No quiero una novia pechugona Zoe Kazan no porta un apellido que pase desapercibido para los amantes del Hollywood clásico. La actriz y autora de Ruby, la chica de mis sueños es ni más ni menos que nieta del legendario Elia Kazan (1909-2003), un auténtico prócer del cine y el teatro pero muy discutido luego de ceder a la presión ejercida por el Comité de Actividades Antiamericanas y delatar a ex compañeros del Partido Comunista durante los años del macarthismo (1950/1956) para poder seguir trabajando en el ambiente. Recordemos que al recibir el Oscar honorífico en 1999 parte del público –directores, actores, productores, etc.- se manifestó en contra de este premio. Kazan había sido uno de los creadores del Actor’s Studio (1947), había lanzado a Marlon Brando al estrellato en Un Tranvía llamado Deseo (1951) y era uno de los más distinguidos realizadores de su época tras rodar películas tan famosas como Viva Zapata! (1952), Nido de Ratas (1954), Al Este del Paraíso (1955) o Esplendor en la Hierba (1960). A posteriori su carrera se vería afectada por el fantasma del episodio ocurrido durante la caza de brujas volcándose de lleno a la literatura desde fines de los setenta. El hijo de Elia, Nicholas, no heredó el talento de su progenitor y se ha destacado básicamente como guionista siendo su título más recordado Mi Secreto me condena (Reversal of Fortune, 1990), de Barbet Schroeder. Con tan ilustres antecedentes en la familia, Zoe Kazan no tenía una misión sencilla al escribir su primer guión: la comparación con papá y el abuelo no tardaría en formularse. Para ser moderadamente buenos digamos que el desafío ha sido superado con dignidad. Ruby, la chica de mis sueños no es un trabajo brillante pero al menos desarrolla su historia correctamente y con ingenio suficiente para conformar a los adeptos al cine independiente (término genérico que cada día me gusta menos). Ruby Sparks (Zoe K.) es el fruto de la imaginación del escritor veinteañero Calvin Weir-Fields (Paul Dano), quien se encuentra bloqueado e imposibilitado de continuar ejerciendo su oficio. Tras su debut sensacional en la ficción a los 19 años con una novela que la crítica consideró a la altura de El Guardián en el Centeno, de J. D. Salinger, Calvin apenas pudo finalizar un puñado de cuentos. Su editorial lo apura para que entregue material nuevo pero el solitario joven es incapaz siquiera de llenar una página. Para intentar ayudarlo su terapeuta, el Dr. Rosenthal (¡piedra libre para Elliott Gould!), le sugiere que se ponga a escribir sobre una chica que aparece en sus sueños. Calvin se obsesiona de a poco con su personaje, le inventa un nombre, un pasado, una psicología y un tipo físico muy específico (a diferencia de Horacio Fontova él no quiere una novia pechugona que sea maciza). Hasta que un buen día Ruby se materializa en su casa. Calvin diseñó a su mujer ideal y sabe Dios cómo –más allá de lo literario hay aquí algo de La Rosa Púrpura del Cairo y también de otros filmes, como por ejemplo Más extraño que la Ficción o Ciencia loca- ella se hizo presente para hacer realidad todos sus sueños. Para modificar o torcer cualquier atisbo de desencuentro entre ambos basta que Calvin redacte unas líneas con su máquina de escribir para que la situación se destrabe en su beneficio. Entre Ruby y una muñeca inflable hay diferencias pero de acuerdo a la manipulación a la que es sometida la chica, después de todo no parecen tantas. Por lo demás, el filme de los directores Jonathan Dayton y Valerie Faris (los de Pequeña Miss Sunshine) cuestiona con sentido común la naturaleza de las relaciones de pareja y llega a conclusiones bastante desalentadoras que lo serían todavía más de haberse mantenido menos permeables a las convenciones de la comedia romántica más tradicional. La historia, aún con sus reminiscencias a otras obras, remueve zonas oscuras de la psiquis humana que por ahí el espectador de a ratos olvida en favor del más trillado relato amoroso. Pero que siguen estando allí como trasfondo. Por eso hace tanto ruido ese falsamente tranquilizador epílogo donde todo pareciera empezar de nuevo. Claro que Calvin ya sabe que ni siquiera controlando las emociones de su novia a través de lo que le dicta al papel es capaz de mantener un vínculo sentimental sin arruinar las cosas. Un muchachito patético que no quiere estar solo pero que tampoco saber estar acompañado. Un caso de diván para toda la vida. El Dr. Rosenthal nunca pasará hambre con este paciente. Zoe Kazan como actriz luce simpática, por momentos encantadora en un rol al que una especialista en personajes freaks como Zooey Deschanel (cuya madre Mary Jo Deschanel cumple un papel secundario) seguramente le hubiese brindado una cuota extra de desparpajo y locura. No obstante, Zoe está genial en algunas secuencias. Particularmente en aquella donde no puede despegarse de Calvin y lo acompaña colgada del cuello para todas partes. Paul Dano, novio de la actriz en la vida real, tiene sus puntos fuertes y débiles pero en general logra que la película funcione. En roles secundarios aprueba con creces Chris Messina como el hermano primero descreído y luego atónito de Calvin. Y por ahí andan también Annette Bening como la madre y Antonio Banderas como el padrastro del muchacho. La silla espantosa de madera que este último construye con sus propias manos y le regala al escritor suponemos que no implica ninguna alusión personal al nivel interpretativo del elenco. ¿O sí, Steve Coogan? Mejor lo dejamos ahí…
La cadena nacional da más miedo Con La Aparición la productora Dark Castle Entertainment ha tocado fondo. El sello fundado por Joel Silver junto a Robert Zemeckis y Gilbert Adler a fines de los noventa intentó recrear algunos clásicos del cine de terror de las décadas del 50 y 60 aggiornándolos para el público joven de hoy. Casi 15 años después podemos afirmar que el trío ha fracasado. De su producción sólo se salvan los dos primeros filmes del catalán Jaume Collet-Serra (La Casa de Cera y La Huérfana) y uno ajeno al registro que abrazaran con tanto entusiasmo: el drama criminal RocknRolla, del hiperquinético Guy Ritchie. Todos los demás oscilan entre la mediocridad (Prueba de fe, En compañía del miedo, Terror en la Antártida, etc.) y una insulsa corrección en el mejor de los casos (La Casa en la Montaña embrujada). La Aparición acaba de reconfigurar la categoría de “película mala” para desdicha de quienes, engañados por el trailer o tal vez mal informados, vayan despreocupadamente a verla. No estamos hablando solamente de una deplorable obra del género sino y, fundamentalmente, de una de las películas más lamentables que se hayan estrenado jamás en una sala comercial. Y esto no es un aserto temerario e irreflexivo: la ópera prima del impresentable Todd Lincoln supera la peor pesadilla del más conformista de los espectadores. Que un guión hueco y directamente estúpido como el que escribió Lincoln sea aprobado por alguien (llámese un ejecutivo de la Warner o alguno de los experimentadísimos productores de la Dark Castle) ya es algo incomprensible para cualquier mortal. Si tenemos en cuenta que La Aparición dura 82 minutos y que si le eliminamos los créditos (increíbles esos inserts que metió Lincoln sin ton ni son… ¡madre mía!) apenas si araña los 75, ya podemos hacernos una idea de lo poco y mal desarrollado que está el asunto. Porque el éxito artístico de un emprendimiento de estas características no depende nada más de una idea argumental original (ya está todo inventado y contado un millón de veces), que aquí obviamente no se observa, sino de un tratamiento audiovisual y narrativo inteligente, que proponga un entretenimiento sagaz haciendo participar activamente al público. Y, por tratarse de un exponente del género, capaz de generar desasosiego e instancias de tensión a través de su puesta en escena. Lo único que le transmite La Aparición a la platea es un profundo aburrimiento y una creciente indignación al percatarnos de la ineptitud de un producto que no aprobaría ni siquiera como un directo a DVD. La Aparición es una historia que atrasa. Cuando los europeos continúan con su saludable búsqueda de nuevos rumbos a través de realizadores como Pascal Laugier (Martyrs) que desafían la imaginación de los fieles seguidores del terror cinematográfico, la producción estadounidense retrocede casi una década y media para reeditar a su manera la corriente del J-Horror (¿recuerdan Ringu, Dark Water o Kairo?). Otra vez los espíritus, otra vez los fantasmitas (peludos o pelados) volviendo locos a los personajes y exasperando a propios y extraños con su reiterativa batería de efectos a esta altura ya hiper gastados. Para empeorar aún más las cosas a partir del estreno de El proyecto Blair Witch (1999) se instauró en Hollywood el recurso del falso documental que con la excusa del found footage concatenó una cierta cantidad de filmes rodados cámara en mano, con muy poco presupuesto y, lo que es peor, nada de ingenio para explotarlos con un criterio mínimo. La trama, que de alguna manera hay que denominar lo que se proyecta, arranca justamente como si estuviéramos en presencia de otro mockumentary a lo Actividad Paranormal (que es una obra maestra y parece dirigida por Spielberg en comparación). En ese prólogo ambientado en 1973 nos muestran -con una torpeza equiparable a la de un estudiante de cine de primer año... o peor- un experimento parapsicológico que atrae a una entidad del más allá (sea esto lo que sea). Corte abrupto y estamos en tiempo presente con un grupo de científicos (?) liderados por Patrick (Tom Felton, el Draco de la saga de Harry Potter) intentando repetir la experiencia pero esta vez canalizando la energía con toda clase de equipos de última generación. Algo sale mal y tras una elipsis la acción se concentra en uno de los miembros del equipo, el galancete Ben (Sebastian Stan), que se muda a una casa de los suburbios junto a su novia estudiante de veterinaria, Kelly (Ashley Greene, vista en la saga Crepúsculo). En esta amplia residencia generosa en confort, la pareja empieza a vivenciar diversos fenómenos paranormales que son presentados con un grado de amenaza inexistente. Tampoco hay una elaboración razonable en el armado de las escenas: ¡a Todd Lincoln ni siquiera se le ocurrió utilizar golpes de efectos para darle un poco de vida a su mustia película! El sobresalto violento generado mediante la mezcla de sonido y música es reprobable en el género porque brota de forma antinatural. Es un sistema 100% artificial de crear una emoción. Lincoln es tan poco idóneo para este trabajo que ignora el método. No lo sabe hacer por izquierda y tampoco por derecha. Zemeckis debería sentarlo en un banco y enseñarle las bondades de un elemento clave que ningún realizador debería desconocer si pretende que lo sigan contratando: responde al nombre de curva dramática y si no tenés una noción de cómo emplearla terminás entregando un papelón como este simulacro de película de terror. La Aparición da miedo, sí, pero por los motivos equivocados…
Las piñas las recibe el cine Los filmes familiares de TELEFE siempre han sido un desprendimiento del riñón televisivo de una empresa que seguramente entiende mucho de negocios pero bastante poco de cine. La llegada de La Pelea de mi Vida a la cartelera no hace más que agregar otro eslabón a una cadena interminable que tuvo por un largo período a Guillermo Francella como un imán irresistible para atraer en masa a un target sensiblemente más conformista que aquel que concurre a una sala comercial con regularidad. Con Francella abocado a proyectos más consistentes (un afortunado efecto colateral del Oscar que ganó El Secreto de sus Ojos) y con uno de sus realizadores más aciagos -el inimputable Rodolfo Ledo- llamado a silencio desde hace unos años, el canal asociado con la nunca confiable Argentina Sono Film apostó a varias figuras reconocidas de la pantalla chica (Mariano Martínez, Lali Espósito, Agustina Lecouna, etc.), a un director consagrado con productos de Pol-Ka (Jorge Nisco) y a una temática masticadita que como suele ocurrir en nuestro país tiene como modelo a una o más películas estadounidenses. En este caso podría tratarse de una mezcla entre El Campeón (The Champion, 1979), Gigantes de Acero (Real Steel, 2011) y Halcón (Over the Top, 1986), aquella historia con Sylvester Stallone luchando a brazo partido (chistonto: recordemos que la peli es sobre un campeonato de pulseadas) para ganarse el amor, el respeto y, ya que estamos, la tenencia de su hijo. La Pelea de mi Vida carece de sorpresas o novedades con la sola excepción de su formato 3D. ¿Además de encarecer el valor de la entrada cumple con alguna función dramática? No en verdad. Nisco lo utiliza básicamente para arrojar objetos sobre el lente de la cámara con una torpeza irritante. La persecución a Mariano Martínez ambientada en Medellín y con el actor tratando de escapar de sus perseguidores tirándoles lo que se le cruza en el camino (¡hasta frutas y verduras!) provoca poco menos que vergüenza ajena. La subjetiva de los personajes con el agregado del efecto 3D -en el cual esos elementos se le vienen encima al público- debe estar entre lo más ridículo que se haya visto jamás en una producción de estas características. Los contados momentos que justifican este costoso proceso fílmico son tan básicos e innecesarios como la película que los contiene. La Pelea de mi Vida quedará en los anales de la industria local como uno de los primeros intentos por aprovechar una movida comercial que ha atraído mucha gente nueva al cine aunque está más que claro que en dos meses nadie podrá recordarla por méritos propios (ni siquiera como producto pochoclero). Alex (Mariano Martínez) era un joven y prometedor boxeador cuando abandonó la Argentina tras perder ignominiosamente una pelea (con resabios del enfrentamiento entre Evander Holyfield y Mike Tyson). No sólo dejó la tierra en la que nació sino también a todos sus afectos, entre ellos su entrenador Don Rolo (interpretado por un Emilio Disi impecable que emociona en el reencuentro con su pupilo: ¿la mejor escena a nivel actoral de toda su carrera?) y a su novia que se encontraba embarazada sin que él lo supiera. Luego de diez años de destierro en Colombia Alex regresa a casa para descubrir, con asombro, que no sólo posee un hijo sino que su ex amada ha fallecido y al chico lo está criando un antiguo rival de la Federación de Box, el campeón del mundo Bruno “El Potro” Molina (digna actuación de Federico Amador). Decidido a recuperar su lugar, Alex conoce al pequeño Juani (Alejandro Porro) y a su niñera, la bonita Belén (Lali Espósito), de la que obviamente queda prendado. Mientras asciende en su carrera velozmente (como sólo la nunca bien ponderada secuencia de montaje es capaz de resumir con tanta eficacia), Alex le revela a Juani su identidad lo cual termina enfrentándolo con Bruno en la vida y después en el cuadrilátero. Ya entramos en el terreno del clímax donde Nisco demuestra sus mejores armas como realizador, procurando elevar a la historia –al menos en esos minutos- de la chatura televisiva que es moneda corriente en los proyectos de TELEFE. El salomónico final de La Pelea de mi Vida dejará contentos a grandes y chicos quienes, de acuerdo a lo observado en la función de estreno, responden con aplausos, risas y emoción en los distintos pasajes que así lo determina el guión del experto Jorge Maestro. Contra esta eficacia marcada a control remoto no hay crítica que valga. Y que le guste a quien le guste…
Redención a los tiros Jason Statham ya no requiere de una carta de presentación para que sepamos lo que es como estrella del cine de acción y lo que puede entregar en una película. Más allá de las objeciones que se le encuentren al guión, El Código del Miedo quedará en el recuerdo de los adeptos al género como uno de sus mejores vehículos (quizás el mejor). El vigor físico del actor en pocas ocasiones ha sido utilizado con tanto nervio y eso que ya cuenta con 44 años de edad (le alcanza, no obstante, para ser el menos veterano de Los Indestructibles). La larga lista de títulos que el inglés ha rodado en la última década le ha forjado un merecido status como el último gran héroe de su generación. Desde El Transportador (2002), su primer gran éxito internacional, para acá la carrera de este ex modelo y deportista ducho en varias disciplinas (no sólo de artes marciales) ha ido en constante ascenso. En el ínterin, entre película y película, logró desarrollar exitosamente su propio prototipo de duro. El haber formado parte de proyectos audaces y alejados de las convenciones, como las aventuras de Chev Chelios en Crank y su secuela, así como algunos roles no protagónicos, incluyendo el villano de Celular, le ganó el respeto de la industria que lo descubrió gracias a Juegos, Trampas y Dos Armas humeantes y Snatch, Cerdos y Diamantes, ambas de Guy Ritchie. En los últimos tiempos se han destacado dos modos contrapuestos de formular estos productos perpetuamente bien recibididos por la excitable muchachada de la platea. Por un lado tenemos esos relatos que con cualquier excusa desencadenan el accionar de los personajes: puede ser una venganza, un rescate o un ataque terrorista; da lo mismo, aquí todo vale. Este tipo de modelo responde a la más elemental de las rutinas y mucho depende del carisma de la figura central, de sus antagonistas y del talento que pongan de manifiesto sus creadores en todo lo concerniente a coreografía, edición, producción y, en particular, la dirección. Esta receta está plagada de lugares comunes, diálogos horrendos y actuaciones que oscilan entre la macchietta y el cliché. Trascender todas esas limitaciones cuesta lo suyo y por supuesto que rara vez ocurre. A lo sumo, y de acuerdo a los gustos de cada uno, el filme puede aspirar a la categoría de placer culposo. Por otro lado aparece una aproximación al género mucho más inédita que prioriza la elaboración del entramado de la historia prestando especial atención a los giros sorpresivos y complejizando, tal vez demasiado, lo que en principio era un simple enfrentamiento entre buenos y malos. Estos filmes son autos conscientes, un poco cancheros y en aras de sorprender con la guardia baja a su audiencia no dudan en perder de vista el verosímil cinematográfico si eso les asegura el impacto. Swordfish: acceso autorizado, con sus diálogos ampulosos y mordaces, fue un ejemplo perfecto de esta tendencia y El Código de Miedo es otro. Las capas de cebolla con que diseñaron al personaje de Statham, que da un giro de 180º a la media hora de metraje, son un delirio absoluto pero con semejante acción… ¿a quién le importa? Eso sí, en comparación con la saga de Los Indestructibles o con otras obras de Statham esto parece escrito por Sir William Shakespeare. Luke Wright (J.T.) es un luchador de artes marciales combinadas de segunda línea que se desgracia con la mafia rusa al ganar una pelea que debía perder, mandando encima a su contrincante a terapia intensiva… ¡con un solo golpe! Para castigarlo le quitan todo lo que aprecia en la vida obligándolo a vivir como un homeless e instigándolo a cometer suicidio. En un clásico momento de quiebre (está a punto de tirarse a las vías del subte), Luke detecta en la estación la presencia de una niña china, Mei (Catherine Chan), siendo perseguida por sicarios al servicio del ruso Emile Docheski (el actor húngaro fallecido el año pasado, Sándor Técsy), responsable de todos sus infortunios. Perdido por perdido Luke decide intervenir para redimirse de un pasado turbio y darle una oportunidad de vivir a la pequeña (cualquier semejanza con El Profesional no es casualidad). Como pronto descubre nuestro hombre, Mei posee un código en su memoria que buscan varias facciones, entre ellas la tríada y un grupo de policías corruptos y mercenarios que cambian de bando de acuerdo al porcentaje que les ofrecen unos u otros. Las vueltas de tuercas que se van suscitando a partir de este punto son improbables pero también muy divertidas. Luke esconde varias cartas baja la manga y su relación con Mei está tan bien planteada que uno se olvida de lo rebuscada que es la premisa para disfrutar de lo que todos queremos ver: Statham bajando muñecos con una precisión de cirujano y prodigando ese humor imperturbable que hemos aprendido a apreciar. Marcando el pulso a todo este desenfreno de acción se encuentra Boaz Yakin, en su doble carácter de autor y director, magníficamente secundado por el editor Frédéric Thoraval, el director de fotografía Stefan Czapsky (asiduo colaborador de Tim Burton en los 90’s), el coreógrafo y coordinador de dobles J.J. Perry y el director de segunda unidad Chad Stahelski. El reparto no luce grandes nombres con excepción de una perlita: siempre es bienvenida la presencia de Chris Sarandon en una producción mainstream. Larga vida al vampiro Jerry Dandrige de La Hora del Espanto y larga vida a Jason Statham, luminaria del género que debería ser contratado por Raid ya que cumple a rajatabla con su célebre eslogan: “los mata bien muertos”.
¿Quién es ese gringo? La Pasión de Cristo (2004), vista en retrospectiva, representó tanto la fortuna como la ruina para Mel Gibson. El actor y director de Corazón valiente se jugó una patriada al financiar la producción con dinero de su propio bolsillo y pese al tono gore desmedido y a estar hablada en arameo con subtítulos (los yanquis detestan leer subtítulos es la eterna cantinela), su apuesta fue un éxito rotundo en donde se haya exhibido. En ese aspecto Mel no se puede quejar. El conflicto se disparó por el lado de su siempre controvertido antisemitismo que le granjeó la etiqueta de persona no grata en Hollywood. A los poderosos de la meca del cine (obviamente asociados con el judaísmo) no debería tomárselos a la ligera. Gibson comenzó a ser objeto de escarnio en los medios de comunicación que incineraron su imagen en un abrir y cerrar de ojos. Claro que el creador de Apocalypto tampoco es una carmelita descalza y aportó sus propios escándalos a una sopa ya de por sí espesa. Entre su alcoholismo, algunos incidentes con la policía y todo lo que trascendió de la tumultuosa relación con su segunda esposa, la rusa Oksana Grigorieva, su nombre empezó a asociarse cada vez más con episodios ajenos a lo puramente cinematográfico. Ausente de la pantalla grande como intérprete por casi siete años, de a poco el hombre está retornando a la actividad que lo convirtó en una celebridad. Tras estrenar dos filmes en las antípodas como el thriller Al filo de la oscuridad (2010) y el drama un tanto bizarro La doble vida de Walter (2011), Gibson confió en su asistente de dirección en Apocalypto (el boricua hijo de argentinos, Adrian Grunberg) para que co-escriba y debute como realizador con la curiosa y no del todo descartable Vacaciones explosivas que en Estados Unidos ni siquiera pasó por las salas comerciales. Algo impensado en otras épocas… Lo cierto es que la credibilidad del temperamental protagonista de Arma mortal todavía no ha sido instaurada. Mientras tanto ha regresado a un tipo de cine de acción más afín a su gusto personal. En Vacaciones explosivas interpreta a un delincuente que tras ser perseguido por la policía en la frontera de Texas con México termina siendo aprehendido por las autoridades del país azteca y encerrado en una cárcel de lo más atípica denominada El Pueblito. Allí conviven presos con familiares en condiciones casi inhumanas pero al menos, de acuerdo a la muy particular forma de administrar el lugar, no se requiere el confinamiento de los prisioneros en las celdas clásicas del género carcelario (¡y de la vida real!). Todo el mundo anda suelto y es “libre” de hacer lo que quiera. Siempre y cuando no se abandone la instalación que en apariencia está manejada por un recio director (Fernando Becerril) que pronto se revela como un mero fantoche. Tras bambalinas el que en verdad manda es el mafioso Javi (Daniel Giménez Cacho, el más destacado de los actores aportados por México) que tiene entre ceja y ceja a un pequeño (Kevin Hernández) que podría salvarle la vida de transplantarle su hígado, el único compatible en muchos kilómetros a la redonda. El chico y luego su mamá (Dolores Heredia) se vinculan afectivamente con el gringo al que alude el título original de la obra. A este personaje se le notan varias características ya marcadas en otros antihéroes animados por Mel. La diferencia es que el gringo de Vacaciones explosivas no da la sensación de estar tan desquiciado como el vengador de Revancha ni sufre de los habituales vejámenes a los que suele someter a sus criaturas este actor. Recordemos las escenas de tortura en Arma mortal, Corazón valiente, El complot, etc. Si bien el gringo es un terrible HDP sabe serle leal a sus amigos y sale en su defensa cuando las papas queman. Digamos que es una variación sobre un personaje que Gibson ha ido construyendo durante toda su carrera. El uso de la voz en off, muy escaso, parece sobrar pero el papel le permite lucirse ampliamente. Pese a que los años son indisimulables, como así también las consecuencias de la bebida, éste es el Mel que todos queremos ver. Con claras reminiscencias del spaghetti western y oblicuas referencias al cine de Tarantino y Rodriguez (los hermanos Macana), el guión escrito por Gibson, Grunberg y Stacy Perskie no ahorra peripecias ni incoherencias ni escenas de violencia zarpada que sólo un alma cándida y frágil es capaz de tomarse en serio. Vacaciones explosivas es tan hueca como uno se imaginaba que sería. La buena noticia es que además es levemente divertida aunque el sadismo de Gibson sigue estando presente: en esta oportunidad ni las mujeres se salvan de ser martirizadas. ¿Será una sutil revancha contra su ex o un abierto ataque al género? Un psicólogo ahí, por favor…
Quiero saber lo que es un musical (Tom Cruise) Adam Shankman es uno de los tantos coreógrafos empleados por Hollywood que tras muchos años de trabajo incesante, y a partir de la invisible Experta en bodas (2001), se ha ganado el derecho a dirigir. Su trabajo para la industria, con la sola excepción del musical Hairspray, nunca me convenció y La Era del Rock vuelve a confirmar mi desconfianza profesional sobre este realizador que por lo general, tal como su compinche Anne Fletcher (otra coreógrafa devenida en cineasta), se queda a mitad de camino en casi todos sus proyectos. Si no me creen repasemos la “calidad” de algunos de esos títulos: Niñera a prueba de balas (la peor película en la carrera de Vin Diesel), Más barato por docena 2 (un bodrio tremendo con Steve Martin) o Cuentos que no son cuento (Adam Sandler siguió filmando otros engendros después así que no todo es culpa de Shankman). En teoría los musicales deberían ser “la especialidad de la casa” pero en La Era del Rock Shankman no demuestra casi nada de inventiva y si esta adaptación de la obra off Broadway de 2006 se soporta es gracias a algunos toques de humor que aporta el guionista Justin Theroux y una banda de sonido espectacular compuesta por hits de los ochenta. Podría decirse que La Era del Rock es más un Grandes Éxitos del soft metal de esa década que un musical hecho y derecho. Las imágenes complementan el efecto retro buscado con esas imperecederas canciones que ya son parte de la historia. Si no les gustan bandas como Foreigner, Def Leppard, Skid Row, Poison, Extreme, Journey, Bon Jovi, Night Ranger, Twisted Sister, Quarterflash, Whitesnake, REO Speedwagon o Starship ni se molesten en pisar el hall del cine porque van a sufrir. Por lo general quienes crecimos en esa época le reservamos a esos grupos un lugarcito en nuestro corazón. Para otras generaciones que consideran a esta música “grasa” y exenta de todo mérito debemos estar locos pero no nos importa. El criterio para elegir el soundtrack también será seguramente discutido aún entre sus más acérrimos defensores. Hay omisiones llamativas e inclusiones inesperadas pero ponerse a debatir el gusto personal del autor original Chris D’Arienzo no creo que nos lleve a ningún lado. Sí habría que agregar que además de los temas rockeros hay una buena dosis de baladas pop que son utilizadas para darle un mayor relieve al romance de sus protagonistas, Drew (consagratoria actuación del notable cantante Diego Boneta) y Sherrie (Julianne Hough, una bonita bailarina que da el tipo físico aunque su timbre de voz no sea precisamente grato). Theroux ha hecho algunos cambios sustanciales en su adaptación y uno de los más importantes es el personaje de Catherine Zeta Jones que no existía en la obra original. Este rol es de una chatura lamentable y la mujer de Michael Douglas en ningún momento logra sacarlo a flote. Es una villana diseñada sin ingenio ni matices y con una motivación que al revelarse se descubre como una idiotez absoluta. En Chicago Zeta Jones mostraba otra aptitud para el musical pero su papel tenía un peso diferente y una mejor marcación actoral. Ciertas canciones fueron excluidas de la película pero son pocas (la más popular The final countdown, del grupo sueco Europe, y la más significativa argumentalmente Oh Sherrie, del ex vocalista de Journey, Steve Perry), mientras otras que no estaban en el musical de D’Arienzo (como Pour some sugar on me de Def Leppard y el mash up de Juke box hero y I love rock’n’roll, de Foreigner y Joan Jett & The Blackhearts, respectivamente) fueron astutamente incorporadas a la acción. Con estos ingredientes metidos en la olla algunas cosas salieron aceptablemente bien y otras realmente mal. Entre ellas, el patético dueto en el que se confiesan su amor Dennis (Alec Baldwin) y Lonny (el inglés Russell Brand que siempre hace de sí mismo, aunque admito que es gracioso) al son del mega clásico AOR de REO Speedwagon Can’t fight this feeling (que hasta el rudo Dean de Supernatural se animó a cantar en un episodio de la serie). ¡Qué manera de dilapidar una power ballad, por Dios! Por supuesto que casi todas las miradas y la atención de los espectadores han de recaer en Tom Cruise, en su primer musical, que interpreta a una estrella rocker en decadencia y con todos los vicios habidos y por haber. Como me pasa habitualmente con Cruise, por más preparado que esté el actor de Nacido el 4 de Julio, siempre le encuentro la hilacha a su caracterización. Se nota a la legua que su Stacee Jaxx es pura impostura y que detrás de esa imagen exterior no hay nada. No obstante ese detalle para nada menor, Cruise está divertido (beneficiado por el guionista que le ha dedicado más esmero que a los demás personajes), canta dignamente (no así en las partes fraseadas de I Want To Know What Love Is) y causa estupor que el tipo tuviera casi 50 años al rodar el filme (no los representa para nada). La transformación física de Tom y su esfuerzo para hacerse cargo de las partes cantadas serán el motivo de interés principal para el común de la audiencia. En particular para ese público que rehúye de los musicales como si se tratara de un discurso presidencial de ya sabemos quién. La Era del Rock intenta satirizar un tiempo y una época (está ambientada en 1987 en el Sunset Strip de Los Angeles) a través de sus números musicales y sus personajes estereotipados. A veces le sale y a veces no. Adam Shankman tenía en sus manos un rock jukebox de gran valor en términos de nostalgia pero en el traslado a la pantalla grande no pudo o no supo cómo potenciar sus cualidades y por ende, una vez más, ha entregado una obra fallida que de haberse encargado a un realizador con más ideas y capacidad estaríamos celebrando en comunión, cantando y bailando en la sala como si se tratara de un recital. Así lo habrán entendido también en los Estados Unidos donde la película fracasó estrepitosamente sin recuperar siquiera los costos de la inversión. Y claro, la gente prejuiciosa debe haber pensado: ¿Tom Cruise en un musical? Eso sí que es una Misión: Imposible…
Vamos a matar, compañeros! Evidentemente fue necesario el éxito de la primera entrega de Los Indestructibles para que algunos recios actores del pasado le dieran el sí a Sylvester Stallone: la participación de Jean-Claude Van Damme (que vuelve a encarnar a un villano como en sus comienzos en la industria) y de Chuck Norris, más la ampliación de los roles asignados a Arnold Schwarzenegger y Bruce Willis, elevan la apuesta en esta secuela que no sólo supera con creces a la aventura previa sino que además se convierte en una fiesta para los amantes del género. Son varios los factores involucrados para que esto ocurra: la contratación de un director más prolijo y competente que Stallone como Simon West y el talento de Richard Wenk (creador como autor/director del film de culto de los ochenta, El Club del Terror) que reescribió el guión original de Ken Kaufman y David Agosto aportándole muchas humoradas y one liners que no tienen desperdicio para el lucimiento de sus estrellas. En el fondo The Expendables y The Expendables 2 se parecen bastante: tras una secuencia trepidante en la que son presentados los mercenarios liderados por Barney Ross (Stallone) sobreviene la misión encargada por Mr. Church (Willis), un elusivo agente de la CIA. El trabajito termina mal en ambas historias y este hecho detona un plan de rescate (y exterminio) en el filme del 2010 y una venganza salvaje en el que nos ocupa. Sin que le sobre elaboración a su trama ni a sus básicos personajes, esta rentrée en el cine de acción clásico demuestra una consistencia de la que carecía su inmediata predecesora. Hay aquí una solidez artesanal y un profesionalismo en todos los rubros técnicos que fueron ajustados para darle al público lo que busca con el excitante aditamento de ver una vez más en su salsa a los mayores íconos que ha tenido el género en toda su historia. Y todo esto en justos, milimétricos 102 minutos de metraje. Una obra de estas características requiere de una mano experta para que la suma de las partes conforme un todo armonioso y equilibrado. Pensemos que estamos hablando de gente con un ego importante a la que hay que saber conformar. Por eso debe celebrarse la alquimia puesta en el guión de Wenk y el mismo Stallone ya que han logrado darle a cada actor su espacio sin que parezca una competencia de veteranos por ver quién la tiene más grande (¡el arma, malpensados!). Por ejemplo, Chuck Norris se roba la función pero paradójicamente sólo está en dos grandes secuencias. Claro que la primera de ellas es de antología, haciéndole los honores al predicamento que ha obtenido la estrella de Código de Silencio en años recientes gracias a los Norris’ Facts. Sí, las máximas exageradísimas (¡y muy divertidas!) que le han dedicado al ex campeón mundial de karate también tienen su lugar en Los Indestructibles 2. En este terreno la película es similar a Los Vengadores y para el caso los papeles de Hulk y Booker (Norris) cumplen una función casi idéntica: se llevan el aplauso del público por su humor impagable y sacan las papas del fuego cuando el grupo está al borde del abismo. No esperen grandes novedades en términos estilísticos porque no los van a encontrar. Los Indestructibles 2 corrige los errores del film previo, no disminuye (como se rumoreaba) el altísimo nivel de violencia y le adosa un presupuesto más importante y algunas figuras que se echaron antes en falta (se extraña a Steven Seagal que según cuentan las malas lenguas no se lleva bien con el productor Avi Lerner) le ponen ahora el hombro al proyecto. Y no son cualquiera, señores. Tener en el mismo encuadre a Bruce Willis, Arnold Schwarzenegger y Sylvester Stallone a los tiros contra Van Damme, Scott Atkins (gran artista marcial visto en la espectacular Ninja) y Cía. es un lujo que nunca creímos posible. Jason Statham aporta su sello, no por nada es la estrella del género en la actualidad, y el chisporroteo verbal que se da entre su Lee Christmas y el Barney de Stallone es posiblemente la cereza de un postre ya de por sí sabroso. La enorme e impactante secuencia del comienzo quizás no haya sido equiparada con el resto de la aventura pero este detalle es compensado con creces con un final donde están todos los monstruos sagrados peleando codo a codo al grito de "Vamos a matar, compañeros!". Y la platea festeja alborozada como si estuviéramos en el cine Ocean o el Atlas Lavalle en 1985...
El piquete de ojos nunca morirá Un poco relegados en la actualidad por los canales de aire, sería una picardía que los chicos argentinos desconozcan la existencia de Los tres chiflados, ese maravilloso grupo cómico que tantos gratos momentos nos deparara en nuestra infancia. Pasaron muchos años desde que se empezó a rumorear sobre la posible puesta en marcha de una producción fílmica que incluyera a Moe, Larry y Curly (su formación original y por cierto la más festejada por los fanáticos). Después de unas cuantas marchas y contramarchas, el proyecto finalmente cristalizó de la mano de los hermanos Bobby y Peter Farrelly, los mismos de Tonto y Retonto y Locos por Mary. Una extraña elección si consideramos que en su carrera la dupla se ha inclinado mucho más hacia el humor verde, de doble sentido o escatológico antes que el blanco. Era una incógnita si el concepto funcionaría o no porque prácticamente por primera vez se recurriría a otros actores para encarnar a los torpes, anárquicos y violentos muchachos que fueran el caballito de batalla de la Columbia Pictures durante más de dos décadas apareciendo en aproximadamente 190 cortometrajes de entre 16 y 18 minutos cada uno. Se mencionó a Sean Penn (¡cruz diablo!) y a Jim Carrey como posibles candidatos, entre muchos otros, y seguramente el dificultoso casting ha sido un elemento clave para que se postergue tanto el rodaje. La película alterna buenas y malas pero si hay algo para elogiar enfáticamente es el trío seleccionado: Chris Diamantopoulos como Moe, Sean Hayes como Larry y Will Sasso como Curly superaron cualquier expectativa que se hubiera depositado en ellos. Los actores han logrado mimetizarse con los personajes extrayéndoles al dedillo todos sus gestos, tics y manierismos con una precisión asombrosa. Eso se les pidió y eso entregaron con un intachable profesionalismo. Los Tres Chiflados, el filme, no genera tanto entusiasmo pero pese a sus desniveles contagia simpatía y unas cuantas risas genuinas. Salta a la vista que la intención de sus realizadores y guionistas fue brindar un homenaje nostálgico y decididamente retro a un estilo de comedia, el slapstick, que hizo escuela en las primeras décadas del siglo pasado. A través del cine mudo en un principio y luego del sonoro, los gags visuales implementados por Moe y compañía -basados en velocísimos golpes, caídas y tortazos de todo calibre- fueron el ABC de una rutina que, obviamente, se repitió hasta el hartazgo a lo largo del tiempo. No por nada se recuerda como los más inspirados a aquellos cortos producidos durante el período 1934-1946, previo al ataque de hemiplejia que obligaría a reemplazar a Curly por su hermano mayor Shemp (Moe era el del medio). De aquí en adelante los guiones perderían fescura refritándose en ocasiones las mismas historias con los cambios de formaciones que vendrían tras el fallecimiento de Shemp en 1955 (lo sucedieron los anodinos Joe Besser y Joe DeRita). El aggiornamiento que han llevado a cabo los Farrelly sobre estos queridos aunque agresivos personajes ha sido mínimo: era de esperarse una pizca de incorrección política en estos directores. Y escenas como la guerra de pis con los bebés –en lugar de los tortazos-, el desubicadísimo nombre de una monja (Mary-Mengele, en alusión al infame médico y criminal de guerra nazi) y la bikini diseñada a partir del hábito de una religiosa para el lucimiento del cuerpazo de la modelo Kate Upton (la hermana Bernice), delata claramente a los creadores de Irene y yo y mi otro yo. Estos guiños no apuntan a los niños y no sé hasta que punto son aconsejables en una comedia familiar. Los Farrelly no pueden con su genio y desbarrancan en una propuesta con escasos atractivos para los adultos puristas que no podrán evitar la comparación con los actores identificados con los roles. Uno de los argumentos / excusa más difundidos en los anales del cine es el de la institución a punto de rematarse por una deuda, cuyos miembros se proponen salvar juntando de algún modo el dinero exigido por los acreedores. Lo hacían en la década del 30 en los Estados Unidos, coincidiendo con la Gran Depresión que arrasó con los EE.UU. tras la caída de la bolsa en octubre de 1929, lo siguieron utilizando medio siglo después con, por ejemplo, Los Hermanos Caradura (The Blues Brothers, John Landis) y Hollywood vuelve a reincidir ahora con estos Tres Chiflados siglo XXI. Moe, Larry y Curly son abandonados de bebés en el orfanato dirigido por la bondadosa Madre Superiora (Jane Lynch). Allí son criados por las monjas hasta llegar a su edad adulta sin haber sido jamás requeridos por ninguna pareja para tomarlos en adopción. Los extraños y tontos jóvenes no saben hacer nada bien provocando así el encono de la histérica hermana Mary-Mengele (en la piel del autor y comediante Larry David), toda una Némesis para el trío. Por los destrozos ocasionados a lo largo de sus vidas, no hay ni una sola compañía de seguros que acepte cubrir al orfanato por lo que un día llega al lugar Monseñor Ratliffe (Brian Doyle-Murray) con la mala nueva que de no reunir 830.000 dólares en un mes deberán abandonar su hogar para siempre. Con el peso de la culpa oprimiendo sus cabecitas huecas nuestros héroes prometen conseguir la astronómica cifra y se encaminan a la ciudad dispuestos a triunfar o morir en el intento. Los muchachos buscan recaudar los dólares necesarios apelando a la generosidad del prójimo pero la única que les ofrece su ayuda económica, y no desinteresada desde luego, es la femme fatale Lydia (la colombiana Sofia Vergara), quien junto a su amante Mac (Craig Bierko) se propone eliminar a su marido que por esas cosas del destino no es otro que Teddy (Kirby Heyborne), otrora un huerfanito amigo de los chiflados que fuera adoptado de pequeño por un abogado inescrupuloso (Stephen Collins) y su señora. Esta subtrama es bien aprovechada por el editor Sam Seig con una sucesión de chistes eficaces e ingeniosos desarrollados con un ritmo vertiginoso. Otra trama secundaria que erige a Moe como estrella de un reality show también aporta lo suyo en términos de comicidad. Es realmente hilarante ver a Moe sopapeando ininterrumpidamente a patovicas imbéciles y chicas con el perfil de Charlotte Caniggia. Si hasta parece un acto de justicia divina… Ni el doblaje al español (la Fox no ha traído ni una sola copia en inglés) ni algunas decisiones discutibles de los hermanos Farrelly posiblemente impidan que se cumpla un doble objetivo: la recreación fiel de un estilo de comedia que revolucionó al género e impactó a varias generaciones de público y la gozosa recepción que le brindarán los locos bajitos en estas vacaciones de invierno que prometen batir récords de taquilla.
Solteros con hijo Jennifer Westfeldt ya había demostrado sus condiciones para la comedia en su doble función de actriz y escritora con Besando a Jessica Stein (2001) y Cásate conmigo otra vez (2006). Si algo le faltaba a la blonda dama era pegar el salto artístico y dirigir algún guión propio. Como todo llega en la vida a Westfeldt se le dio la oportunidad de debutar como realizadora con Plan perfecto, título menos exacto que el original Friends with kids (Amigos con hijos), vehículo para el lucimiento de sus protagonistas (la misma Jennifer y el brillante Adam Scott) y más allá de ciertos convencionalismos un válido acercamiento a las relaciones de pareja en el siglo XXI. La temática que aborda como autora Westfeldt seguramente no va a causar indiferencia entre el público argentino: para ciertas cuestiones afines las fronteras tienden a desdibujarse con toda razón. Lo que queda es un espejo común en donde cada quien puede reflejarse de acuerdo a su experiencia de vida. La película describe a un grupo de treintañeros integrado por dos matrimonios (interpretados por Chris O'Dowd & Maya Rudolph por un lado y Kristen Wiig & Jon Hamm por el otro) y los mejores amigos Jason (Adam Scott) y Julie (Westfeldt) que se conocen desde muy jóvenes y se apoyan en todas sus decisiones. Jason es un publicista a quien las mujeres le duran lo que un suspiro mientras que Julie sufre del clásico apuro por conseguir un marido y tener familia antes de que el reloj biológico de señales de agotamiento. A Jason le gustaría ser padre pero sin el desgaste que genera el vínculo –y sus amistades son prueba feheciente de ello- y a Julie le ocurre algo parecido. Surge entonces la idea de concebir un hijo juntos de la manera tradicional –es decir, sin fertilización in vitro- y criarlo a medias. Llamar progresistas a estos dos es en verdad quedarse cortos… Tras algunas idas y venidas el proyecto se cristaliza con el resultado esperado y aquí empiezan las peripecias para estos padres primerizos. La trama los acompaña íntima y cotidianamente desde mucho antes de la concepción hasta un par de años después del nacimiento del pequeño Joe. En el devenir diario cada uno forma su pareja –él con la bailarina que anima la operadísima Megan Fox y ella con un divorciado bien encarnado por el ya madurito Edward Burns- pero de a poco algo cambia en la relación entre ambos y la eterna pregunta vuelve a reflotarse: ¿puede existir la amistad entre el hombre y la mujer después de una experiencia extrema como la que se plantea aquí? La respuesta viene de la mano con la puesta en marcha de una fórmula que, aún funcional, reduce los riesgos y elimina de cuajo la controversia que se avizoraba en el siempre interesante e inteligente guión. Hubiese preferido que el conflicto derivara en algo menos obvio pero el cine comercial cobra sentido llenando butacas. Para formar a potenciales psicólogos o sociólogos existen canales más adecuados que el cine… Para Jennifer Westfeldt el mayor desafío como artista debería haber sido sostener la premisa inicial y ver en qué derivaba sin necesidad de apelar al sentimentalismo de una crowd pleaser. La película era factible que rumbeara en esa dirección pero cuánto más la retendríamos en la memoria si la en teoría postmoderna propuesta no degenerara en una trillada historia de amor. Lo que salva a esta producción de las tantas comedias románticas que manufactura a diario Hollywood es el buen gusto de su directora –excelsamente rodeada por un equipo técnico de primera línea-, la impecable elección de los exteriores en la ciudad de Nueva York, el cuidado desarrollo de unos personajes notablemente escritos por la autora (los diálogos, la ambientación y el estilo denotan de a ratos la influencia de Woody Allen) y, por sobre todas las cosas, la química existente entre los protagonistas que se entregan en cuerpo y alma a sus roles; tan contradictorios, caprichosos y falibles como puede serlo cualquier ser humano.
Santiago Querido Los caminos del Señor son inescrutables señala un pasaje de la Biblia y lo mismo podría aplicarse a la carrera artística de Emilio Estevez que se inició en su juventud como actor para devenir luego en un errático director de cine. Tras integrar el brat pack en los 80’s junto a (ex) figuras como Ally Sheedy, Molly Ringwald, Rob Lowe, Demi Moore y Anthony Michael Hall, Emilio debutó en la dirección con precoces 24 años con un thriller a lo Bonnie & Clyde que no pasó por salas en la Argentina y que se editó en VHS con el título de Marcados por el peligro (Wisdom, 1987). Como intérprete Estevez nunca trascendió demasiado y poco después de interpretar al mítico Billy the Kid en el díptico del Oeste que conformaron Demasiado Jóvenes para morir (1988) y Llamarada de Gloria (1990) apenas si tuvo un discreto canto del cisne con Freejack (1992), cinta de ciencia-ficción en la que compartió cartel con el rocker Mick Jagger. Su estrella aquí empezó a menguar y a fines de los 90’s se lo recordaba más por Nosotros 5 (El Club del Desayuno), la comedia juvenil de John Hughes que lo lanzó a la fama, antes que por cualquiera de sus posteriores trabajos. Sus intentos como realizador tampoco han sido dignos de mención con la excepción de Bobby (2006), esmerada recreación en torno al asesinato del senador Robert Kennedy. El Camino (The Way, 2010), su más reciente opus, viene a confirmar que Emilio se está asentando en el oficio y es capaz de entregar una road movie de profunda humanidad con la que le rinde homenaje tanto a la gente como a la cultura de una España mostrada con un inocultable afecto. Para los cinéfilos el clan Estevez no requiere de muchas presentaciones: papá Ramón (más conocido por su alias artístico: Martin Sheen) y los chicos Emilio, Ramón Luis, Carlos (el eternamente fiestero Charlie Sheen) y Renée. Todos ellos con amplio currículum en materia de cine (algunos más, otros menos). El padre de Martin Sheen, Don Francisco, era español y su mamá, irlandesa. Como la sangre tira hace unos años toda la familia celebró el centenario del nacimiento de la madre del actor de Apocalypse Now en Irlanda y aprovechando el viajecito algunos cruzaron el océano y aterrizaron en España con la idea ya instaurada de hacer El Camino de Santiago. De esta y otras experiencias documentadas surgió la obra más personal del ya madurito ex galán de Hollywood. La historia sigue de cerca a varios personajes que se cruzan a lo largo de la peregrinación a Santiago de Compostela a través de una ruta ya constituida desde hace muchos siglos. La situación desencadenante para Tom, el oftalmólogo estadounidense viudo que encarna Sheen con una sabiduría acorde a sus años, es una llamada originada desde un pueblito enclavado en los Pirineos franceses. Un oficial de policía le notifica al hombre que su hijo Daniel ha fallecido en un accidente mientras empezaba el largo recorrido que lo llevaría hasta la ciudad donde se venera al apóstol Santiago el Mayor. Ya en Francia, y tras mucho meditarlo, Tom resuelve cumplir con el deseo de su único hijo aunque no está preparado ni física ni emocionalmente para una caminata tan exigente. Con las cenizas de Daniel descansando en una urna firmemente adosada a su mochila, Tom se deja arrastrar a una aventura de íntima trascendencia pero que no concluirá solo. Por la ruta se le irán sumando tres peregrinos de diverso origen (un holandés, un irlandés y una canadiense) con los cuales formará un bloque granítico en su búsqueda de algo que le dé sentido a tanto dolor… El Camino atrapa con buenas armas desde la primera escena, le da su tiempo y espacio a cada personaje (que se vuelven queribles pese a sus defectos) para que crezcan en el espectador y no intenta vender un producto for export ni baja línea en términos de espiritualidad y/o religión. La unión, el compañerismo y la empatía que surge entre ellos a lo largo de los 800 kilómetros que comparten, se convierten en el principal sostén de un relato que no puede evitar caer en lo episódico pero se engrandece por la nobleza con que Estevez encaró la narración. Complementando a Sheen se lucen los actores Yorick van Wageningen, James Nesbitt y la reaparecida (por momentos irreconocible debido a las cirugías estéticas) Deborah Kara Unger. En personajes secundarios se pueden encontrar varias caras conocidas del cine ibérico. Por ejemplo, asombra ver a una muy avejentada Ángela Molina. La recordada estrella de Las Cosas del Querer aparenta muchos más que los 56 años que marca su documento… Esta coproducción de los EE.UU. con la Filmax española –que se ha olvidado para bien, por una vez, de la fantasía y el horror- quizás no sea un filme que le cambie la existencia a nadie pero en una de esas funcione como catalizador para efectuar un viaje que convendría hacer si pretendemos mirarnos al espejo y reconocernos en su reflejo. El Camino promueve la gratitud hacia todo aquello que nos completa como personas: el amor, la amistad, la fe y unas buenas tapas, claro…