Arrebato es algo así como un grado cero del thriller: la trama parece interesarse solo por los elementos mínimos sin los cuales la intriga no podría funcionar, y no gasta recursos en construir nada que no contribuya a ese fin. La película avanza rápido y presenta su mundo y a sus personajes con pinceladas veloces: Luis Vega, el protagonista, es solo un docente de literatura y escritor de policiales exitoso pero igualmente frustrado con su trabajo y su matrimonio. Y eso es todo: nada más sabremos del personaje de Pablo Echarri salvo por algunas escenas fugaces en las que se lo muestra como un padre poco cariñoso y con una tendencia recurrente a irse de los lugares en los que está incómodo. Pero es esa figura un poco chata, la del escritor bloqueado y marido celoso, la que aparece siempre en escena; otros personajes, como el de su esposa o el de la viuda de Grotsky, tendrán menos suerte todavía en la repartición de rasgos: una es solo una madre responsable y esposa insatisfecha, y la otra apenas un remedo de femme fatale que exagera todo el tiempo y de mala manera su aire entre siniestro y seductor. La puesta en escena no resulta mucho más elaborada tampoco: los planos transmiten solo un mínimo de información necesaria para la comprensión de cada escena y prácticamente no muestran nada más que a los protagonistas, en especial la cara de Pablo Echarri, que ocupa la mayor cantidad de metraje de la película. Casi no hay imágenes de la ciudad o de los lugares por los que circulan los personajes: las escenas comienzan con los actores clavados en un paisaje dado de antemano y enseguida se produce un diálogo o se escucha la voz en off de Vega, y los momentos fundamentales de la trama, como el primer reencuentro entre Luis y su ex esposa, son contados casi exclusivamente apelando a un rutinario plano contraplano que, lejos de producir el drama necesario, no hace más que revelar la falta de tensión entre los actores. Echarri no empieza bien pero crece a medida que el relato avanza: su personaje está condenado a la unidimensionalidad pero el actor de alguna manera se las arregla para arrancarle algo de interés al escritor obsesivo de manual que tiene que componer. Sandra Gugliotta entiende rápido lo que Echarri es capaz de darle y lo explota lo mejor que puede: sabe que los diálogos no son su fuerte (como queda clarísimo en la escena de la clase) y entonces le hace muchos primerísimos primeros planos y encuentra en las facciones, la barba y el pelo del actor algo, aunque sea un poco de la potencia visual que el resto de la trama y de los personajes no parecen poder generar. Los demás salen peor parados: no es que Mónica Antonópulos o Gustavo Garzón no actúen bien, sino que sus interpretaciones apelan a un registro que se compone de uno o dos gestos y nada más que eso, los dos son siempre iguales a sí mismos y no parecieran atravesar ninguna transformación. El caso de Leticia Brédice es distinto: ella sí actúa mal, en ningún momento puede imprimirle algo de credibilidad a su personaje, y los numerosos primeros planos que la película le dedica no hacen más que dejarla al descubierto. Así, echando mano a una suerte de minimalismo narrativo que no se sabe bien si es la búsqueda fallida de un cierto tono o solo la falta de interés de la película por lo que narra, Arrebato cumple medio de compromiso con los momentos de sordidez y con los giros narrativos esperados sin apostar a producir otra cosa que no sea apenas una intriga aceptable y más o menos verosímil. Un par de elipsis, un asesinato misterioso y un flashback son los elementos encargados de tramitar un final que, aunque inesperado, no alcanza a generar demasiada sorpresa. Sin embargo, después de terminada la última escena ocurre algo curioso: la cámara sigue al personaje de Echarri de frente manejando su auto en una larga escena nocturna y de fondo suena Dos galaxias de Él mató a un policía motorizado. Por algún motivo extraño, ese plano extenso carga con una fuerza que la resolución final jamás tuvo y funciona casi como un disparador: ¿cómo habría sido Arrebato si los realizadores hubieran estado más atentos a sus criaturas y a todo lo que las rodeaba? ¿Qué película habría resultado de haberse filmado más viajes de noche como ese por una ciudad desolada, o si se le hubiera permitido a sus personajes participar en escenas que no fueran únicamente funcionales a la trama, en la que no estuvieran obligados a entregar permanentemente una actuación clara y contundente que eche a andar el relato, como ocurre con el Echarri ambigüo e intrigante de ese último plano?
A Sin City 2: Una mujer para matar o morir se la acusó de repetir el estilo de su predecesora, de no haber inventado nada en relación con la primera transposición del cómic hace ocho años. Pero en ninguna parte dice que las películas de una misma serie tengan que innovar permanentemente: por ejemplo, no se les reclama eso a las triologías de El señor de los anillos, Matrix o de superhéroes como Batman o Spiderman. De Sin City 2 los críticos esperaban vaya a saber qué clase de reinvención estética y narrativa, pero resulta que la película no parece interesada en reinventar nada, más bien es al revés, los directores se esfuerzan por replicar las búsquedas de la anterior aprovechando lo mejor posible la tecnología disponible. Sin City 2 se mueve a puro golpe de estereotipo, explotando sin una pizca de culpa convenciones, lugares comunes y frases hechas, pero no tiene nada en común con Machete Kills, la película anterior de Robert Rodriguez incapaz de generar una sola imagen o diálogo sin reírse de sí misma. Lejos de esa autoconsciencia estéril, la secuela de Sin City (re)produce un universo con reglas y obsesiones propias. En ese universo la sutileza no parece ser una variable o directamente una posibilidad: los protagonistas se comunican con one liners y actúan de acuerdo con las convenciones más reconocibles del film noir y del cine de acción. Pero no se trata solo de calcar las zonas más representativas de un género sino de exacerbarlas mediante una estilización hiperbólica que hace estallar cualquier verosímil imaginable: una cosa es una femme fatale recluida en su mansión, tejiendo cual araña una trama de engaños y muerte (nada que el film noir no haya mostrado cientos de veces) pero otra distinta es que la gente no muera después de recibir varios impactos de bala, o que se pueda arrojar desde un auto en movimiento a una persona sin causarle más que unos rasguños (y son varios los que salen volando eyectados desde un vehículo en movimiento). Unos pocos minutos de Sin City2 alcanzan para comprender cómo es la vida en ese ecosistema enloquecido que cuenta con especies de monstruos sobrehumanos e indestructibles como el Marv de Mickey Rourke o con villanos que pegan la vuelta varias veces al cuenta kilómetros de la maldad como el senador Rourke a cargo del gran Powers Booth. Los problemas no surgen por el lado de la desprolijidad sino, justamente, por el de las medias tintas, como le pasa al personaje de Jessica Alba, que nunca termina de participar realmente de la corrupción que carcome la ciudad; su historia nunca funciona y supone un tropezón importante sobre el final de la película. Es una obviedad decirlo, pero el recurso visual por excelencia de la serie, el contraste marcado de grandes masas de blancos y negros (aunque en las dos películas hay escalas de grises que la historieta no exploraba) expresa a la perfección la carencia absoluta de matices de Basin City, y el tándem de Rodriguez y Miller no necesita preocuparse por la psicología de sus criaturas, la elegancia de la puesta en escena o por afinar los trazos de la narración y los diálogos, sino que puede entregarse libremente a un frenesí de guiños y excesos cuya única lógica parece ser la búsqueda de una suerte de felicidad de la mirada. Por momentos es como si el cine tratara de despojarse de cualquier clase deber ser, de norma narrativa y audiovisual que se interponga en su camino. Esa libertad, incluso con todos los reparos que puedan hacérsele a Sin City 2 es rara de ver y sentir en la mayor parte del cine mainstream.
El sexo fuerte En Mujer lobo se coge por todo lo que no se había cogido hasta la fecha en el cine argentino. Y se coge fuerte, a lo bestia, con juegos y con violencia, con brutalidad. Tamae Garateguy prueba ángulos, experimenta con planos largos y se divierte engrosando el lánguido catálogo local de perversiones sexuales. En definitiva, Mujer lobo no es otra cosa que un dispositivo diseñado y calibrado para soportar unas dosis monstruosas de sexo y de muerte, como si a uno siempre, fatalmente le siguiera el otro. La protagonista es una y tres a la vez, como en Mala pero también como en Ese oscuro objeto de deseo (vamos, que la idea del personaje escindido ya estaba inventada antes de Caetano), solo que acá la historia no trata sobre ninguna venganza sino de una asesina implacable que, un poco como en La mujer pantera, nunca deja del todo en evidencia su costado animal. La cacería de la serial killer y sus incursiones en el subte son acompañadas por una robusta banda de sonido, rica en influencias punk y rockeras. No es casual que uno de los crímenes ocurra después de un recital y que la víctima sea un carismático líder de banda; la directora filma con un nervio impresionante el show y la performance desaforada de Guillermo Pfenning, solo para pasar al encuentro con la protagonista después y lograr una de las escenas de sexo más vitales, adultas y libres de todo el cine argentino. No se puede hacer una película sobre la carne, sobre una mujer que devora a sus víctimas, y al mismo tiempo no exhibirla en toda su plenitud, por eso es que Mujer lobo tiene tantos desnudos y se le confiere una importancia descomunal al cuerpo (y no se trata solo del cuerpo de la mujer: la imagen de las tetas gigantes de Luján Ariza dialoga en espejo con el primerísimo primer plano de las nalgas de Pfenning). El nervio que consigue Tamae Garateguy se siente en cada plano, tanto que, a pesar de tratarse de un acercamiento al cine de género, la película desdeña rápidamente los cuerpos destrozados que suelen concentrar la mirada en el terror y el gore: es que la directora, como su protagonista, pareciera interesarse solo por aquello que está vivo, que todavía late y es capaz de convocar el deseo; una vez extinguida esa chispa, la película deja tiradas a las víctimas y se ocupa nuevamente de seguir el movimiento perpetuo de la asesina (interpretada mayormente por Mónica Lairana, que hace un papel extrañamente similar en Las amigas de Paulo Pécora, también proyectada en este Bafici) o la pesquisa del policía que le pisa los talones. Garateguy coquetea con la clase B y el bajo presupuesto pero muestra un grado de sofisticación visual ajeno a ese tipo de producciones: la escena en la casa del policía está filmada casi en su totalidad en un único plano que permite mirar sin restricciones a los dos personajes y las distintas reacciones que tiene uno para con el otro. Si algunas escenas exhiben una pátina de desprolijidad, se trata siempre de una búsqueda de exceso y desborde y no de una falta de pulso, y eso vale tanto para el pistolón que se desenfunda de un momento a otro como para la lluvia de semen notablemente artificial que recibe contra su voluntad la asesina. La madurez con que la película se permite filmar el sexo, siempre con un compromiso notable y sin necesidad de reírse de sí misma o de autoparodiarse (es decir, sin recurrir a esa risita nerviosa de mucho cine que se quiere provocador pero que se sonroja frente a un desnudo) es equiparable a la libertad que se le otorga al ojo a la hora de observar: Mujer lobo nos convierte en voyeurs condenados a contemplar un acto trágico en el que el placer siempre acaba en una explosión de sangre y espanto; uno sabe lo que viene, pero igual no puede dejar de mirar.
Los títulos de El ardor dejan entrever rápidamente la película que está por comenzar: el plano aéreo de una isla, unos fuegos dispuestos misteriosamente, la tipografía clara y contundente; todo nos informa de un cine vital, móvil, sanguíneo, incluso antes de que empiece el relato. El ardor es un western que no teme imitar la iconografía y las convenciones del género: el cine argentino, salvo por algunos estrenos de los últimos años, prácticamente carece de westerns, y a Fendrik no le tiembla el pulso cuando tiene que filmar a un montón de hombres taciturnos y peligrosos que se arrastran por la selva misionera con órdenes de aterrorizar y conseguir que un colono venda sus tierras, como podría ocurrir en más de una película de John Ford (la escena inicial, aunque distinta, remite en parte al principio de Más corazón que odio). Pero lo que importa acá no es la filiación con el western: se sabe, porque además está de moda decirlo, que el hecho de tomar la estructura y los lugares comunes de un género no garantizan el éxito y mucho menos una lectura interesante del original. Por eso es que, más allá de la gramática de la que se apropia el director, El ardor narra sin preocuparse por la fidelidad de la copia o por el respeto a quién sabe qué canon. La película puede dedicarse a contar sin ataduras y, a su vez, también es capaz de citar al pie de la letra planos de spaguetti western como si estuviera jugando, como pasa en esa imagen estilizadísima de los asesinos a sueldo que van poblando el encuadre hasta llenarlo. Después de una primera película que prometía como El asaltante y de una fallida como La sangre brota, Fendrik insiste con algunos temas pero prueba cosas nuevas: la violencia y la crueldad son nuevamente el combustible que echa a andar los motores subterráneos de la historia, pero ahora, bien lejos del realismo de corte social que surgía en la ciudad de su film anterior, la selva se transforma en una geografía ideal, mítica en la que el director puede ensayar distintas formas del que parece ser uno de sus motivos preferidos: el desafío a muerte. Los planos y el peso del relato descansan mayormente en las actuaciones, y en especial en el trío de villanos compuesto por Claudio Tolcachir, Jorge Sesán y Julián Tello. Cada uno se adueña de un estereotipo y lo explota lo más que se puede: Tolcachir es el jefe sanguinario pero justo, Sesán el lugarteniente leal pero preso de sus deseos, y Tello el inexperto que trata de ganarse el respeto de los otros. De alguna manera, las interpretaciones y la dinámica interna del trío generan algo así como un centro gravitacional que atrae hacia ellos todo el interés y en parte nos hace olvidar de los personajes de Gael García Bernal y Alice Braga. Un poco como en Sed de mal, acá también el héroe es construido con una nobleza y una pulcritud que no parecen pertenecer al universo del relato; en una película increíblemente física, el chamán justiciero de García Bernal acaba perdiendo carnadura al punto de convertirse en un extranjero que parece llegar desde afuera (de la película, del verosímil del género) y nunca pasar a integrar realmente la historia. Los malos comandados por Tolcachir, en cambio, participan plenamente de ese entorno salvaje y mortal.
Los indestructibles 3 es una buena película de acción que entiende el género a la perfección, que no busca innovar sin necesidad, que no apuesta a reírse de sus convenciones (como sí hacía la anterior), que se toma en serio a sus personajes pero sin volverse solemne. Es decir, como película es bastante más segura de sí misma que la segunda, que oscilaba entre la parodia del género y el intento de hacer verdadero cine de acción (uno de los puntos más altos era el villano sanguinario de Van Damme, que escapaba al tono autoconsciente general). Pero la última tampoco no tiene la inteligencia y el corazón de la primera, en la que el relato podía articular sin problemas la celebración de la violencia coreografiada, los disparos y las explosiones junto con el desarrollo de los personajes: es que Los indestructibles era también una exploración sobre las secuelas físicas y psicológicas de la vida de un mercenario (o de un protagonista de cine de acción) que podían llevar al cansancio y a la locura, y donde lo único parecido a una familia eran los propios compañeros, igualmente desquiciados, peligrosos y solitarios. La tercera entrega sobresale en el diseño de las escenas de combate: desde la inicial, en la que puede verse a un helicóptero asaltar un tren que se dirige a una cárcel militar y que termina con ese mismo tren siendo estrellado intencionalmente contra la prisión (un poco como en el prólogo de Relatos salvajes), queda claro que la película sabe cómo aprovechar las condiciones materiales de su universo. Los diálogos y los vínculos entre los personajes, en cambio, pierden en comparación con las anteriores: las frases se escuchan mal y las conversaciones se sienten forzadas por el montaje, como si el ensamblaje de la edición tratara de disimular sin éxito problemas de guión. Los chistes, en especial los que surgen entre Barney (Sylvester Stallone) y Christmas (Jason Statham), no funcionan bien y se extraña la aceitada relación entre cómplice y paternal que mantenían antes. Algunas apariciones, como las de Wesley Snipes y Antonio Bandera, parecen querer sumar dinamismo a la historia y tapar las falencias, pero ninguno de los dos acaba por entrar realmente en el mundo de Los indestructibles: más bien parecen dos gags fallidos y poco elaborados que solo rompen con el clima general de la serie. La mejor decisión que toma esta tercera entrega es la inclusión del traficante de armas Stonebanks interpretado por Mel Gibson, un villano de esos que al cine le cuesta cada vez más dar. Que Gibson es una de las personalidades más importantes del cine norteamericano no es ninguna novedad: son pocos los directores capaces de engendrar una locura tamaño XL como Apocalypto y, a su vez, pocos los actores que sepan poner el cuerpo como en las injustamente ignoradas Revancha, Al filo de la oscuridad o la extraordinaria Vacaciones en el infierno (Get the Gringo). De hecho, viene de componer a un malo todavía más excesivo y megalómano en Machete Kills, la pobre secuela de Robert Rodríguez que gana interés sobre el final únicamente gracias a la presencia magnética de Gibson. En Los indestructibles 3, su Stonebanks combina hábilmente la sofisticación y la crueldad de los mejores villanos; incluso se interesa por el arte moderno y llega a comprar un cuadro por varios millones (en Get the Gringo, simulando ser otra persona, se atrevía a explicar el significado de un cuadro colgado en una oficina justo antes de hacerla estallar por los aires). Con un registro actoral ambiguo capaz de seducir tanto como de impactar por su sadismo, la entrada de Mel Gibson es el cimiento que termina de apuntalar la tercera parte de Los indestructibles, una serie cada vez más regular que parece ir estabilizándose y volviéndose predecible, como si el género, en cierta forma, fuera devorando las particularidades de la primera película hasta despojarla de cualquier originalidad y dejar como resultado un cine efectivo pero también un poco rutinario.
Relatos salvajes es una película hecha a destajo, un objeto construido calibradamente a través del más esforzado de los trabajos. Y el trabajo no es algo que todas las películas revelen por igual: en el cine de Matías Piñeiro, por ejemplo, la elegancia y frescura con la que aparecen confeccionados los planos y las actuaciones logran hacernos creer que en la imagen hay algo orgánico, algo natural cuya vida no requiere de grandes labores de realización (aunque después, quizás leyendo una entrevista, nos enteremos de que en el cine de Piñeiro se ensaya y mucho). Las películas de Damián Szifrón hacen justo lo contrario, se ofrecen como maquinarias complejísimas que en ningún momento ocultan el carácter artificial, mecánico del conjunto. La última película del director de El fondo del mar produce una ingeniería de guión que destina una enorme cantidad de recursos para capturarnos y sumergirnos en sus universos: llega un momento en que uno deja de ver planos y es tironeado de un lado hacia el otro por las innumerables poleas de la narración. La labor más evidente tiene que ver con las distintas posiciones morales a las que nos acerca (o aleja), cómo se les presenta a los personajes (y a nosotros) una serie de dilemas éticos que proceden siempre de la misma forma, como problemas prácticamente resueltos para los que no hay muchas alternativas, pero que rápidamente crecen en espesor y se vuelven complejos; ahí es cuando la película nos deja solos con los personajes y sus elecciones, en calidad de cómplices. Relatos salvajes es despareja, y el éxito o el fracaso de las distintas historias que la componen se debe fundamentalmente a la capacidad del mecanismo de Szifrón de operar haciendo invisible su propio funcionamiento. Así ocurre en el primer y segundo relato, y también en buena parte del tercero. La trama de muerte que se teje silenciosamente en el primero, y la tensión que se eleva hasta picos inconcebibles en el segundo, logran sumergirnos en la espiral de locura que golpea a los protagonistas y nos hace sentir el peso de todo el aparato narrativo y visual sin revelar nunca los engranajes del sistema. Un cricket que queda mal colocado, un cinturón de seguridad que cumple otros propósito o una porción de papas fritas son los mecanismos que vehiculizan el conflicto y la tensión sin dejar de pertenecer al mundo del relato. Pero en algún momento, los objetos y las decisiones de los personajes comienzan a percibirse como obra un guión y no como partes integrantes del entorno de los personajes. Ocurre en el relato del ingeniero que compone Darín, en el que los golpes de efecto y los contratiempos que padece el protagonista se subrayan hasta llegar al punto de develar el funcionamiento de la maquinaria narrtiva y, como consecuencia, nos expulsa de la historia. No es que hasta ese momento Relatos salvajes careciera de subrayados, sino que la película apelaba al trazo grueso en forma consciente como una manera de pensar y construir su propio mundo. El guión plantea cuál será el tono interpretativo en el prólogo, cuando el crítico de música se revela como un personaje fuertemente estereotipado. Así serán, también, el conductor que insulta a otro en la ruta, la mujer un poco bestia que trabaja en la cocina del restaurant, el ingeniero devenido justiciero o el abogado calculador y despiadado. El hecho de que los protagonistas sean tan gruesos se debe, seguramente, a dos motivos: primero, a la vocación popular de los guiones de Szifrón, que trabajan siempre, ya sea en cine o en televisión, con estereotipos reconocibles provenientes de distintos géneros y de la historia del cine en su conjunto. El segundo motivo se desprende de lo dicho recién: lo estereotipado de los personajes y de lo que les sucede cancela velozmente cualquier lectura en clave política o social. Debe haber pocas cosas más convencionales que el tema del ciudadano solitario enfrentado a la burocracia, y eso, sumado a la estereotipación evidente, arroja como resultado ya no un comentario sobre el estado del mundo sino un relato que se sirve de un tema compartido para contar una historia. Todo se resuelve a través de los códigos del cine, por eso es que no puede pensarse que la película interpele de manera cómplice a un supuesto espectador medio con deseos de poner bombas en dependencias estatales o de asesinar salvajemente a políticos arribistas; esa lectura supone no haber entendido la propuesta básica de la película. Por lo mismo es que la crueldad denunciada por los detractores de Relatos salvajes es inofensiva e infinitamente menos enfática que, por ejemplo, la que ensaya sistemáticamente el cine de Michael Haneke, donde al no haber un anclaje en las convenciones y los códigos cinematográficos cada situación y personaje se presentan como referencias directas al mundo: el burgués con culpa y asustado de Caché pretender ser un reflejo fiel de sujetos de carne y hueso de iguales características. La sociología clasista y binaria de Haneke no tiene espacio en una película como Relatos salvajes, donde cada elemento de los distintos relatos funciona siempre de manera centrífuga, encauzando hacia su interior las tensiones y la violencia que circulan por los planos y los diálogos. Lo que en la segunda y tercera historia era obligarnos a tomar partido por uno u otro personaje, a acompañar o condenar una decisión, a avalar una acción a pesar de que todo señalaba su carácter inmoral, de la última parte de la tercera en adelante se convierte solo en un espectáculo al que asistimos en calidad de observadores, podemos ver los hilos que mueven a los personajes, los deseos y la ética (o la falta de una) que los empuja, cómo toman y abandonan posiciones estratégicamente en busca de un beneficio personal, pero ya nada nos importa de su destino. El trabajo incansable del guión queda expuesto, se trasluce una elaborada maquinaria narrativa y visual que se autoabastece y que ya no nos interpela. Por eso es que el último episodio resulta tan irritante: la molestia que produce no proviene únicamente de la forma en que los novios, en su fiesta de casamiento, inician un frenesí destructivo en el que lo único que cuenta es aplastar al otro; la molestia surge (además de las actuaciones exageradísimas) del aire privado de todo el asunto, de cómo se genera una locura en ascenso que la película no se toma el trabajo de explicar ni de acercar. Así, los novios terminan siendo solo dos criaturas distantes y desencajadas cuya ridiculez nos resulta irremediablemente extranjera; no inspiran complicidad, simpatía, ni siquiera rechazo, solo aburrimiento.
Mauro es una de esas películas pequeñas, íntimas, capaces del raro prodigio que implica el acercarnos al mundo frágil de sus protagonistas sin quebrarlo ni hacernos sentir intrusos. La cámara se coloca bien cerca de Mauro, Luis y Marcela y observa en detalle el proceso material necesario para falsificar billetes. La técnica para lograr una buena copia parece poder aprenderse solo con mucha práctica, y el trabajo resulta ser un oficio tan rutinario y despojado de espectacularidad como creativo: imitar mejor una marca de agua, el brillo de los números o la calidad del papel es una tarea ardua y artesanal que se realiza en habitaciones mal iluminadas. Mauro, el pasador del grupo, va y compra cosas con billetes grandes. El protagonista es callado e introvertido y no parece que tenga suerte con las mujeres hasta que en la barra de un boliche se le arrima Paula, una desconocida que prácticamente se lo levanta. La película cuenta entonces una larga secuencia de estabilidad afectiva y laboral, dejando de lado la tensión que pediría un relato sobre el submundo del delito. En cambio, el director elige concentrarse en los actos mínimos del día a día de los personajes. La actuación de Mauro Martinez es extraordinaria y se revela lo bastante sólida como para soportar los insistentes primeros planos con que lo cerca la película. Después de la previsible caída, el debutante Hernán Rosselli extiende el relato más allá del final esperable y sigue la readaptación de su protagonista, por ejemplo, cuando consigue trabajo en un geriátrico y aprende de un amigo la manera correcta de hacer (de falsificar) un test psicológico.
Evolución. Algo cambió en el cine de Michael Bay. No es que de golpe el tipo se haya vuelto sofisticado o discreto, pero Transformers: La era de la extinción, a pesar de ser la cuarta entrega de una serie fílmica pésima, contra cualquier pronóstico demuestra una saludable autoconsciencia y hasta alguna que otra dosis de inteligencia cinematográfica. Quizás el origen de todo el asunto pueda rastrearse en la decisión de poner a Mark Wahlberg como protagonista y a Kelsey Grammer como villano: el padre gruñon y guardabosque de Whalberg supera por varios cuerpos al joven inexperto y algo tonto que hacía Shia LaBeouf, y contribuye permanentemente con gags propios al tono de comedia general (el humor era por lejos lo único más o menos rescatable de las películas anteriores). Grammer, en cambio, es un malo de pura cepa, de esos que no abundan en el mainstream actual: mentiroso, malvado, seductor, dispuesto a todo con tal de asegurarse un millonario negocio militar. La ecuación es simple: Walhberg y Grammer agregan todo el cine necesario como para neutralizar cualquier discurso pro ejército (cada película anterior era el relato de LaBeouf aprendiendo a ser soldado) y patriotero (el agente atolondrado de John Turturro no dejaba de ser nunca un abnegado servidor de su país) que habían caracterizado la saga. El giro se nota enseguida en una de las escenas del comienzo en la casa donde viven Cade Yeager (Walhberg) y su hija: la rutina cotidiana de los dos y sus problemas se plantean en pocos diálogos y con una ironía muy marcada que acaba rápidamente con cualquier intento dramático (Cade le muestra a la hija varios retratos de él y de su esposa fallecida, que están todos colgados en su garage-laboratorio como si fuera un living). La imagen de un atardecer heroico, de esos que tanto le gustan a Bay, es el fondo donde Cade le explica a su hija su ridícula postura respecto a salir con chicos, mientras suena una melodía solemne que no hace más que sumar su cuota de parodia al conjunto. Por si faltaba algo más, el director se las arregla para meter la bandera norteamericana en una cantidad imposible de planos, como si estuviera burlándose de los aires nacionalistas que supo adoptar su filmografía en el pasado (vean la escena y cuenten los planos con la bandera: debe ser una especie de récord). Con esas nuevas coordenadas trazadas, la película puede dedicarse tranquilamente a contar su historia cortando vínculos con el mundo actual: esta vez no hay fuerzas militares estadounidenses combatiendo junto a los Autobots en Medio Oriente o toda la parafernalia tecnologíca de la defensa y la inteligencia norteamericanas, solo un montón de robots gigantes peleando en distintas partes del mundo y un pequeño grupo de humanos que los siguen como pueden. El cambio es tan notorio que ahora el mal no solo se encuentra encarnado en lo más profundo del Estado (Attinger -Grammer- es un alto mando de la CIA desde hace más de veinte años), sino que además el titular de una corporación multinacional despiadada (el gran Stabley Tucci) toma la forma de un simpatiquísimo comic relief que hasta puede darse el lujo de arrepentirse de sus actos y salir indemne al final del relato, escapando del castigo que cualquier otra película le hubiera deparado. El absurdo parece recorrer silenciosamente toda la trama, desde la premisa original hasta la última parte, cuando se ven imágenes como la de Optimus Prime cabalgando y dirigiendo una ofensiva de enormes dinosaurios transformer por las calles de Hong-Kong. El pulso y el ojo de Bay también parecen haber mejorado un poco: ahora los robots poseen colores y formas que los distinguen del resto, abandonando los matices grises y oscuros de las primeras entregas. Hasta el uso del 3D resulta interesante: no hay un abuso de la profundidad, no se acentúa la distancia entre lo que está adelante y lo que está detrás, sino que se trabaja constantemente con un relieve suave, más elegante, que construye volumen sin necesidad de exagerar la utilización de la técnica. Entre momentos de cámara lenta, una destrucción incesante y algunos brotes de comedia en la mejor tradición del cine de acción (la mayoría de ellos cortesía de John Goodman, que le da vida a un robot diseñado casi a su medida), Michael Bay parece decidido a jugarse todo por sus personajes y por las imágenes, que son todo lo hiperbólicas, solemnes y hasta ridículas que uno puede llegar a imaginar. El cine del director de La Roca no pierde las mañas, es tan espectacular, apabullante y poco amable con los sentidos como siempre, pero ahora se muestra interesado solo en explotar lo que su historia tenga para ofrecer y con cortar con cualquier anclaje ideológico explícito que pueda desviar el ojo hacia temas familiares de la actualidad. Por eso es que todas las banderas están al comienzo, para que nos ríamos un poco y enseguida las olvidemos.
Cine liberación Nadie sabe qué cosa es el cine o, mucho menos, qué debería ser, pero muy de vez en cuando una película viene y nos muestra qué podría llegar a ser. Las cuatro películas de Iván Fund, en solitario y acompañado, desde La risa hasta AB, vienen realizando un trabajo de apertura cinematográfica, como abriendo a golpes de hacha (de cámara) un claro escondido en el bosque del cine contemporáneo. Su última película se revela increíblemente libre, capaz de dirigir la mirada a aquello que merece ser visto sin necesidad de recurrir a ninguna excusa narrativa. La atención puede concentrarse tanto en una perra que da la teta a sus cachorritos como en el relato desordenado de una vecina acerca de su pasado: cualquier cosa vale un plano si los directores creen que allí anida un gesto, aunque sea imperceptible, que merezca ser rescatado al olvido del paso del tiempo. AB viene a postular que un cine libre no es aquel que se despoja esforzadamente del peso de una narración sino el que puede contar lo justo en el momento preciso y abandonar las convenciones narrativas cuando no sirvan a sus propios fines. Así, la historia de las chicas y de la búsqueda de un hogar para los perritos es interrumpida por imágenes que cumplen una función únicamente estética, como los momentos en que se filma a las protagonistas caminando por el barrio pero no se sabe de dónde vienen, a dónde van ni el punto de la trama en que se encuentran. Entonces, si un cine libre no es el que se niega a contar una historia sino el que puede contarla sin convertirse en esclavo de sus mecanismos narrativos, ese cine debería ser capaz también de maniobrar en su provecho las herramientas tecnológicas disponibles, sin importarle si habitualmente suelen estar asociadas al mainstream menos interesante. Esta no es la primera vez que el 3D es utilizado en una película independiente (allí están La caverna de los sueños olvidados y Pina 3D), pero sí es la primera vez que la técnica es usada con tanta soltura y en forma tan innovadora. En manos de Fund, las tres dimensiones no son un recurso para sumergir al espectador en el mundo de la pantalla sino que se usa para realzar las cosas que allí se agitan y observarlas bajo una luz nueva. No es casual que la primera imagen contenga un abrazo; un abrazo largo y sostenido con firmeza cuya singularidad y propiedades menos evidentes (la manera en que los cuerpos toman contacto, el pliegue de las telas, el contorno de las siluetas) son descubiertas y expuestas por el 3D al ojo del público como un explorador que llega desde lejos con la prueba de un mundo desconocido y maravilloso. El texto a cargo de Santiago Loza leído por una voz en off, de una inspiración religiosa que bebe más en la poesía y la confesión de amor que en el fervor místico, es la llave final que permite asomarse a un universo inédito en el que el 3D, lejos de tratar de hacernos entrar artificialmente en las texturas de un cine ya conocido, nos revela los pliegues extraños y bellos de las cosas y las personas de todos los días. El cine entero algún día puede llegar a transformarse en un artefacto tan libre y sobrecogedor como AB.
La nueva Oldboy no se sube a la ola de remake de películas orientales con la intención de trasladar el relato de la original a una lengua comprensible para el cine americano; a Spike Lee no le interesa demasiado aprovecharse del éxito de la primera, por eso no hay tentativa de traducción (como en La llamada, Dark Water u otras del J-horror), sino una reformulación completa que la toma apenas como un esqueleto y le adosa una masa muscular distinta.