Orione es una biografía hecha de retazos, un retrato colectivo sobre la vida de Alejandro, muerto de un disparo en la cabeza mientras manejaba un auto tras la fuga posterior a un robo. La directora dispone un collage de voces, cualquier material puede funcionar como testimonio: videos caseros de la familia, entrevistas a vecinos, cartas, informes oficiales o fragmentos de noticieros. Esa multiplicidad de registros parece ser la única vía para contar la historia de Ale sin tener que verse obligado a tomar un partido maniqueo: la película (que ganó el premio a Mejor Dirección del Bafici 2017) es ajena a cualquier clase de sensacionalismo o de sociología fácil, su proyecto no entiende de justificaciones o condenas. Esa variedad de fragmentos, a su vez, es enhebrada en algo parecido a una trama por la voz en off de la madre, que narra la vida y la muerte del hijo con la serenidad y el aplomo del que pierde lo más querido. La voz aporta coherencia a la dispersión general: el método de la película le permite a la directora recomponer la complejidad del mundo a través de la potencia de distintos lenguajes y soportes, que van de la intimidad de una carta personal hasta el tono más bien espectacular y sumario del móvil de un noticiero. Pero esa decisión también supone un riesgo: a diferencia de lo que ocurre en cualquier documental de entrevistas, acá el sistema hace visible permanentemente las elecciones de la película, el criterio para optar por uno u otro fragmento y su puesta en fase con otros materiales. La película, en lo que parece un notable ejercicio de responsabilidad, asume con claridad una voz propia al tiempo que elude posiciones estereotipadas. El cine adquiere un carácter intersticial, se vuelve un arte del montaje (de la costura) más atento a las preguntas y a los espacios de indefinición que a las certezas de los documentales expositivos.
Como todo el cine, el cine de espías también cambia. Atómica y ahora Operación Red Sparrow ponen patas para arriba los esquemas del género: protagonistas mujeres que tienen que abrirse paso en mundos gobernados por hombres y pelear a la par de ellos. El planeta sigue cruzado por las mismas intrigas diplomáticas que siempre, las mismas guerras de inteligencia (la rivalidad de Estados Unidos y Rusia sigue proveyendo un escenario ideal, incluso después de terminada la Guerra Fría), los mismos juegos de engaños, las mismas persecuciones silenciosas. Pero ese universo ahora es atravesado por rasgos del drama femenino que llegan desde otras latitudes fílmicas: la competencia internacional por fragmentos de información ya no es motorizada por hombres entregados a su oficio (como en El Topo), sino por mujeres que son arrojadas a esa pelea contra su voluntad para sobrevivir. Las películas, cada una con sus matices, conservan el nervio y el suspenso del género, pero no dejan de insinuar, como si fuera un rumor permanente, que las protagonistas están ahí por culpa de una sociedad desigual que inviste a sus integrantes masculinos con el poder que las aplasta a ellas. No es nada muy nuevo, tampoco, sino algo común que suele llamarse con un poco de pereza resignificación o relectura. Operación Red Sparrow narra la seguidilla interminable de abusos y desgracias que sufre Dominika, bailarina principal del Bolshoi que se mantiene a ella y a su madre gracias al apoyo del teatro. Dominika se quiebra la pierna justo al final de un acto, deja el baile y un tío sombrío la busca para ofrecerle trabajo. Una cosa lleva a la otra y en poco tiempo Dominika está en una escuela de espías perdida en la nieve en la que se enseña a sus miembros tácticas de seducción y de manipulación psicológica. Dominika supera las pruebas como puede y le asignan una misión: ganarse la confianza de un agente de la CIA y averiguar el nombre de un topo que opera en el gobierno ruso. Todo está más o menos dispuesto para el comienzo de la intriga, entonces, pero a los secretos habituales del género, Operación Red Sparrow le agrega el drama de Monika, una chica común tironeada de un lado para el otro por un tío vicioso y un gobierno inescrupuloso. Una mujer atrapada en un mundo de hombres despóticos y crueles; una película de espías que esconde una woman’s picture. Francis Lawrence dirigió a Jennifer Lawrence en la trilogía de Los Juegos del Hambre. El hombre sabe perfectamente con qué escenario proveer a la actriz para su lucimiento personal: un relato lleno de adversidades, un desafío tras otro, abusos de toda clase, sufrimiento físico y mental, golpes, sesiones de tortura. De ese calvario emerge un personaje femenino que parece estar de moda: la mujer lastimada que se sobrepone a la adversidad sin perder la compostura, que a pesar de todo se mantiene entera y que hasta lleva sus moretones con elegancia, casi con orgullo. Lawrence entiende de estos asuntos: en Los juegos del hambre le pone el cuerpo a la típica heroína involuntaria que carga con el peso de salvar a otros, en Joy hace a una madre incansable que se ocupa de hijos, exmarido, novio y padres por igual. Desde Lazos de Sangre (Winter’s Bone) que la chica rara vez la pasa bien en una película. La espía de Red Sparrow es, como sus personajes anteriores, una mujer de escala humana que nada sabe de las proezas físicas o cerebrales de sus pares de X o La Villana. Dominika no está particularmente dotada para nada que no sea el engaño y la atracción. Entre ella y otro hombre apenas si pueden matar a un asesino profesional (de nuevo, por enésima vez, se escuchan ecos de la escena filmada por Hitchcock en La Cortina Rasgada). De fondo, un retrato divertido sobre una Rusia con ecos de su pasado soviético hecha de edificios grandes y grises que exhiben la nostalgia de una arquitectura envejecida demasiado rápido. Los altos mandos del servicio secreto evocan el porte duro y malévolo que el cine supo darles a los jerarcas de la KGB. Contra esos monstruos de otra era se mite la protagonista mientras va y viene por hoteles, pasillos y hospitales que parecen anclados en otro tiempo.
A la última película de Sebastián Lelio conviene entrar con precaución. El comienzo, de una plenitud infrecuente, con personajes que participan de una felicidad sin grietas, anuncia algo terrible por venir. Orlando sale de una sesión de masajes y va a buscar a su novia a un club nocturno. Cuando llega, Marina está cantando con su banda: él se sienta y los dos se miran; en apenas dos planos el director establece la situación amorosa de la pareja. Como ese, Lelio se permite una gran cantidad de prodigios fílmicos apenas perceptibles, como cuando Orlando entra al bar y la cámara lo sigue hasta una mesa: no se sabe bien cómo, pero el actor Francisco Reyes es capaz de moverse a un ritmo propio que contrasta con el movimiento homogéneo del resto del lugar y sus habitantes. La seguridad de Orlando, su aplomo, mucho antes del primer diálogo, se construye en esa breve caminata: la madurez de un hombre que posee una temporalidad propia. Lo que sigue no hace más que confirmar y ensanchar lo que ya habían mostrado las imágenes: del club los dos van a cenar a un restaurante chino. Charlan poco pero plácidamente, como si trataran de estirar el momento demorando las frases. Marina cumple años, los mozos le cantan el feliz cumpleaños en chino, Orlando saca unos pasajes de la billetera: se van de viaje en unos días. La película retrata con total normalidad la unión de un hombre mayor con una mujer trans: todo indica que los dos se sienten a gusto en la relación y que nada ni nadie del entorno se fija en la naturaleza de la pareja. Vuelven al departamento de él, cogen y se duermen. Pero la paz no podía durar. Él se despierta con un dolor, ella trata de ayudarlo: entre caídas, nervios y corridas Marina lo lleva al hospital, pero es tarde, Orlando muere a los pocos minutos. De ahí en más, la película (nominada a Mejor película de habla no inglesa en los próximos Oscar) devela su verdadera cara: un drama contenido acerca de una mujer trans que debe lidiar con el desprecio de la gente que la rodea y con las sospechas de la familia de Orlando y de la policía, que no descartan que haya podido ser la responsable de la muerte. La identidad de la protagonista actualiza lo que en realidad es un viejo motivo: el de la mujer sola y acorralada que se defiende como puede de las agresiones de sujetos e instituciones. Precaución, se dijo al comienzo, no solo por el giro del relato, sino también por el tono que se apropia de la película a partir de ese momento. Si Gloria contaba la historia de una mujer que se extinguía plácidamente casi sin darse cuenta, en su última película Lelio sigue a una mujer que recién comienza, que todavía está haciéndose. Marina pasa a ser señalada y maltratada por todos: los doctores de la guardia la miran con desconfianza, la policía que investiga el caso la somete a preguntas y revisiones médicas, la familia de Orlando se acerca a ella movida menos por odio que por una curiosidad mórbida. El conjunto promete otro cuadro políticamente correcto sobre las dificultades de ser una mujer transexual en una sociedad conservadora. Pero de a poco Lelio desvía el rumbo y todo se enrarece: de ese cuadro más o menos realista, la película abraza un exceso que incluye desde un secuestro y una golpiza inverosímiles hasta una fantasía musical que hace acordar a un número de Cantando Bajo la Lluvia. El sistema estético del director se contamina y transforma: la puesta en escena mantiene un evidente toque de distinción visual (de un preciosismo virtuoso, a veces un poco exagerado), pero de las escenas cotidianas del principio ahora se pasa a acompañar el estrepitoso hundimiento emocional de la protagonista, que puede incluir el caminar perdida de noche y bajo la lluvia, una visita impuntual al cementerio en un día de sol o los golpes descargados contra una bolsa de arena. La caída y el envilecimiento de una mujer como espectáculo, forma que el cine toma (y mejora) de la novela del siglo diecinueve y que el director maneja con total soltura. El recorrido un poco grotesco de Marina, sumado a su travesía sin un orden dramático nítido, sugiere que a Lelio le interesan los artefactos cinematográficos extraños: un drama femenino de un almodovarianismo discreto, apenas audible, con toques a lo Rebollo. Solo que Marina es una mujer con piano: la pasión por la música y la presencia de un simpático profesor de canto parecen rescatarla de la espiral a la que la arrastra el guion. Esa vorágine blinda la película contra cualquier intento de comentario sobre el mundo: Marina no se pregunta por su identidad, no se cuestiona a sí misma, no duda, y la caracterización decadentista de la familia de Orlando nunca termina de transformarse en un retrato de clase. Una Mujer Fantástica amaga con el formato de denuncia social, con sus lugares comunes y su galería típica de ultrajes y villanos (de los que sobresale la detective, un personaje fascinante que parece sacado de un policial negro), pero se trata solo de eso, de un embuste, una pista falsa. El comienzo funciona en verdad como umbral hacia otra cosa: un viaje alucinado que sumerge al espectador en su mundo sinuoso de derivas y excesos nocturnos donde no faltan, por otra parte, escenas luminosas y la posibilidad de redención.
Hace tiempo que se nota un problema en mucho cine estadounidense: pasada la mitad, después de un comienzo bueno, incluso excelente, las películas se enredan, no saben resolver situaciones narrativas, caen en subrayados, arruinan todo lo que habían construido. Un misterio del que desconocen las causas. Resulta que en 15:17 Tren a París pasa lo contrario: la película tiene un comienzo pobre que hace esperar lo peor, pero a medida que avanza cobra un espesor impensado. La premisa es curiosa: un director de ochenta y siete años, presuntamente conservador en lo formal y en lo político, filma una película basada en una situación real actuada por los protagonistas de los hechos que por momentos no parece un producto de Hollywood en busca de la tradicional eficacia narrativa, sino un experimento proveniente de otras zonas del cine. Como si Eastwood, al que se llama con frecuencia el último director clásico, quisiera despistar a sus seguidores y probara suerte con una estética contemporánea. La infancia de los protagonistas no podría estar contada con menos pericia: conflictos gruesos, diálogos torpes, actuaciones flojas (salvo por Paul-Mikél Williams, que tiene un swing impresionante y parece un actor veterano). Algo de toda esa factura tosca, sin embargo, parece tener una función dramática: podría pensarse que Eastwood quiere mostrar las distintas formas de precariedad (escolar, familiar, cultural) que marcaron la niñez de los personajes, y que trata de hacerlo no solo dentro de los límites del relato, sino trasladando al espectador el aire viciado de un pueblito y de una escuela católica donde no quedan muchos resquicios para madres solteras con hijos inquietos. La narración adquiere entonces los rasgos del entorno estrecho y asfixiante que retrata. Lo que sigue es extraordinario. Después de contar cómo Spencer Stone se hace un lugar en una institución militar, la película los sigue a él y a Anthony Sadler durante un viaje por Europa. La secuencia se extiende mucho más de lo que uno esperaría y por momentos pierde su carácter narrativo: nada de los recorridos por Roma, Venecia o Amsterdam aporta información nueva sobre los personajes ni prepara el terreno para lo que vendrá después, solo se los ve recorrer la ciudad, conocer gente, visitar sitios históricos. Como si, nuevamente, Eastwood pusiera entre paréntesis el relato para dedicarse a observar sin apuro lugares, monumentos y bares tratando de llevar a la experiencia del visionado la placidez del viaje. Finalmente, el trío se sube al tren en el que desarman a un terrorista. Hay algo profundamente cinematográfico en la secuencia: los protagonistas le ponen el cuerpo una vez más a la misma situación de peligro y el efecto de realismo que surge de las imágenes es increíble. La confrontación dura muy poco, todo ocurre demasiado rápido y bien lejos de las convenciones fílmicas del cine de acción: la pelea entre los tres personajes y el terrorista es brutal, azarosa, todos reaccionan con una torpeza y una impulsividad que el cine en general no concibe. No hay atisbos de heroísmo o de estrategia, solo reflejos, músculos que parecen moverse a una velocidad propia, como cuando Spencer se lanza contra el agresor como si recordara instintivamente algún entrenamiento olvidado. Los tres sujetan, golpean y lastiman al atacante como pueden: el salvajismo y la desesperación general hacen acordar a la escena de La cortina rasgada en la que Paul Newman y una campesina a la que recién conoce tratan de matar sin éxito a un espía durante unos cinco minutos insoportables. El enfrentamiento dura poco, entonces. Podría estirarse agregándole diálogos, intercambios entre los personajes, amenazas del terrorista, pero Eastwood confía ciegamente en el material que tiene entre manos: cree (y tiene razón) que puede filmar una escena de acción y tensión altísimas si economiza recursos y se concentra en cada pequeño momento de la situación. Pareciera que con 15:17 Tren a París el director hubiera querido hacer la película opuesta a Sully, que gira insistentemente en torno a la catástrofe aérea y a la figura imponente de Tom Hanks. No repetir una fórmula exitosa, probar otra cosa, incluso el camino contrario: relegar el hecho principal a un lugar secundario y breve y tratar de construir toda una película alrededor de tres chicos de pueblo sin demasiadas luces que se interpretan a sí mismos, y hacer de ellos personajes más o menos cautivantes, capaz de sostener el interés del público durante una hora y media.
Parece que a los directores socialistas también les gustan los géneros. No todo es lucha de clases para Ken Loach y en La Verdad a Cualquier Precio, que se estrena con ocho años de retraso y se distancia de la zona más conocida de su cine (Riff Raff, Tierra y Libertad, El Viento que Acaricia el Prado), prueba suerte con el thriller. Loach y su guionista, Paul Laverty, saben que el cambio supone un reacomodamiento: no pueden volver sobre el eterno motivo del pueblo levantado en armas contra un poder injusto o hacer que sus personajes discutan largamente los fundamentos de la sociedad. Filmar un thriller exige respeto hacia algunas reglas que los realizadores tratan de cumplir como pueden: el uso de los diálogos como vehículo de información, dosificación de la intriga, primacía del relato por sobre cualquier comentario acerca del estado del mundo. La cosa no les sale tan mal, y por momentos hasta funciona bastante bien. El estilo de Loach le da a la historia un notorio aire de realismo, pero sin sus tradicionales subrayados: Fergus, un mercenario que trabajó en Irak, investiga la muerte dudosa de su amigo Frankie durante un ataque en la route irish, uno de los caminos más peligrosos del país. La película empieza con una escena atípica: amigos, familiares y colegas de Frankie se reúnen en un pub a la salida del velorio y discuten los detalles de la muerte entre chopps de cerveza. El director demuestra que siempre tuvo un ojo atento a la construcción de personajes y de espacios: Fergus vive solo en un departamento vacío y sin muebles, tiene únicamente una mesa, algunas valijas militares, un teléfono en el piso y una cama plegable. Los movimientos de Fergus de un lado a otro del departamento para preparar café o guardar algo son de una tristeza discreta y certifican el talento de Loach para describir el universo material de sus personajes. Pero, como no podía ser de otra manera, en La Verdad a Cualquier Precio no tardan en aparecer discursos sobre la desigualdad, la injerencia británica en Medio Oriente y la impunidad de los grupos mercenarios. La pesquisa de Fergus lo conduce a un celular que Frankie había guardado con videos que muestran cómo él y sus compañeros asesinan por error a una familia entera que iba en un taxi detrás de ellos y a dos chicos que vieron lo que pasó. El thriller se vuelca hacia la crítica política y el relato pierde la consistencia del principio: la intriga cede ante la repartición de culpas y responsabilidades. El estilo del director exhibe sus limitaciones: hacer cine de género requiere una gimnasia narrativa importante, y Loach y Laverty llevan años de filmar cine político sedentario. La película se resiente, como si los músculos no le respondieran, y el dúo se decanta por el recurso que mejor conocen: la denuncia. Como en el tramo final de Yo, Daniel Blake, en La Verdad a Cualquier Precio Loach se guarda uno o dos giros que vienen a imprimirle a la narración el vértigo que Laverty no supo construir por otros medios. El thriller vira hacia la película de venganza y el guionista modifica súbitamente al protagonista ante los ojos del público: hacía falta un golpe de efecto, no importa qué tan arbitrario, cualquier cosa con tal de sacudir un poco al espectador antes de que abandonara la sala. La narración se vuelve un dispositivo de denuncia y el género se desdibuja. Es lo más parecido a una confesión: como si Loach y Laverty dijeran que bueno, que trataron pero no pudieron, así que vuelven a lo que les sale.
La estatura de un director también se puede medir por la manera en que lidia con sus películas fallidas. Detroit: Zona de conflicto es una película fallida de una gran directora. En Detroit Bigelow parece haber olvidado todo lo que distingue su filmografía (el último tramo, en especial) del grueso de la producción de Hollywood: sus películas exhiben una inteligencia fílmica infrecuente, una rara habilidad para capturar el nervio de las escenas y para narrarlas con imágenes. Las películas de Bigelow, sobre todo Vivir al límite y La noche más oscura, poseen una complejidad desconocida para el cine político estadounidense que se percibe enseguida en la forma con que la directora puede retratar el clima de un lugar, los estados del cuerpo, la lógica de espacios como una base americana enclavada en Irak. Si hubiera que ubicar a Bigelow en una red de cineastas afines, habría que pensar en Paul Greengrass y Peter Berg, directores preocupados por el realismo que anteponen la observación del mundo a cualquier explicación que reduzca los hechos a consignas precocidas. El comienzo de Detroit es extraordinario. Bigelow recrea los disturbios de 1967 a partir de un mosaico de personajes y de hechos como si tratara de trasladar la confusión y el caos del momento a la experiencia de ver la película: no hay relato (todavía), solo un montón de escenas desorganizadas que transmiten la violencia y la tensión de esos días. Ese comienzo evita los lugares comunes de la mayoría de películas que cuentan acontecimientos similares. No se alcanza a divisar héroes y villanos ni la caricatura de un pueblo rebelándose contra un poder autoritario, sino algo bastante más atractivo y complicado: una ciudad anómica donde todos operan en los márgenes de la ley, desde saqueadores que destruyen los comercios de sus vecinos hasta policías que recorren las calles conteniendo salvajemente los delitos. La comisaría, esperanza última de orden, es un infierno de pasillos atestados de gente y gritos por los que se no puede caminar. Pero la libertad que Bigelow deja ver en ese comienzo se acaba cuando las historias confluyen. Una serie de hechos azarosos reúne a los personajes en un hotel de la zona. Un grupo de policías, auxiliados por militares y un agente de seguridad privada, abusan de los inquilinos, la mayoría de ellos negros: los acusan sin pruebas de haber realizado disparos contra ellos desde una de las habitaciones. La tensión escala y la directora opta por el grotesco: policías muy crueles y tontos vejan sin parar a los sospechosos, cuando directamente no los asesinan y fabrican evidencias. No se sabe cómo ni por qué, pero Bigelow parece olvidar todo lo hecho en la primera parte y en sus películas anteriores: Detroit se transforma en un panfleto contra la brutalidad y el racismo de la policía. Finalizada la escena del hotel, se dedica tiempo a mostrar fotografías de los hechos, las repercusiones legales y la reacción de los familiares de las víctimas. Vale decir, entonces, que no se trata solamente del interés de la directora por una situación extrema como la del hotel (suele ser el caso de Greengrass y de Berg), sino que Bigelow tiene otras ambiciones como comentar el funcionamiento de todo un sistema político y judicial. Pero ese comentario suena forzado, grueso, como cuando se escucha a alguien discursear solemnemente sobre cuestiones ya conocidas por todos. Lo que hizo de Vivir al límite y de La noche más oscuras dos películas singulares que iban contra el sentido común de su tiempo y de su lugar de origen (que no es solo Estados Unidos, sino también Hollywood), era que las dos tomaban contextos difíciles, sobrecargados de sentido, y descubrían allí un mundo material y afectivo que los noticieros, las crónicas u otras películas sobre Irak jamás habrían permitido ver, gestos fugaces y difíciles de filmar como las formas en las que se enrarece la espera de un especialista en explosivos o la angustia incontenible de una agente de inteligencia cuando cumple su misión y debe abandonar el lugar. Las dos películas anteriores de Bigelow resultan notables porque encuentran que esos personajes, espacios y situaciones cargan con un misterio que el periodismo y el cine, ocupados mayormente en dar explicaciones, en denunciar, no habían siquiera imaginado. En cambio, Detroit, exceptuando su gran comienzo, cree estar perfectamente segura de la naturaleza de los acontecimientos: no duda, no se pregunta, no busca, sino que explica, subraya, denuncia. Así y todo, incluso cuando la película se vuelve un panfleto exagerado, Bigelow demuestra un un pulso increíble para captar la tensión del momento. En medio del grotesco, la directora consigue que no nos deje de importar del todo la suerte de los personaje, y hasta puede construir uno o dos villanos memorables (el policía bestial con cara de niño que hace Will Poulter) y un héroe de aires trágicos al que la duda y el miedo no permiten actuar (John Boyega). Pero se trata de unos destellos que apenas disimulan el desastre general.
3 anuncios por un crimen debe haber batido algún récord de guiños progre: la película habla (o balbucea) sobre violaciones, femicidios, machismo, corrupción policial, connivencia de la iglesia, racismo y hasta bullying. Una colección de cucardas que vale por un pasaje directo al Oscar. Ese mejunje de temas resume muy bien la película: McDonagh hace de todo, cualquier cosa, para agradar al público, desde giros narrativos y chistes incorrectos hasta remisiones al cine clásico. El asunto es capturar al espectador de alguna forma, como se pueda. 3 anuncios por un crimen se da aires de western: hay rutas vacías, un pueblo, una mujer que entra a un local como si abriera la puerta de un saloon, y una banda sonora con una guitarra que suena lo suficientemente fuerte como para que a nadie se le escape la referencia. Pero a McDonagh le interesa poco y nada el universo afectivo del western, solo se sirve de sus coordenadas como un nene caprichoso que se cansa rápido de su juguete y enseguida va a buscar otra cosa. Lo que sigue después de eso es un cambalache de registros actorales y de recursos de guion que confunden la indeterminación con la estupidez. El director debe creer que interrumpir (dos veces) una escena de violencia doméstica en su momento más dramático con un momento de comedia puede ser leído como signo de inteligencia. En otra escena, Mildred, derrotada y a punto de claudicar, ve a un ciervo improbable que se le acerca: el personaje rápidamente habla y se dirige al ciervo diciéndole algo así como “yo sé que vos no sos mi hija, pero igual gracias por visitarme”, como si burlarse de ese tipo de recursos fuera muestra de vaya uno a saber qué clase de destreza narrativa, cuando solo se trata de la autoconsciencia más chata imaginable. Es todo así: McDormand alterna ataques de ira con momentos de juego tonto porque la película quiere mostrarla como un personaje “complejo”. En un momento, la mujer juega a que sus pantuflas hablan entre ellas y hace las voces de las dos; después, va e incendia una comisaría con bombas molotov. Es que Mildred es un personaje “difícil”; la ambigüedad como seña de calidad o algo por el estilo. Hay otros personajes que se transforman inesperadamente por designio del guion vía giros narrativos imposibles que quieren sorprender. Gimmick narrativo: la película adopta el punto de vista de uno de los malos, porque eso debe suponer alguna especie de transgresión. Otra sorpresa: los malos no lo son tanto y los buenos tampoco. Maravillas de la complejidad. Resulta que uno de los presuntos villanos tiene cáncer y se lo muestra agónico y despidiéndose de su familia. Al final parece que el tipo era un poco bueno, explica la película a través de tres cartas leídas desde el off en un arranque epistolar poco habitual (por buenas razones). Woody Harrelson salva la mayor parte de las escenas en las que está: su registro anfibio, que oscila entre la agresión y la comedia triste, se integra perfectamente en el paisaje de la película. McDormand tiene menos suerte porque le tocan unos cambios de tono imposibles que van del silencio y el recogimiento a estallidos de furia puntuados por gags. Puede tocarle que en una escena se divierta haciendo buenas migas con el enano del pueblo y que en la siguiente vuelva a su casa, se encuentre con el párroco sentado en su living y tenga que revolearle por la cabeza un elaborado discurso anticlerical. El cura no había aparecido antes ni lo hará después, nunca se llega a ver la iglesia del lugar ni se habla de religión, pero tal vez McDonagh creía necesario decir algo sobre los vicios de la iglesia y de los curas que violan nenes, tampoco es cuestión de preocuparse demasiado por la situación del relato. En una cena y de manera imprevista, el enano le canta las cuarenta a Mildred: no sea cosa que solo por ser petiso y bonachón la película se perdiera de insuflarle una conveniente dosis de maldad al hombre (rigores de la misantropía). Misma cena: Mildred está en un restaurante elegante con el overall que usa toda la película, como si la mujer no pudiera ponerse otra cosa, había que mostrarla así, toda desaliñada y llamando la atención de los comensales porque eso brindaba una excusa ocasional para el humor. Humor cruel, al fin, que es a lo más que aspirar el director: salvo por el encanto incombustible de Woody Harrelson, en 3 anuncios por un crimen no hay comedia, sino burlas lanzadas contra el otro, como ocurre durante el calvario que atraviesa Dixon (el malo que se transforma), plagado de chistes a costa suya y de su miseria que llegan como castigo por sus actos previos. Moraleja: está bien reírse de Dixon porque el tipo es despreciable y se merece todo lo que le pasa. La fórmula hace acordar bastante al sistema de castigos propio de los hermanos Coen, pero los Coen al menos son buenos narradores. La misantropía y la autoconciencia baratas no suelen dar grandes películas.
Al comienzo, en adornos de papel que funcionan como viñetas, se cuenta la saga familiar de los Rivera, que empieza cuando un hombre abandona a su mujer y a sus hijos para seguir una carrera como músico. La historia es menos interesante que la orfebrería con la que se la narra: en recuadritos de papel agujereados que cuelgan en la calle y que, además del drama de los Rivera, presentan un universo colorido y con figuras recortadas que se mueven con gracia de un papelito a otro. Coco nos recuerda que los placeres de la animación pueden ubicarse más allá de los relatos. El viaje del protagonista, su reencuentro con sus antepasados y los peligros a los que se enfrenta parecen poca cosa ante la maravilla del mundo (los mundos) que presenta Lee Unkrich: el de un México atemporal estallado de colores vibrantes que chocan unos con otros, y el de la tierra de los muertos, más apagado y nocturno, que se enciende fugazmente el Día de los Muertos y que condensa la miseria que le falta al otro. Coco y sus ocasionales compañeros corren entre aventuras siempre contrarreloj, pero uno se distrae mirando la calles, las casas, los esqueletos, la elegancia de los animales (sobre todo de los guías espirituales, bestias fantásticas hechas de colores brillantes que capturan el ojo en el acto). El drama del pasaje entre mundos queda opacado por la belleza del camino de hojas que oficia de puente. El carácter artesanal con el que Unkrich concibe la película se nota especialmente en el cuidado obsesivo puesto en el detalle de los dedos pisando las cuerdas, dibujando acordes sobre el diapasón, y de la otra mano que rasguea; pocas se vio semejante prodigio animado. El compromiso con el universo material de los personajes conmueve tanto o más que la historia. Sobre el final, en la escena más emotiva de la película, el director se arriesga y apuesta a una operación inversa: ya no se trata de sorprender con la profusión de formas y cromatismos, sino de devolverle el movimiento a un personaje vaciado de gestos, quieto (que en animación es lo mismo que estar muerto). El personaje emerge de su sopor y recupera de a poco la sonrisa, hincha los pómulos, muestra los dientes, las arrugas de la cara se aprietan y amontonan en señal de un cambio de estado. El milagro es menos narrativo que cinematográfico; la magia de devolverle el movimiento a los que lo perdieron.
Jumanji: En la selva suscribe a una fórmula de la época, la del cine que parece diseñado para comentarse a sí mismo sin tomarse demasiado en serio las peripecias de los personajes. Pero cada película puede explotar esa fórmula de diferentes maneras y con distintos niveles de inteligencia. Jake Kasdan opta por una comedia un poco deforme que cruza dos géneros en principio irreconciliables: la película de aventuras con la high school movie. La amalgama de esos universos tan desemejantes corre por cuenta de un juego que atrapa a sus participantes y los sumerge en su mundo. Casi toda la gente recuerda la Jumanji original, así que Kasdan no pierde tiempo transponiendo la historia a la actualidad: en la primera la familia jugaba un juego de mesa, en la nueva resulta más creíble que el cuarteto de adolescentes medio inadadptados se tiente con un videojuego. La transformación del juego de mesa en videojuego consume apenas un corte, y la presentación de los protagonistas es igual de económica: un par de diálogos, algunos gestos y acciones característicos y ya está, el director bosquejó un mapa de relaciones y conflictos en apenas unos minutos. La película abraza los estereotipos con una seguridad infrecuente, convencida de que es más interesante desordenar lugares comunes de los géneros populares que intentar quién sabe qué presunta originalidad. El disparador del relato tiene casi un aire experimental: al ser absorbidos por el juego, los protagonistas cambian de cuerpos y de carácter según el personaje que hayan elegido. La premisa abre enseguida un horizonte interminables de chistes, muchos de ellos políticamente incorrectos, como casi todos los que giran en torno a Bethany, la prototípica rubia tonta y bella que se transforma en Jack Black. Durante la repartición de avatares todos adquieren rasgos diametralmente distintos, y Fridge, el negro del grupo, histérico y fuera de sí, se ve despojado de sus atributos físicos de deportista y recibe como única habilidad especial el cargar una mochila con las pertenencias de los demás. Doble referencia a estereotipos del cine, entonces, los dos igualmente malvados: al mayordomo negro que solía oficiar de comic relief en el cine clásico, de un lado, y al negro espamentoso que grita y habla en un slang bien marcado, del otro. El esquema narrativo es de una simpleza abrumadora: los cuatro deben tratar de sobrevivir dentro de Jumanji mientras superan sus defectos en la vida real. El inseguro deberá ser valiente; la tímida, seducir a un par de hombres como si fuera una femme fatale (la rubia le pasa tips para calentar tipos: se hace humor con la moda de ver “cosificación” en la representación de cualquier cuerpo femenino), etc. Todo es más o menos como en El mago de Oz pero en la jungla y con The Rock, su masa corporal inverosímil y su feliz tendencia a reírse de sí mismo. El relato avanza gracias al dispositivo de los chistes autorreferenciales: muchos versan sobre convenciones de géneros del videojuego, pero la cosa nunca se vuelve un asunto de saberes especializados. El conjunto se resiente pasada la mitad, justo después de la escena en la que la inexperta Ruby tiene que llamar la atención de los soldados. De allí en más todo es apenas una seguidilla de chistes en clave meta y de peleas y obstáculos que no interesan mucho, al menos hasta el final, cuando Kasdan demuestra un pulso dramático insospechado y se atreve a un cierre emotivo. No hace falta contar cómo termina todo, alcanza con decir que un hecho inesperado permite reconstruir una familia quebrada, un poco a la manera en la que el cine de los 80 explotaba la fantasía de la reunión familiar gracias a alguna ocasional magia del cine.
Paseos en bicicleta, cantitos interiores, trámites en dependencias del Estado, encuentros casuales con antiguos compañeros, cambios subrepticios de profesión; la película de Sergio Corach parece renunciar a cualquier clase de esquema narrativo prefijado y ofrece, en cambio, una estructura blanda que parece poder abrirse a casi cualquier tipo de peripecia. Lejos del psicologismo, la voz en off del protagonista comenta sus estados de ánimo y sus intercambios con colegas de oficina o con una chica que le gusta: la rareza del personaje (interpretado por Corach) es tal que, por momentos, la película resulta una crónica marciana, una especie de sociología extraterrestre. El director trabaja un humor imprevisible que apuesta fuerte tanto a lo escatológico como al absurdo y a la reiteración. El monólogo interior, plenamente liberado de exigencias narrativas, se transforma en el principal dispositivo que tiene Corach para trazar los contornos de ese mundo delirante cuyo parecido con el nuestro no hace más que acentuar su extrañeza.