Las películas que llegan de Corea del Sur cada vez con más frecuencia nos descubren un cine industrial distinto del estadounidense. Sin importar si se trata de un thriller, una película de zombies o de catástrofe, todo parece excesivo, engordado, como si el cine coreano hubiera encontrado una receta para reinventar los géneros y darse a sí mismo una libertad inusitada: los directores parecen capaces de hacer cualquier cosa con las imágenes, lo que les venga en gana, sin tener que preocuparse por los dictados de ningún realismo al uso. La villana está concebida como una seguidilla de dispositivos cinematográficos que tratan de conquistar los sentidos con un arsenal estilístico que incluye una larga escena en primera persona (como en Hardcore: Misión extrema), movimientos acrobáticos de la cámara, puntos de vista imposibles, cambios abruptos de tono y hasta raccords curiosos que hacen acordar incluso a los del cine moderno, tal vez a alguna película de Suzuki como Branded to Kill. El problema es que ese desfile interminable de piruetas fílmicas rápidamente opaca el corazón de la película: un thriller que toma elementos del melodrama y de los relatos de venganza. Desde el comienzo, el director acostumbra al público a las sorpresas constantes, a los planos imprevistos, a los giros en la trama. Los minutos pasan y la experiencia se vuelve un poco agotadora; los momentos de reposo narrativo, cuando no hay disparos, cuchillazos ni cabriolas visuales, resultan morosos y parecen fragmentos arrancados de otro lugar, tal vez de alguna telenovela coreana (de esas que cuentan con una producción gigantesca y dedican un cuidado microscópico a la confección de las imágenes). Si La villana aspirara a ofrecer una experiencia mayormente sensorial como John Wick 2 la cosa sería distinta, pero a Jung Byung-Gil le gusta el melodrama, el tipo quiere contar la caída del personaje femenino, cómo es que la vida de Sock-hee gira en torno a hombres que la manipulan y dirigen sus acciones (ya el asesinato del padre la empuja a un camino de venganza). Una woman’s picture con asesinos y vendettas, digamos. Pero los personajes carecen del interés como para soportar semejantes exigencias: el motivo de la pareja condenada y el de la maternidad en peligro nunca terminan de proveer el drama esperado (tampoco lo hace la relación un poco tortuosa que tiene Sock-hee con su jefa, que evoca el vínculo de madre e hija del melodrama clásico, con cachetada incluida y todo). En algún punto, la acumulación de estímulos hace que el asunto se vuelve hasta un poco molesto: La villana alterna los momentos de calma narrativa con escenas de acción que, como la del combate sobre motos, adoptan un carácter gimnástico, como si ya no importara demasiado la espectacularidad de las acciones y la película solo tratara de superarse a sí misma, de producir meramente algún nuevo prodigio técnico que sobrepase al anterior.
Bien lejos de las resonancias del drama, Otra madre elige seguir de cerca a una familia en crisis atendiendo a los ecos casi inaudibles que generan las tareas cotidianas. El director Mariano Luque, ahora secundado en distintos rubros por Iván Fund y Eduardo Crespo, hace un relevamiento microscópico de la vida secreta de los personajes. La película establece enseguida, en apenas unos planos, un profundo clima de intimidad. El dispositivo de Luque le permite trabajar con la fisicidad de los actores y la materialidad del entorno: los gestos, las rutinas (como tomar mate y comer galletitas), los objetos que llenan las casas, todo parece cargado de una historia que excede a la película, como si el tiempo de las cosas se colara imprevistamente en las imágenes y las invistiera con su espesor. Las actuaciones son orgánicas y conmovedoras, los protagonistas (en especial los chicos) interactúan entre ellos y con lo que los rodea con una naturalidad extraordinaria. Pero no es la búsqueda de quién sabe qué autenticidad lo que desvela a la película, sino la posibilidad de rasgar la trama del relato y ver qué clase de micromundos que escapan al ojo rutinario del cine pueden encontrarse ahí.
Al igual que otros proyectos de Lucrecia Martel, Zama aparece rodeada de un aura de mitos, fanatismos y prejuicios que opacan la película. En el paisaje del cine argentino, Martel es lo más parecido a una star, una creadora que suele mostrarse libre y algo quijotesca, fiel a sus caprichos, capaz de opinar de todo con un repertorio de frases vistosas siempre a mano. También es una directora con un mundo y una mirada personales, una de esas figuras a la que le calza justo el mote de auteur, con todo lo bueno y lo malo que trae la etiqueta. Esa consistencia parece haberle restado vitalidad a su filmografía con el paso del tiempo: sus retratos de grupos de clase media alta de Salta se sienten a veces mecánicos, calculados, como artefactos elaborados para provocar efectos precisos. La celebrada ambigüedad de la puesta en escena marteliana deja ver los hilos demasiado seguido: ¿cuántas veces se puede filmar a un personaje fuera de cuadro sin que el recurso pierda su eficacia? Zama, en cambio, tiene otra escala: la película abandona las coordenadas seguras (geográficas, pero también narrativas, sociales) del coto que supo ponerse Martel y se dirige hacia el Paraguay colonial. El cambio de espacio viene de la mano con la caída del género como clave interpretativa: la directora toma una novela en la que el punto de vista pertenece a un personaje masculino, como si tratara de dejar en el pasado una buena cantidad de tics que habían modelado su cine (un lugar, Salta, y una forma de observar –la famosa sensibilidad femenina de sus películas, mencionada hasta el hartazgo). Para Diego de Zama, las aborígenes de la zona conforman un cuerpo misterioso con funciones propias ajenas a su entendimiento: uno de los planos iniciales muestra a un montón de mujeres en el barro entregadas a alguna forma de comunión inmemorial, casi como si fueran ídolos antiguos, al menos hasta que descubren al hombre espiándolas y lo ponen en ridículo al grito de “mirón, mirón”. El resto del tiempo, las mujeres que rodean a Zama van y vienen, pasan delante suyo, son agentes silenciosos y diligentes de un mundo hermético. No quedan restos del proclamado pulso femenino de la directora, sino un montón de mujeres cuyo misterio no se deja encapsular en alguna vaga noción al uso de género. Más bien habría que decir que hombres y mujeres integran una especie de sistema, o de organismo, que la película trata de apresar. La anécdota no tiene muchos dobleces: el protagonista, un funcionario de la Corona, quiere volver a España, y una larga serie de contratiempos se lo impiden. Hay que filmar la espera, entonces, el tiempo espesándose; pero eso sería muy poco o directamente nada, teniendo en cuenta que, al menos desde finales de los 50, ese fue más o menos el proyecto del cine moderno. Zama hace otra cosa: cuenta la historia de un hombre fuera de su lugar que tiene que medirse con una tierra que se le aparece como ininteligible, que le niega el sentido. Bazin, Eisenstein y seguramente muchos otros dijeron que en el cine, al contrario de lo que pasa en a literatura, no hay una página en blanco que llenar, y que, al revés, el trabajo del cineasta consiste en elegir qué tomar, recortar, sustraer. Zama procede de otra manera: la película no arranca nada, sino que se abre, se deja contaminar por elementos extraños. La acumulación de episodios confusos y el enrarecimiento de la puesta en escena sugieren una invasión, una corriente subterránea que se asoma a la superficie de los planos a través de, por ejemplo, los animales que se entrometen cada vez más seguido en el encuadre y en la banda sonora, como esa llama que aparece por detrás de Zama y se instala en el plano mientras el funcionario habla. Esa acumulación va en aumento y presenta signos de irregularidad: en algunas escenas, el extrañamiento se siente forzado por la utilización excesiva del sonido o por el trabajo demasiado evidente de los actores, que a veces exageran las formas. Zama confirma algo que siempre se dijo: que Martel es una cineasta de climas, pero también muestra que no es una cineasta especialmente sofisticada, sino que logra sus objetivos con laboriosidad, a fuerza de insistir, de remarcar, de señalar la disrupción, la disonancia. Así y todo, la directora se juega más cosas que en otras ocasiones: en Zama no están las referencias sociales que apuntalan las películas anteriores y sus claves de lectura más habituales, o sea, faltan los lugares compartidos con el público en relación con temas más o menos cómodos como la decadencia de una aristocracia salteña venida a menos, la mirada femenina o las tensiones familiares. Zama es mucho menos complaciente, no invita al espectador a dialogar sobre cosas compartidas, sino que lo sumerge en un reino desconocido, una zona que la película traza de a poco frente a sus ojos, en parte replicando el comportamiento de la tierra que enloquece de a poco al protagonista. Curiosamente, la película adquiere con el correr de los minutos un aire humorístico: el orden borroso que regula la vida del territorio provee a la directora de oportunidades para una comedia alucinada, como la reacción del ayudante de Zama que, ante una caja que se mueve sin explicación, sentencia: “Ojalá fuera lo inaudito, pero hay un chico debajo”. Ciertas acciones se repiten como rimas y develan el costado absurdo de la tragedia del protagonista, como el “¿tengo que hacerlo todo yo?” que dice en más de una ocasión el nuevo gobernador, o el dato escuchado furtivamente sobre una avispa que pone sus huevos en una araña viva, que revelado por segunda vez sugiere un peligro desconocido para otro personaje desprevenido. La segunda parte produce un cambio notorio: la película deja de lado el trabajo con los climas y trata de acometer una especie de parodia discreta del western o de película de aventuras. Una expedición en la que todo sale mal permite continuar con la exploración de un paisaje inédito, como la escena en la que se ve a un contingente de indios ciegos que viajan de noche guiados por sus hijos. Zama y su grupo sufren una emboscada: cuando tratan de escapar, los indios salen de los matorrales, como si brotaran del suelo, y los capturan con sogas y golpeándolos en la cabeza. Son conducidos ante la tribu: la inquietud del momento surge menos de la actitud de los captores que de la fragmentación de la escena, que se sirve de la agitación y el terror de la situación y colma todo con un remate: después de los rituales y el miedo, los personajes fueron liberados y están sentados en medio de la nada, perdidos y con el mismo aire lastimero que tenían antes de la captura. El humor que se mueve por los planos, la banda sonora y las actuaciones de Zama muestran a una directora en madurez, que puede volver sobre sus mundos y motivos personales sin las apoyaturas ni los tics de sus películas anteriores.
Los recursos con los que cuenta Borg – McEnroe son más bien escasos: un partido de tenis (“inspirado en hechos reales”); dos personajes que funcionan como opuestos perfectos y conforman un sistema no muy sofisticado; el pasado de los dos, desde su juventud hasta la final de Wimbledon; una manera de filmar el tenis algo pobre, que alterna entre la recreación de una transmisión televisiva y el abuso del montaje (que viene a disimular las carencias deportivas de los actores, supone uno). La película empieza y no hay demasiadas promesas, excepto la de la reconstrucción de un duelo deportivo que trae su propia épica, un nervio que precede al cine. La apuesta de Janus Metz Pedersen, lo que el tipo viene a agregar (porque alguna forma hay que darle al asunto), anuncia, en un primer momento, lo peor: contar la historia de los rivales desde lugares estereotipados y, en el camino, reconstruir sus relaciones con el tenis y la gente en general. Resulta que el director no toma ni un poco de distancia del modelo de biografía psicologista que dicta que la personalidad es el resultado de algún trauma o experiencia dolorosa que sirve para explicar la formación de la persona. Un chico con problemas de adaptación descubre que puede encontrar un lugar en el mundo si reprime sus emociones, e intenta contener la incertidumbre de la vida con cábalas y manías; otro parece que es bueno en casi cualquier actividad, pero los padres quieren que sea el mejor en todo y lo arruinan, lo transforman en un eterno nene caprichoso y de mal carácter. La película no esconde su fascinación evidente por el personaje de Borg: el McEnroe de Shia LaBeouf cumple un rol subalterno, el centro del relato lo constituye el retrato del sueco. Borg cobra relieve por el porte misterioso de Sverrir Gudnason: de a ratos, hace acordar a algún maestro guerrero o al gángster de El samurai que compone Alain Delon Nada marcha por fuera de lo previsto: la cámara y el guion siguen de cerca las peripecias de los dos sin sobresaltos y con los conflictos dramáticos de rigor. Sin embargo, de manera casi imperceptible, la película produce una especie de alquimia: en la segunda mitad, cuando se acerca el partido, el relato funciona, genera interés y se vuelve poderoso, y los personajes adquieren un relieve que antes no mostraban. Los materiales precarios que supo elaborar Pedersen convergen y arrojan algo más que la suma de las partes: la previa al el partido, su desarrollo y el desenlace dejan sentir un pulso vigorizante. Es como si la película hubiera recibido una transfusión de sangre y ahora latiera con potencia. El final del partido es conocido, pero eso no atenta contra el fluir narrativo, como tampoco sucedía, salvando las distancias, en Invictus (bondad estética del cine: las historias toman un vuelo propio y viven por sí solas, más allá de los acontecimientos en los que se basan). La casi total ausencia de sutilezas narrativas se devela ahora como el sustrato ideal para la construcción de la épica: esos seres unidimensionales, algo toscos, tenían como única y real tarea el batirse sin descanso en un rectángulo verde hasta los límites de la extenuación. El director logra algo inesperado: la película toma la gesta deportiva y le añade un nuevo espesor mítico.
El origen Los personajes de La torre oscura viajan entre mundos, la película lo hace en el tiempo. Nikolaj Arcel mira hacia el cine de los 80 y vuelve sobre sus motivos más reconocibles: la familia quebrada, la plenitud de la infancia, la aventura como forma de sanación. El director recrea la cartografía emotiva de una era siguiendo el camino de películas como Los goonies, Big Trouble in Little China o El último gran héroe. Para el cine estadounidense actual, esas películas suponen una herencia, la posibilidad de un linaje que permite escapar de la autoconsciencia y el cancherismo al uso, como pudo verse en Gigantes de acero, Titanes del Pacífico, Super 8 o la filmografía de J.J. Abrams en general. Heredar supone que algo se traslada de un lugar a otro: acá lo que pasa entre manos es un proyecto de cine que se nutre del gusto por la ficción del clasicismo, de la buena fe de los relatos de aventuras, de la humildad que requiere contar una historia acerca del bien y del mal sin temor al ridículo. En La torre oscura resuenan infinidad de otros relatos: Jake es un chico medio trastornado tiene pesadillas que después transcribe en dibujos. El cariño de una madre amorosa no mitiga el dolor por la muerte del padre, y el nuevo hombre de la casa le complica la vida la vida a Jake. En la escuela lo bullean y el chico se defiende, pero el peso de las autoridades recae sobre él. Los dibujos de las escenas vistas en sueños representan un escape y la promesa de una vida mejor. Poco después, mientras huye de unos perseguidores, Jake encuentra un portal y entra al mundo de sus pesadillas. Allí se libra una batalla entre una resistencia diezmada y las fuerzas de Walter, un hechicero megalómano que oficia de diablo. Jake conoce a Roland, héroe remanente, una esquirla de otro tiempo y de otro cine, y juntos viajan para detener a Walter y su plan para destruir todo lo conocido. Esas coordenadas elementales le sirven al director para recrear formas de la aventura más o menos olvidadas. El western y el terror funcionan como correas de transmisión afectivas: el peligro y la travesía, motivos eternos del sistema de géneros del clasicismo, constituyen los materiales con los que el director modela la historia. Ignoro qué tanto de todo esto proviene del libro de Stephen King, un escritor cinéfilo, pero en la película no se siente el peso de lo literario, sino la vitalidad del cine: los diálogos son económicos y cortantes, como corresponde a cualquier relectura más o menos lúcida del western. La imagen sigue unas reglas parecidas: los planos exhiben una belleza notable aunque discreta que no distrae la atención de la trama. Los personajes aparecen construidos con poca información y a las apuradas: no hay tiempo que perder, la aventura reclama movimiento, que otros se ocupen de la psicología. Digresión personal: mientras esperaba a que empiece La torre oscura, se proyectó el trailer de la remake de Blade Runner. Allí se veía, aunque fuera de manera condensada, el cine con el que polemiza La torre oscura, el cine que Nikolaj Arcel no quiere hacer: una película que toma una historia de ciencia-ficción y la transforma en vehículo para escenificar ideas altisonantes sobre el mundo, el hombre, la creación. Denis Villeneuve ya había hecho algo parecido en La llegada, donde tomaba el género y lo volvía una excusa para comentar gravemente la importancia del lenguaje. Por su parte, Matthew McConauguey, que compone con maestría a Walter (un villano expansivo hecho a su medida), ya había padecido la violencia teórica del tiempo en Interestelar, que por momentos parecía más una disertación sobre el tema que una historia. La torre oscura discute con ese cine presuntamente profundo que cosecha premios y prestigio y que se ofrece como algo más que cine, como una reflexión inteligente, un artefacto para pensar. Nikolaj Arcel mira con desconfianza esa moda y se ubica justo enfrente, del lado de las películas que vuelven a los 80 para encontrar allí una potencia fílmica olvidada por un Hollywood con ínfulas de seriedad: una ética de la aventura y el movimiento, donde el cuerpo se sobrepone a la palabra, la imagen cuenta tanto o más que los diálogos y los personajes, cuando hablan, no lo hacen para filosofar torpememente (oh, los avatares del tiempo). En este sentido, es fundamental el trabajo de Idris Elba: mínimo, hiératico, el actor despliega una economía gestual que parece haber interiorizado a fuerza de estudiar el western o de las películas de John Carpenter. El final de La torre oscura parecía responderle al trailer de Blade Runner, a Villeneuve, a Nolan; terminada la lucha y derrotado el mal, los héroes reposan comiendo un pancho. En no más de cinco o seis líneas brevísimas de diálogo, los dos deciden su futuro. Ese epílogo consume, a su vez, apenas cuatro o cinco planos. La elegancia de ese final hace acordar al cine clásico, al western, a algún maestro como Lang o Hawks (tal vez al final de Río rojo), a un cine anónimo que no creía necesitar el relumbre ocasional que proveen los grandes temas porque se tenía a sí mismo como horizonte estético.
Cada vez pasa menos, pero todavía es común leer a críticos enojados con los estereotipos. Que la repetición, que siempre lo mismo, que la originalidad. Pero el terror es un género que respira gracias a la fuerza de personajes, conflictos y situaciones previsibles: como en una buena parte de los relatos clásicos, no se trata de innovar, sino de entender las reglas y de ejecutarlas con eficacia. El respeto por la fórmula vale más que cualquier ruptura o presunta novedad. La casa de las masacres (el título local miente: solo hay una, en singular) sugiere que lo suyo no son esas veleidades, sino la confección correcta, casi sumaria, de los lugares comunes mínimos del género. Tres personajes desclasados salen a buscar una aventura que el pueblito y sus habitantes provincianos parecen negarles. El director retrata bien esa escena primigenia tan cara al cine norteamericano y hasta se anima a hacer algunos planos lindos que señalan una leve nostalgia por el fin de una era: terminar el secundario, ingresar a la adultez, irse del pueblo. La película no promete nada muy elaborado y uno la mira sin esperar mucho; ese contrato funciona, al menos hasta que los personajes entran de noche a la casa del título y el director demuestra no tener idea de qué hacer de allí en más. Algunos sustos forzados vienen a remediar una incapacidad absoluta para construir suspenso y una pareja de bullys cumplen pobremente con la tarea de proveer una amenaza. Ese horror precario deja paso a la psicología y a unos flashbacks imposibles que interrumpen la acción y subrayan que las peripecias del trío se parecen más a un ajuste de cuentas con su propio pasado que a una situación real de peligro. El terror como diván berreta. Hay almas en pena, nenas muertas y posesiones, pero todo se vuelve el insumo de una catarsis grupal. Los tres protagonistas permanecen más o menos igual toda la película: peinados, lustrosos y con cara de haber pasado por la secundaria hace muchos años. Al interior del trío, surge algún enamoramiento intempestivo, pero el triángulo formado por delincuente-gay-chica fácil no deja muchos resquicios para el amor. Al final hay como un videoclip donde los malos muertos se levantan, caminan y miran a cámara con pose de bad boys.
Fernando, enfermo y en mal estado, sale en su bote al mar presumiblemente para morir solo, como un animal lastimado. En la travesía se encuentra con que una chica con la ropa ensangrentada viaja a escondidas con el barco. El pampero, la segunda película de Matías Luchessi, vuelve sobre un motivo que ya estaba en Ciencias naturales: dos personajes emprenden un viaje que habrá de transformarlos; el más adulto guía y protege al joven mientras recorren un mundo desolado. La película descansa en torno de las actuaciones, sobre todo de la de Julio Chávez, que compone una vez más a un personaje hosco y taciturno propenso a los estallidos de furia. Los espacios más bien pequeños de la historia (un bote, una lancha y alguna ocasional excursión a tierra) realzan la conocida técnica física del actor, que transforma su cuerpo en un centro atractor de las imágenes hasta eclipsar todo lo que lo rodea. Un tercero en pugna llega para complicar al dúo y hacer surgir un thriller tenue, como en sordina, que provee de una causa última a un hombre entregado.
Segunda Guerra Mundial, Holocausto en curso, todos parecen moverse: la gente escapa, muere o persigue a otros. Las historias de tres personajes se cruzan: una mujer rusa es detenida y acusada de esconder a dos chicos judíos por un jefe de policía francés que sabe cómo sacar rédito de la ocupación alemana. La película muestra la crueldad de un mundo en descomposición en un blanco y negro discreto y con unos encuadres exquisitos: a uno le parece estar viendo una película de Haneke, tal vez una continuación de La cinta blanca. Pero algo de esa contención se disipa de a poco a medida que el relato deja espacio a los estallidos afectivos que son la marca del cine de Konchalovsky. Otro personaje, un militar alemán de origen noble, hace su entrada: el tipo es enviado a un campo de concentración a vigilar que la administración sea más o menos eficiente. Lo que sigue a partir de ahí resulta curioso: la película adopta el punto de vista de Helmut y el horror de los campos es menos un problema humanitario que de orden y gestión. Desde la mirada del protagonista, la distancia con la que la película observa a sus criaturas arrastrarse y regresar a un estado casi animal se vuelve el signo del fracaso del régimen nazi. No se trata de una cuestión de empatía con la miseria humana, sino de desesperanza ante la inviabilidad de un proyecto político y de una filosofía de vida. Paraíso encuentra su camino por esa senda un poco retorcida: Konchalovsky no quiere hacer otra película sobre el Holocausto, sino contar el drama de un hombre que asiste al fin de un mundo. Al igual que en El círculo del poder, la historia del fanático que descubre la verdad acerca de sus líderes es acompañada por el relato de una víctima de ese poder. El personaje de Olga tiene un derrotero esperable: exiliada de Rusia a causa de los bolcheviques, encuentra en la Alemania nazi el mismo terror. Es encarcelada, vejada y aprende a sobrevivir, aunque sin perder una pequeña dosis de humanidad. Ella encarna la fábula eterna con la que el cine representa a las víctimas del nazismo. Helmut se vuelve el benefactor de Olga y la devuelve de a poco al confort elemental de los perfumes, la ducha y el sueño. En algún momento de ese trayecto, Konchalovsky, director desparejo, pero también imprevisible y, por eso mismo, un poco sorprendente, vuelve sobre un motivo de su cine: el de los seres consumidos por pasiones que los desbordan. Cuando Helmut decide salvar a Olga y le comunica la noticia, a ella le agarra una crisis de nervios y empieza a acariciarlo, abrazarlo, besarlo, se tira al piso, le dice que es alguien divino, elogia la causa nazi; en esto no hay cálculo o estrategia, se trata solo de una reacción incontrolable ante la promesa de una vida normal lejos de las atrocidades del campo. Después, Olga vuelve a su barraca con las demás prisioneras a esperar el aviso del escape, pero allí encuentra que la kapo, que resiente su ascenso, descarga contra ella su furia quitándole el cuidado de dos chicos y obliga a otras mujeres a sujetarla y hacerle comer a la fuerza un mejunje que pasa por comida. En esa escena, Konchalovsky borra el mapa moral que suele organizar las películas sobre el nazismo: no hay víctimas abnegadas y militares viciosos, sino seres reducidos a un primitivismo brutal que reaccionan movidos por pulsiones. El tono general de contención trasluce de tanto en tanto un sustrato de emociones y deseos que anula la repartición esperada entre héroes y villanos. El final, sin embargo, parece demandar alguna suerte de armonía narrativa, y el relato cede ante un acto de sacrificio predecible. Paraíso sería bastante más impresionante si al director no se le hubiera ocurrido la idea del dispositivo del confesionario, rareza que genera algún interés, pero que encauza narrativamente el desborde pasional de los personajes y atenta contra la visceralidad de la película.
Pablo y Mariana fueron pareja, pero ahora llevan vidas separadas. La película los sigue y descubre en su recorrido un universo hecho de pequeños trabajos, desgrabaciones, búsquedas de libros, encuentros amorosos ocasionales, cumpleaños, exámenes, paseos por la calle. El relato se (nos) entretiene deteniéndose en esos fragmentos cotidianeidad, demorándose con serenidad en el retrato de unos jóvenes adultos con vidas orbitan alrededor del cine, la literatura y la universidad. El primer largo de Nicolás Zukerfeld y Malena Solarz crece y se alimenta de la intimidad de sus personajes. Hay ecos distantes de la modernidad (local, con Rejtman; internacional, con Hong Sang-soo –pasando por Rohmer), pero la película busca una estética propia. El ojo microscópico de la narración descompone el formato tradicional de la comedia urbana hasta dar con una singular observación de costumbres. Si se sabe cómo buscarlo, el cine puede estar en todas partes: en la calle, en una fiesta o en el momento en que una chica se despierta a la mañana con frío y lo primero que hace es ir prender la estufa para calentar el departamento antes de desayunar.
La última película de Baltazar Tokman participa de esa zona del cine actual que borra las fronteras entre realidad y ficción: Casa Coraggio cuenta la historia de una familia ligada a una funeraria centenaria en la que las personas se interpretan a sí mismas (también hay actores profesionales). Sin embargo, no se ve ningún resto de desprolijidad como presunto resultado de una improvisación impuesta por lo real: el director sigue a sus personajes y los hace moverse a lo largo de planos complejos y sofisticados. El presente de la casa Coraggio es solo el punto de partida con el que la película cree poder encontrar la belleza en los espacios y rituales naturales de Los Toldos. La notable Sofía Urosevich oficia de guía en ese recorrido por la cotidianeidad del pueblo. La muerte como profesión, y como posible destino de uno de los personajes, sobrevuela la historia y sugiere una tenue nostalgia por las cosas que están por terminarse. Este texto es una versión de otro publicado en la revista Haciendo Cine