Renovarse es (sobre)vivir Convertida en una saga comercialmente fructífera en buena parte gracias a la ardilla prehistórica Scrat, La Era de Hielo es la gallina de los huevos de oro de Blue Sky Studios (propiedad de la 20th Century Fox) que pese al agotamiento que denotan sus personajes y remotos escenarios vuelve a producir un nuevo capítulo que no deslumbra pero cumple con el propósito de entretener. La Era de Hielo 4 repite algunos esquemas y conceptos ya instaurados en la franquicia (como la premisa de la manada involucrada en una búsqueda o rescate siempre con sus miembros corriendo peligro de muerte) aunque afortunadamente algunas ocurrencias de los guionistas Michael Berg y Jason Fuchs traen cierta frescura a un material que necesitaba desesperadamente de un reciclaje para salir de la monotonía. Si existe un defecto que se ha transmitido de película en película es el desequilibrio entre la comedia visual –con lucimiento para el humor físico, pleno en gags reideros, derivado de las andanzas de Scrat y su bellota huidiza- y la comedia de situación o diálogo que involucra al mamut Manny, el tigre diente de sable Diego y el verborrágico e insoportable perezoso Sid. En concreto: la primera funciona por lo general bien (sobre todo si tenemos en cuenta su autonomía de la trama principal), mientras que la segunda sufre de constantes altibajos. En La Era de Hielo 3 la historia se concentró demasiado en Sid, un personaje que gana en eficacia cuando su presencia está dosificada con criterio. En esta oportunidad el foco argumental recae en Manny y su familia dejando a Sid en un segundo plano. La aparición de la delirante abuelita de este último levanta la apuesta en términos de acidez y absurdo como pocas veces se vio desde la ya lejana primera parte. De los demás personajes que debutan en esta tercera secuela merecen una mención Morita (o Peaches en inglés), la adolescente hija de Manny y Ellie, y la tigresa pirata Shira (con la voz de Jennifer Lopez en la versión original) que sirve de interés romántico para Diego. Si en La Era de Hielo 5 le consiguen pareja a Sid podríamos cantar las hurras y cerrar la saga de una vez por todas… A diferencia de las aventuras previas en La Era de Hielo 4 las secuencias de acción son más numerosas y logran hacer olvidar las habituales falencias de unos personajes con escaso carisma si exceptuamos a la omnipresente Scrat. El preciso uso del 3D le agrega intensidad e interactividad a la puesta en escena de los directores (reincide Mike Thurmeier luego de codirigir también LEHI 3). El ritmo general supera por mucho a todo lo realizado hasta ahora y no exagero si afirmo que en instancias puntuales aflora una moderada diversión (al menos para los estándares de la franquicia). Como de costumbre las palmas se las lleva la expresividad del dibujo, técnicamente superlativo. La perfección de las imágenes generadas por computadora ya se da por sentada en estas superproducciones pero no por ello debe dejar de reconocerse. El filme traza una graciosa hipótesis del motivo por el cual se dividieron los continentes y no es de extrañar que Scrat esté detrás del cataclismo que dispara el conflicto: Manny, Diego, Sid y su abuela caen al mar en un bloque de hielo alejándose de la costa para angustia del mamut que teme no volver a encontrarse con su familia. En la odisea para retornar al hogar se cruzan con un “barco” pirata (otro enorme bloque de hielo similar a un iceberg) liderados por el Capitán Gutt (interpretado por el ahora famoso enano Peter Dinklage) y con un variopinto grupo de tripulantes siempre bien dispuestos para el pillaje. En montaje alterno también seguimos las peripecias de Ellie y Morita que intentan llegar a terreno seguro mientras el mundo tal como lo conocen empieza a desmoronarse por completo… La subtrama de Morita buscando la aceptación de otros congéneres adolescentes resulta tonta aunque el mensaje final sobre el valor de la amistad sin dudas termina siendo válido para los chicos. Por su parte la escena en la que los familiares de Sid le “endilgan” el cuidado de la nona revela un realismo acaso demasiado crudo para una producción infantil. Más bien es una cucharada de amarga verdad en la que más de uno podrá reflejarse (o no). En este caso el humor con que presentan a esta desalmada parentela no es suficiente para impedir una inevitable reflexión sobre las relaciones humanas. Un aditamento acaso impensado pero que está ahí para quien quiera verlo…
Tim Burton, perdido en su laberinto neogótico Tim Burton, con toda la razón del mundo, será recordado por un puñado de filmes excelentes en los que ha plasmado su estilo gótico, mórbido y por qué no ultra romántico. Su vívida imaginación, que se retroalimenta de sus recuerdos e influencias de la infancia a los que cita y rinde homenaje constantemente en su obra, despierta la admiración de sus no pocos seguidores pero apenas si causa algún tibio impacto en sus tampoco escasos detractores. Lo cierto es que en estos últimos tiempos el ya maduro Tim ha dado algunas señales de agotamiento tanto en la temática como en sus recursos estilísticos para desarrollarla. Los sietes títulos que ha rodado en la última década han ido decreciendo en calidad hasta llegar a Sombras tenebrosas, quizás la película más desconcertante de su carrera profesional. La serie Dark Shadows (1966-1971) fue la creación más importante del ya desaparecido escritor, productor y director Dan Curtis (Burton y Depp le dedican su flamante opus). Curtis fue un especialista del género de terror que contó con muy pocas posibilidades de ejercer su oficio fuera del ámbito televisivo. Sin embargo, sus tres incursiones en el largometraje allá por la década del setenta -House of Dark Shadows (con los personajes de Barnabas Collins y varios más de la serie), Night of Dark Shadows y Burnt Offerings- se convirtieron sin mucho esfuerzo en objeto de culto. Curtis no poseía la exhuberancia visual de Burton pero sí que sabía generar climas de suspenso, crear personajes memorables y marcar a sus actores como Dios manda. En lo suyo el hombre era un maestro. Por lo que se dice el verdadero impulsor de adaptar y aggiornar Dark Shadows para la pantalla grande ha sido Johnny Depp. No es casual que el actor aparezca en los créditos como productor. Al parecer Depp era un gran seguidor del show cuando niño y convenció a su amigo Burton de que se sume al proyecto. Después de todo ciertas características del programa se le ajustaban como anillo al dedo al viejo Tim. Y sin embargo, aún con tantos talentos confluyendo, Sombras tenebrosas es un producto dispar e ineficaz; ocurrente en sus mejores momentos, que son los menos, y demasiado desconcertante en los demás. La relectura de Burton presenta puntos en común con Beetljuice, el súper Fantasma pero se adivina detrás de su mano una indecisión fatal sobre cuál es el tono más apropiado para la historia guionada por el aún inexperto Seth Grahame-Smith. Las películas de Tim siempre conservan una cuota de extrañeza que sorprenden al espectador. La extrañeza que propone Sombras tenebrosas no es apta para ser compartida porque, en mi opinión, surge de una falla en el tratamiento de la línea argumental. Son muchos los problemas a considerar. Uno de los tantos es el escaso interés que provocan los personajes. Con buena voluntad se puede rescatar a Barnabas (un carismático Depp) y a Angelique (una sólida Eva Green) pero a los otros les falta densidad como para que nos preocupemos por ellos. No voy a descubrir nada si afirmo que son en su mayoría buenos intérpretes (y es un placer ver una vez más a la eternamente bella Michelle Pfeiffer) pero el libreto los ha abandonado a su suerte y hacen lo que pueden. Jonny Lee Miller debe ser el más perjudicado en ese sentido… En el siglo XVIII por un desplante amoroso la bruja Angelique lanza una maldición sobre su amado Barnabas, a quien convierte en vampiro no sin antes asesinar al amor de su vida, la bonita Josette. Encadenado por su Némesis, Collins pasa los siguientes siglos enterrado y fuera de circulación hasta que es liberado accidentalmente. Tras despacharse a varios obreros en un santiamén –lo cual es entendible, el pobre tipo no se alimentaba más o menos desde 1790-, Barnabas descubre que despertó en 1970 y que su mundo ya no existe. Los gags y humoradas que Johnny Depp despliega en este comienzo un tanto titubeante ya empiezan a hacer ruido y son el anticipo de lo que vendrá. El vampiro busca su mansión paterna y allí encuentra a sus descendientes (otra familia “muy normal”) preocupados por encontrarse en bancarrota como consecuencia de las malas artes de Angelique que no perdona pese al enorme tiempo transcurrido. Un ama de llaves idéntica a Josette volverá a torcer el destino de estos personajes, irremediablemente oscuros y apasionados… Como en toda obra de Tim Burton los rubros técnicos exceden la mera competencia: la fotografía del francés Bruno Delbonnel, la dirección de arte de Rick Heinrichs y el vestuario de Colleen Atwood merecen el más encendido de los elogios. Por su parte, el fenomenal compositor Danny Elfman (¿para cuándo un Oscar?) entrega una de sus mejores partituras tras una seguidilla de trabajos apenas pasables. La banda de sonido también es apabullante con canciones muy conocidas de la época y una divertida participación de Vincent Furnier (más reconocido por su alter ego, Alice Cooper; “la mujer más fea que jamás he visto”, de acuerdo a Barnabas) con su banda de rock. Mezclando fantasmas, vampiros y hasta hombres lobo, la errática Sombras tenebrosas se abusa de los componentes fantásticos y aunque se le rescatan pequeñas cositas en su conjunto no estimula ni convence…
Bourne con faldas Cuando su carrera parecía destinada a estancarse en el circuito de festivales y cine arte, Steven Soderbergh tuvo la astucia de correrse de ese sitial limitante para incursionar en el mainstream. Su primer intento (Un romance peligroso, 1998) fue un gran éxito y desde entonces no paró. Su estrategia de intercalar filmes de corte popular con otros más independientes y orientados a espectadores con inquietudes ha sido un ejemplo para otros realizadores aunque pocos han seguido su huella. Esa versatilidad vuelve a ponerse de manifiesto con La Traición, producto de acción que sirve de carta de presentación para la señorita Gina Carano, una atractiva morocha con experiencia en ese salvaje “deporte” denominado artes marciales combinadas. La Carano no lo hace nada mal pero pese al excelente plantel de actores (que deben haber cobrado un contrato muy inferior al habitual para colaborar con Soderbergh) y al profesionalismo de todos los involucrados, esta Haywire defrauda con ganas. Lem Dobbs escribió un guión confuso que no genera ningún tipo de interés cometiendo además la gaffe de no desarrollar ni mínimamente a sus personajes que se mueven como títeres. Y como tales los sacude la buena Gina a pura patada y golpes de puño porque la gran mayoría del reparto se enrola en la banda de los antagonistas. “¡Qué lindo ser mujer y fajar a los machistas de turno!”, podría ser el súperobjetivo de esta espía entrenada para machacar huesos casi sin transpirar la camiseta. Debido a todos los condicionantes de género que han existido desde siempre en Hollywood, se entiende que un rol como el de Mallory Kane sea por demás subyugante para las actrices. Claro, se trata de una inmejorable oportunidad para demostrar que pueden estar a la altura de los hombres y hacer lo mismo con igual prestancia. El asunto es que un rol tan duro y físico como el de Mallory –suerte de contrapartida femenina de Jason Bourne- no lo hubiese podido encarar cualquier figurita de moda en la industria. Soderbergh se encontraba en una disyuntiva: o elegir una actriz que fuera capaz de sacar afuera toda esa agresividad sin pasar vergüenza en el proceso; o bien lo que finalmente decidió: buscar una deportista fotogénica que se ponga la película al hombro y cuya interpretación no haga “ruido” al interactuar en escena con monstruos como Ewan McGregor, Michael Douglas o Michael Fassbender. Este objetivo el creador de Sexo, Mentiras y Video lo superó sin dramas. Gina se desenvuelve con cierta naturalidad para alguien tan inexperta y si su rostro no es el más expresivo del mundo hasta se siente lógico en un papel de estas características. En esto La Traición triunfa: veamos ahora en dónde fracasa… Una de las claves para enganchar al público radica en la habilidad con la que se planta y dosifica la información. La primera Bourne, aquella magnífica Identidad desconocida dirigida por Doug Liman, se ocupó impecablemente de introducir a su héroe y convertirlo en una figura empática. Cuanto más sabíamos sobre Bourne más lo entendíamos y lo apoyábamos en su búsqueda de la verdad. Era un personaje que iba descubriendo su pasado a la par que el espectador. La Traición es otra clase de filme de acción: comparte algunas cuestiones (una agenda oculta, asesinatos encubiertos, agentes entrenados para aniquilar a quien se les cruce en el camino) pero se decanta por una línea argumental tan obvia como la venganza. Mallory trabaja para una “compañía” especializada en todo tipo de “intervenciones”. Tras completar una misión en Barcelona que comparte con su colega Aaron (Channing Tatum), Mallory vuelve a ser requerida por su jefe directo, Kenneth (Ewan McGregor), para que viaje de inmediato a Irlanda. Su contacto allí es Paul (Michael Fassbender), colega de muchos recursos que desata un infierno al intentar asesinarla. Mallory no entiende por qué pero se ha convertido de un momento para el otro en el blanco de la misma organización que la empleó durante tres años... La trama de Lem Dobbs bordea lo ininteligible, los diálogos carecen de ingenio, el humor brilla por su ausencia y el oficio de Steven Soderbergh aún sólido (también acapara la dirección de fotografía y el montaje, ambos con seudónimo) no compensa la suma de debilidades aludidas. Los actores, todos ellos muy conocidos, están desaprovechados (a los ya mencionados agreguemos la presencia de Antonio Banderas, Michael Angarano, Bill Paxton y el francés Mathieu Kassovitz) y la música de David Holmes no se ajusta al registro que le exige más de una escena. El distanciamiento que provoca este hecho, sospecho no buscado, es el detalle que le faltaba para desbarrancar del todo a esta fallida propuesta clase “B” del por lo general atendible realizador de Traffic.
Un insulto a la nostalgia cinéfila Las tres primeras películas de Ridley Scott le hubiesen bastado para quedar grabado a fuego en la historia del séptimo arte. Los Duelistas, Alien: el Octavo Pasajero y Blade Runner causaron una honda impresión a fines de los setentas y comienzos de los ochentas. Todo lo realizado a posteriori por el inglés, famoso por su afán perfeccionista, ha quedado ensombrecido por el brillo de esos títulos. La nostalgia, tan cara al espectador de cine, sólo ha magnificado el impacto de esa fabulosa tríada fílmica convirtiéndola en objeto de culto a nivel mundial. Desde un plano meramente estético Alien quizás haya quedado un poco más rezagada que las otras (visualmente asombrosas) pero en mi opinión es la mejor de todas. Lo revolucionario del concepto en verdad era de una simpleza absoluta: trasladar al espacio la premisa de la casa tétrica que en su interior esconde un monstruo que ataca a sus ocupantes. Para la ocasión se reconvirtió la casa en una nave espacial, a las víctimas en tripulantes de una misión espacial y se cuidaron muchísimo los detalles sobre el origen del villano extraterrestre dando pie, sin saberlo en ese momento, al nacimiento de una mitología bellísima para la ciencia ficción de las últimas décadas. Luego de Star Wars no hay otra más importante. Años después llegaron las desparejas Aliens (El regreso), Alien³ y Alien: Resurrección que ampliarían con excelsa imaginación ese universo fascinante concebido por Dan O’Bannon y Ronald Shusett en el filme de Scott. A treinta y tres años de entregarnos su obra maestra, el mayor de los hermanos Scott vuelve al género que lo encumbrara con Prometeo, suerte de coletazo derivado de la saga Alien. Las expectativas depositadas en esta precuela van mucho más allá de la feroz campaña publicitaria emprendida por la Fox. Por eso duele el doble el resultado artístico: Prometeo es un fiasco no por tocar tangencialmente la mitología por todos conocida sino fundamentalmente por no haber sabido darle una coherencia a la historia que arranca en un tono filosófico/poético llamativo para ir desdibujándose de a poco. Es casi como si hubieran interferido los ejecutivos del estudio, más preocupados por darle a la gente “lo que la gente quiere ver” antes que respetar la visión de sus creadores (y estoy siendo generoso con esta teoría). La más de media hora inédita que quedó en la sala de edición tal vez aporte alguna claridad a esta inquietud al editarse el Director’s Cut en DVD. Por lo pronto es una pena que no se tomó el material con la seriedad que el proyecto merecía. Después de la experiencia con Lost cada vez que leo el nombre de Damon Lindelof en la ficha de alguna película francamente me pongo a temblar. El tipo arruinó (o ayudó a arruinar) una de las más fantásticas series que hayan existido jamás y me temo que ha hecho lo mismo con Prometeo (Jon Spaiths es el otro guionista copartícipe del delito). Lindelof sigue con la fórmula implementada en Lost: sembrar intrigas y acumular misterios que a la larga nunca se resuelven o lo hacen de manera insatisfactoria. Es evidente que al hombre, a quien respeto porque es un talento para atrapar incautos y domina indudablemente su métier, le importa más el viaje que el destino. Esto se observa con nitidez en el desastroso tercer acto de Prometeo, que anuda como puede todas las puntas argumentales que se fueron presentando y deja abierto el desenlace para la llegada de la secuela que se rumorea podría llamarse Paradise. Si se tomaran apuntes de todas las inconsistencias del guión podríamos escribir un libro. No son cuatro o cinco cositas sueltas por lo que es imposible dejarlas pasar. Si más allá de estos defectos la trama tuviera garra, escenas de acción y/o suspenso o al menos UNA secuencia que quede en el recuerdo podríamos negociar algo de piedad. Ni siquiera los personajes dan la talla en esta inflada producción que tampoco se destaca por la dirección de Ridley Scott. ¿Sólo una puesta en escena elegante y llevada a cabo con buen gusto? ¿Dónde quedó el genio con ínfulas de Kubrick? Si alguien lo sabe que me avise… Prometeo es el nombre de la nave espacial que transporta a un grupo de científicos y tripulantes de la Compañía Weyland con destino a un lejano planeta en el cual se sospecha reside el origen mismo de la humanidad. La protagonista es la Dra. Elizabeth Shaw (la sueca Noomi Rapace), que pese a ser una mujer de ciencia también cree en que hay algo más allá del plano físico. Como es habitual en estas misiones la supervisión técnica, además de la computadora de la nave, recae en un androide (interpretado por Michael Fassbender) aficionado al cine de David Lean. Liderando a todos en representación de la empresa se encuentra la fría Meredith Vickers (Charlize Theron) y la responsabilidad de que el Prometeo llegue a buen puerto depende del algo irreverente capitán Janek (Idris Elba). Además del marido de Shaw (Logan Marshall-Green), él mismo también un científico, tenemos varios personajes secundarios irrelevantes que no vale la pena enumerar aquí. El único personaje digno de mención por mérito propio es el anciano multimillonario Peter Weyland (Guy Pearce, irreconocible bajo una montaña de maquillaje y apliques prostéticos) que subvenciona la expedición por un motivo (supuestamente oculto) que a cualquier espectador se le puede ocurrir con sólo ver su caracterización. La obviedad en este aspecto es realmente imperdonable. El inquietante y hermético prólogo de Prometeo, lleno de imágenes suntuosas y paisajes de ensueño, debió prender una luz de alarma en nuestro cerebro pero por desgracia no lo hizo. Nos arrastraron de las narices a lo largo de toda la historia, como el burro que sigue la zanahoria, con la promesa de que la respuesta a la intriga planteada capa tras capa cubriría todas las necesidades del público. Una vez más ha quedado expuesto que detrás de todo el aparato de producción hollywoodense las películas requieren de un tratamiento y esmero artesanal para que den en el blanco. Caso contrario tenemos sólo una megaproducción a la que le sobra plata pero le faltan ideas, ingenio y una visión rectora que cohesione todos los elementos puestos en juego. A las pruebas me remito: Ridley Scott ya no está para estos trotes…
Una comedia que es yeta No es inusual que en la industria nacional se filmen bodrios insalvables y que sus responsables logren la proeza de estrenarlos en salas comerciales. Lo mismo podría decirse con respecto a la política del INCAA que permite que una película tan chapucera como Una Cita, una Fiesta y un Gato negro sea subvencionada con los fondos del estado. Nadie en su sano juicio después de leer semejante guión puede darle luz verde a un proyecto condenado al fracaso desde el vamos. La opera prima de Ana Halabe -que demuestra no estar a la altura de las expectativas que presupone cualquier debut- bordea el amateurismo en muchos momentos y sólo el oficio de sus actores evita que la experiencia sea aún poco menos penosa de lo que en verdad es. El concepto del Jettatore que ofrece este filme producido y coescrito por Horacio Maldonado (para quien Halabe suele ejercer como asistente de dirección) viene de lejos y sobran los antecedentes en el cine, el teatro y la televisión. Pensar que hace siete u ocho años fuimos muy rigurosos en la crítica a la ópera prima de Sebastián Borensztein La Suerte está echada, que con una premisa similar pecó de ambiciosa en su planteo provocando problemas estructurales y tonales indisimulables. Aquel excesivo relato con Gastón Pauls y Marcelo Mazzarello comparado con Una Cita, una Fiesta y un Gato negro es una genialidad por donde se la mire. Con sus fallas había una búsqueda, ideas y un sentido del humor inteligente que respetaba a su público. No era perfecta pero se notaba que detrás de las cámaras existía un creador con potencial. Nada de esto ocurre con Halabe que no se destaca como autora ni como realizadora y muchísimo menos como compositora (la música parece haber sido concebida desde una notebook personal: la precariedad aquí es extrema). No hay placer en pegarle pero los lectores merecen sinceridad y claridad: su trabajo no resiste el menor análisis. El reencuentro después de una década entre dos ex compañeras y amigas del colegio secundario es la historia que narra Halabe con más torpeza que convicción. Gabriela (Julieta Cardinali) es la propietaria de una pinturería y Felisa (Leonora Balcarce) también está vinculada al rubro ya que es dueña de una fábrica de pinturas. El conflicto pasa por los malos recuerdos que guarda Gabriela de su ex mejor amiga a quien considera irracionalmente mufa. La sorpresiva reaparición de Felisa en su vida desata una miríada de calamidades que parecieran ratificar sus peores temores: la chica es un Jettatore hecho y derecho. Tras ser asaltada en su lugar de trabajo, quedar en descubierto en el banco por un embargo de la AFIP, sospechar de una infidelidad de su marido (Fernán Mirás en un papel de cinco minutos) y ser reprendida por el director de la monopólica franquicia (interpretado por un patético Roberto Carnaghi) que le aporta la materia prima para su negocio, Gabriela comienza a elucubrar un plan para que la mala suerte que irradia Felisa quizás pueda ser utilizada en beneficio propio… No hay nada más triste que una comedia que no contagia alegría, energía, risas o una simple sonrisa. En la privada para prensa de la película no se escuchó ni siquiera una carraspera. En el final, aún con la sala a oscuras, se oyó una voz anónima que musitaba amargamente: “No puedo creer que esto es un largometraje”. ¿Honestamente? Yo tampoco…
No soy de aquí, ni soy de allá Tras un parate profesional de dos años Richard Gere vuelve a hacerse presente en la cartelera porteña con Misión secreta, un thriller de espionaje tan entretenido como discreto que en su país de origen sólo cosechó críticas negativas. Pero así son los colegas del hemisferio norte: redimen bodrios y entierran películas que no siempre lo merecen. Misión secreta es la opera prima del cotizado libretista de Hollywood Michael Brandt (El Tren de las 3:10 a Yuma, Se busca) quien junto a su habitual socio Derek Haas también se ha encargado de escribir el guión. En general no ha hecho un mal trabajo pero algunas decisiones arriesgadas sobre la información que se le brinda al espectador quizás lo hayan perjudicado más de lo esperado. Es un producto no particularmente brillante que ganará puntos al trasladarse al ámbito doméstico: por sus características la pantalla chica le sienta mejor que la grande. Richard Gere, siempre atlético y pintón aún a sus sesenta y pico de años, entrega en este filme uno de esos roles ambiguos que tan bien le salen. Su papel del espía retirado de la CIA Paul Shepherson entra en perfecta sintonía con algunas de sus actuaciones más recordadas (Sospecha mortal, Justicia a cualquier Precio, Corresponsales en peligro), aquellas en las cuales los dobleces morales de sus criaturas sacuden un poco la modorra. La historia de Misión secreta da cuenta de la persecución a un reaparecido asesino ruso apodado Cassius que encabeza Shepherd junto al más joven agente Ben Geary (Topher Grace). El asesinato de un senador con el modus operandi de Cassius obliga al Director de la CIA Tom Highland (Martin Sheen) a sacar del ostracismo a Shepherd que descree de la identidad del responsable. Y motivos no le faltan: él mismo asegura haberlo matado un cuarto de siglo antes. Del argumento no conviene adelantar nada más para no revelar detalles esenciales para el desarrollo de la trama. Que, aclarémoslo de entrada, es previsible como pocas pero, de todos modos, se sigue con interés gracias al oficio de todos los profesionales que colaboraron con Brandt: el montaje, la fotografía y la banda sonora son realmente de primer nivel. Durante los primeros minutos de película nos ponen en situación sobre el estado de la política exterior de los Estados Unidos (no olvidemos que esto es ficción, no un documental). En una entrevista para la TV. el senador por Nueva York Morris Friedman asegura que debido a la obsesión con Medio Oriente se ha descuidado a un país como Rusia que ha vuelto a las andadas con el lanzamiento de un programa nuclear. Cuando se le retruca a Friedman que sus declaraciones sólo responden a la necesidad de conseguir un presupuesto para el senado, éste redobla la apuesta aseverando que en la actualidad Rusia tiene diez veces más agentes infiltrados en suelo norteamericano que durante la Guerra Fría. Y esta aparentemente temeraria réplica tendrá su argumentación a lo largo del filme dejando plasmada aquella famosa letra de Facundo Cabral que rezaba: “No soy de aquí, ni soy de allá; no tengo edad, ni porvenir…”. Tampoco es nueva la premisa del agente durmiente que es activado quizás muchos años después cuando ya ha formado una familia y debe forzosamente abandonar a todos sus seres queridos (pues ha aprendido a amarlos) para cumplir con sus obligaciones para con su país natal. Misión secreta reincide sobre esta temática sin grandes alardes de nada. La dinámica entre Gere y Grace es creíble, hay escenas de acción competentes, momentos de tensión razonables y un final con una vuelta de tuerca no muy inesperada que sin embargo no decepciona. El elenco es variado: Martin Sheen, Stephen Moyer (el vampiro Bill de True Blood), Tamer Hassan, Chris Marquette, la bella Odette Yustman y la más bella aún Stana Katic (Castle) cumplen roles breves pero bien matizados. La desafortunada idea de desenmascarar al asesino ante el público apenas media hora después de iniciada la cinta le cuesta caro a Brandt. Con ese dato jugando a su favor Hitchcock se hubiese hecho una fiesta. Las botas del Maestro nunca fueron tan grandes, amigos. Brandt no da la talla ni rellenándolas con bolitas de papel…
Imposible reírse Una de las películas más sobrevaloradas por la crítica y el público de los últimos tiempos ha sido sin lugar a dudas Muerte en un Funeral (2007), comedia negra dirigida por un experto en el género como Frank Oz pero pésimamente escrita por Dean Craig. Sólo la aparición fulgurante del enano Peter Dinklage (en boga por estos días gracias a la serie de HBO Game of Thrones), toda una revelación por aquel entonces, merece ser recordada en una obra que pese a su ADN británico coqueteaba demasiado con el humor escatológico y ramplón de los yanquis. Fue tan inmenso el impacto de este título a nivel mundial que Hollywood, verdadera usina del copy paste a la hora de recrear éxitos ajenos, no demoró en rodar su propia versión del film con la particularidad de que buena parte de su elenco estaba compuesto por afroamericanos. Dinklage repetiría su rol de amante despechado para continuar explotando uno de los roles más bizarros de la historia del cine. El mal gusto de Muerte en un Funeral parecía muy difícil de superar pero debo reconocer que Los Padrinos de la Boda, la nueva ¿comedia? guionada por Dean Craig, ha batido todos los récords en ese sentido. Con esta coproducción entre Inglaterra y Australia se confirman mis peores temores: el género no logra dar señales de vida y siempre se puede caer un poco más bajo… Con Los Padrinos de la Boda todo lo que podía salir mal ha salido peor que mal. No es raro que nos encontremos con engendros fílmicos de toda clase y pelaje pero sorprende que suceda con una película australiana. Pensar que hubo una época que cualquier obra procedente de Oceanía llegaba a nuestro país precedida por un halo de prestigio. Claro, era la época de oro de realizadores talentosos como Peter Weir (La última ola, Gallipoli), Bruce Beresford (La fiesta de Don, Después de la emboscada), Paul Cox (Mi primera esposa), Colin Eggleston (Fin de semana mortal), Russell Mulcahy (Destructor), George Miller (la trilogía de Mad Max), entre muchos otros. Stephan Elliott, el impresentable director de Los Padrinos de la Boda, sólo cuenta en su haber con Las Aventuras de Priscilla, Reina del Desierto como antecedente válido. Y entrega aquí exactamente un manifiesto sobre todo lo que NO hay que hacer al filmar una comedia de enredos. Se suele decir que un mal guión no puede ser mejorado ni por el más dotado de los cineastas. ¿Qué nos queda, entonces, cuando ambos son deplorables? Dean Craig es un guionista que por el sólo hecho de acumular situaciones anecdóticas mechadas con gags estúpidos cree que está cumpliendo con su trabajo. Craig confunde gracia con golpes bajos y nunca se detiene a reflexionar sobre la sarta de barbaridades que se le ocurren. Lo que se le cruza por la cabeza el tipo lo escribe sin filtro alguno. Recursos soeces como la purga al carnero (que le gana por afano al personaje que se defeca encima en Muerte en un Funeral) seguramente quedarán en alguna antología que recopile escenas de un mal gusto atroz. Si provocara una miserable sonrisa al menos habría un mínimo atenuante pero la comedia no encuentra nunca el rumbo. A diferencia de la gran mayoría de los exponentes del género Los Padrinos de la Boda genera rechazo e indignación. Ni las actuaciones se salvan. Duele mucho ver involucrada a la otrora bellísima Olivia Newton-John (todavía se le reconocen las facciones pese a las cirugías estéticas) en este papelón descomunal. Olivia, no obstante, es lo más rescatable que tiene para ofrecer la película. Está sobreactuada, es cierto, pero parece ser la única que se divierte con el papel que le tocó. Distinto es el caso de los demás actores, incómodos y sin saber muy bien para donde correr: sus personajes jamás fueron debidamente elaborados por un libro insensato a más no poder. Xavier Samuel es el novio que invita a sus amigos ingleses a su casamiento en Australia. Estos energúmenos interpretados por Kris Marshall, Kevin Bishop y Tim Draxl son todos personajes sin relieve y francamente insoportables. Laura Brent es la novia que lentamente se resigna a que toda la ceremonia se vaya al diablo debido a las salvajadas de los amigotes de su media naranja. Rebel Wilson, su regordeta hermana, afirma ser lesbiana para molestar a papito (Jonathan Biggins), un senador que tiene como amuleto de la suerte a un carnero llamado Ramsy. La esposa del funcionario es Barbara (Newton-John), mujer insatisfecha dispuesta a todo luego de esnifar unas líneas de cocaína. Y por ahí también anda Ray (Steve Le Marquand), un dealer con tendencias homosexuales tratando de recobrar una fortuna en drogas que los chicos por error se llevaron de su casa. Ante este panorama sólo queda por rogar que el final llegue lo antes posible. Agobiado por el pesimismo de pronto descubro luz en la oscuridad: la sublime versión de la canción de Meat Loaf "Two out of three ain’t bad" que interpreta la banda de la fiesta se convierte en el único atisbo de buen gusto en los 97 minutos de metraje. Si esta crítica fuera un telegrama se leería así: Imposible reirse STOP Imposible identificarse STOP Imposible entretenerse STOP Imposible FULL STOP
Si te he visto no me acuerdo Pese a que las comedias románticas ya no son lo que solían ser mientras sigan existiendo esas almas cándidas y blancas que lloran como magdalenas de acuerdo a los avatares que atraviesan las parejitas de rigor para llevar su amor a buen puerto, relatos como la película que nos ocupa seguirán generándose por los siglos de los siglos. La cuestión es que después de tantas historias de romances truncos que hemos conocido, la posibilidad de ofrecerle algo nuevo a la audiencia roza el milagro. Y, como podrán imaginarse, Votos de Amor no se acerca a esa categoría de ningún modo. ¿Cuál es la premisa de esta opera prima de Michael Sucsy? Un recurso inmemorial, el nunca bien ponderado conflicto del amnésico (amnésica para el caso) que debido a un accidente de tránsito olvida todos los años que compartió con su media naranja a quien confunde con un médico al despertar en el hospital. Ya con este planteo el melodrama (aunque a posteriori no lo sea tanto) se frota las manos anticipando lo que está por venir. Por desgracia otro tanto sucede con el espectador pero habrá quienes no lo vean como un problema sino apenas como una constante más del género. Para ellos está dirigida esta obra inspirada en sucesos presuntamente reales (hasta nos muestran la foto del matrimonio afectado antes de que pasen los créditos) entre cuyos guionistas aparece Jason Katims, el creador de la serie de culto Roswell. Con todas sus limitaciones a cuestas, ¿cuál puede ser el secreto del éxito de este filme que sorpresivamente encabezó la taquilla en EE.UU. durante el pasado mes de febrero? Es sencillo de establecer: la química entre sus actores principales. Ella, Paige, es la simpática y desenvuelta Rachel McAdams; y él, Leo, es interpretado por el inexpresivo ex modelo Channing Tatum. Entre los dos se potencian pero, también es justo decirlo, son los únicos personajes de interés ya que los secundarios realmente apestan. Ni siquiera buenos actores como Sam Neill (odioso como de costumbre: al irlandés/neozelandés lo encasillaron hace rato) y Jessica Lange sacan las papas del fuego. Scott Speedman como el tercero en discordia no debe tener más de tres o cuatro apariciones y los amigos de la pareja entran y salen de escena sin que lleguemos nunca a conocerlos demasiado. Ignoro si esta decisión fue tomada para no eclipsar a Tatum y McAdams o si la causa hay que buscarla por el lado de la impericia de sus hacedores (creadores suena demasiado ambicioso para lo que es el producto final); lo cierto, en definitiva, es que la trama se concentra exclusivamente en esos roles y desatiende al resto de mala manera. Cualquier comedia o drama de tono romántico que se precie de tal -hay decenas de ejemplos para citar-, les encuentra su lugar a estos confidentes, ayudantes o antagonistas que le dan relieve a la relación de los protagonistas. En Votos de Amor estos personajes no cumplen una función concreta con la excepción, quizás, de la asistente de Leo en el estudio de grabación (que de eso vive el hombre). Una de las tantas amistades de la pareja es la bella Jeananne Goossen, que al igual que Sam Neill y Wendy Crewson (la doctora de Paige) han compartido set en la serie de TV Alcatraz. ¿Les harán precio por paquete? Qui lo sa… Si Votos de Amor sobrevive al visionado de un ojo entrenado es sólo porque la idea que vende es tan fuerte y emotiva que compensa la pobreza de su ejecución. ¿Quién no es capaz de identificarse con un Leo desesperado por recuperar a su amor perdido tras ser testigos en las primeras escenas de la profundidad de su vínculo con Paige? Aún un intérprete con escaso registro técnico como Channing Tatum logra transmitir esa angustia y generar el feedback emocional indispensable para que una película de estas características funcione. Previsible, chata, sin vuelo: podríamos enumerar estos y otros adjetivos calificativos negativos y sin embargo, aunque parezca contradictorio, el filme cumple su propósito de aflojar las conjuntivas y proyectar en quien lo acepte la simple noción de que el amor todo lo puede. Básica pero concreta, la propuesta al menos no ofrece gato por liebre y no se estira más allá de la cuenta. Al que le alcance con esto que lo intente…
Las paradojas de un filólogo erudito Hay que empezar diciendo que si hoy podemos ver en una sala de cine de la Argentina el interesante filme de origen israelí Pie de página, es gracias a la nominación al Oscar que este trabajo del autor y realizador Joseph Cedar tuviera en la última edición del ya harto discutible premio otorgado por la Academia de Artes y Ciencias de Hollywood. Precedida por elogiosas críticas y un exitoso desempeño en el Festival de Cannes del año pasado (por el que Cedar obtuvo el lauro al Mejor Guión), la película quizás desconcierte un poco a quien no esté más o menos a tono con la cultura y la idiosincracia del pueblo de Israel; aunque también es de destacar que los conflictos que arrastran sus personajes son de una universalidad evidente. En todo caso, se trata de una experiencia cinematográfica más que atendible y no solamente circunscripta a la colectividad residente en nuestro país. Pie de página narra con meticulosidad lo que sucede cuando por el lamentable error de un burócrata se le notifica al veterano Profesor Eliezer Shkolnik (formidable máscara de Shlomo Bar-Aba), investigador incansable del Talmud, que ha sido seleccionado por un jurado de académicos para recibir el premio Israel, el más trascendente dentro de su actividad; cuando el destinatario es en verdad su hijo Uriel (Lior Ashkenazi, excelente), catedrático experto que comparte la misma pasión que su padre con el que rivaliza por traumas de la infancia y diferencias profesionales (casi ideológicas podría afirmarse). La confusión queda explicitada cuando los integrantes del jurado le explican a Uriel lo acontecido y le piden consejo sobre cómo obrar de ahí en más para no ofender a Eliezer… Uriel, esposo devoto (por cobarde, no por leal según su ácida esposa) y consternado padre de cuatro (especialmente por el hijo mayor que no demuestra inquietud por trabajar o estudiar), reprueba la decisión del presidente del jurado (quien es un adversario histórico de Eliezer) de respetar a rajatabla la votación que lo dio como ganador en detrimento de su padre. Uriel sospecha que una vez informado del desgraciado episodio la relación con su progenitor, que de por sí ya cuelga de un finísimo hilo, ha de quedar irremediablemente deshecha. Por ende, en su encendida defensa de los méritos académicos de Eliezer (que abarcan más de tres décadas de investigador de la literatura rabínica), subyace tal vez la última esperanza de una posible reconciliación familiar. Pero la soberbia y la pedantería del sexagenario, sumadas a un carácter severo que bordea el autismo, se ponen una vez más de manifiesto sembrando una duda tremenda en Uriel que debe enfrentarse a sus propios demonios. ¿Qué pesa más en un hombre? ¿Su integridad moral o su ambición personal? Habrá tantas respuestas como cabezas pensantes existan pero está claro que la película, a través de las acciones de los personajes, no elude una respuesta concreta. Y no es una obvia ni precisamente condescendiente por parte de Cedar, que demuestra ser un exacto dramaturgo y un muy buen director de actores. Con una música demasiado volcada a la comedia -Pie de página no lo es pese a ciertos toques de humor irónico que se deslizan aquí y allá-, la historia va creciendo en dramatismo y consistencia con un soberbio uso del montaje en los tramos finales de este personalísimo relato que no encandilará a quienes estén acostumbrados a los rutinarios productos venidos de Hollywood pero sin dudas sabrá captar la atención del sufrido cinéfilo argentino, siempre a la pesca de este tipo de manjares fílmicos foráneos…
De lobos y hombres En El Líder conviven dos fuerzas antagónicas que confunden al espectador. Una de ellas es de carácter interno dado que involucra de manera directa a John Ottway, su protagonista, un hombre sin esperanzas ni futuro que vive más anclado en el pasado que en un tortuoso presente. A través de este personaje y, desde ya, de la empática actuación del gigantesco (literal y figurativamente hablando) Liam Neeson, el director y coguionista Joe Carnahan expresa sus inquietudes místicas, filosóficas y humanistas. Estos dilemas morales que Ottway sobrelleva con entereza pero también con mucha angustia, ya estaban subrayados aún antes de la prueba definitiva a la que lo somete el Destino (o Dios, o la causalidad, o como quieran Uds. llamarlo): sobrevivir a un accidente de avión en una inhóspita región de Alaska junto a otros pocos desgraciados compañeros de la compañía petrolera para la que trabajan. Por si no alcanzara con las inclemencias del tiempo y la indefensión ante la falta de refugio, abrigo adecuado y comida (la ayuda puede demorar días o semanas si es que alguna vez llega) el grupo debe lidiar con una manada de lobos que los acosa una y otra vez por haber ingresado a su zona de caza. Y aquí entramos a la segunda fuerza que mencionaba al comienzo de esta nota: la historia del enfrentamiento -al estilo gato y ratón- entre hombres y bestias (aunque en ocasiones los primeros igualan a los segundos en salvajismo) que van provocando bajas inevitables con el correr de los minutos. La fricción entre el existencialismo desesperado que le otorga Carnahan a Ottway (y por ende al filme) y los ataques efectistas de los lobos no encuentra nunca un tono convincente. Es como si Carnahan hubiese estado viendo la espléndida filmografía de Terrence Malick para luego preguntarse: ¿qué haría Malick con un material como éste? Y lo intenta, lo intenta con ganas, pero el guión es de una elementalidad tan grande que se queda en la cáscara. Una melancolía de cartón pintado con fondo gris, golpes de efectos sonoros y unos versos supuestamente poéticos que Ottway recita en off cada vez que la muerte ronda cerca… El Líder traza analogías claras entre lobos y hombres: en ambos bandos hay un macho alfa y otro omega a los que siguen los demás. Claro que los sobrevivientes están en inferioridad numérica y “jugando” de visitantes en el peor escenario posible: temperaturas de 40º bajo cero, nieve copiosa, viento ululante, etc. Para agigantar las diferencias a los animales se los ha caracterizado como criaturas casi sobrenaturales. Una idea que en la práctica no funciona y después de todo tampoco era necesaria. Así como se retacea lógicamente la figura de los lobos sobreabunda la presencia en escena de sus rivales humanos. Que podrán ser encarnados por buenos actores –en particular, Dermot Mulroney- pero cuya carnadura deja bastante que desear. Teniendo en cuenta que los trabajadores de la refinería son, en palabras de Ottway, “ex convictos, fugitivos y vagabundos”, se podrán imaginar que los personajes son un cúmulo de estereotipos. Y como tal deja que se anticipen sus reacciones media hora antes de que ocurran. Pero no es todo negativo. La película si triunfa es en la elección de los escenarios naturales, la correcta utilización de los valores de producción (a cargo de los hermanos Scott, Ridley y Tony) y las bellas imágenes del director de fotografía Masanobu Takayanagi. Si bien el ritmo se resiente por la duración excesiva y las ínfulas líricas de un realizador que no está todavía para estas cosas, El Líder tampoco es algo para despreciar (aunque en lo personal esperaba mucho más). Se advierte que tras los créditos queda una breve escena (que dicho sea de paso podría omitirse sin problemas).