San José de las Salinas. Asesinato de un hombre a manos de su esposa y su hermano. El crimen es descubierto: juicio, los culpables son encarcelados. La película repasa sumariamente la historia, ofrece uno o dos testimonios de autoridad (un policía, un abogado) y recorre lugares significativos (la escena del crimen, la sala del juicio). Caso policial llevado a la pantalla, el cine como reenactment, piensa uno. Pero el director rápidamente desvía el rumbo: la muerte de Rubén Cáceres se vuelve simple anécdota y el documental se interesa por los habitantes del pueblito cordobés. La eventual truculencia deviene observación de costumbres. Los vecinos toman la palabra y hablan de la vida en pareja, la muerte, cuentan su pasado, recuerdan a los implicados, sugieren hipótesis. Los varones comentan el peligro que suponen las mujeres jóvenes que buscan una pensión a cualquier precio; las mujeres, a su vez, señalan que el occiso era un maltratador. Las apariciones van trazando una suerte de voz colectiva, un rumor cautivante que se adueña de la película y relega la crónica policial a un segundo lugar.
La filmografía de Néstor Frenkel puede dividirse en películas sobre colectivos (Buscando a Reynols, Construcción de una ciudad, El mercado) o sobre individuos (El amateur, El gran simulador). Los ganadores pertenece al primer grupo, con el agregado de que esta vez el director tiene que vérselas con una comunidad efímera y difícil de localizar con precisión: la de las personas que hacen programas de radio o televisión y, parece, ganan premios todo el tiempo. La película encuentra un hábitat singular al que va rodeando y conociendo de a poco, como un documentalista de la vida salvaje que debe descubrir la guarida del animalito y acercarse con precaución para no espantarlo. La curiosidad de Los ganadores, el tono con el que mira y se formula preguntas, adquiere un aire casi científico: ¿qué hace toda esta gente que se congrega para dar y recibir galardones? ¿Cómo sobrevive? ¿Cómo es que estos sujetos andan de premiación en premiación, y cuáles son los criterios necesarios para acceder a esos reconocimientos? Con su conocido ánimo burlón, que a veces raya en la crueldad, Frenkel investiga esos espacios e inspecciona a sus criaturas siempre atento al detalle cómico, ya se trate de la seriedad con la que la comunidad sostiene sus propios rituales o de la arbitrariedad con la que varios de sus participantes explican su misterioso funcionamiento. La película halla personajes y momentos notables, como la entrevista inicial al locutor que tiene un programa de radio sobre ecología y que cuenta en su haber con una galería interminable de premios de carácter internacional. Algunas situaciones resultan ridículas desde un principio y el director se limita solo a aprovechar su potencial para la comedia (como la entrega de premios que se realiza en un viaje en catamarán), pero otras son fabricadas visiblemente por la película, como pasa con la seguidilla de discursos de agradecimiento en la que el montaje rápido pone de manifiesto la pomposidad y la sobreactuación de las palabras y los gestos de los premiados. Esa solemnidad convive, a su vez, con las transacciones más espurias, como puede verse cuando uno de los protagonistas reúne gente para armar su propia premiación y, en pleno evento, vende abiertamente las nominaciones y los galardones. En general, los entrevistados y el resto de los habitués de esas ceremonias no parecen tener mucha consciencia del tono kitsch de la comunidad, pero eso mismo es lo que vuelve fascinante el tema del documental, el poder entrar y conocer las formas de ese grupo algo cerrado, seguro de sus actos y convencido del valor de sus rituales. Néstor Frenkel vuelve a desplegar esa antropología lúdica que ya es la marca indeleble de su cine.
Como Prometeo, Alien: Covenant se aleja de la feliz amalgama de ciencia-ficción y terror que caracterizó a la serie. Ridley Scott vuelve para darle una vida nueva al universo de Alien. El misterio de las primeras cuatro películas se reducía a cuestiones más bien geográficas y matemáticas: ¿en qué rincón de la nave acecha el monstruo? ¿A cuántos personajes va a destrozar, y cuántos podrán escapar? Esas premisas elementales ponían en movimiento el relato: el vértigo de la supervivencia no dejaba tiempo a las reflexiones sesudas. Algo de esa robusta salud narrativa menguaba en la cuarta, donde ya se subrayaba el tema de la identidad, el doble y el libre albedrío, pero no importaba demasiado: después de todo, la franquicia había caído en manos de Jean-Pierre Jeunet, tras haber pasado nada menos que por las de Ridley Scott, James Cameron y David Fincher (Jeunet, por su parte, iba a terminar filmando Amélie). Pero el regreso de Scott con Prometeo y ahora con Covenant es otra cosa. Creador sofisticado y elegante que desaparece bajo la máscara del artesano, Scott, por alguna razón incomprensible, encauza la serie hacia una ciencia-ficción morosa y grave que gusta de los grandes temas. Todo puede resumirse en un cambio de escala: el nervio físico y el horror, señas inconfundibles de la serie Alien, dan paso a una solemnidad de ribetes metafísicos; la aparición del monstruo es un espectáculo secundario, el suplemento que motoriza los diálogos altisonantes sobre la vida y la creación. La primera parte cuenta la travesía de una nave que viaja a un planeta desconocido para establecer una colonia humana: Scott demuestra que es un narrador hábil capaz de trazar relaciones y conflictos al interior de un grupo en cuestión de segundos. Lo que sigue, con una parte de la tripulación en la superficie del planeta, es el punto fuerte de la película: la exploración de un mundo nuevo y la insinuación de un peligro terrible resultan fascinantes, como si el cine se hubiera inventado para filmar esa clase de cosas. Pero el misterio se disipa rápido y la película cambia el suspenso por una trama acerca de los la tragedia y la soledad de la creación que tiene como protagonistas excluyentes a dos robots interpretados por Michael Fassbender (como si no alcanzara con verlo actuar un solo papel). En medio de disquisiciones decimonónicas que incluyen menciones a Byron y a Shelley, los demás personajes pierden importancia y mueren como moscas sin llamar demasiado la atención. El monstruo, recurso último que las primeras películas economizaban sabiamente (salvo por la Aliens de Cameron, tal vez), acá se ve enseguida y mucho. La gran amenaza ya no es una criatura espacial asesina, sino un androide aburrido y con ínfulas de esteta que tiene el tiempo suficiente para jugar a ser un dios. El contexto tecnológico desaparece en el escenario más bien primitivo de las ruinas de una civilización extraterrestre: el guion lanza a los protagonistas a un tiempo originario en el que parecen reverberar mejor las dudas que aquejan al androide aprendiz de demiurgo que compone Fassbender. Todo va bien hasta que la película decide liquidar cualquier forma de intriga y opta por la seriedad. También hay una oposición entre ciencia y religión que no termina de explotarse y cada tanto se escucha o se habla de Wagner. Como todo buen narrador, Scott brilla cuando formula preguntas y aburre soberanamente cuando trata de dar respuestas.
El documental de Diego Marcone pone en escena una mirada atípica sobre Montecarlo, un pueblito de Misiones cuyos habitantes subsisten en torno a la cosecha de yerba. Raídos no celebra a sus entrevistados, pero tampoco comenta visiblemente la precariedad de su realidad; observa y se inmiscuye en su día a día, pero también adopta un lugar de escucha que revela la presencia de la cámara (este gesto puede leerse como un acto de renuncia a la neutralidad); se interesa sobre todo por lo comunitario, pero sabe cómo aislar personajes y recortar singularidades, cómo trazar perfiles. La propuesta de Raídos parece tomar distancia de los enfoques documentales más frecuentes, y los frutos de esa decisión se perciben en la familiaridad con la que película puede entrar en Montecarlo y sus casas pobres, o asistir a los momentos de la cosecha como si se tratara de un trabajador más. La película accede así a registrar a seres excepcionales, únicos, que están lejos de los estereotipos más reconocibles con los que el cine (pero no solo el cine) imaginó la figura del trabajador rural.
Pesada herencia Hoy cualquier película puede permitirse la nostalgia y la autoconciencia: lo que alguna vez fue sinónimo de inteligencia y modernidad, un lujo, hoy parece más bien una baratija, el suelo del que parte una buena porción del cine actual. Lo que se fabrica con ese barro, sea un artefacto lúcido o una mera serie de guiños que tienen como blanco la memoria emotiva del espectador, es cosa de cada película. La mayoría hace agua mientras que unas pocas, como Deadpool o Guardianes de la galaxia, surfean con elegancia. Pero el oleaje es imprevisible y Guardianes de la galaxia 2, realizada por el mismo equipo de la primera, se hunde enseguida. La primera escena condensa espléndidamente las fortalezas y los problemas de Vol. 2. Los protagonistas luchan contra un espantoso monstruo del espacio, pero el director se da el gusto de jugar libremente con la acción: la cámara deja en un fondo borroso el combate y sigue a Baby Groot que baila al ritmo de la música, poco comprometido con la pelea de sus compañeros. El enfrentamiento escupe hacia la cámara a personajes heridos que se distraen cuidando a Groot, poniéndolo a resguardo de los ataques de la bestia, pero no hay caso: el arbolito sigue tirando pasos. En ese plano secuencia está resumido el universo que supo elaborar Guardianes de la galaxia con su enorme carga afectiva y su lucidez a la hora de mirarse a sí misma en el espejo de la autorreferencia: es el grupo de parias maltrechos funcionando como una familia que provee a sus miembros el amparo que el mundo (o el universo, mejor) no les dio; es el cine mainstream pudiendo procesar un pasado compartido de señas sonoras y visuales, un gesto popular que invita al espectador a dialogar con la película, a encontrarse en ese mapa de referencias comunes. Pero la película rápidamente deja ver un desequilibrio: esa interpelación al público parece apropiarse de todo hasta que el relato se vuelve también una seguidilla interminable de signos de autoconciencia. Lo que en la escena inicial funciona con maestría, poco después se desbalancea hasta que la historia pierde espesor: el guion no hace otra cosa que deslizar chistes sobre la trama misma. La comedia, que en la primera recuperaba lo mejor del cine hollywoodense de los 80, acá se vuelve decididamente “meta”, una puesta en abismo constante que trasluce un desinterés por lo que se cuenta: ni la narración ni los personajes creen demasiado en lo que pasa porque la película no lo hace. El gag permanente se vuelve una forma de tiranía: todo debe poder servir para hacer humor, incluso al precio de la verosimilitud o de la emotividad. La película no cree poder mantener el interés del público si no sostiene ese ritmo vertiginoso de chistes sobre sí misma, como si la historia, los personajes, sus conflictos no fuera suficiente y James Gunn necesitara remitir constantemente a una cultura compartida hecha de canciones, objetos o series de televisión, y también pensara que debe reírse de sus materiales narrativos. Vol. 2 exagera con el infantilismo: Peter, que se inscribe en el noble linaje de los héroes toscos pero de buen corazón del cine de aventuras (más cerca del eslabón Brendan Fraser que del de Indiana Jones), de a ratos cruza la frontera de la ingenuidad y directamente parece un bobo grandote. Los personajes que mejor funcionan son Rocket y Drax: el cinismo sobreactuado de uno y la tontera gigante del otro se adaptan perfectamente al tono de burla general. Yondu parece la excepción a la regla: el personaje da muestras de una complejidad de la que los demás carecen. No es exagerado pensar que la historia que de verdad le interesa a Vol. 2, en la que más cree, es la de Yondu. A pesar de todo, en algunas partes, Vol. 2 es capaz de producir una emoción genuina. El asunto no es tanto mérito de la secuela como de la solidez con la que la primera Guardianes de la galaxia supo cincelar su universo: los personajes cargan con una densidad dramática previa que Vol. 2 se limita a explotar sin agregar demasiado, vínculos ya elaborados al interior de esa galería de desclasados y perdedores encantadores que Gunn puede hacer estallar con efectividad sin tener que esforzarse mucho. No es que Vol. 2 esté mal, aburra, no entienda los géneros o los requerimientos del humor, sino que esa remisión constante a su estatuto de artificio termina transformando la película en una superficie en la que resulta muy difícil entrar o sumergirse. La película se ve, se escucha y hasta casi se puede tocar, pero no se siente o está muy lejos.
La ecuación parece familiar: Scorsese + religión. Ya es una obviedad recordar que la filmografía del tipo está conformada mayormente por calvarios, sacrificios y otros artefactos cristianos. En el conjunto asoman algunas películas que abordan frontalmente el tema de la religión: La última tentación de Cristo, Kundun y ahora Silencio. Otra obviedad, ya que estamos: Scorsese puede extraer motivos religiosos de sus relatos de seres marginales, malvivientes y desclasados porque, al menos en lo que toca al cine (de la conciencia que se ocupen otros), el director no se muestra como un convencido pleno, sino como un creyente con dudas. La duda es lo que entrelaza el drama de sus personajes con la imaginería católica y algunos de sus mitos fundamentales. Scorsese es más humanista que creyente, la fe no es una práctica a la que sus personajes se entregan fanáticamente, sino una vía de autoconocimiento, un conflicto que mantienen consigo mismos. Silencio es más o menos eso: una variación sobre el viejo tema de la fe elaborado (una vez más) desde una mirada dubitativa, más atenta al barro de los hombres que a las promesas de la divinidad. La película sigue a dos misioneros jesuitas que viajan a una aldea japonesa con el fin de encontrar a un cura perdido y, de paso, tratar de ganar adeptos en el camino. La primera parte sugiere cierto eco, aunque en sordina, del relato de viajes: la preparación previa, los peligros del trayecto, la fascinación que despierta lo desconocido. La sobriedad de la puesta en escena no alcanza a ocultar del todo cierto cariño por el cine de aventuras y su gusto por el movimiento y la acción. La segunda parte, en cambio, gira en torno al padre Rodrigues y su lucha por mantenerse fiel a sus creencias: la película parece detenerse, hacer un alto y el diálogo pasa a ocupar el lugar que antes habían tenido los viajes. Silencio, jugando con su título, se transforma en un prolongado duelo retórico entre Rodrigues y las autoridades de Nagasaki: que si el cristianismo puede echar raíces en Japón, que si el budismo conviene más a los hombres, que si los dos credos pueden convivir. Las imágenes se vuelve el soporte de las convulsiones espirituales del protagonista: alternativamente, los hechos confirman al padre, lo obligan a replantearse su formación, lo empujan a la preservación de la vida de otros o a la inmolación. No hay nada de malo en esto: al menos desde André Bazin (aunque la idea no fuera suya), se sabe que el cine no guarda ninguna “pureza” que haya que resguardar del contacto con otros lenguajes como el teatro o la literatura. Que la palabra se haga cargo de la escena no supone ninguna pérdida, no disminuye en nada vaya uno a saber qué índice de especificidad fílmica. Lejos de la velocidad de El lobo de Wall Street o de los juegos con los géneros de La isla siniestra, Silencio remite a la mesura y la calma de Kundun, pero también con la de La edad de la inocencia. Scorsese hace gala de un rigor formal poco frecuente: cada plano parece justo en todos sus aspectos, ya sea el encuadre, la duración o la acción que captura. No hay montaje ni movimiento de cámara si la situación no lo demanda. En cuanto al sonido, hay algunos intentos más o menos evidentes de llamar la atención sobre la alternancia entre ruido y silencio, como si se quisiera reforzar el trabajo del título, pero nada demasiado sofisticado. Esa sencillez, elegante y contenida, económica, condiciona la manera en la que el director se acerca a sus personajes: así, a diferencia de otras películas, Silencio retrata calvarios y sufrimientos desde un cálculo y una distancia infrecuentes. Uno pensaría que el muestrario de pasiones que es la película manejaría otro tono, uno más encendido, que pusiera por delante el componente afectivo de los hechos, pero no, Scorsese se muestra gélido: ni las torturas, ni siquiera la muerte, están ahí para conmover ni impresionar, son solo otro aspecto cotidiano del mundo que se reconstruye. Desde el comienzo, la película comunica sus intereses: el relato de la muerte ritual de cristianos, que incluye el ser quemados vivos con agua termales, no busca la empatía del público, sino realizar una descripción casi sumaria del procedimiento. Ese tono se integra en la búsqueda global de Silencio, que en última instancia puede reducirse a la escenificación de un duelo argumental entre dos posturas y a la crisis con la fe del protagonista. La película presenta con generosidad el punto de vista japonés: los argumentos del samurai que dirige la persecución resultan convincentes, y las oportunidades que se les da a los cristianos de salvarse y evitar el suplicio son múltiples. Terminada la primera parte, la segunda se detiene en las discusiones de Rodrigues con sus carceleros: el tono es sosegado, casi contemplativo, los personajes intercambian ideas y abusan un poco de las metáforas. Debajo de ese contrapunto, el relato traza otra línea divisoria: la pobreza material e intelectual que gobierna la vida de los fieles que arrean Rodrigues y el padre Garupe contrasta con la riqueza y el buen vivir de los jefes japoneses. Esa corriente subterránea recorre una buena parte de la historia: los creyentes perseguidos se aferran a su fe tanto como a esa existencia doliente que parece sobrellevarse mejor con la promesa de una eventual vida ultraterrena. Rodrigues no siente curiosidad por el budismo, sus prácticas o saberes, mientras que los líderes japoneses conocen bastante bien los preceptos cristianos. Un personaje renuncia a su fe y vive una vida de bienestar dedicada a la investigación científica: parece irle bastante mejor después de haber apostatado, pero Rodrigues sigue retenido por sus dogmas y es incapaz de concebir un mundo diferente al que dictamina su credo. En ese ir y venir sutil, sin estridencias, la película explora la pasión de un hombre que duda. Un drama antropológico más que místico, hecho a escala humana.
El Bafici fue la principal plataforma de lanzamiento del cine argentino nuevo, incluido el cordobés, que ya es casi una cita obligada (y esperada) en cada nueva edición. Primero enero acompaña a un padre y un hijo en un viaje a la casa de vacaciones familiar. Un divorcio los obliga a vender la propiedad y la visita resulta ser una despedida. El padre organiza las actividades, regula las horas, dirige; el hijo se adapta como puede, pero también sabe revelarse. Esos conflictos, aunque tenues, parecen conmover el paisaje calmo que los rodea. Entre los dos se genera una competencia secreta de astucias y saberes en la que uno y otro tratan de desestabilizar al contrincante. A modo de separadores, Darío Mascambroni intercala planos de los espacios y de los objetos que pueblan el lugar hasta que la casa acaba por convertirse en un tercer personaje silencioso. La venta inminente, el matrimonio irremediablemente roto y el lento ingreso a la madurez de Valentín le imprimen a la película un singular aire de melancolía. Desde las imágenes, sin que el director subraye ni explique nada, todo parece anunciar su propia desaparición, incluso el vínculo de Valentín con su papá.
El documental de Buisel y Masllorens registra el proceso creativo y la filmación de El cielo del centauro, que marcó el regreso al cine argentino de Hugo Santiago. Los directores renuncian a ilustrar meramente la producción y juegan con los materiales disponibles, que incluyen papeles, mapas, imágenes del rodaje y hasta mails. Santiago demuestra ser un obsesivo de la escritura y la planificación, un dictador encantador que tiraniza a todos hasta conseguir lo que se propone. En su trayecto, la película también devela el trabajo de conocidos productores, directores y fotógrafos, entre otros, de la órbita FUC y el clan Llinás. El rodaje termina siendo un lugar de encuentro entre distintas generaciones de realizadores; los guiones técnicos de Santiago, casi incomprensibles para sus jóvenes asistentes, son el terreno donde colisionan esas formas diferentes de hacer y entender el cine.
Shyamalan es un buen director con un problema: suele tomarse demasiado en serio a sí mismo. Fragmentado, felizmente, pertenece al grupo de sus películas ligeras, festivas, donde la complejidad no viene a sostener ningún comentario altisonante sobre el mundo. La película se ríe de su propia premisa: una terapeuta cree que los desórdenes de personalidad, lejos de constituir una patología, suponen una ventaja adaptativa de los sujetos al entorno, y que su manifestación puede conducir incluso a modificaciones de orden biológico. La terapeuta formula su hipótesis después de haber conocido a Kevin, un paciente que registra una veintena de personalidades diferentes. Las personalidades se interrelacionan creando una jerarquía interna que desplaza a Kevin, como si varios sujetos fueran tomando alternativamente el control de su cuerpo. La terapeuta interactúa con Kevin (o con lo que queda de él) y cree descubrir que una de las personalidades se hace pasar por otra: en esos momentos, la película toma la forma de algo así como un relato de misterio psicológico, como si hubiera que buscar las huellas de un crimen psíquico. Freud jugando al detective. Por su parte, la multitud que habita el cuerpo de Kevin espera la llegada de una personalidad adicional, La Bestia, a la que se convoca con un ritual que incluye el sacrificio de chicas. La trama va revelando sucesivamente esas capas y logra un equilibrio poco común entre un punto de partida delirante y la ejecución del suspenso. Parte de ese éxito depende del compromiso que demuestra la película con su universo: una vez establecidas las reglas de ese mundo algo desquiciado, el guion las respeta a rajatabla. Bien lejos de la seriedad de Señales o La aldea, lo que hay acá es es un director que confía plenamente en los mecanismos que hacen funcionar la ficción. La película toma el psicologismo y, multiplicándolo varias veces por sí mismo, casi por la vía del absurdo, lo transforma en un material apto para el thriller: no se trata de capturar a un psicópata desequilibrado antes de que mate, sino de descubrir a la(s) personalid(ades) capaces de matar dentro de un mismo cuerpo. Shyamalan balancea la premisa de la historia con una puesta en escena sobria y elegante que extrae silenciosamente la fuerza de cada escena: basta ver la cantidad enorme de planos distintos con los que filma la pequeña habitación de las chicas cautivas, o la manera en que el espacio en el que se las encarcela (que conviene no develar) gana espesor con cada nuevo recorrido. James McAvoy, un actor del montón al que no se le conocen grandes películas ni performances memorables, acá tiene un lucimiento inesperado: el tipo es capaz de componer con solvencia a varios personajes distintos y hasta de cambiar de uno a otro en plano. La joven Anya Taylor-Joy es todo un hallazgo: sabe cómo actuar la duda, la planificación, todo sin mover un músculo de la cara. El entusiasmo que generó el guiño final a una secuela (que formaría una eventual trilogía con El protegido) no debería distraer la atención dela gran película que es por sí sola Fragmentado.
Lego Batman es la mejor película sobre Batman de los últimos cinco años, al menos desde El caballero de la noche. Todos los males que se les achacan a Batman asciende, de Nolan, y a la insufrible Batman vs. Superman, como el tono grave, la solemnidad o la oscuridad impostada, Lego Batman los derriba ya desde los créditos iniciales cuando, desde el off, el protagonista explica el rol que cumple cada logo corporativo. De entre el mar de referencias que despliega el director Chris McKay, se destaca la serie de televisión de los 60, como si la película de Lego, con su gusto por la parodia, el humor tonto, el colorinche y la autoconciencia, dialogara con ese show lisérgico y las dos compartieran una misma tradición, la de la comedia, que el universo fílmico del encapotado en algún momento interrumpió y nunca volvió a retomar (seguramente a partir del Batman de Tim Burton). El humor es un arte de la inteligencia y la ligereza ayuda a pensar y a moverse mejor: Batman Lego, al igual que la película de Lego de 2014, dispara una cantidad altísima de ideas y chistes por segundo, tanto que a veces hay que esforzarse para seguirle el ritmo. El mapa de referencias es sobreabundante y algo exagerado, en la trama entra casi cualquier franquicia que pertenezca a Warner, ya sea El señor de los anillos, Harry Potter, King Kong o los distintos personajes de DC; el director asemeja un nene que pone a jugar juntos toda clase de juguetes diferentes. El relato funciona mejor en la primera parte, cuando se trabaja más con el miedo de Batman a formar una familia y con su pose de superhéroe como manera de lidiar con el problema (un rejunte de lugares comunes psicologístas que se ríen de las películas y de la historieta). Cuando el Guasón da inicio a su plan maestro para destruir Ciudad Gótica, la película descuida un poco su mundo y todo se vuelve una carrera agotadora de chistes, guiños y burlas dirigidas contra la narración clásica. A partir de ahí, Lego Batman muestra sus límites, su horizonte más bien escueto (algo parecido pasaba en Lego: La película, que del musical ambicioso del comienzo, se transformaba en un objeto más bien gris sobre la mitad y perdía el brillo del principio). La animación, sin embargo, sigue siendo un espectáculo que vale por sí mismo: salvo por el agua, el humo y algún otro elemento, todo en la película, desde un rayo gigante hasta un mar de lava, está recreado con fichas Lego, y si bien la técnica es digital, el trabajo puesto en las dimensiones, la luz y la textura de cada pequeña parte hace que todo parezca filmado, como si se estuviera ante un prodigio del stop-motion. Algunos gags se construyen sobre una notable aleación de montaje, elaboración de los planos y materialidad, como cuando Alfred le dice a Bruce Wayne que tiene que ir a una fiesta, y el millonario se niega mientras se arrastra por el piso y sube las caleras sin despegarse del suelo y haciendo berrinches. O cuando Batman regresa la baticueva y todo le devuelve el eco de su soledad: el silencio, el vacío de los encuadres o los pasillos mal iluminados de la mansión construyen la comicidad de la escena. Por otra parte, hay que decir que el doblaje se deja escuchar y hasta permite que varios chistes funcionen, aunque uno nunca llegue a olvidarse de que se está perdiendo las voces Will Arnett, Zack Galifianakis o el acento british de Ralph Fiennes. El argumento para justificar el doblaje en estos casos es que se trata de cine dirigido a un público infantil, pero en la sala (jueves a la tarde) había varios adultos sin niños, y es sabido que una buena parte de los seguidores de las películas y las series de Lego está formado por espectadores que jugaba con los Lego cuando era chicos (o sea: que son adultos ahora). Como si eso fuera poco, la película exige una atención y un conjunto de saberes sobre el cine y la cultura en general que interpelan a un público adulto: durante la proyección, me cansé de escuchar comentarios de nenes que no entendían nada de lo que pasaba (les preguntaban todo a los padres) y que casi nunca se reían con los chistes, incluso con los gags más físicos y menos complejos. La cuestión es saber si no se está clasificando como infantil una película que no lo es solo por una decisión mercantil (junto al de los jóvenes, es el nicho que más vende), y si en un futuro cercano será posible que los adultos y los jóvenes (los que pueden leer dos líneas de corrido sin perderse, al menos) tengamos la opción (alguna) de ver películas animadas en su idioma original.