¿Cómo se hace para reconocer a un maestro? En las películas de artes marciales chinas, un maestro es alguien bien distinto de un luchador virtuoso: mientras que el segundo puede ser capaz de realizar cualquier proeza para vencer al enemigo, el maestro, en cambio, derrota al rival siempre con algún movimiento imperceptible, casi invisible, está tan seguro de sus habilidades que no necesita exhibirlas. En el cine la cosa no es muy distinta. Si las películas de Clint Eastwood venían demostrando un nivel de refinamiento visual y narrativo únicos, inhallables en otros directores, Jersey Boys: Persiguiendo la música representa una apuesta todavía más fuerte porque ahí el director, inesperadamente, desaparece, se borra a sí mismo de la puesta en escena. No es que Jersey Boys no deje entrever el pulso narrativo y estético característico de Eastwood, pero le faltan la elegancia de planos más largos, de encuadres más milimétricos o un trabajo más reposado de la palabra. La alquimia resulta curiosa, casi imposible: Jersey Boys es quizás la película menos sofisticada del último Eastwood y, sin embargo, se muestra increíblemente efectiva a la hora de sumergir al espectador en su mundo. El guión despliega unos personajes rara vez observados en otras películas suyas como el del productor, un gay exagerado que pertenece más a una farsa o una picaresca que a un relato de época que aspira a cierta credibilidad. El estereotipo de los italianos también es pintoresco, apenas un chiste burdo que renuncia a cualquier intento de sociología en apenas una escena, la de la comida familiar de Frankie y sus padres (y que habrá de replicarse, en parte, en la cena posterior con Mary). El relato opera de manera tan tosca que, ni bien empieza, el guión presenta ruidosamente el que será su dispositivo narrativo preferido: personajes que, sin salir de su propio mundo, hablan a la cámara y cuentan la historia directamente al público, cada uno desde su punto de vista. El recurso es claro, económico, ahorra información y escenas tanto como sutilezas, y emparenta la película con los apartes del teatro más popular (como el del Shakespeare de Ricardo III) o de House of Cards, la serie de televisión que apela todo el tiempo al mismo recurso. Es como si Jersey Boys se hubiera despojado voluntariamente del halo de respeto y seriedad con el que cargaban películas como J. Edgar o Invictus, como si tratara de sacudirse en un mismo movimiento esa distinción tanto como el virtuosismo que venía signando el último cine de Eastwood; ahora, en cambio, lo que (se) cuenta es la historia, hay que fundir al espectador con los personajes, colocarlos bien cerca del relato hasta que el trabajo de la cámara deje de percibirse, que en vez de planos sobrecogedores y habitaciones iluminadas exquisitamente haya pedazos en bruto de universo. La película no se esfuerza en capturar el ojo con la belleza habitual del cine de Eastwood porque está más interesada en atrapar el corazón de su público, en hacerlos sentir la misma euforia y el mismo dolor que sus cuatro protagonistas, y por eso es que Jersey Boys carece de imágenes como la que abría Invictus (el plano simple de una ruta que de a poco se revelaba como una metáfora sutílisima de un país dividido): los planos continúan siendo tan efectivos y elaborados como en toda la filmografía de Eastwood pero, también, lo suficientemente comunes y funcionales a la trama como para conseguir que se olvide su presencia. Entonces, Eastwood se parece un poco a esos maestros de las películas de artes marciales chinas: él también hace mucho con poco, se invisibiliza, deja las piruetas y las pruebas de destreza cinematográficas a otros. La historia de Jersey Boys se inicia en movimiento, con el personaje de Tommy DeVito hablando a cámara y caminando por el barrio; habla rápido y dice muchas cosas, sitúa la historia, los roles de cada uno y el contexto en apenas un par de frases, y todo eso mientras se presenta a sí mismo como un presumido insoportable. De ahí en más, la película no para ni un segundo, se parece al coche que atraviesa enloquecido en dos ruedas y sin poder frenar la calles de la ciudad hasta que va a estrellarse a una vidriera. Solo que Jersey Boys no se estrella, porque incluso el drama (momento de pausa previsible, lo más similar a un freno narrativo) es frenético; desde un problema de dinero con la mafia hasta una tragedia familiar, el relato parece apropiarse del ritmo incansable del grupo y sus integrantes ignorantes de la felicidad y los placeres calmos (Solo el personaje de Christopher Walken escapa a esa lógica: su mafioso de buen corazón parece moverse en un mundo ligeramente distinto del de los protagonistas, lejos de la agitación y la vorágine que marcan sus vidas. El cariño que Eastwood siente por el gángster de Walken queda patente en el hecho de convertirlo en una especie de ángel de la guarda del grupo que más de una vez oficia en la trama como comic relief, incluso al costo de romper con el clima de tensión de toda una escena. Walken, bien distante del estereotipo del mafioso violento y sanguinario que instalaron el cine de Coppola y Scorsese, se muestra a sus anchas componiendo a un personaje que se toma todo un poco en sorna, que regala sonrisas allí donde solo hay miseria y traiciones). Eastwood desaparece, decíamos, renuncia a los signos más distintivos de sus estilo, prefiere mezclarse con la materia de la historia. Pero sobre el final, el director, todavía lejos de cualquier pretensión de sofisticación, deja ver su mano, solo que se trata de una aparición evidente, incluso grosera, impropia de alguien que carga con el título de “el último de los cineastas clásicos”, como si fuera el gesto de un narrador identificado plenamente con la historia que interviene para llevarla por un camino específico, para darle el giro preferido. Se nota sobre todo en la escena en la que la muerte golpea a Frankie: la película resuelve el funeral y el duelo en apenas unos pocos planos rápidos, como quien no quiere perder tiempo en asuntos de ultratumba porque está demasiado ocupado en vivir (un poco como en Más allá de la vida). Allí ocurre algo raro: para ese momento ya fueron tres los miembros del grupo que tuvieron su turno para contar la historia frente al público, solo falta Frankie. Y en el entierro, la cámara se acerca a su cara, como si finalmente hubiera llegado su turno, el momento de escuchar su palabra, pero el actor mira a cámara y no dice nada. Algo similar ocurre en la escena del departamento cuando la compañera de Frankie se va: allí el personaje empieza hablando solo, sin dirigirse a nadie, y todo indica que es a nosotros a quién habla, pero el plano revela poco después que el cantante le hablaba a su novia, que estaba en otra habitación. La película construye un suspenso alrededor del testimonio de su protagonista, genera de manera evidente una expectativa en torno a lo que dirá, pero cuando finalmente tiene la palabra frente a cámara (en la última escena), la película lo hace hablar a la par de sus compañeros y, francamente, Valli no dice nada muy interesante, tiene un discurso acartonado, como estudiado de antemano, sin una pizca de la gracia y el atractivo del de Tommy que, aunque estafador y canchero intolerable, por lo menos es sincero. Entonces, todo el asunto del discurso de Valli que no llega pareciera ser solo un mecanismo un poco mecánico del guión, apenas otro recurso para implicar todavía más al público que, cuando finalmente llega, es fugaz y no está a la altura de lo esperado; la moraleja aquí podría ser que el final del cuento, con el cierre de Valli, era solo una excusa, un punto de llegada, y que mientras esperábamos ese momento, en verdad fuimos seducidos por el único relato que verdaderamente importababa, el que enhebra la película a lo largo de sus poco más de dos horas acerca del ascenso y caída de un grupo de chicos de barrio. Pero hay otra cosa. Lejos de los rigores de la puesta más clásica de otras películas suyas, Eastwood, que parece haber sido siempre un fanático del jazz, el blues y la música popular norteamericana, no oculta la simpatía que le producen sus protagonistas y su deseo de depararles el mejor de los destinos. Después de la tragedia, punto de tensión máximo obligado de cualquier historia de ascenso y caída (o de cualquier historia a secas), el director no tiene miedo de que se noten los esfuerzos demasiado notorios de la película por construir algo así como un súper mega happy end. La cuestión es que, más allá de todos los fracasos, rencores y malas decisiones del grupo, la película dispone de corrido, casi sin dar respiro, tres escenas estruendosamente felices, capaces de devolver el ánimo y la esperanza hasta al más desconfiado de los espectadores. Primero será el éxito que consagre la carrera solista de Vallie acompañado de Bob Gaudio como compositor, después la reunión a fines de los 90 del grupo (tras muchos años sin tocar juntos) y, finalmente, ya clausurado el relato, llegará un número musical con todos los personajes de la historia, amigos y enemigos, vivos y muertos, bailando en artificioso set de cine como los de las comedias musicales de los 50 (el único momento en que la película traza un vínculo nítido con el musical de Broadway en el que se basa). La seguidilla de tres escenas es forzada e inverosímil y no responde a otra razón más que a la voluntad de un director que, habiendo olvidado los tics más reconocibles de su estilo, encauza su película hacia el baile y la celebración más alegres como tratando de prolongar un poco más la experiencia, de demorar unos minutos extra la salida de la sala. Si durante una buena parte de Jersey Boys Eastwood no aparece por ningún lado, sobre el final irrumpe de la manera más ruidosa y festiva posible como no lo había hecho nunca antes; los últimos planos de la película, tomas contrapicadas de sus actores respirando agitados y manteniendo la pose de la coreografía, revelan a un director demasiado enamorado de sus criaturas y de su tema, alguien que extiende aunque sea unos segundos más el cierre porque se encuentra atado fuertemente al mundo de la historia, que como nosotros quiere que la música y el baile y la fiesta sigan: una escena más, un número más, unos segundos, un plano más. Y está bien: los maestros tienen el mismo derecho a la felicidad que los demás.
Quizás no haya algo más cinematográfico que una carrera de dragones, y el director Dean DeBlois lo entiende enseguida; la película nos sumerge en su mundo como lo haría una montaña rusa, arrojándonos por el aire y sin darnos tiempo a comprender bien qué está pasando ni en qué lugar estamos. Pero el pulso de Cómo entrenar a tu dragón 2 es tan seguro que, mientras continúan las imágenes del duelo deportivo entre jinetes y criaturas aladas que se desplazan a velocidades lumínicas, el relato intercala en medio de la acción unos breves momentos para describir la vida en Berk junto con su galería de personajes. La aldea necesitada de un jefe, un resistido mandato paterno y un noviazgo adolescente son las coordenadas por las que se mueve Hipo, un héroe imperfecto pero noble que abraza la aventura con la desesperación del que escapa de las obligaciones cotidianas. Un viaje a lo desconocido acabará por reencontrarlo con su madre fugitiva y con la frágil promesa de refundar la propia familia; la mamá, como él, también vive su exilio rodeada de dragones a los que cría y cuida. Los amigos y rivales de Hipo conforman una encantadora pandilla de pequeños guerreros y compañeros incondicionales, escoltados por unos dragones igualmente fieles y valientes. Drago, el villano que recorre el mundo persiguiendo y esclavizando dragones, toma la forma de una gran roca maciza que aparenta ser indestructible, un poco como Stoicko, el padre de Hipo y el líder de la aldea dueño de una inmensidad corporal que se graba en nuestra memoria como uno de los rasgos más tangibles e indelebles de ese universo de vikingos y de magia; su barba tupida, protectora, hecha digitalmente pelo por pelo contra la que van a estrellarse personajes y cosas por igual, es quizás el testimonio más conmovedoramente físico de la existencia de ese mundo fantástico. Después de Kung-Fu Panda y de la primera Cómo entrenar a tu dragón, Dreamworks parece haberse alejado definitivamente de la autoconciencia y la ironía que habían signado casi todas sus películas. En cambio, ahora se toman el relato como algo serio, aunque nunca grave: la pequeña Berk y sus habitantes son un material privilegiado para el humor que la película aprovecha cada vez que puede, balanceando los contratiempos que debe superar el protagonista. Lo que para una vieja película de Dreamworks era una mera acumulación de pirotecnia visual, en Cómo entrenar a tu dragón 2 se ofrece como una fiesta de formas y colores en la que el vértigo y el exceso de las imágenes siempre se ajusta al tono de la escena. La película explota formidablemente los tamaños desiguales que parecen regir el ecosistema de Berk: algunas de los momentos más impresionantes son los que muestran la majestuosidad de los Alfa, dragones gigantes capaces de controlar a los demás. La batalla entre dos de ellos y una enorme cantidad de los dragones pequeños le imprime a las imágenes un carácter épico rara vez visto en una película animada: lo desmesurado del combate y la manera en que el héroe y los hombres se encuentran completamente fuera de escala produce un efecto sobrecogedor. Es que en medio de la voluptuosidad y el exceso naturales de Berk, la medida del relato siguen siendo las emociones de los hombres, sus reacciones ante el peligro o su modo de lidiar con la fatalidad. Cómo entrenar a tu dragón 2 no trata de disimular el carácter trágico de su universo ni el salvajismo con el que se dirimen los conflictos: dos muertes terribles son relegadas oportunamente al fuera de campo pero sin esconder la violencia que las envuelve, como si la película quisiera recordarnos elegantemente que, sin importar la fascinación que haya despertado en nosotros, Berk es una tierra cruel que no perdona los errores. Así y todo, aunque la película tenga predilección por la espectacularidad, por ejemplo, el director sabe dirigir la atención hacia pequeños detalles que acaban por marcar el rumbo y el clima de toda una escena, como esa en la que, después de recibir un ataque, el enorme e inamovible brazo de Stoicjo permanece quieto, como si la masa de su cuerpo estuviera clavada para siempre en el suelo, y Michuelo, el joven dragón recién recuperado de un trance, no entiende lo que pasa y trata de despertarlo acariciándole la mano. Justamente, la dupla Hipo-Michuelo es de las mejores que haya dado la animación de los últimos tiempos menos por el contrapunto de los dos y por los diálogos de él que por la expresividad del dragón: su postura, la forma en que agacha la cabeza como si fuera una mascota hogareña, su mirada de grandes pupilas que recuerda a los ojos de un cachorro, su color y sus alas negros como los de un murciélago; todo en Michuelo lo vuelve un personaje único, misterioso y entrañable a la vez, capaz de generar tanto la simpatía como el miedo; es el compañero ideal para surcar los cielos peligrosos de Berk.
La premisa y un avance pésimo prometían lo peor: otra película de la post-post-Nueva Comedia Americana que deja de lado las locuras pasadas de los noventa para hablar de la inexorabilidad de la familia y sus sinsabores cotidianos. Por suerte, Buenos vecinos no tiene nada que ver con películas como Ligeramente embarazada o las últimas de Adam Sandler. De hecho, la cuarta de Nicholas Stoller realiza algo curioso: se hace cargo de manera explítica de la tensión libertad-juventud/crecer-responsabilidad que parece atravesar una buena parte de las últimas comedias estadounidense. Es como si la propia películas tratara de decirnos: mis personajes ya no pueden ser los dementes, irresponsables, freaks que signaron los inicios del movimiento con Wil Ferrel, Sandler o Ben Stiller y que revivieron algunos años después Jonah Hill, Michael Sera o Seth Rogen, pero tampoco quiero que se transformen en las criaturas adocenadas de Judd Apatow, esas que demuestran apenas algún que otro estallido de rebeldía antes de aceptar resignadamente su destino; o que sean como las del último Sandler, que parecen haber olvidado sus comienzos alocados para encerrarse en el estrecho círculo de la familia y algunos pocos buenos amigos (que traen a su vez a las suyas). Stoller no hace borrón y cuenta nueva, no ignora que la tendencia de la comedia norteamericana más interesante en el presente, salvo excepciones como las películas dirigidas por Ben Stiller o algún ovni inclasificablemente feliz como Este es el fin, es la que encabezan unos cuantos comediantes y escritores que tienen alrededor de cuarenta años y que quieren hablar de la vida en familia, de la rutina, de qué significa ser padres. Buenos vecinos toma esos dos polos y los hace convivir, los pone a discutir, como si de ese debate pudiera salir algo que iluminara en parte el camino de una forma de hacer comedia que fue de lo más radical, novedoso y placenterlo que el cine estadounidense haya dado. La operación del director es lo suficientemente clara como para que nadie se engañe acerca de su proyecto: a la casa de al lado de una pareja absorbida por los cuidados de su beba y por el día a día, se muda una fraternidad de adolescentes fiesteros. Lo que sigue es la colisión obvia de velocidades, volúmenes y horarios que regulan la actividad de cada casa. Pero el director de Get Him to the Greek (lanzada directo a DVD con el título espantoso de Cómo sobrevivir a un rockero) no se queda en ese choque previsible, porque el guión va mostrando de qué manera un grupo influye en el otro, cómo uno anhela (o teme) la circunstancia del otro. Los diálogos lo plantean de manera explícita, pero hay otras cosas, como el cuerpo de Seth Rogen, blanco, fofo, con kilos de más que trata por sí solo, con la aprobación de su dueño o sin ella, de integrarse en las fiestas y los rituales de los chicos de Delta Psi Beta, como si se activara una memoria muscular de películas anteriores. En el fondo (y no tan en el fondo), él y su esposa se mueren de ganas de estar junto a sus vecinos bailando, escuchando música fuerte, tomando alcohol, drogándose y haciendo payasadas. Mac y Kelly no terminan de adaptarse a su nueva vida familiar (como sí hacen los últimos personajes de Sandler) ni resignan del todo la posibilidad de felicidad en pos de cumplir con un mandato que en otras películas (como las de Apatow) se siente irreversible y se vive como una fatalidad. Kelly y Mac no se rindieron todavía, y la primera escena, con los dos tratando de coger con la beba en la misma habitación, muestra la resistencia de la pareja tanto como de la propia película, que reparte una buena cantidad de groserías en unas pocas líneas de diálogo, reclamando para sí el linaje de la NCA más guaranga y desacatada. Pero la película no se queda con la pareja, también se traslada a la casa de al lado y explora un poco la vida de Teddy y Pete, los líderes de la fraternidad. Stoller se detiene un poco en los rituales, excesos y vida despreocupada de los iniciados y de los aspirantes como quien mira con nostalgia imágenes de un pasado distante. Las actividades de los Psi Delta Beta bien podrían haber sido el tema de alguna de sus primeras películas, en especial de Get Him to the Greek, donde el músico reventado de Russell Brand se las ingeniaba para arrastrar al tímido de Jonah Hill por los caminos del vicio y el descontrol. Si bien el guión hace foco en la pareja de Mac y Kelly, conforme pasa el tiempo la historia se fija cada vez más en Teddy y lo revela como alguien inmaduro, detenido en el último año de facultad, incapaz de imaginar un futuro o de conseguir un trabajo. La película no oculta su incomodidad frente la situación de cada uno de los grupos y se revela fracturada, casi no pudiendo elegir del todo entre uno y otro. Un diálogo final en la cama y la resolución de la trama, sin embargo, dejan ver que Stoller opta por una de las dos opciones. El director sutura una de las dos grandes líneas narrativas (y morales, y filosóficas casi) que alberga su película y permite que continúe la otra, la única que parece poder aspirar a un futuro verosímil. Pero el caso es que la película no fuerza ese camino por sobre los demás, no plantea que uno es impracticable y que el otro parece el único posible. La forma en que Mac y Kelly sobrellevan la paternidad es una muestra de que Buenos vecinos no obliga a sus criaturas a elegir, sino que les deja un margen de libertad para madurar y ser padres pero también para hacer pavadas y comportarse como dos adolescentes fiesteros y drogones. Seth Rogen nunca abandona su pose de gigante torpe y miedoso pero de buen corazón, y Rose Byrne puede aunar el rol de madre apetecible (sobre todo cuando saca a relucir todo su acento australiano) y de mujer poco apta para las demandas de la vida familiar, que incluso padece físicamente los signos de la maternidad. El sexo interrumpido y accidentado pero no exento de complicidad y cariño de los dos hace surgir algunos de los mejores gags de la la película. El Mac de Rogen se presta como pocos de sus personajes para el slapstick (las escenas con los airbags son antológicas) y el cruel acoso de los estudiantes también dispara algunos chistes muy buenos, como el de la “Robert De Niro’s Party” en la que no falta un Al Pacino infiltrado. La agilidad con la que la película administra la comedia, un gag tras otro, con diálogos veloces (en especial en los intercambios de Rogen y Byrne) y la colaboración siempre justa de los amigos de la pareja y de los miembros de la fraternidad, le imprime a Buenos vecinos un dinamismo y una gracia que revitaliza el tema y no permite que degenere en una película de tesis sobre el hecho de madurar o en un simple comentario acerca de la importancia de la familia.
Guitar Hero Las fotos de Marcos López destilan una risa poco sutil, nada contenida sobre sus personajes, criaturas algo ridículas y ridiculizadas por el fotógrafo que juegan a ser héroes comunes en épicos paisajes suburbanos dispuestos para la ocasión. Sin embargo, con procedimientos similares Ramón Ayala resulta un ejercicio de observación infinitamente más cálido en el que la burla es amistosa y cordial y se aplica como preventivo ante cualquier gravedad posible que pudiera traer consigo el tema del folklore argentino. Es que el folklore es una palabra y a la vez un universo que suele enunciarse con solemnidad, donde el único tono posible pareciera ser uno serio y recogido. Marcos López, ahora detrás de la otra cámara, continúa con su esforzada invención mitológica pero esta vez lo hace tomando de la realidad a sus modelos y respetándolos en su singularidad. Claro que respetar no es lo mismo que venerar: López los hace actuar, pararse aquí o allá, cantar a capella frente a la cámara; todo gesto más o menos grandilocuente, más o menos cargado de significación le sirve para la elaboración de su nuevo mito, el del cantor popular que habita en las radios, guitarras y voces de todo un pueblo pero continúa siendo un desconocido para su público. Pero respetar, en este caso, también puede ser entendido como un mirar a través de las cosas y tratar de atisbar una suerte de esencia, de valor oculto que solo un ojo atento y una cámara virtuosa como la de López son capaces de develar. Así, por primera vez y frente a nuestros ojos incrédulos, la ya de por sí animada Misiones resulta ser un flujo embriagador de colores chillones y de gente en constante movimiento, tanto que uno se pregunta cómo hace el fotógrafo devenido director para obtener esos tonos fuertes, tan primarios, tan vivos. Es el rojo de la tierra pero también el rojo de las camisas levemente desabotonadas que usa Ayala, un músico que aparece con los atributos del narrador sabio, un Homero misionero cuyas canciones ayudan a contemplar el mundo desde una perspectiva nueva (o, en todo caso, tratan de recuperar una visión antigua y ya olvidada), que invitan de nuevo a maravillarse con las cosas simples. A medida que avanza, la película revela a un Ramón Ayala cada vez más gigante, cada vez más robusto que, en buena medida, debe su existencia (a esta altura decididamente mítica) al testimonio de otros grandes como Juan Falú, Liliana Herrero o Jorge Cedrón; la admiración desembozada de ellos es la piedra de toque de un documental que, sin ninguna clase de culpas, encuentra tanto como fabrica su objeto: el relato de una mitología nueva y apasionante, la del cantor Ramón Ayala, inventor del gualambao, tañedor de la guitarra de diez cuerdas, cronista y poeta incansable del interior.
Seth MacFarlane hace comedia como si fuera a la guerra, disponiendo una batería gigantesca de gags que son disparados todos juntos y sin respiro. En medio de todos los chistes físicos, escatológicos, anacronismos y citas, A Million Ways… consigue algunos impactos más o menos certeros, pero el ataque se diluye rápidamente y pierde precisión a los pocos minutos de película. La estrategia es más o menos la misma que en otras creaciones suyas para televisión como Padre de familia o American Dad, pero también para cine como Ted, su debut como director: en los tres casos, MacFarlane no se toma tiempo para construir la comedia, no tiene idea de cómo generar el clima para el estallido de un gag. Lo suyo es el humor acelerado y precoz, ansioso, que procede como un staccato: los chistes se suceden a una velocidad casi lumínica sin darse espacio mutuamente, sin permitirse cosechar el éxito de una carcajada lograda en buena ley o de preparar el terreno para el próximo. El método no cambió en su segunda película, es solo que esta vez MacFarlane está menos agudo que en otras ocasiones; como a su protagonista, le falla la puntería, se la pasa a los tiros pero no le pega prácticamente a nada. El principal problema es que la pose canchera del director y actor para con el western se agota enseguida: ¿hace cuánto tiempo dejó de ser original o mínimamente interesante reírse de uno de los géneros con convenciones más rígidas y, para colmo, caído en el olvido hace décadas? Pasan los años y hay que decir que Blazing Saddles de Mel Brooks no es para nada lo mejor de su filmografía, y que tampoco resulta tan graciosa. ¿Por qué cree MacFarlane que puede hacer una comedia que se erige enteramente en el mismo, repetido e interminable motivo que puede resumirse en que el western idealizó el pasado violento y peligroso del viejo Oeste? Por más pedos, puteadas, muertes y manchas de semen que la película desparrame, A Million Ways… se muestra increíblemente infantil, como un nene que descubre por primera vez las leyes de un género y juega a subvertirlas, a ponerlas pata para arriba. Durante los primeros dos tercios del relato, MacFarlane no ensaya ninguna otra táctica que la de conquistar a su público con un sinfín de gags desparejos: la seguidilla ininterrumpida demuestra ser poco efectiva, pero por lo menos se juega todo al plan inicial que le diera réditos en ocasiones anteriores (en Ted la cosa no era muy distinta, pero allí había un comediante enorme como Mark Walhberg que le ponía el cuerpo a cada chiste y que terminaba opacando al osito doblado por MacFarlane). Pero sobre el final, la película sufre del mismo mal que una buena cantidad de parodias: para que la copia funcione tiene además que imitar cosas como el romance imposible entre los protagonistas, el rapto de la amada por el villano, el cambio de actitud del héroe y el acto de justicia final. Y es acá donde MacFarlane, de golpe y contra cualquier pronóstico, se pone respetuoso y sigue los mandamientos del género más o menos al pie de la letra, como si de repente creyera en el drama de los personajes. Para nosotros, que ya estamos acostumbrados a los pedos, las referencias extemporáneas y la autoconsciencia canchera, esta nueva seriedad nos aburre, nos descoloca y nos expulsa para siempre del universo precario que había podido levantar la película. No es que estuviéramos matándonos de risa, pero al menos sabíamos qué esperar del escuálido batallón cómico del director. Cuando de un momento a otro el relato trata de convencernos de lo verosímil de lo que se está contando, la película se desmorona. E incluso antes de ese respeto inesperado, la comedia se estaba convirtiendo cada vez más en arbitraria y gratuita: los chistes que se construían mediante el montaje (como el momento de Volver al futuro 3) o que implicaban alguna clase de violencia lanzada contra los personajes desde el off (el toro que ensarta a un feriante) ya anunciaban la creciente incapacidad del guión de causar gracia por otros medios que no fueran meros golpes de efecto.
Si las primeras películas de la serie eran apenas un intento de llevar al cine a los mutantes de Marvel apelando a una aburrida corrección política que versaba sobre la diferencia y la tolerancia, X-Men: Días del futuro pasado tira todo por la borda y prueba un camino completamente distinto: el resultado es una película adulta y segura de sí misma, capaz de maniobrar un tono trágico sin por eso dejar pasar oportunidades para construir humor (habilidad siempre rara dentro del género, con la excepción de las Iron Man), y que aprovecha los saltos temporales y su curioso dispositivo narrativo (muchos personajes aparecen escindidos entre su yo del pasado y del presente) para observar la época y hasta para comentarla sin caer en reduccionismos ni mensajes acerca de la Historia. Además, Bryan Singer se muestra en plena forma, capaz de lograr los planos más elaborados y dinámicos que capturan la vitalidad de los movimientos de los protagonistas (en especial de Wolverine) al tiempo que estiliza la puesta en escena; las imágenes son siempre potentes y bellas, invitan a ser miradas, nunca son solamente ilustrativas de lo que ocurren en el relato, como en la escena de acción del comienzo, en el que el vértigo de la lucha y el duelo de poderes es de lo mejor que se haya podido ver en una película de superhéroes. Es que en X-Men todo es exceso: del espacio, el cuerpo y hasta del dolor que padecen los personajes. Quizás como ningún otro grupo de héroes de Marvel o DC, los X-Men cargan con un sufrimiento que los convierte en criaturas perfectamente aptas para la tragedia: además de la marginación que les dispensa la sociedad, los duros combates que entablan con los villanos y los amores casi nunca correspondidos, los alumnos del profesor Xavier deben enfrentarse a sí mismos y a la soledad a la que parecen condenados eternamente. Cuando Wolverine viaja al pasado para encontrar al antiguo profesor y convencerlo de que lo ayude en su misión, lo halla viviendo solo, perdido por el alcohol y el recuerdo de una traición amorosa, acompañado solo por un alumno fiel que lo cuida como si fuera un anciano. La mansión que habita el Xavier quebrado y sin poderes (renuncia a ellos voluntariamente para poder caminar) es lo único que queda de la escuela para mutantes, la esperanza de un puñado de jóvenes con extrañas habilidades que debe cerrar por orden del gobierno. La agonía en la que se debate un ahora cínico y desencantado Charles Xavier no tiene medida, como no la tiene tampoco el calvario hecho de experimentos y torturas a los que somete el científico militar Bolivar Trask a los mutantes capturados para perfeccionar su legión de centinelas, unos robots cazadores que persiguen implacablemente a personas con el gen X. Pero no se trata solo de la ruina silenciosa a la que parece haberse confinado el futuro líder de los X-Men: también está la cárcel ubicada a miles de metros bajo la tierra en la que yace enterrado vivo Magneto, alejado de cualquier clase de metal; o los soldados mutantes que eligen pelear por su país en Vietnam una guerra sucia, menos por convicción que por la vaga promesa de ganarse un lugar en la sociedad que les da la espalda y los trata como animales. Desde ese pasado colmado de infelicidad y violencia, el guión traza un arco temporal que llega hasta el presente (es decir, el futuro), en el que una distopía terminal esclaviza a la raza humana y la mutante por igual y en la que la última frágil resistencia la constituyen un grupo de mutantes incapaces de batirse con sus enemigos; en cambio, su estrategia es: cuando son atacados por un grupo de centinelas y, de antemano, se saben masacrados sin remedio, dos de ellos, Bishop y Kitty Pride, se retiran del campo de combate y ella lo envía unos días atrás en el tiempo para advertirles a sus otros yo del pasado que ya fueron descubiertos y que tienen que cambiar de escondite. La cuestión es que, mientras Bishop y Kitty hacen eso, los otros deben entretener a los centinelas a costa de sus vidas y sufrir una muerte salvaje. La corrección temporal fruto del viaje en el tiempo los salva y devuelve a un momento en el que todavía pueden huir, pero se trata de una huida breve, ya que en breve serán detectados de nuevo por los enemigos y deberán repetir el ejercicio incontables veces, siempre luchando con la única misión de, si tienen suerte, despertar unos días atrás como si nada de la carnicería hubiera sucedido. Incluso salvando la vida, el puñado de mutantes restante, golpeado y desmoralizado, solo puede aspirar a repetir indefinidamente ese empezar de nuevo como en 8 minutos antes de morir o, ahora, la más reciente Al filo del mañana. El director sabe explotar la veta trágica de su relato sin convertirlo en un retrato lastimoso, y puede generar unas tensiones al interior del grupo que son el corazón de la película: sobre todo a partir de la aparición de Magneto, interpretado increíblemente por Michael Fassbender (puede actuar muy bien cuando no es dirigido por Steve McQueen). Su Erik, muy superior en cálculo frío, rencor e instinto asesino al compuesto por Ian McKellen, se roba una buena cantidad de escenas y también de planos: su presencia en el encuadre es eléctrica, empuja toda la atención del ojo al rostro pétreo y algo contrahecho de Fassbender y deja en la sombra al resto de los personajes. Hugh Jackman muestra de nuevo que quizás no sea un gran actor pero que sí puede darle vida a un personaje difícil como Wolverine, un duro que bien podría ser una continuación en clave de superhéroe de los héroes taciturnos y desencantados del cine clásico (de hecho, en esta última X-Men se revela definitivamente el método de Jackman: lo suyo pasa por imitar el tono de voz, el gesto hosco y hasta el desprecio infinito que suelen caracterizar a los personajes de Clint Eastwood). Por cómo puede maniobrar las dos líneas temporales de manera simultánea (aunque la de mayor peso sea la del pasado), por cómo construye y dejar crecer a algunos grandes personajes del cine de superhéroes como Magneto y Wolverine, por cómo juega a reescribir la historia sin ninguna pretensión de importancia (ver quién está detrás del asesinato de Kennedy), por cómo fija la mirada en la época y sus detalles pero sin perderse en ellos ni elaborar un comentario social (los 70 son solo un marco en el que van a inscribirse los mismos conflictos que sufren siempre los mutantes), X-Men: Días del futuro pasado representa el paso a la adultez de una serie tibia, que elegía la comodidad del mensaje políticamente correcto y no solía tener grandes habilidades a la hora de desarrollar una historia, cuya única fortaleza era contar con unos personajes atrapantes ya elaborados por décadas de historietas. La última película de Bryan Singer barre con todo eso y, a pesar de haber dirigido las primeras, acá hace un cine exponencialmente distinto, que eleva en parte la media de un género que todavía sigue esperando sus grandes películas, las que lo arranquen de la mediocridad que parece ser su sigo más reconocible. Las primeras Batman de Nolan y las Iron Man de Favreau tienen ya no están tan solas.
El frágil universo de Historia del miedo de Benjamín Naishtat es asediado desde el off por amenazas sin rostro que toman la forma de basura quemada dejada en el patio de una familia o de un bombardeo de caca lanzado hacia el patrullero en el que se encuentra el vigilante del country. El mundo y sus convenciones parecen romperse, y la distancia entre los distintos grupos de personajes se mide no tanto por la clase social sino por cómo reaccionan frente a esa disolución: el silencio un poco inquietante de una señora que limpia y de su hijo jardinero se contrapone a la actitud de sus empleadores que se esfuerzan por mantener intactos rituales como el de la cena familiar. Las dos estrategias son solo variantes frente a un mismo peligro: el del fin de todo lo conocido. El guión elíptico produce un relato fragmentado en pequeñas escenas, a la manera de viñetas, y el encuadre se cierra siempre sobre los personajes escamoteando el entorno junto con los posibles riesgos que allí se larvan. Más allá de los protagonistas, el resto de la ciudad pareciera haberse entregado a un frenesí innombrable del que esporádicamente irrumpe algún signo enloquecido, como el chico que parece tener una especie de trance en el local de comida rápida, o los insistentes cortes de luz que dejan a los que los padecen en la penumbra más absoluta.
Puede notarse enseguida cómo a la sensibilidad particularísima del cine de Cozarinsky para preguntarse por la vida y el paso del tiempo se le suma cada vez más una enorme capacidad de economizar recursos; sus películas hacen cada vez más con un gasto (de planos, de sonido, de palabras) notablemente menor. En Carta a un padre el director se aleja del ritmo urbano que supo marcar Apuntes para una biografía imaginaria y Nocturnos y viaja a Entre Ríos con el objetivo de investigar el pasado familiar. La pesquisa es accidentada y lo lleva por caminos impensados: la falta de documentos e información acerca de su papá (un distante capitán de corbeta que falleció cuando él tenía solo veinte años) lo empujan cada vez más hacia atrás en el tiempo hasta la llegada al país de sus abuelos rusos. La trama avanza y recala arbitrariamente en algunos puntos de la saga familiar, como la cena que organiza la abuela junto a la tumba de su esposo justo antes de enloquecer. La película parece adoptar la calma del paisaje y la voz de Cozarinsky realiza las intervenciones justas, ya sea para contar una anécdota, presentar a un personaje o leer un poema. En Carta a un padre la memoria propia, hecha de olvidos y de mitos fabricados (muchas veces disparados por las fotos de lugares exóticos que enviaba el padre durante sus viajes) deviene ya no un mapa a completar o un conjunto de recuerdos, sino una zona de dimensiones emotivas pero también geográficas que uno puede habitar. El último plano de un atardecer, que dura varios minutos y que carga con una melancolía casi intolerable, es un intento de demorar un poco más nuestra estadía en ese lugar sobrecogedor.
Scott Cooper no sabe bien qué tipo de cine quiere hacer, si uno que hurga en la crudeza de la vida cotidiana de la clase trabajadora norteamericana o un relato que apuesta a la metáforas y la grandilocuencia. La película pasa de uno al otro más o menos al mismo tiempo en que abandona el drama de Russell y Rodney para probar suerte en el terreno de la venganza: de las miserias de todos los días del dúo protagónico, el guión acentúa cada vez más el tono trágico (Russell va a la cárcel por un accidente de tránsito y Rodney vuelve quebrado de Irak) y le deja espacio para crecer a Harland, el villano despiadado que interpreta Woody Harrelson y que no guarda ninguna relación con el universo de los hermanos Baze. No es que la película fuera demasiado sutil en su primera parte, pero de alguna manera la humanidad de los personajes y la precariedad física y mental en la que se consumen diariamente resultaba creíble; el retrato áspero de estos tipos working class ganaba en potencia con cada plano del barrio, cada diálogo balbuceado o inconcluso, con cada gesto rudo de camaradería de esos que suelen escapar al ojo del cine mainstream. Los mejores momentos son las breves pinceladas que la película realiza de los trabajos manuales de Russell, ya sea trabajando en la fundición, limpiando el piso de la cárcel o arreglando la casa paterna. A esa atención puesta en las labores materiales se suma Release de Pearl Jam para signar la primera parte con un clima impresionante, de una vitalidad y una tristeza al a vez notables. Las actuaciones en general están bien, pero es sobre todo la presencia de Casey Affleck la que termina de imprimirle la coherencia necesaria al conjunto. No es casual que las pocas películas norteamericanas recientes que hablan de la clase trabajadora de manera más o menos convincente cuenten con algún Affleck en los créditos: Desapareció una noche, Robo en las alturas y Atracción peligrosa, las tres se encargan, de formas diferentes y apelando a géneros distintos, de volver la mirada de Hollywood hacia una porción de la sociedad que el cine estadounidense parece haber ido olvidando gradualmente desde el estallido del New Hollywood. Por eso no resultan casuales todas las referencias que hace La ley del más fuerte a El francotirador, aunque el vínculo con la película de Michael Cimino se limite solo a unas cuantas similitudes desperdigadas a lo largo del relato y nada más. La película no era en absoluto sutil, decíamos, pero eso no le restaba del todo su potencia inicial: a pesar de explotar demasiado la situación de abandono de sus protagonistas (como en la escena del padre agonizando en una cama) y de la sobreactuación que ocasionalmente se adueña de los intérpretes (el grito en la cara de Rodney a su hermano cuando le cuenta lo que vio en Irak), el drama cobraba una dimensión puramente física poco frecuente. Pero el guión se vuelca decididamente hacia el relato de venganza: Affleck, que con su sola presencia funcionaba como el anclaje más sólido con la geografía emotiva del barrio, sale del relato, y el peso de la historia se traslada a los hombros de Bale y de Woody Harrelson. Bale está más contenido que en otras películas (su Russell felizmente no tiene nada del grotesco de Escándalo americano), pero Harrelson confirma una vez más que lo suyo es la actuación barroca y sobrecargada, imposible de sintonizar con cualquier clase de realismo, como ya lo había dejado más que claro en True Detective. Es en este punto y con el nuevo reparto de protagonismos que La ley del más fuerte se olvida del drama social de la primera parte y se decanta por la exhibición desencajada de la violencia y el crimen que campean en la marginalidad. Una pobre elección estética de Cooper anuncia el cambio de registro: el montaje paralelo entre el viaje de Rodney a una peligrosa pelea clandestina, y la caza y posterior desangrado de un ciervo. Esa metáfora grosera rompe definitivamente con cualquier aspiración de realismo y la película pierde el tono distintivo que, un poco a los tumbos, había podido construir en su primera mitad. De ahí en más, Cooper, que había tenido un muy buen debut con Loco corazón, transforma su película en otro aparato discursivo más con aires de importancia que habla gravemente de cosas como la muerte, el amor y la venganza y que se olvida de a poco del mundo que había sabido construir. La última escena, extensa y olvidable, parece gritar su propio significado lo suficientemente fuerte como para que a nadie se le escape el sentido del mensaje final.
Baier toma el conflicto al que se ven sometidos sus personajes y lo vuelve el nudo de su película. Como ellos, que deben informar hechos trascendentes en un tono amable y divertido, Baier podría estar preguntándose: ¿cómo filmar la efervescencia política de los setenta sin hacer otra denuncia grandilocuente que venga a engrosar el catálogo del cine mal llamado político? ¿No se podrá, en cambio, hablar de la época desde algunos puntos estratégicos de la historia del cine, como la comedia screwball, la buddy movie o el musical, y enhebrarlos todos mediante una puesta en escena amigable y colorida, que se engolosine con tonos pastel antes que con las paletas apagadas y grises de las películas “políticas”?