“Oídos bien abiertos” El cine argentino, el último al menos, no tiene tradiciones ni descendencias: a lo sumo hay autores con búsquedas propias y filmografías personales pero sin discípulos, mucho menos imitadores. No hay proyectos colectivos, tendencias ni escuelas (escuela en el sentido de movimiento unificado y no de espacio de formación). Si en los inicios del Nuevo Cine Argentino hubo diálogos y polémicas, como la del naturalismo de Trapero/Caetano vs. la estilización de Rejtman/Sapir, hoy solo queda un panorama diverso (y disperso) donde todo convive mezclado sin ruido ni fricciones. Una película como Hora – día – mes es una rareza. La opera prima de Diego Bliffeld realiza un gesto inédito: se identifica con un cine, el del dúo Cohn-Duprat, y se sirve de esa filiación de manera productiva; el director adopta un tono, una cierta forma de mirar y de hablar, de aproximación al mundo, pero se diferencia del proyecto de sus referentes. Si en el cine de Cohn-Duprat la distancia es el recurso predilecto que permite construir dispositivos de tortura algo malévolos con los que castigar a sus protagonistas (el ejemplo más acabado de esto seguramente sea Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, pero todo ya era visible en Yo, presidente y hasta en Televisión Abierta), Bliffeld usa la distancia para instaurar una extrañeza irreductible, un asombro que mana sin parar de la realidad fracturada de su protagonista. Nardo tiene una vida gris y sin sobresaltos: en la semana trabaja todo el día en un estacionamiento y duerme en el lugar, y los viernes se va a la casa de un primo en la provincia. En los papeles, Nardo parece un personaje macizo, impenetrable, de esos que suelen poblar el cine y la literatura después de los 60: un ser del que el narrador sabe poco y nada y renuncia a tratar de explicar. Pero la tarea que la película se da a sí misma consiste en rodear al protagonista y analizarlo, describirlo, diseccionarlo en cortes infinitesimales, revelar sus movimientos más hondos. Los instrumentos para llevar a cabo esa exploración son los textos leídos desde el off por Marcelo Cohen. Cohen habla (escribe) y es como si el mundo se transformara: el estacionamiento, Nardo, los clientes, la espera, la calle, ese panorama más bien chato revela una riqueza material insospechada, una constelación de relaciones, deseos e ideas se dibuja ante nosotros con una claridad increíble. La voz tiene desde el comienzo un tono irónico que hace pensar que lo que vendrá será otro experimento narrativo a lo Querida…, pero a los pocos segundos queda claro que no, que Bliffeld se apropia del arsenal estilístico de Cohn-Duprat (que acá ofician de productores) con otros fines. Porque esto también es un experimento, pero uno carente de maldad: el director se propone extraer de Nardo y de sus actos rutinarios capa tras capa de espesor, exponer todo un hilo de pensamientos partiendo apenas un gesto imperceptible, de una mirada al vacío o del acto de chupar la bombilla de un mate. En vez de dejarlo fijado en ese lugar de tipo corto, replegado, sin grandes aspiraciones ni logros, los textos trabajan activamente para modelar un personaje distinto, un Nardo que reflexiona acerca del tiempo, que sopesa la información del mundo con los datos de su conciencia, que examina sus creencias menos para cuestionarlas que para asumirlas con convicción. La prueba de que el discípulo se ubica a una distancia máxima de lo hecho por los maestros/productores se certifica en las escenas en las que se rompe con el registro visual más o menos naturalista y se traslada a la puesta en escena el punto de vista de Nardo, como si de golpe sus fantasías pasaran a estructurar la película. Por ejemplo, todas las veces que, sin ninguna excusa diegética, desfilan ante nosotros distintos autos y la voz en off, tomando a su cargo los gustos y los saberes de Nardo, los describe, los clasifica, los juzga, pone apodos; hace una poesía de las máquinas y de los motores y de su relación con los hombres. Estas escenas se vuelven cada vez más frecuentes, como si Bliffeld agarrara confianza sobre la marcha y se permitiera interrumpir la acción sin hacerse demasiado problema. Sucede que, en el fondo, como pasa con cualquier máquina eficaz, una vez dispuestos y calibrados sus instrumentos principales, la película está en condiciones de hacer cualquier cosa que le venga en gana: el contraste entre la parsimonia y economía pasional de Nardo con la prosa subyugante y recargada de Cohen genera una combustión perpetua que parece inagotable. Llega un momento en que ya no importa tanto qué ocurre en cada escena, el mecanismo impregna de interés por sí solo cualquier hecho; la película podría durar más tiempo sin que ese sistema estético agote su fuerza. La voz de Cohen habla como si proviniera de otro planeta o de otro plano de la existencia y el efecto es impresionante: sus intervenciones abren grietas en la trama cotidiana de Nardo y hacen poesía con lo que encuentran, cualquier material puede volverse insumo de belleza, ya sea un accidente en la ruta, un recuerdo del padre o los prejuicios sobre internet. Una buena parte del placer sereno en el que la película sumerge disimuladamente al espectador tiene que ver con la importancia que se le otorga a las palabras. Si el cine argentino se sirve de los diálogos en general como un elemento informativo, necesario, a lo sumo como un indicador sociológico, Hora – día – mes reencuentra el gusto olvidado por exponer el grano de la voz, los cambios de tono, una acentuación sorpresiva, la alternancia de registros, la textura sonora de una palabra caída en desuso. No son tantos los directores en actividad que cuidan el habla y la vuelven objeto de sus exploraciones: está Matías Piñeiro, obviamente, además de los propios Cohn y Duprat, Campusano, Perrone, Martel, Rejtman, Llinás. ¿Hay más? Podrán no quedar proyectos colectivos, movimientos, tendencias ni grandes polémicas, pero Hora – día – mes viene a integrar una comunidad dispersa de películas hechas por directores que tratan de devolverle al cine argentino su capacidad de escucha.
Películas de enfermedades y de adicciones. Cosas difíciles de contar, más todavía de filmar, siempre en el borde de la miserabilidad, a veces de la abyección. Películas con mala reputación, en suma. Hay algo ahí, una cosa difusa que cuesta identificar, algo que esas películas proveen por fuera de los cánones del buen cine que parece asegurar su existencia. No sé. Se me ocurre que hay al menos dos clases de películas: de un lado, las que abrazan plenamente las convenciones del género; del otro, las que muestran cierta autoconsciencia y toman distancia de esos mandatos. Beautiful Boy es de las segundas. Felix Van Groeningen parece estar perfectamente al tanto de los lugares comunes del género y trata de hacer algo distinto. Eso no lo pone a resguardo de bajezas, pero de a ratos la película parece renovar un poco el aire de encierro que se desprende del tema. El principal interés del guion parece ser el de desplazar la atención del relato hacia la enfermedad: contar la historia de la adicción y de sus efectos antes que la de los personajes. Ese cambio de eje deja libre al director para probar cosas. Por ejemplo, FVG puede jugar a alterar el orden de los hechos y moverse cómodamente entre el pasado y el presente para fijarse en detalles, gestos perdidos, diálogos dichos al pasar. En general eso está bien, ayuda a que una película difícil respire, salvo en los momentos en los que el recurso queda al servicio del golpe bajo (algo esperable, de todas formas). La película parece más interesada en el progreso de la adicción que en el arco dramático de los protagonistas, como si los personajes fueran simples vehículos para explorar la degradación y las secuelas. El guion se permite un raro lujo: excepto por un par de datos insignificantes (un cuaderno), no se explica el origen de la adicción, sus causas, no se sugieren traumas, culpas familiares, razones sociales. Un misterio que refuerza la simpleza casi ascética del relato: un chico de una clase media educada, sin apremios de ningún tipo, se hace adicto, no hay responsables ni culpas para repartir, solo queda contar la transformación. David Obarrio lo resumió así en el chat del sitio: “A Carell le sale un hijo falopita”. Punto, a otra cosa. La cuestión es ver qué resultados le da a FCG ese aparato narrativo. En algún punto, la manipulación se hace ostensible y quedan a la vista fallas insalvables, como el uso de la música, que comenta las imágenes con una grosería infrecuente (cuando parece que Nick la va de rebelde se escucha “Territorial Pissings”, de Nirvana; cuando el padre ve que los efectos en el hijo son irrecuperables, suena “Sunrise, Sunset”. Así todo el tiempo). Se entiende enseguida que, si hay un protagonista, ese es el padre y no el hijo: el padre aporta el punto de vista y es el que cambia; el hijo se envilece pero no se transforma, es siempre igual a sí mismo. Lo que al principio resulta más o menos interesante se vuelve rápidamente perverso: si la película de enfermedad, decía, está siempre al borde de la abyección, la cosa es peor cuando lo que se mira no es tanto los padecimientos del enfermo como el calvario de los seres queridos. La vida de David junto a su segunda esposa y dos hijos se derrumba por culpa de los problemas de Nick: el malestar se vuelve insoportable, no existen momentos de calma o, si los hay, son fugaces y anuncian algo peor. Es como si la experiencia del tiempo de Nick, con su psiquis trastornada, se trasladara a la película en su conjunto hasta producir ese efecto de presente eterno, de historia que se cuenta como en gerundio. FVG atormenta al padre con toda clase de castigos narrativos: el exceso, la zaña se notan enseguida y no hay justificación para eso, no valen las excusas realistas (“es lo que le pasaría a un padre en una situación así”) ni el hecho de que el libro de Sheff, del que parte la película, pueda hacer lo mismo. El director no se detiene ante nada: para golpear a David puede mostrar un flasback de infancia en el que padre e hijo se abrazan, pero también puede insertar escenas casi documentales, de un didactismo irreconciliable con el tono general, en el que un médico le explica a David los efectos irreversibles de la metanfetamina y hasta le muestra estudios en la computadora. La severidad del drama y la pedagogía del documental mezcladas: las dos cosas no se puede, hay que elegir, si no todo se vuelve una trampa, un truco cruel. Cerca del final, la película llega incluso a sugerirle al espectador un desenlace falso que el relato desmiente minutos después, pero cuya descarga afectiva aprovecha mientras tanto: una extorsión despreciable, una canallada de una película que empezó reclamando para sí cierto aire de sofisticación, de conciencia de sus materiales, y que ahora recurre a cualquier medios a su alcance.
La era de hielo María no pega una: es una adolescente triste y solitaria, mal adaptada, tiene un desorden alimentario, problemas con el peso y la imagen y un padre autoritario que le remarca todo lo anterior. Encima en la escuela le hacen bullying y el único que le da bolilla es el novio de su única amiga. No parece raro que termine viendo cómo su reflejo se le revela y la confronta desde el otro lado del espejo. Es el viejo tema del doble maligno, solo que arrancado de los parajes del terror y trasladado al terreno de un suspenso sereno, donde el miedo cede a los requerimientos de la ambigüedad. La cosa es que María parece un caso clínico de manual, pero la película sugiere una incertidumbre: la otra María podría no ser una expresión de la psiquis trastornada de la protagonista, sino alguna clase de fantasma que busca venganza. El relato alterna las pequeñas frustraciones cotidianas de María con fragmentos dispersos de un hecho del pasado: tal vez María haya tenido una gemela cuyo destino se ignora y de la que no quedan rastros, salvo por las pesadillas que atormentan a la madre y que el padre calma con sus saberes de médico. Estaríamos ante la amenaza de uno de esos nenes malditos que retornan al mundo de los vivos para castigar a adultos negligentes. Pero tampoco podemos estar seguros, porque el negocio de Assaf Bernstein, el gimmick con el que cree que puede inyectarle algo de tensión a su película, es una ambigüedad llevada hasta el paroxismo: en pocas palabras, la María mala puede ser a) un espectro o b) una alucinación. A su vez, b) admite dos variaciones: b1) es fruto de los problemas sociales de la protagonista, o b2) es el resultado del trauma familiar sin resolver (¿qué pasó con la hermana misteriosa?). Las tres opciones danzan sin cesar ante el espectador, que debe decidir por alguna: uno quiere, espera, que sea a), es decir, no estar ante otra película que utiliza el terror como “metáfora”, que lo psicologiza, a lo El cisne negro, donde trata de instalarse un enigma similar. De alguna manera, el director está obligado a someterse a ese jueguito, no le queda otra: No mires no es particularmente sensible a ninguno de sus mundos, ya sea el del drama cotidiano o el del terror contenido. Si la película suscribiera plenamente a una de las dos opciones, se vería en el peor de los escenarios: incapacitada para explotar narrativamente los géneros evocados y, encima, despojada del grado mínimo de misterio que le aporta la incertidumbre. En cierta medida, Bernstein parece perfectamente consciente de sus limitaciones, y por eso se aproxima a sus personajes desde la seguridad que provee una puesta en escena fría y distanciada, una protección contra los compromisos cinematográficos que obliga a asumir el terror o el drama. La falta de destrezas intenta disimularse bajo el filtro de una puesta gélida; algo similar pasa con la ausencia total de pulso narrativo, que la película quiere atenuar con el recurso de la ambigüedad, como si nos dijera: no es torpeza o incapacidad, es la elegancia de la incertidumbre, de lo no dicho, terror para pensar, ¿vio? El asunto es que en algún momento la película tiene que meterse, sino con el terror, al menos con el suspenso, con los códigos del thriller, y debe mostrar el peligro, la maldad, la muerte, todas cosas difíciles de filmar, problemas que no pueden resolverse con un par de planos distantes y secos. Esa visión glacial le permite a la película construir algunos espacios interesantes, como la casa de María, un lugar enorme, lleno de muebles de diseño, donde el vacío general se lee enseguida como signo de un malestar familiar no pronunciado; y la escuela, enclavada en un edificio modernísimo, hecha de pasillos y habitaciones tan precisas como lujosas, coto de una elite joven y orgullosa que habría podido explorarse más. Lo mismo vale para el consultorio donde el padre realiza toda clase de cirugías estéticas, una estancia enorme y congelada, donde todo parece dispuesto para producir en el visitante silencio y soledad. Esos espacios quedan ahí, como simples decorados de un relato gris y lánguido para el que nada es motivo de agitación, ya sea un acto de bullying, una persecución en patines por el hielo o un asesinato. María se masturba o tiene sexo y de la puesta correcta y prolija no se desprende nada, ni un poco de calentura (hay un par de desnudos y algunos pezones, pero están cuidados); a María la humillan en público en el baile de graduación, como a Carrie, pero acá no hay sangre, rabia contenida, violencia de los planos, tensión a punto de estallar, solo una escena breve que el director resuelve rápido como quien no quiere la cosa, como si la tarea le pesara e hiciera lo posible por sacársela de encima rápido. Y así todo el tiempo.
Ralph el demoledor tenía un plan discreto pero eficaz: contar algunas de las transformaciones que se produjeron dentro del videojuego siguiendo a unos seres más bien genéricos y olvidables. El pasaje de los gráficos en dos dimensiones de los primeros videojuegos a los entornos en 3D guiaba el arco narrativo del protagonista, que se adaptaba mal a las transformaciones del local de arcades donde vivía. La película exhibía algunas ideas visuales interesantes, pero a medida que el relato ganaba peso, todo se desmoronaba y convertía en un loop automático de colores y de objetos moviéndose a gran velocidad. Wifi Ralph, la secuela, no puede salir del pantano de su antecesora. Esta vez el caudal de guiños ya no está tomado de la historia del videojuego sino de internet, previsiblemente más general, como si el director buscara la complicidad de un público más extendido con chistes sobre virus, navegadores, marcas, videos de Youtube o páginas web. De a ratos, Wifi Ralph logra disimular su falta absoluta de corazón con algún que otro breve estallido narrativo, pero se trata solo de eso, de chispazos sueltos que vienen a alternar la seguidilla de chistes sobre internet, como cuando Vanellope conoce a las princesas de Disney, escena de una gran inteligencia humorística pero que nada tiene que ver con el relato. Cuando Rich Moore y Phil Johnston intentan volver a las coordenadas de la película anterior con la parodia de un juego tipo Grand Theft Auto, el humor es pobre y escuálido, apenas si funciona como remisión a algo conocido. El conflicto que la película diseña para la pareja protagónica es más bien tonto, pero en sintonía con los últimos mandatos de la corrección política al uso: Ralph es un amigo fiel pero posesivo e insistente que abruma a Vanellope con sus cuidados y demandas de afecto. El villano final es una proyección gigante de los miedos del protagonista que acecha a Vanellope y al que Ralph derrota una vez que asume los rasgos patológicos de su carácter. La magia de la animación da paso a una última persecución un poco boba; el desenlace llega solo después de que Ralph hace un mea culpa público y promete ser mejor hombre y compañero, esto es: aprende a respetar los tiempos y las necesidades de su amiga. Este comentario grave sobre géneros y costumbres sociales, sin embargo, no alcanza a disimular el vacío total sobre el que gravita Wifi Ralph, como si en el fondo Rich Moore y Phil Johnston supieran que no hay en verdad una película, sino apenas un inventario de referencias comunes poco sustancioso, y trataran de imprimirle algo de carnadura al conjunto revoleando máximas sobre los deberes de la amistad. Pero ni así.
Si se revisa la filmografía de Peter Segal lo que se encuentra es un puñado de comedias buenas, algunas muy buenas, que se presentan como objetos discretos, sin grandes aspiraciones, que construyen sobre lo ya hecho: el tipo tiene dos secuelas, una remake, un ¿reboot? (El Superagente 86), y una parodia del tramo final de la saga de Rocky. Jefa por accidente, como sus películas anteriores, depende menos de sus propios aciertos que de la efectividad con la que se aprovecha el formato de la comedia que transcurre en espacios laborales. Segal empieza ofreciendo todo lo que no puede faltar en una película así: está la protagonista carismática y querible que vive por debajo de sus posibilidades; un grupo de amigas un poco brutas de buen corazón; un trabajo, con sus lugares y sus personajes típicos; una pareja feliz pero incompleta. El director dispone todo eso en muy pocos minutos como un copista hábil, pero los chistes no funcionan, como si el humor se hubiera fosilizado y la película, más que una comedia, fuera apenas un inventario de convenciones. Pero el relato avanza, Maya deja su trabajo en el shopping por otro en una firma de cosméticos y ahora los gags se multiplican y, sorpresa, causan gracia. El cambio parece menos obra de la película que del espacio y su historia en el cine, como si el nuevo trabajo de Maya, con sus oficinas elegantes, sus pasillos y sus coworkers intrigantes proveyera por sí solo el timing y la agilidad que antes faltaban. El cambio, a su vez, confirma las sospechas del principio: el cine de Segal funciona mejor cuando renuncia a cualquier posible búsqueda personal y se entrega plenamente a los requerimientos de una fórmula. El relato gana un segundo aire y la película parece que empezara de nuevo. Todo va bien: las dos nuevas sidekicks que le ponen a Jennifer López cumplen con sus roles de secundarios raros; el engaño (con el que Maya consigue el nuevo puesto) se acrecienta y hunde cada vez más a la protagonista en su red de mentiras; el jefe noble (un Treat Williams redivivo) y la hija déspota se reparten bien el mapa afectivo de la historia. Jennifer López hace todo bien, como si ya conociera de arriba a abajo a su personaje y actuara de memoria. Pero justo después de haberle dado a su película la velocidad y la eficacia de la mejor comedia, Segal tiene una idea, se le ocurren cosas, al hombre se le da por pensar. El director cree que con lo que tiene entre manos no alcanza, o por ahí quiere hacer algo más, darle otra vuelta de tuerca a la fórmula, vaya uno a saber, el caso es que decide traer un hecho del pasado de Maya que pone patas para arriba el esquema narrativo: los personajes cambian de roles, la protagonista modifica su recorrido; la tensión que antes se jugaba enteramente en la competencia laboral y en la vitalidad de los espacios de trabajo ahora se traslada a la intimidad afectiva de Maya. La novedad desarregla también el armado de género: de la comedia ahora brotan momentos del melodrama, con sus identidades reveladas, sus reencuentros improbables y sus duelos entre madre e hija. No es el fin del mundo, la película se puede seguir viendo, pero ese giro desbalancea lo que Segal, confiándose a la rutina de las convenciones, a hombros de gigantes, venía haciendo bien, y suma un registro nuevo que no sabe cómo poner a convivir con la comedia. La película no se desmorona pero pierde la vitalidad y la gracia de la primera parte y se vuelve gris, mustia, una cosa a mitad de camino.
No te preocupes, no irá lejos es una película que se ve fácil: la historia de John Callahan, humorista gráfico que encuentra su oficio después de sufrir un accidente y quedar cuadriplégico a los 21 años, parece contada con una serenidad atípica. Van Sant toma distancia de las estridencias dramáticas de ese tipo de películas y a la suya le imprime un tono calmo y contenido que transforma la tragedia de Callahan en algo así como un relato de autoayuda cool que no le exige al espectador una gran inversión afectiva, que no le pide que sufra a la par de su protagonista (propuesta infrecuente, pero que Van Sant conoce bien: después de todo, Elephant era eso, una invitación a explorar desapasionadamente y sin sobresaltos el mundo joven y vital en el que se gestaba imprevistamente la masacre de Columbine). Pero debajo de esa superficie serena hay una película que trabaja a tiempo completo y un director que realiza ingentes cantidades de esfuerzos. Parece un chiste un poco cruel, pero No te preocupes… no para de moverse y de hacer cosas, justo como su protagonista, que está paralizado pero que se desplaza de un lado a otro a altas velocidades en su silla de ruedas eléctrica. Moverse acá quiere decir ir y venir entre registros, jugar con los tiempos del relato, alternar géneros, prometer soluciones narrativas para luego quebrarlas. El tono contenido de la película surge como resultado de esa gimnasia que no siempre está a la vista, pero que es su condición de posibilidad. Por ejemplo, para sentar una posición ante el tema de la discapacidad, No te preocupes… oscila entre una autoconciencia con un poco de humor negro y el drama más desembozado de las catarsis públicas de Callahan. El arte del director consiste en tomar esos dos polos y, como si fueran pelotas de colores, hacerlas girar en el aire sin parar hasta que una y otra se confunden y pierden sus contornos. Así es posible encontrarse con momentos en los que el protagonista, hundido en su silla, cuenta cómo fue abandonado por su madre y cómo nunca pudo dar con ella, pero también con escenas en las que Callahan se divierte escandalizando a otros con dibujos en los que se burla de negros, judíos, discapacitados o lesbianas. Parece que Van Sant se impusiera la meta de poner a convivir en una misma película un libro de Irvin Yalom con un capítulo de South Park, sumándole al conjunto algunos embelecos inconducentes como la animación de las viñetas de Callahan, la disposición vertical de flashbacks (la pantalla se desplaza hacia abajo y scrollea los recuerdos) o los numerosos saltos narrativos y los raccords que enlazan con insistencia momentos muy distantes de la historia (aunque esto felizmente disminuye a medida que la película avanza). Una de las fortalezas de No te preocupes… es Joaquin Phoenix, al que se lo ve más a gusto que nunca haciendo a uno de esos personajes atormentados y mal adaptados que deben redimirse mediante alguna clase de reeducación (en The Master fue la cienciología, en Los amantes era una terapia común, acá se trata de un grupo de alcohólicos anónimos capitaneado por Jonah Hill en plan gurú posmoderno, que el actor compone con la misma discreción que en Maniac). Phoenix y Van Sant vuelven atractivo el personaje de Callahan mediante una rara operación de vaciamiento: fuera del alcoholismo, el accidente y de sus secuelas, al comienzo no se sabe mucho de él. Conforme avanza el relato la cosa no cambia demasiado, aunque ya se habrá descubierto que Callahan, además de ser alcohólico en recuperación, tiene un pésimo carácter, maltrata un poco a los que lo ayudan y vive desgarrado por la ausencia de la madre. El dibujo llega mucho después, de manera casi azarosa, y la película retrata sin gravedad el nuevo oficio del personaje: no hay el descubrimiento epifánico de una vocación, sino el hallazgo de un un talento y de una ocupación que le permite a Callahan reencauzar su resentimiento y dirigirlo contra los pilares de la corrección política. Las partes más felices de No te preocupes… sin duda son esas en la que se lo ve al tipo cruzando como un bólido las calles de Portland para mostrarle a la gente del lugar la publicación de un dibujo suyo, o cuando pide opiniones y pone a prueba alguna idea para un chiste con un vecino. Ese aire infantil, entre cándido y romántico, con el que la película construye al protagonista, presenta un paisaje cultural anacrónico: Callahan murió en 2010, y si la publicación de sus dibujos causó todo tipo de controversias en el pasado, hoy esos dibujos difícilmente podrían verse en algún medio gráfico. Pero esto no le preocupa mucho a Van Sant, que está visiblemente fascinado con su personaje y le regala un final feliz: después de caerse de la silla en la calle, unos chicos skaters (que podrían haber salido directamente de Paranoid Park) lo ayudan, lo levantan, se ríen con sus dibujos y lo invitan a ir a una rampa con ellos. Ahí la película certifica que, para el director, Callahan no es tanto una figura disruptiva a rescatar en tiempos tomados por la corrección política, sino apenas un ser roto y algo infantilizado por el que hay que sentir ternura y simpatía.
Mi vida sin mí Se puede leer en muchas críticas que La boya es una autobiografía, pero lo cierto es que Fernando Spiner utiliza su regreso a Villa Gesell menos para hablar de sí mismo que para filmar el lugar y a sus habitantes y así reconstruir un pasado. Un pasado que, curiosamente, parece excluirlo: ya desde el primer reencuentro con Aníbal, su amigo de la infancia, Spiner es menos un participante que un observador, alguien que escucha y mira a los otros pero que rara vez interviene. Por algunos datos sueltos se conoce que el director se fue muy joven de su pueblo a Italia para estudiar cine; durante su ausencia, su padre, Lito, y Aníbal, parecen haberse vuelto íntimos, ligados por la pasión en común por la poesía. En el presente, Spiner viaja a Gesell y va a la casa de Aníbal, que le cocina un bagre y le cuenta cosas de Lito. La escena es extraña, como si las filiaciones se hubieran invertido: Spiner no habla del padre, mientras que Aníbal lo hace profusamente y se refiere a él casi como un amigo. La impresión de que el director asiste a esa historia como si se tratara de un extranjero se completa con una información dicha al pasar: Aníbal le dice que la receta del plato que están comiendo se la pasó su madre (la de Spiner). El contenido biográfico, entonces, no lo es tanto, y parece que el director lo empleara más bien como vehículo, como excusa que permite volver al pueblo natal, visitar amigos y vecinos, hablar del padre muerto; puede ser, a lo sumo, un invento raro: una autobiografía pero de los otros. La poesía, que acercó a Aníbal y a Lito tras la partida de Spiner, como si cada uno hubiera encontrado en el otro el amigo y el hijo, es también una actividad extendida a lo largo de Gesell: se lee y escucha poesía en las clases de Aníbal, pero también en una ceremonia del cuerpo de salvavidas, y la voz en off de Daniel Fanego recita versos del libro de Lito. Una idea resuena por toda la película: para esa gente, que vive en la costa, la poesía se vuelve un oficio natural, una manera de lidiar con la inmensidad desbordante del mar. Aníbal es un especialista en las dos cosas: se dedica a investigar desde hace tiempo poemas consagrados al mar. La respuesta de la película a todo esto consiste en intentar a su vez representar el mar en términos poéticos, como si Spiner quisiera que las imágenes filmadas por él dialoguen con las palabras escritas por el padre y por su amigo. Cuando Aníbal y Spiner se sumergen y nadan un largo trecho, se evidencia el rol de testigo asumido por el director: una cámara colocada en su cuerpo registra de forma impresionante las brazadas; cualquier resto biográfico se disipa por completo, de Spiner solo quedan unos gestos impersonales, el acto casi automático de nadar y el movimiento de la cámara entrando y saliendo del agua. Las escenas en el mar seguramente sean los momentos más potentes, cuando el director se atreve a probar nuevas formas de registro, de mirar el agua y a los nadadores, de enmarcarlos contra la costa y la silueta de los edificios. Es en esos momentos también cuando la película se quita de encima la nostalgia que la colma y se permite algunos planos de gran vitalidad, como cuando Spiner le gana la carrera hasta la boya a Aníbal y, en medio de las cargadas, el tipo empieza a reírse a los gritos y no puede parar, como si se hubiera olvidado de la incomodidad que exhibe en las escenas restantes. No se sabe bien a qué se debe la falta de naturalidad de Spiner, pero en todo caso eso refuerza la condición de extranjería que se sugiere todo el tiempo. En este sentido, el agua no solo viene a reparar esa grieta personal, como si el director pudiera fundirse de nuevo aunque brevemente con el lugar de su infancia, sino que también le permite a la película sacudirse un poco la rigidez de muchas escenas, cuando la puesta no se decide entre la frescura de las conversaciones y el cálculo de los planos y el montaje y entonces los intercambios se sienten forzados, como si hubieran sido ensayados y ahora se los estuviera actuando.
Hoy me parece obvio que el gran problema del cine no es la falta de ideas, sino su exceso. Es decir, no la impericia, sino la posesión de destrezas mal empleadas. La mejor prueba de lo que digo es la clase B y todo el cine “de culto” revalorizado tiempo después de su estreno, cuya factura aberrante no imposibilita el placer o el incluso el amor. En cambio, ¿se puede querer, en el sentido de amar, a una película como El primer hombre en la Luna? Como siempre, los pecados de Chazelle no provienen tanto de errores o de malas decisiones, sino de un estilo sobrecargado que informa insistentemente sus películas y que no deja que sus mundos respiren por sí solos. Ya en los primeros minutos, el director anuncia que la historia que va a contar es menos importante que el tratamiento, es decir, que debe interesarnos menos la trayectoria del protagonista que el encuadre, la luz o las lagunas narrativas. Esto tiene su reflejo en el relato, que Chazelle despoja de cualquier posible vitalidad en favor del drama de Armstrong; drama que, se entiende enseguida, es interior, algo de lo que no se habla, y que hay que aprender a leer en la la mirada perdida de Ryan Gosling y en la cara de constipado que pone en cualquier situación. Parece cosa difícil arruinar una película de astronautas: no hace falta pensar en The Right Stuff o en Jinetes del espacio, incluso Apollo 13 resiste bien el paso del tiempo. Un director sin manos como Ron Howard no pudo estropear una aventura semejante, pero uno talentoso como Chazelle sí puede. La proeza del viaje espacial parece tolerar bien las torpezas de los directores toscos, pero no la sofisticación asfixiante de un aspirante a autor. La pretendida interioridad del Armstrong de Gosling devora el relato y no deja nada en pie. Algo de esto ya ocurría en La La Land, donde Chazelle tomaba sin demasiado éxito un género que era pura superficie, puro disfrute visual, y le insuflaba la corrosión silenciosa que consumía a la pareja. Pero allí al menos estaba Emma Stone, que compensaba con sus gestos expansivos y generosos el repliegue de Gosling (que parece haberse especializado en el rol un poco cansador del galán triste que languidece para sus adentros). En El primer hombre en la Luna, Gosling está, de alguna manera, solo, tiene toda la película para él. El resultado es previsible: el viaje a la Luna, sus preparativos, los fracasos sucesivos, todo está teñido de un clima de duelo insostenible que cancela cualquier posible aventura. El director llega incluso a desechar un espacio fundamental como la sala de controles; la película abandona el contrapunto que supone ese lugar para fijarse en lo que le pasa a la esposa de Armstrong, una mujer siempre en tensión, estresada, que no conoce el sosiego ni la felicidad, que cuando sonríe lo hace exageradamente para que el espectador se dé cuenta de que sonríe por cortesía, para disimular la tragedia de haber perdido a una hija y el temor a que el marido muera en un accidente. Todo esto es una elección, la historia en la que se basa la película no impone ese registro: The Right Stuff comienza en una etapa anterior del proyecto espacial estadounidense, poblado de accidentes y errores de cálculo que le cuesta la vida o la salud a una buena cantidad de pilotos, además de las miserias cotidianas con las que debe lidiar la precaria comunidad de pilotos y futuros astronautas. Pero la desgracia nunca termina de aplastar a los personajes de Kaufman, que sostienen a pesar de todo la alegría de la camaradería, la soberbia despreocupada de los que se miden con una empresa más grande que ellos. Esa robustez narrativa, esa felicidad ligera es algo que desconocen los protagonistas de Chazelle, ya desde Whiplash (cuyo único gran mérito era el de filmar bien la crueldad), una película en la que no había espacio para algo que no fuera el maltrato y el padecimiento y ni el jazz era ocasión de placer. A fin de cuentas, no importa en qué lugar estén los personajes de Chazelle, si en una sala de ensayo mal iluminada, en un musical deslucido o yendo al espacio para hacer catarsis, siempre funcionan de la misma manera, irradiando una oscuridad exagerada que busca ser leída en clave de complejidad narrativa, pero que lo que en verdad sugieren es la incapacidad del director de asumir plenamente la potencia de las historias, los mundos y los géneros de los que se apropia, a los que toma y enferma hasta dejar exangües, meros restos de un pasado cinematográfico mejor, ahora reducidos a simples insumos de una psicología con ínfulas de profundidad.
Uno se prepara para ver Demonio de medianoche y los augurios no son buenos: película de bajo presupuesto que llega con dos años de retraso, sin estrellas ni nombres conocidos (salvo por el de Robert Englund, pero que tiene un rol secundario), a cargo de un director igualmente ignoto y con un monstruo algo gris que parece hecho a las apuradas con retazos del género. El relato comienza hace poco más de sesenta años, con tres chicos que juegan un juego maligno que consiste en invocar al Midnight Man del título y tratar de sobrevivir hasta su partida unas horas después. La película cuenta este prólogo casi con desgano, los chicos son niños random casi sin rasgos y el terror funciona a medias; ese descuido narrativo, curiosamente, convive con una puesta en escena que presta una atención infrecuente al espacio, la luz y la nitidez de la imagen. Lo que sigue no hace más que confirmar esa tensión, como si por entre las imágenes circulara la creencia de que el terror debe ser un asunto de sofisticación audiovisual antes que de ingeniería narrativa. Anna se queda en un caserón perdido para cuidar a su abuela senil. Si la casa es tenebrosa, de la vieja mejor ni hablar. Anna acuesta a la abuela y en eso llama por teléfono Miles, un amigo de la infancia que le dice de salir y, cambio de planes mediante, decide ir a pasar la noche con ella. Por obra de alguna atracción malévola, los dos revuelven una valija con cosas de la abuela y encuentran un paquete envuelto que resulta ser un juego desconocido. Abren el paquete, estudian las reglas, la vieja se les aparece, advierte algo entre gritos y maldiciones y se desmaya; llaman al médico, llega Robert Englund en plan sabio y arregla todo; Anna y Miles se ponen de nuevo con el juego, invocan al Midnight Man, pasan cosas terribles, aparece una amiga de la nada (la verosimilitud no es algo que preocupe sobremanera al guionista) y ahora son tres, como los nenes del comienzo, los que van y vienen por la casa siguiendo puntillosamente las reglas del juego y cuidándose de las trampas del monstruo. Nada especial, el relato es más bien soso y la película lo sabe, por eso incluye pocos jump scares, como si fuera consciente de que su fortaleza no reside ahí sino en otro lugar, en el apartado audiovisual, de una improbable sofisticación. Desde las primeras escenas, Travis Zariwny demuele prejuicios sobre el terror clase B: el relato, genérico, sin demasiados ornamentos, es un vehículo elemental para el lucimiento de una puesta en escena elegante que economiza en montaje y apuesta por planos largos y amplios que explotan la belleza lúgubre de la casa y de sus grandes habitaciones y pasillos oscuros. De a ratos, el miedo surge menos de las alucinaciones de los personajes y de las apariciones del monstruo que de una cierta forma de trabajar los espacios, de tensarlos y enrarecerlos hasta volverlos fuentes potenciales de peligros que no se muestran. Por momentos pareciera que no son los problemas narrativos los que atentan contra el terror sino esa sobreabundancia de planos encuadrados milimétricamente que se demoran en acciones de poca relevancia, como cuando Miles se queda solo, apenas iluminado, y la cámara lo muestra de lejos, sentándose apaciblemente en el piso mientras decide esperar, y la habitación, con sus muebles, objetos y la luz pálida que entra por la ventana, no hace más que sugerir la inminencia de una amenaza que no se nombra. Da la sensación de que la película está bastante más dedicada a esos lujos un poco vacuos, como si el verdadero proyecto de Zariwny fuera la filmación más o menos libre de ataduras narrativas de una casa vieja y de sus rincones y, para conseguirlo, tuviera que cumplir mínimanente con algunas convenciones de rigor de un género que parece interesarle poco. En suma, como si el terror fuera un objeto innoble al que hay que engalanar con esos embelecos para darle cierto aire respetable.
Ya en Toublanc el cine de Iván Fund anunciaba un giro: el director, que desde La risa viene mostrándose como un inventor de formas, se replegaba sobre algunos códigos de los géneros y los utilizaba como plataforma para expandir un proyecto de observación del mundo. En Vendrán lluvias suaves, la película toma el motivo de la distopia, eso que a veces se llama cine posapocalíptico. En alguna pequeña ciudad de la provincia de Buenos Aires, sucede algo misterioso: los adultos se quedan dormidos y ya no despiertan, y los chicos deben valerse por sí mismos sin la ayuda de los padres. Ni bien empieza, se entiende que a la película el género le sirve como una estructura, como apenas un montón de convenciones reconocibles con los que llevar a cabo un proyecto exploratorio. No se trata, entonces, de una “relectura”, sino de una lectura más fina, menos atenta a los estallidos narrativos que a los intersticios que se abren más allá (y más acá) del relato. La materia primordial de Vendrán lluvias suaves son los chicos: las cámara los sigue a todas partes y mira bien de cerca, visiblemente fascinada con el grupo. Cada uno descubre a su manera una tragedia que desborda cualquier capacidad de entendimiento: los padres no reaccionan, pero tampoco están muertos, sino suspendidos, como atrapados en un ámbar hecho de sueño. Una vez constatada la situación, los chicos se lanzan a la supervivencia: algunos se atrincheran con mantas y víveres en sus casas, otros salen en busca de amigos. El guion consigue un tono singular que oscila permanentemente entre el drama de la incertidumbre y la exploración libre del entorno y de sus personajes: es como si la película nunca terminara de suscribir a los códigos narrativos de ese tipo de historias y solo volviera sobre el género para aprovechar una carga afectiva conocida, sin la necesidad de atarse a sus mandatos. Los diálogos de los nenes alternan entre el miedo ante lo desconocido y el disfrute de lo extraordinario: el peligro está, lo palpan, lo sienten toda vez que viajan o que está por hacerse de noche, pero algo siempre los devuelve de nuevo a los juegos, a las preguntas simples, a las risas ante alguna gracia. El cambio de estado se hace patente en los espacios familiares invadidos por insectos y animales, como se ve en el desorden de una mesa llena de platos y vasos sucios de la que se adueñan unas chinches. Los perros, figuras siempre presentes en las películas del director, se integran rápidamente a la aventura y ofician de vigías sabios y compañeros de travesuras por igual. La belleza frágil pero luminosa del grupo es potenciada todo el tiempo por un paisaje conurbano deshabitado del que director sabe extraer una intemperie final, una desolación absoluta que parece haber sido diseñada a la medida de la ciencia-ficción. Ante ese espectáculo sobrecogedor uno se pregunta cómo es que el cine argentino solo haya visto allí escenarios naturalistas. Si el cine de Fund esta vez no parece tan interesado en crear formas inéditas, resulta claro en cambio que sigue empeñado en descubrir lo maravilloso escondido en los pliegues de lo cotidiano.