Papá coraje Lo venimos diciendo desde hace tiempo: Dwayne “The Rock” Johnson es un actor que crece a pasos agigantados. En pocos años, el protagonista de El Rey Escorpión ganó notablemente en carisma y versatilidad, por eso se lo puede ver ejecutando cada vez con más comodidad el papel de héroe de acción y de aventuras pero también otros roles distintos como el de monigote-querible-de-película-para-toda-la-familia (Hada por accidente), parodia hilarante de sí mismo (Policías de repuesto) o ahora padre atribulado que debe rescatar a su hijo sin disparar una sola bala, lanzar un golpe o realizar proeza física alguna. Esa es más o menos la prueba de fuego que representa El infiltrado: la humanidad muscular de The Rock debe ajustarse a los rigores del drama cinematográfico. El desafío es quedarse quieto en un solo lugar en vez de recorrer el mundo repartiendo piñas y misiles, y el actor lo supera sin traicionar su estilo: el cuerpazo bestial de La Roca se acomoda en el plano hasta convertirse en un elemento central del drama; sus hombros, que en un primer plano asemejan un paisaje interminable que se extiende a lo ancho del encuadre, transmiten toda la angustia y la derrota del padre que ve cómo su hijo mimado vive un infierno en la cárcel. Si en el cine de acción el cuerpo es indestructible y a prueba de explosiones, aquí el género demanda que sufra, que exprese el dolor por el que atraviesa John. Como buen drama físico que es, El infiltrado se toma el trabajo de inscribir el cansancio y la ansiedad directamente en la carne, en la cara y la postura de los protagonistas, incluso en aquellos que son ajenos al problema de la familia como el del agente de narcóticos Cooper, que con apenas un par de gestos de los ojos y con su mirada displicente deja imaginar las largas horas de vigilancia, café y mal dormir (increíble actuación de Barry Pepper). Cada vez que Jonh visita la cárcel su hijo exhibe los signos en aumento de vaya a saber qué brutalidades y vejaciones; el pico de la tragedia llega cuando, con Jason al borde de la muerte y su familia perseguida por los narcotraficantes, a Dwayne Johnson, a La Roca, se le llenan los ojos de agua. El prodigio consiste en que que el líquido que nubla su mirada no se derrama, como si el gesto último del duro de acción fuera emocionarse pero contener las lágrimas, que estas no lleguen a rodar por la cara. El efecto es devastador: nadie puede contener el llano si el padre-héroe-amigo La Roca se quiebra, no somos tan fuerte como él. El actor hace una impensada incursión en el territorio del drama y consigue sostener la película con apenas una escena de acción sobre el final. El resto del tiempo, Dwayne Johnson es solo un hombre común que debe internarse en el submundo del narcotráfico como puede, aunque eso le cueste más de una golpiza y sea utilizado vilmente por una jueza para desbaratar un cártel de drogas. Por algún motivo desconocido, las mujeres de El infiltrado actúan todas mal, incluso Susan Sarandon exagera su papel de jueza cuasi-villana manipuladora (arriesgo una hipótesis ridícula: antes que director, Ric Roman Waugh fue doble de acción, una profesión en líneas generales poco femenina). Johnson consigue hacer su papel creíble y el guión construye a su personaje sabiamente a través de detalles pequeños pero precisos: por ejemplo, cuando John decide averiguar algo sobre narcotráfico, empieza googleando la palabra y leyendo una entrada en Wikipedia sobre “drug cartel”. Ese momento es verosímil y emotivo a la vez: este tipo está tan perdido y desesperado a la vez que se dispone a ingresar a un mundo del que no conoce absolutamente nada. La película gana en intensidad cuando entra el personaje de Daniel, un ex convicto que intenta rehacer su vida y que lleva consigo los tics y los códigos del presidiario acechado por su pasado. Sin embargo, algo lo hermana con el empresario de buen pasar que hace Dwayne Johnson y es que los dos tratan de educar a sus hijos en los deberes de la ética en medio de un entorno hostil y corrupto. El final quizás sea uno de los más desesperanzadores en mucho tiempo. Un padre con una herida de bala y en muletas abraza como puede a su hijo (ahora libre) que camina, mira y se mueve como un sobreviviente de alguna tragedia, como alguien irremediablemente roto; la reunión familiar es breve, hay que partir hacia un escondite proporcionado por un programa de protección de testigos porque el cártel no va a cejar en perseguir a John y su familia. La victoria, si es que la hay, es pírrica; el último plano de la película muestra desde un lugar cerrado cómo se aleja la camioneta en la que viaja la familia: no hay un paisaje, un espacio abierto, una ruta por delante, ni siquiera demasiada luz solar; solo un vehículo que se escabulle en silencio por el plano. El drama como género podrá definirse de muchas maneras, pero si acordamos que su esencia se cifra especialmente en que siempre hay un costo, un gasto (de energía, del cuerpo, de vida) irreparable, entonces El infiltrado es uno de los mejores y más terribles dramas del año.
Pasteles Almodóvar viaja, vuela hacia alguna parte pero ciertamente no vuelve a los 80, porque semejante retorno pediría otra cosa de la historia y de los actores, de la cámara y el relato: por ejemplo, que los personajes se droguen con jeringas, aspirando cocaína o fumando un porro y no tomando mescalina rebajada con agua de Valencia. Como tantas otras cosas, el acto de drogarse es pulcro y limpio, sin imágenes incómodas (como la muerte del comienzo de Entre tinieblas) ni esfuerzo por parte de los personajes (de hecho, varios de los pasajeros serán intoxicados sin saberlo) pero, más que nada, sin consecuencias: nada cambia después de haber servido la mescalina diluida, no hay efectos alucinógenos o muestras exageradas de placer, nada. En el avión de Los amantes pasajeros nada es demasiado intenso; las angustias amorosas o el peligro de ser asesinado se viven de manera bastante tranquila, sin preocupaciones. A pesar de transcurrir en el aire, la tensión dramática de la historia se ubica muy cerca del suelo, y un torpe intento de expansión narrativa por fuera del avión no suma absolutamente nada al conjunto de los viajantes. Pero así como la película no genera la amenaza propia de las películas de catástrofe en el interior de la clase business ni consigue saltar a tierra firme con éxito, tampoco el relato alcanza a desarrollar en forma más o menos pareja a los personajes: algunos tendrán más pinceladas que otros, y más de uno será aprovechado recién cerca del final menos por una búsqueda de suspenso que por un desajuste del guión que no sabe administrar bien los protagonismos. Por otra parte, si las amantes apasionadas de uno de los pasajeros merecieron varios minutos de película por fuera del avión, uno cree que mucho más tiempo debió habérsele dedicado Norma Boss, la dominatrix madura y poderosa interpretada por Cecilia Roth que tenía todo lo necesario para convertirse en el vínculo perfecto con las películas de los ochenta del director. Pero Almodóvar, curiosamente y en un gesto de pereza notable, prefiere dejarla hablando en plano durante bastante tiempo cuando podría haberle ofrecido una o dos escenas sórdidas y explosivas, con cuero, látigos, velas y quién sabe cuántos aditamentos más. Es en ese momento en el que se percibe con claridad que el director, contra lo que dijeron los críticos, no está interesado en revisitar los años locos de la Movida y el destape sino en hacer una película cómoda, segura, sin costos. Sin costos: la escena de sexo (en la que Bruna –Lola Dueñas– una mujer madura y vidente, pierde la virginidad) no exhibe ningún desnudo, no muestra la carne de ninguno de los amantes, cuando en otras películas como Kika Almodóvar se cansaba de filmar a sus actores cogiendo sin nada de ropa. Sin costos y sin nada que pueda ensuciar un poco la imagen: la sangre de Bruna no llega a mostrarse, aunque el director supo ser un aficionado a retratar los fluidos del cuerpo y del sexo (recordar las gotitas de semen que en la cara recibía sin quererlo –pero también sin disgustarse– Victoria Abril en Kika). Por otra parte, el sexo se dosifica: habrá por lo menos dos parejas más que son elididas del relato cuando se acuestan. La consigna parece ser mantener el espacio del cuadro lo más ordenado y prolijo posible, bien limpito y ascéptico, como si en vez de transcurrir en una primera clase aérea, la película misma fuese un dispositivo calibrado a imagen y semejanza de ese espacio. Los tres protagonistas masculinos se cargan relativamente con éxito al hombro la película como lo harían las mujeres almodovarianas pero evidentemente les falta mucho de aquellas: locura, exceso, incorrección; los azafatos, aunque ocurrentes y muy locas, dirigen la película hacia una zona de confort en la que nadie podrá sentirse ofendido o molesto, y dentro de la que tampoco hay mucho lugar para las carcajadas, porque (con la excepción de un par de escenas en la cabina) también en términos de comedia el relato es tímido y no se esfuerza demasiado. La típica fotografía almodovariana, chillona y chocante para las comedias y apagada y ensombrecida para los thrillers y los dramas, aquí se torna decididamente pastel, agradable a la vista; los colores no quieren hacer trabajar demasiado al ojo sino, al contrario, invitarlo a reposar en medio de tanto celeste claro. Cuando el viaje llega a su fin, varios conflictos se revelan falsos, es decir que la tensión (romántica, de suspenso) vivida en el vuelo ni siquiera representó un peligro real. Antes del aterrizaje forzoso e incierto, el director realiza unas tomas del aeropuerto vacío mientras se escuchan los ruidos del impacto y gritos, pero cualquiera que haya estado viendo su película sabe que nada malo puede ocurrir, que cuando el plano vuelva a encuadrar a los protagonistas todos estarán sanos y salvos y seguirán siendo tan grises y amables (tan pasteles) como lo fueron durante una hora y media de función.
Rosalinda parece un desprendimiento feliz y luminoso de la película anterior de Piñeiro, Todos mienten. Solamente que acá todos, además de mentir, juegan: a ser otros, a enamorarse, a correr por el bosque. Un día de campo de Renoir resuena en cada uno de los paisajes y los romances que filma Piñeiro, pero el director no trabaja con relatos naturalistas, sino que en sus películas siempre hay capas y capas de ficción que se confunden y que borran sus límites. ¿Dónde empieza y termina la actuación de Luisa? ¿Luisa hace de otra solamente durante los ensayos de Como les guste y se muestra tal cual es con sus compañeros? Difícil pensar eso de la cara (y el cuerpo) más representativo del cine de Piñeiro, la increíble María Villar, maestra del engaño, creadora de intrigas y ladrona del hombre robado del primer largo del director. La película no se preocupa por esclarecer las ambigüedades sino que las explota: los ensayos son expuestos en su andamiaje textual y performático, mientras que los contactos entre los chicos se perciben ajustados y pulidos, como si nunca fueran ellos mismos del todo. Y, desde lejos, asoman los signos esquivos de unos amores que nunca se concretan del todo, al menos hasta la escena de los besos, en la que la película regala besos y más besos, todos gratuitos y alegres. Rosalinda termina con la que seguro va a ser la escena más recordada de este Bafici: los chicos juegan con cartas a algo parecido al Poliladron y en frente de la cámara se levanta de la nada, como una magia juguetona, la trama de engaños, alianzas e intrigas insinuadas (y no tanto) que son la estampa refulgente del cine de Matías Piñeiro.
Lindas, lindas, lindas Como en todas las películas de Matías Piñeiro, aquí los personajes también juegan. Alguna vez, ese juego estuvo condensado en la lectura en voz alta de la Historia y en su opaca inserción en el presente; desde Rosalinda, su película anterior, el juego consiste en leer (también en voz alta) a Shakespeare y en actuarlo. Piñeiro parece más embelesado que nunca con sus actrices, ya sean las eternas María Villar y Romina Paula o la más reciente Agustina Muñoz. El director de Todos mienten las observa de cerca y captura la belleza microscópica que se esconde en un gesto, una marca o una leve arruga que apenas se insinúa. La escena en el camarín después de la obra y la siguiente en la casa de Sabrina llevan a pensar que a la película no le interesa otra cosa que filmar chicas lindas hablando de novios, romances y amor, y por momentos pareciera que la historia fuera solo una excusa para poner a las actrices frente a una cámara con la única intención de escrutarlas en detalle a fuerza de primerísimos primeros planos. Cuando Cecilia ensaya con Sabrina y las dos repiten hasta el cansancio sus líneas, se percibe con claridad el proyecto de Viola: la trama y el conflicto pueden importar tan poco que el guión es capaz de hacerlas decir siempre lo mismo, una vez tras otra, disminuyendo cada vez el tamaño del loop, y lograr que eso no vaya en desmedro de la intensidad de la escena ni de la tensión erótica que crece con cada nuevo recomienzo. Es el retorno a un primitivismo cinematográfico: no viene al caso lo que los personajes tengan para decirse, lo fundamental es que se hablen, que reaccionen con la voz y con el cuerpo y que vuelvan creíble ese impresionante ping-pong de seducción. La segunda parte reposa sobre un andamiaje más narrativo y conforma el trío protagónico más poderoso de la película: Villar, Paula y Muñoz están refugiadas de la lluvia adentro de un auto y, de golpe y sin previo aviso, empieza una insólita e hilarante discusión acerca de la pasividad general de Viola (Villar). Aquí, Piñeiro vuelve a sostener su película en las caras de las actrices, en particular en la de María Villar; no resulta ninguna novedad, ya estaba anunciado en sus películas anteriores que la actriz era su musa definitiva. Más tarde, en la casa de Viola y Javier, la cámara respeta la distancia de los personajes y elige observar pacientemente cómo la protagonista va de un lugar a otro del living y estampa unos sellos hechos con una papa, como si en esos desplazamientos y en los movimientos del personaje estuviera la explicación cifrada de toda Viola y, tal vez, de todo el cine del director. Del ensayo de la primera parte ya no queda nada salvo el gusto por filmar mujeres y por escucharlas hablar. La repetición del principio (se sabe: la repetición es uno de las operaciones privilegiadas de la poesía) deja lugar a unas variaciones que por momentos parecieran emparentar Viola con el cine de Hong Sang-soo y sus ya clásicos re trabajos sobre un mismo motivo y modificaciones leves de una misma historia: Cecilia hace de la Viola de Noche de reyes al tiempo que conoce a Viola y hasta llega a proponerle aceptar su papel. Sin embargo, estos recorridos transversales y comentarios sobre la propia representación surgen de manera fluida y nunca en forma pretenciosa o rimbombante. Una canción final que quiere ser tonta y juguetona pero también muy placentera es el signo más potente de la soltura y la efectividad que alcanza el último capítulo de la filmografía piñeirana.
El buen salvaje. James Mangold, un director un poco bestial pero capaz de dar algunas películas muy buenas como Tierra de policías y Encuentro explosivo, demuestra una inteligencia práctica de la que podrían aprender otros cineastas del cómic. El tipo sabe que el fuerte de su historia es su protagonista, entonces pone en funcionamente lo más simple (y también lo más efectivo) imaginable: logra que la película gravite completamente alrededor de Wolverine, explotando la faceta más conocida del personaje sin tratar de agregar nuevos conflictos o matices que sorprendan. El resultado es una película pesada en términos dramáticos que se reconcentra sobre su protagonista y durante un buen tramo adopta los modos del drama más común: hay mucho plano contra plano, tomas muy cercanas del rostro de los actores y tiempo para trabajar los diálogos. Pero Mangold no busca generar un mensaje solemne (como lo hacen, por ejemplo, las X-Men o Hulk) sino exprimir el potencial cinematográfico de Wolverine. Entonces, al relato no le importa nada que no le permita avanzar y construir tensión, cualquier referencia externa (por ejemplo, la existencia de un ministro de justicia corrupto de Japón) es rápidamente aprovechada como material para las animaladas del protagonista y no quiere ser un comentario acerca del mundo. Lo notable es la versatilidad con que el director puede saltar de ese drama contenido y muy clásico a la acción y las peleas de todo tipo: los combates son vertiginosos pero sin que el montaje llegue a confundir, y las coreografías resultan variadas y le dan oportunidad de realizar una buena cantidad de proezas al X-Men en retirada. Es como si el nervio del personaje, una suerte de atributo nuclear ganado con empeño a lo largo de los años después de tanto cómic, dibujo animado y películas, le impusiera su ritmo y su intensidad a la película; así, felizmente no hay mucho espacio para las frases solemnes y las enseñanzas de vida que aquejan a buena cantidad de films basados en cómics. La violencia no tiene tiempo de pensar, y el gigante implacable de Hugh Jackman tampoco: en Wolverine: Inmortal todo es cuestión de reflejos, instintos, precisión y garrazos lanzados en el momento justo. Y cuando las cosas salen mal, no hay lugar para los lamentos, solo queda emborracharse, irse a vivir al bosque entre osos o buscar a los malos para vengarse de la forma más sangrienta posible. Tras un comienzo impresionante en el que el protagonista sobrevive a la bomba atómica arrojada en Nagasaki, un Japón moderno y de aires feudales a la vez se revela como el marco perfecto para que el asesino de buen corazón despanzurre ninjas, yakuzas y gigantescos robots de adamantium. Los villanos, la damisela en peligro y la nueva compañera de aventuras de nuestro héroe no agregan demasiado (aunque tampoco restan); el mutante, mucho más afilado que en X-Men Orígenes: Wolverine tiene que hacer todo él, como se nota en la escena en que debe realizarse a sí mismo una cirugía de corazón, sin anestesia ni ayuda alguna, mientras otros personajes se baten a duelo alrededor de su camilla. El sostén fundamental es la rústica actuación de Jackman, verdadero especialista en el papel que, después de casi una década, parece haber ido perfeccionando su Wolverine mediante la sustracción: en esta película, el actor ya es capaz de maniobrar apenas dos o tres emociones primarias con sus respectivas expresiones faciales sin necesidad de recurrir a un espectro interpretativo más amplio. En eso radica la fuerza de la película de Mangold, en ajustar cuentas con el pasado del personaje, pertrechado con ese rango emocional en estado salvaje para el que las únicas reacciones posibles son el odio, la culpa y la furia.
En apenas una escena, Guillermo del Toro logra lo que Michael Bay no pudo en tres películas: que una pelea con robots gigantes sea algo emocionante, dramático y, finalmente, comprensible. La diferencia es sutil pero reverbera en el resto de las películas: donde Bay necesita utilizar un montaje frenético (que lejos de hacer ver a sus gigantes de metal lo que consigue es confundir), del Toro confía en el universo que tiene entre manos y lo deja existir en la imagen hasta volverlo creíble y cercano. En el fondo, se trata de un problema de confianza: la trilogía de Transformers no cree demasiado en sus personajes, por eso echa mano constantemente a la velocidad y a la parodia. En Titanes del Pacífico, al contrario, la comedia no abunda (y cuando lo hace el relato pierde carnadura, como ocurre con la misión del personaje de Charlie Day), pero eso no significa que la película sea solemne: en todo caso, Guillermo del Toro se toma en serio su historia y a sus criaturas, algo que nada tiene que ver con adoptar un tono grave (curiosamente, las Transformers, con todo su desparpajo impostado y su comedia tonta, tienden a la solemnidad en varias ocasiones). Titanes del Pacífico es capaz de maniobrar el drama de los personajes tanto como el conflicto planetario, la invasión alienígena y la relación de los tripulantes con sus robots (núcleo duro del género) sin descuidar ninguna línea, desarrollando cada una e integrándolas con una elegancia imposible de imaginar en Transformers y sus relatos de la CIA, el ejército y de la necesidad de convertirse en soldado. La palabra clave es justamente esa: imaginar. Porque mientras Michael Bay hace irrumpir en nuestro mundo unos robots que habrán de potenciar el discurso pro bélico y patriótico típico de su cine, del Toro imagina una distopía en la que el mal es una fuerza ciega con el único objetivo de destruir la humanidad. En cierta medida, el cine del director de Hellboy es retomado y pulido en Titanes del Pacífico: además de su ya conocido amor por lo fantástico y la ciencia-ficción, del Toro vuelve a uno de sus temas preferidos: la existencia de dos universos en guerra que no pueden convivir pacíficamente. Si en otras películas suyas todavía existía alguna clase de diálogo, en Titanes del Pacífico no hay intercambio posible y el guión concentra los conflictos al interior de uno de los mundos en pugna, el de los humanos, y deja el otro como un misterio del que prácticamente no se tienen noticias. Las referencias de la película abarcan un espectro que va desde Mazinger Z hasta Evangelion, pero que opta por el género en su faceta más lúdica y menos reflexiva; para decirlo más claramente: de Evangelion solo quedan una o dos ideas despojadas de la pretenciosidad que fueron la marca más reconocible de la serie de Hideaki Anno. En cambio, en Titanes del Pacífico felizmente no aparece la reflexión con aires filosóficos y abundan los robots y los monstruos que se engarzan en las peleas más brutales. En ese sentido, la película podría ser vista como un ejercicio de nostalgia dirigido a los espectadores de alrededor de treinta años si no fuera porque el relato funciona a la perfección más allá de cualquier guiño al género. Del Toro no se dedica a explotar la memoria emotiva de su público; una vez más, le interesa darle forma a un universo fracturado en el que una de las mitades amenaza con devorar a la otra, casi como si su cine fuera una secuencia de variaciones sobre un mismo e insistente motivo.
La premisa de la primera Mi villano favorita era casi perfecta: un prestigioso villano entra en crisis y se enfrenta a una inesperada paternidad. La película, además, tenía unos excelentes personajes secundarios (las tres nenas huérfanas, el aprendiz de malo Vector) y, sobre todo, las criaturitas por las que es recordada: los minions, mezcla de ayudantes maléficos y simpáticos brutos. La secuela, sabiendo que carece del villano de la anterior y, por ende, de sus hilarantes intentos de sembrar el caos (Gru se encuentra definitivamente retirado y ahora es un empresario de mermelada), se hace fuerte con los aciertos de la primera: las nenas ganan en protagonismo, y los minions tienen prácticamente una película diseñada a su medida (y eso a pesar que dentro de muy poco habrá una película solo con ellos, Minions, que cuenta su pasado bajo las órdenes de otro villano). Pero, para ser precisos, el título local dejó de ser exacto y, en cierta medida, el original también: ahora que el personaje abandonó sus planes malvados y colabora con las fuerzas del bien, ya no hay villano ni ningún verdadero “yo despreciable”; Gru, si bien todavía resulta un personaje cómico gracias a su excentricidad y su eterno desfase con el mundo que lo rodea, conserva poco del malo que supo ser y se parece más a un neurótico algo extravagante al que le va mal con las mujeres. El giro funciona, sí, pero a la sombra de la anterior Mi villano favorito la fórmula revela rápidamente sus límites: el nuevo Gru, preocupado por las citas y por su calvicie (como podría estarlo el George Constanza de Seinfeld), causa menos gracia, y los minions tienen demasiados gags a su cargo; la película abusa de ellos y por momentos los bichitos amarillos, contra cualquier pronóstico posible, llegan incluso a aburrir. Los nuevos personajes se suman bien a la historia principal, y en especial Lucy, con su cuerpo largo, torpe y peligroso, es uno de los logros de la secuela. Eso sí, Mi villano favorito 2 debe ser una de las películas de animación que mejor se ven: sus tonos brillantes y vivos; sus ciudades, shopping, casas y restaurantes coloridos; sus superficies lustrosas; sus cielos siempre límpidos y celestes; todo eso, sumado a la fluidez impecable del movimiento y a la gracia y la expresividad de los gestos, hacen de la película una experiencia visual sin precedentes, superior a cualquiera de sus predecesoras, incluso a algunas visualmente notables como Megamente o Madagascar 3. En última instancia, si los chistes se repiten o falta el villano carismático de la primera, todavía queda la posibilidad de deleitarse con las imágenes increíbles de la película, que de eso también se trata el cine.
Esto no es una película Con gemelas, un hijo adolescente de otro matrimonio y la familia de viaje por Grecia, Celine y Jesse parecen haber crecido mucho, pero cuando surgen las discusiones y afloran los conflictos, demuestran que siguen más o menos igual que siempre, solo que con más años encima. Puede llamar la atención pero a la vez sentirse refrescante verlos enfrascados en los mismos debates que en la segunda película ya resultaban gastados y sin resolución posible: que los hombres y las mujeres, que el amor, que el sexo, que la vida, que los hijos, que la familia, que las injusticias. En todo caso, los temas nunca fueron muy importantes, lo interesante era verlos a ellos reaccionar, batirse por una causa, en pleno acto de defender una posición o de abandonarla oportunamente. En ese reparto de creencias y gustos, Jesse siempre salió ganando y Celine continúa en desventaja: las dos décadas transcurridas desde que la conocimos solo le sirvieron para apenas robustecer su discurso políticamente correcto acerca de la ecología y la opresión masculina. De hecho, esa postura feminista de una chica francesa de clase media que fue a la universidad son los que, sobre el final, terminan desgarrando el tejido casi perfecto que había sabido elaborar Linklater hasta el momento. Acostados en la cama de un hotel, sin el peso de cuidar a sus hijos y a punto de tener una noche de sexo, ambos discuten por una pavada, Celine empieza con su discurso ensayado acerca de los males de la sociedad patriarcal y, contra cualquier pronóstico, arruina la velada. Jesse la soporta lo mejor que puede, pero no hay nada que pueda calmar la furia de ella o su perorata inacabable sobre la desigualdad de género. El conflicto crece pero la distribución de culpas que realiza la película nunca se balancea; Celine es la verdadera iniciadora de la discusión y la que la lleva hasta un pico de tensión insoportable. Jesse, salvo por una revelación poco feliz (equilibrada rápidamente por otra de Celine), es el que mejor sale parado sale de la contienda, y no se comprende del todo qué busca la película cuando genera la pelea. Los debates interminables en torno al sentido de la vida o a la posibilidad de encontrar el verdadero amor son muy divertidos y hasta interesantes cuando ninguno de los dos se cree demasiado lo que está diciendo, como ocurre al comienzo en la comida al aire libre: cualquier intento de seriedad se diluye en el clima festivo general y en las referencias permanentes al tamaño del pito. Pero en la escena final el humor desaparece, la amargura se instala enseguida y la película, que le había permitido a sus personajes existir en el espacio abierto por unos largos y exquisitos planos secuencia (verdadera firma de Linklater que le imprime una estética única a la trilogía), ahora tiene que recurrir a un montaje que traduce una cierta debilidad frente a la escena, y que recuerda más a un trabajo menor del director que también transcurría en un lugar cerrado como Tape, en oposición a los grandes espacios naturales de las dos películas anteriores. Después de un comienzo prometedor y mientras dura el buen humor, la complicidad o las cargadas, Antes de la medianoche es capaz de sostener el nivel de sus antecesoras. Pero el final exhibe una monumental falta de compromiso con la historia: todas las miserias de Celine y de Jesse surgen de golpe, como si la película estuviera obligada a producir un gran conflicto para justificar su visión realista de la pareja moderna. Es decir, hace falta mostrarlos peleando, con sueños frustrados y pasados tristes, porque así es como debería verse una pareja real que no pertenece al universo reglado de las comedias románticas. La discusión que desata el caos se siente forzada, y los protagonistas arruinan imprevistamente la noche que habían planeado para ellos sus nuevos amigos griegos justo cuando empezaban a pasarla bien. Un plano condensa la falta de pulso del director, es el de Julie Delpy atendiendo el teléfono en tetas: ella tiene el vestido bajo y tranquilamente podría subírselo, pero el tiempo que dura el momento (el llamado y la charla posterior) Celine permanece así, quizás porque, pareciera decirnos a los gritos la película, esa es la manera en que se comportan dos personas que están a punto de coger y que son interrumpidos. En Disparen sobre el pianista, Charles Aznavour, acostado al lado de una chica desnuda, explica: “en una película sería así”, mientras le sube la sábana hasta taparle el pecho. Truffaut, además de ser el inventor de las películas que continuaban una misma historia en tiempo real con la saga de Antoine Doinel, se estaba riendo del pudor de las convenciones cinematográficas. Linklater, en cambio, en la escena de Antes de la medianoche está buscando que la suya no parezca una “película”; el director aspira al realismo, por eso deja medio desnuda a su actriz mientras habla por teléfono en un plano largo y distante, para que se note esa desnudez exageradamente casual, para que a nadie se le escape la imagen nada seductora de sus tetas en la posición poco agraciada de atender un llamado y que se comprenda el sentido de ese plano. La pelea final, que hasta amenaza con convertirse en la última de la pareja, parece tratar de abrir una fisura para que salgan a la luz los conflictos, los reproches callados, los anhelos a los que renunciaron por el otro. Después de una primera parte vital y en constante movimiento, rica en comidas, debates juguetones y largos paseos por lugares subyugantes, la pareja se recluye en una pequeña habitación de hotel y da rienda suelta a sus peores vicios. Linklater podría haber consumado una de las mejores películas románticas de todos los tiempos si no hubiera cedido ante la tentación de la sordidez, de la exhibición de las miserias íntimas; si solo se hubiera atrevido a conservar el ritmo y el tono luminoso anteriores de principio a fin.
El río “Movimiento es vida”, le explica en un tosco español el personaje de Brad Pitt a una familia que no habla inglés y que generosamente lo recibe a él, a su mujer y a sus dos hijas cuando escapan de los infectados. En esa escena, rápida y sin demasiados subrayados, la película establece la que será su regla primordial, su ética de la supervivencia: para no morir, hay que moverse. Gerry Lane habrá de seguirla al pie de la letra, incluso cuando su familia, protegida en un portaaviones, permanezca quieta y en un lugar fijo: en busca de una posible cura para el virus que convierte a las personas en monstruos implacables y ciegos de furia, Gerry viaja de Estados Unidos a Corea del Sur, Israel y Gales. Ese recorrido por buena parte del globo se realiza sin costes de tiempo: la película cambia su locación sin que el personaje o la historia acusen el paso de los días. El motivo de ese viaje relámpago a través de diferentes continentes y culturas bien puede ser el tratar de establecer una suerte de vínculo humano a pesar de las barreras geográficas y políticas: el virus hace estragos en todas partes, y los hombres se encuentran igualmente indefensos en Filadelfia como en un campo de refugiados de Jerusalem. Sin embargo, el relato se concentra siempre en Gerry y en su drama, dejando en un segundo plano las notas humanistas y multiculturales. Brad Pitt (o mejor, la cara de Brad Pitt) son el verdadero sostén de una película de catástrofe a escala mundial que confía sin dudar en su protagonista. La máxima “movimiento es vida” vale tanto para los personajes como para un género que, por momentos en el borde del cine de aventuras, habrá de colocar a Gerry en escenarios tan disímiles como una base militar desolada, un barrio israelí, un accidentado viaje en avión y un laboratorio de tecnología de avanzada. Pero el padre de familia con un pasado misterioso en la ONU que interpreta Brad Pitt resulta lo suficientemente vulnerable como para no llegar a devenir nunca un héroe de acción. Marc Foster es un director de pocas ideas y peor habilidad para filmar a sus personajes: lo hace siempre de cerca, con una cámara temblorosa que quiere imprimirle al relato de manera forzada un realismo exagerado. Sobre todo, el alemán es pésimo a la hora de montar: las persecuciones y ataques de los infectados están perpetrados con una velocidad que, en vez de transmitir nervio o vértigo, solo alcanza a confundir (ver ese ejemplo supremo de escena arruinada a manos de un montaje insufrible en el comienzo de Quantum of Solace, también de Foster). A pesar de eso, el director demuestra un sutil (para lo que es su media, al menos) manejo del fuera de campo: la película nunca abusa de los detalles truculentos y, aunque a veces se abstenga demasiado de mirar (como si el encuadre mismo señalara a los gritos todo lo que no se muestra) la cámara elude con bastante elegancia imágenes como las del salvaje corte de una mano (y la visión del muñón) o el acto de reventar con un fierro la cabeza de un infectado (solo así se puede acabar con ellos). Esto termina reforzando la centralidad del protagonista, curiosamente, dentro de un género que es predilecto a los relatos que se reparten entre varios personajes; esas imágenes elididas reenvían la mirada hacia Gerry y sus reacciones frente al horror que lo rodea. Algo parecido ocurre con el joven biólogo al que Gerry debe escoltar a Corea para encontrar la cura: el especialista brinda un discurso muy estereotipado acerca de la naturaleza como asesina serial que deja pistas y a la que se puede estudiar como se investiga un crimen. Pero Guerra mundial Z, con su pretensión de realismo y su crudeza, está lejos de esos diálogos pomposos y ensayados, así que, casi como si se tratara de un guiño un poco maléfico, ni bien aterrizan en la base de Corea y el grupo es atacado atacado, el biólogo se cae al piso y se dispara sin querer matándose en el acto. Cada uno de los espacios de la película podrían dar lugar a una película entera. En especial el laboratorio silencioso y poblado por zombies se presenta como una escenografía lo suficientemente inquietante y robusta como para soportar una historia de terror en su totalidad. Pero la película prefiere colocar a Gerry en diferentes situaciones y espacios, siempre frente a desafíos nuevos. En relación con el aluvión reciente de películas de zombies, Guerra mundial Z encuentra una nueva fuente de terror en el hecho de permitirle a sus infectados convertirse en una especie de espeluznante río de muertos vivos, capaz de sortear cualquier estructura y obstáculo en su búsqueda desesperada de víctimas humanas. Como si fueran una especie de gran chorro de cuerpos putrefactos, los monstruos trepan una enorme muralla protectora, un edificio o simplemente persiguen como locos un avión que despega; esas corridas son las imágenes más impresionantes de Guerra mundial Z.
Carrera contra la muerte Shyamalan, con su simbolismo y su solemnidad insoportables, fue capaz de arruinar historias prometedoras como la de El fin de los tiempos, La aldea o Avatar, el último maestro del aire (que ya había probado su efectividad en el territorio de la animación). Sus películas eran artefactos concebidos para su propio lucimiento en los que el relato se oscurecía frente a un artilugio de guión (como en Sexto sentido), la metáfora política y social (La aldea) o un abuso de la alegoría como en Avatar… Además, su cine privilegió siempre el desarrollo de sus propios mecanismos formales antes que la descripción de sus mundos; no es casual que los fans de Shyamalan hablaran más de la utilización supuestamente sofisticada del fuera de campo que de los conflictos de sus historias. Pero todo esto resultaba todavía más irritante porque el indio demostraba un manejo bastante notable del lenguaje del cine; así, sus intentos de convertir a los personajes en meros signos de un mensaje aleccionador no eran el manotazo de ahogado de un director sin recursos sino, al contrario, un proyecto elaborado por un cineasta demasiado convencido de su visión del mundo. Feliz e inesperadamente, las cosas cambian con Después de la Tierra. No es que los temas del director estén ausentes, de hecho, la película empieza destilando un ecologismo edulcorado que hace acordar al de El fin de los tiempos. Pero es como si su tono grave tan frecuente estuviera concentrado en ese comienzo, elíptico y fugaz, y después fuera oportunamente olvidado. Quizás sea la fuerza de un género que se impone a los caprichos de un estilo pomposo: cuando Shyamalan mide fuerzas con la ciencia-ficción, la partida es ganada por la exploración de un universo y las relaciones entre los personajes. Nova Prime es el planeta que alberga la a humanidad mil años después de haber abandonado la Tierra por la contaminación ambiental, y la arquitectura y los espacios de la civilización se alejan del estereotipo más frecuente del género: aquí hay tecnología de punta pero también lonas que separan los cuartos; el software holográfico convive con naves aéreas no tan distintas de las actuales; la existencia de avances tecnológicos no obstaculiza la visión de los edificios iluminados y espaciosos, abiertos al exterior. Los ricos detalles de Nova Prime son tanto más importantes si se tiene en cuenta que Después de la Tierra es un relato de supervivencia; atrapados en el planeta del título, una naturaleza mortífera pareciera acrecentar sus hostilidad frente al recuerdo de la calidez de la casa familiar. En la última película de Shyamalan ocurre algo insólito para su filmografía: por primera vez, al menos desde El protegido, el cuerpo le gana al regodeo formal. Si en Avatar… los combates y sus coreografías eran arruinadas por los ralenti y el movimiento innecesario de la cámara, en Después de la Tierra el director sigue respetuosamente a Kitai en su carrera desesperada sin estilizarla. Incluso cuando los efectos especiales se apropian de la escena, como en el salto al vacío desde el acantilado (ahí hay una lección aprendida de la otra Avatar, la buena, la de James Cameron), la imagen, incluso inundada por los retoques digitales, es funcional al vértigo de la caída y a la persecución posterior de un águila gigante. Lo mismo vale para los tigres que amenazan a Kitai: la película los utiliza para construir el peligro y obligar al personaje a defenderse; nunca son el verdadero centro de la escena. Luego de la rutinaria denuncia ecológica del principio, el director se dedica con esmero (y también con algunos subrayados) a trabajar pura y exclusivamente la tortuosa relación de los protagonistas. Padre rígido e inconmovible, Cypher (Will Smith) consigue que uno esté pendiente de cada acción suya a la espera de un mínimo gesto de cariño para con su hijo; así, la película nos coloca rápidamente en el lugar de Kitai (Jaden Smith, hijo de Will)y nos obliga a acompañarlo, no solo en su accidentada travesía por un planeta extraño sino también en su esfuerzo por ganarse un poco del afecto paterno. Esta vez, el vínculo entre los personajes es el verdadero centro del relato, y el simbolismo típico del director se vuelve apenas un mal recuerdo que se deshace en las corridas frenéticas de Kitai que, como el protagonista de Apocalypto (seguramente, otra lección bien aprendida por el director indio), también corre como un loco por una selva asesina con la única misión de salvar a su familia. Y si en sus mejores momentos Después de la Tierra recuerda levemente a la demencial película de Mel Gibson, eso significa que Shyamalan va perdiendo sus mañas de moralista y reaprendiendo el camino de un cine físico, que aspira más a explotar hasta desgastar el cuerpo que a mover a la reflexión fácil; al crecimiento de la relación entre Cypher y Kitai antes que a la elaboración de una moraleja edificante; a un relato de iniciación brutal que compensa algo de su salvajismo con la presencia constante, casi fantasmal de un padre rígido que esconde demasiado bien su gentiliza solo por miedo a perder a otro hijo. La película, a pesar de estar hecha por el director de La dama en el agua, nunca pierde su escala humana, ni siquiera en el final, cuando termina rápidamente después de mostrar el reencuentro y negándose a hacer mención a Prima Nova, el destino de la civilización o, menos todavía, a intentar cerrar el relato con alguna suerte de gran lección; todo lo que hay es un abrazo que tardó toda una película en llegar.