escritor Lehane tiene oficio, buen oído para los diálogos (aunque el protagonista hable lo indispensable), sabe sembrar información pertinente aquí y allá; y dosificar la intriga en una trama por demás sencilla. Lehane se comporta como un buen tahúr: esconde las cartas y las juega en el momento exacto. Además cuenta con tres o cuatro actores que exprimen al máximo las posibilidades expresivas que les brindan sus respectivos roles. Como plus, ver a James Gandolfini en su último papel para el cine provoca una mezcla de sensaciones: desde luego que está el dolor por su desaparición física a una edad tan prematura, pero también la certeza de que como intérprete dejó un legado valioso que siempre estará ahí para quien quiera recordarlo. Si bien en La entrega su participación es secundaria, inclusive con un personaje antipático, él le extrae toda la humanidad que le queda a ese primo Marv que está bastante más cerca de Tony Soprano que del enamorado de Una segunda oportunidad, la encantadora comedia romántica que conocimos el año pasado un par de meses después de su fallecimiento. Y que por cierto recomiendo a quienes no la hayan visto aún. La entrega es un film de construcción lenta que no busca atrapar al espectador con vueltas de tuercas constantes -aunque es innegable que pega un par de giros inesperados- sino sumergirlo gradualmente en la sórdida vida de sus protagonistas. Por un lado está Bob (un memorable Tom Hardy), un hombre introvertido y de pocas luces que atiende el bar del primo Marv (Gandolfini) que la mafia a veces utiliza como “buzón de dinero”. Por otro lado tenemos a Nadia (Noomi Rapace), una camarera con un pasado de excesos que entabla una relación un tanto sui géneris con Bob que pese a ser un solitario tiene su corazoncito. Otros personajes entran y salen de escena pero básicamente los más importantes son los ya mencionados. Aún en su sequedad Bob y Nadia generan una empatía fundamental para que nos preocupemos por lo que suceda con ellos. Gracias a esa química la película funciona y se aleja de lo que podría haber sido tan sólo un thriller mecánico, pasatista y sin alma. Hay una investigación policial que es lo menos interesante del libreto pero resulta esencial para el desarrollo de los hechos. Y desde luego que no pueden faltar los antagonistas, esos villanos de fuste que insisten en hacer sufrir a nuestros extraños, queribles anti héroes. No son actores muy conocidos pero cumplen con su función de inquietar: en especial Michael Aronov, quien en el rol del líder de los mafiosos chechenos da una cátedra de actuación en los escasos minutos de pantalla en que aparece. Pese a encorsetar a los personajes en “buenos” y “malos” vale aclarar que en La entrega nadie es precisamente un santo, cada quien carga su cruz y lo que se juegan Bob y Nadia no es algo tan idílico como la felicidad sino la supervivencia misma. Ni más ni menos. A esta altura es difícil brindarle al público una mirada fresca sobre la mafia. Afortunadamente La entrega encontró un aspecto no tan explorado por las grandes obras del género y está a la altura de los antecedentes de sus creadores. Una excelente opción para cerrar este muy flojito 2014 de la mejor forma.
En busca de la felicidad La increíble vida de Walter Mitty es la quinta película dirigida por Ben Stiller: no son muchas ni tampoco pocas. Pasaron tantos años desde la realización de sus primeras obras que más de un espectador se va a sorprender de que Generación X (1994) y El insoportable (1996) sean suyas. Más cercanas en el recuerdo están Zoolander (2001) y la dislocadísima Una guerra de película (2008). Si bien existía una intención de radiografiar a los jóvenes de los 90’s en Generación X y detrás de El insoportable se deslizaban unas cuantas observaciones filosas sobre la alienación en una gran ciudad, podría decirse que La increíble vida de Walter Mitty es su filme más ambicioso en contenido hasta la fecha (con mensaje aleccionador y todo). Stiller retoma algunas ideas ya insinuadas en su filmografía desarrollando aún más algunos conceptos como la soledad del individuo en una gran urbe y la búsqueda del amor como una salida posible en una sociedad no precisamente tolerante con quienes se muestran incapaces de adecuarse al modelo del éxito. En su fusión de humor con fábula de auto ayuda y romance a discreción la comedia deja un sedimento satisfactorio aunque la eliminación aquí y allá de ciertos elementos convencionales podrían haberla convertido en una muy superior. Por cierto, un error más atribuible al guión de Steve Conrad (o quizás a los numerosos libretistas que lo antecedieron) que al trabajo polifuncional de Stiller que la tiene clarísima como director y productor; y ni que hablar como comediante, con un estilo propio reconocido, respetado y admirado por todos. Más allá del resultado obtenido, que sin dudas es lo más importante, no deja de ser interesante la intrincada red tejida en torno al proyecto desde su mismo origen hace ya dos décadas. El impulsor del mismo era Samuel Goldwyn, Jr. siendo su celebérrimo padre el productor original del filme de 1947, dirigido por Norman L. McLeod e interpretado por el talentoso Danny Kaye (¡cuán poco se lo menciona por estas épocas!). Conflictos legales por los derechos del cuento de James Thurber y disputas de todo tipo, incluyendo desavenencias creativas entre los muchos artistas involucrados, fueron postergándolo una y otra vez mientras el actor responsable de animar a Walter Mitty no se terminaba de definir nunca. En distintos momentos estuvieron a un paso de asumir el rol figuras populares como Jim Carrey, Owen Wilson, Mike Myers y Sacha Baron Cohen. Algunos de los realizadores que llegaron a trabajar en el nuevo guión fueron ni más ni menos que Ron Howard, Steven Spielberg y Gore Verbinski. Por otra parte son incalculables los guionistas que reescribieron el guión de acuerdo al gusto de cada quien. Cuando se descartó a Baron Cohen en el 2010 la remake parecía que jamás se llevaría a cabo pese a los esfuerzos volcados por mucha gente incluso bajo diferentes sellos productores. Por suerte ahí entró en escena Ben Stiller adueñándose de la historia y colaborando codo a codo con Steve Conrad para que el fantasioso personaje del título encuentre por fin a su audiencia. Walter Mitty (Ben Stiller) es el típico soñador que vive ensimismado en su propio mundo sin atreverse a romper la burbuja que lo protege pero también aisla del resto de las personas. Sin pareja ni amigos, sólo tiene su trabajo en el área de selección de negativos de la revista Life y una desbordante imaginación que se le dispara de acuerdo a la ocasión. Lo que no se atreve a plasmar en su vida personal lo canaliza por esta otra vía, casi como si de un juego se tratara. En cierto modo me recuerda al cómic de Trillo/ Altuna Las puertitas del señor López, sólo que Walter no necesita asomarse detrás de ninguna puerta para desatar su vital mundo interno. Le basta con quedarse parado mientras su mente lo transporta a un universo donde puede ser el protagonista de sus actos, como seducir a su compañera de trabajo Cheryl (la hermosa Kristen Wiig) o confrontar al imbécil del nuevo jefe (Adam Scott, muy gracioso) que insiste en humillarlo en público. La situación desencadenante para que Walter tome la iniciativa de dejar esa postura contemplativa es el extravío de una foto que le enviara el afamado reportero gráfico Sean O’Connell (Sean Penn en una lograda si bien breve participación). Con el fin de localizar al ermitaño fotógrafo, Walter se embarca en un viaje lleno de peligros por países remotos como Groenlandia e Islandia con peripecias tragicómicas donde no faltan los apuntes satíricos (Forrest Gump, El curioso caso de Benjamin Button) ni la proverbial mano maestra para la comedia que ha destacado a Stiller desde los comienzos de su carrera. Estética y fotográficamente, con una excelente labor del DF británico Stuart Dryburgh, es inobjetablemente su más cuidada producción y la música también es un punto alto con un magnífico uso de la canción de David Bowie Space Oddity. La marcación actoral es inmejorable considerando la gran cantidad de actores secundarios que aportan su granito de arena dándole cohesión a una trama de a ratos anecdótica pero recurrentemente divertida, aún en sus pasajes más melancólicos. Es probable que La increíble vida de Walter Mitty no sea la gran película que aspiraban a pergeñar sus creadores pero imperfecta y todo cumple con el anhelado objetivo de rendirle homenaje a un cuento que inspiró a generaciones de artistas tan variados como el especialista en animación Chuck Jones, el fundador de la revista Mad Harvey Kurtzman o el dramaturgo George Axelrod que escribió el papel de Tom Ewell en La comezón del séptimo año con algunas de las características de Mitty en mente.
Otro producto pop de consumo rápido Cada tanto algún productor avispado da en la tecla del gusto popular y se llena los bolsillos explotando a cinco adolescentes desesperados por convertirse en celebridades, hacer dinero rápido o difundir su "arte" como cantantes, bailarines o lo que cuadre (una combinación de las tres posibilidades también es bastante probable). Las boy bands han existido desde mucho antes que Simon Cowell, el ex jurado "malo" de American Idol, tuviera el presentimiento de que esos chicos que acababan de perder en el reality británico The X Factor tenían un futuro juntos por lo que decidió invertir su tiempo y algunos billetes en la grabación de un álbum. Cowell apostó por One Direction y no se equivocó. El grupo vocal masculino ha batido varios récords desde el lanzamiento en 2011 de su CD debut Up All Night pero más allá de los números es poco lo que se puede decir excepto que venden lo de siempre: energía juvenil, música intrascendente y moda pasajera. Aprovechando el envión comercial que está en su mejor momento a Sony se le ocurrió producir un filme que documente la vida de estos muchachos de apenas 20 años antes, durante y después de una gira mundial. La excusa perfecta para enhebrar algunas actuaciones en vivo mezclándolo con material de backstage y con unas entrevistas por demás previsibles que al común de la gente dejará sin cuidado. Claro que One Direction - Así somos no está destinada a un espectador promedio sino a las fans de la banda que son, en definitiva, quienes tendrán la última palabra. No ví la película en la función privada organizada para los cronistas de cine sino con el público preadolescente el día del estreno. Me alegro de haberlo hecho porque me ayudó a sacar algunas conclusiones interesantes. Creo haber sido el único adulto en la sala y uno de los poquísimos hombres infiltrado en la platea. No hay dudas de que el documental usufructúa un fenómeno ya visto en reiteradas oportunidades por quienes contamos con varias décadas sobre el lomo y que el ámbito cerrado del cine resulta enteramente propicio para la observación in situ de las reacciones de las fans cuya edad promedio calculo en unos 13 años. Cuanto ocurría en la pantalla causaba una reacción inmediata entre las chicas que pese al griterío y bullicio lógico se comportaron bien, sin excesos. La obra, como es natural, no me generó nada pero sí fue toda una experiencia poder apreciar de primera mano cómo afectan Niall, Zayn, Liam, Harry y Louis a su audiencia simplemente por pararse frente a la cámara. A One Direction se le festeja todo: las canciones mediocres, también. Quizás los chicos no sean malos cantantes pero con semejante repertorio es imposible saberlo. Quizás el mayor misterio que rodea a One Direction - Así somos esté relacionado con Morgan Spurlock, su director. ¿Qué fue de aquel realizador contestatario que criticaba a la sociedad de consumo en documentales como Super Size Me? Spurlock parece haber olvidado algunos de sus ideales y ahora él mismo te vende un producto de consumo rápido destinado a perecer en el olvido cuando las jóvenes seguidoras de la película cumplan los 15 años.
Una comedia con personalidad dividida El mítico programa de humor estadounidense Saturday Night Live (¡se emite desde 1975!) continúa lanzando a la consideración popular a comediantes de diversa naturaleza que tarde o temprano terminan recalando en el cine con suerte dispar. Entre los más exitosos no pueden omitirse nombres como Bill Murray, Chevy Chase, John Belushi, Dan Aykroyd, Martin Short, Eddie Murphy, Ben Stiller, Adam Sandler, Will Ferrell y el listado sigue y sigue ad eternum. Jason Sudeikis, miembro de SNL desde 2005, no ha sido una excepción a la regla pero a diferencia de algunos de sus colegas está lejos de ser una estrella desempeñándose hasta ahora como actor de reparto en películas mediocres (Semi-pro: el amateur, El caza recompensas, Locura de amor en Las Vegas, etc.). Evidentemente sus últimas apariciones en Pase libre y Quiero matar a mi jefe lo han dejado en una posición expectante con la industria que empieza a depositarle un voto de confianza a partir del protagónico asignado en ¿Quién *&$%! son los Miller? Por mi parte le encuentro una sola contra a este muchacho: es uno de los actores más irritantes que recuerde. Más allá de los defectos de la película bancarse a Sudeikis durante casi dos horas está al borde de calificar como una misión imposible. ¡Ojo!, Sudeikis puede ser para esta generación de cinéfilos la misma pesadilla que fue Garry Shandling para alguna anterior. ¿Quién *&$%! son los Miller? es un proyecto de New Line Cinema que data del 2006 cuando se suponía que el personaje principal, un dealer de marihuana de poca monta, estaría a cargo de Steve Buscemi. Por distintos motivos el rodaje se fue postergando hasta que asumió como director Rawson Marshall Thurber, el mismo de la muy graciosa Pelotas en Juego. Thurber, está comprobado, sabe dirigir comedias y con la excepción de Sudeikis el grupo de actores reunido es extrañamente armónico por lo que todo quedaba supeditado, naturalmente, a la calidad del guión. Y aquí es donde la película derrapa por no tener la coherencia de mantener hasta el final la incorrección política que plantean de entrada. Se trata de un libreto psicopateado por sus ¡cuatro! autores: lo que desarrolla uno en una escena lo deshace el otro en la siguiente. Aún con esta especie de doble personalidad que sufre el guión, el filme también presenta otros inconvenientes que Thurber intenta disimular dándole ritmo y a veces vértigo al relato. De a ratos lo consigue, de a ratos no… ¡el tipo no hace milagros! Si el gag no es bueno no existe director que lo salve. La premisa, no exenta de un atractivo gancho comercial, es de esas que entran en una oración: un vendedor de drogas de medio pelo contrata a una stripper, a una joven de la calle y a un vecino menor de edad para aparentar que conforman una familia y así cruzar un cargamento de marihuana a través de la frontera sin despertar sospechas de la policía. La idea podría haber generado una gran comedia pero la cosa queda ahí, en potencial: entre la personalidad repelente de Sudeikis, que encima se hace odiar con su papel de perfecto imbécil, las indecisiones tonales del guión y los muchos dardos que arrojan los personajes y no dan en el blanco, ¿Quién *&$%! son los Miller? malogra sus oportunidades y sólo ocasionalmente logra hacer reír. Los mejores chistes, para colmo, requieren cierto conocimiento de la cultura pop con alusiones a series como Dexter y la ya mítica Friends, con la que comparte en el reparto a la invariablemente bonita Jennifer Aniston que recibe una sorpresa divertida mientras transcurren los créditos finales. Si algo debe rescatarse de esta comedia tan desequilibrada (ora audaz, ora conservadora) es el gran profesionalismo de los actores, especialmente del joven británico Will Poulter que saca mucho provecho de unas facciones que parecen diseñadas para un rol como éste. Jennifer Aniston nunca fue una actriz descomunal pero tiene sentido del humor y con su cancha nunca queda mal parada. Emma Roberts si bien carece del carisma de su tía Julia es probable que con los años demuestre ser una artista más completa que la eterna Mujer Bonita. Ahora, volviendo a Jason Sudeikis… ¿qué hacemos con este tipo? ¿Y si se instala en Hollywood por 20 años más? ¿Dónde está Dios cuando lo precisamos?