Veinte años después Día de la independencia: Contraataque trata de copiar todas las virtudes de la primera, pero le falta sorpresa y pulso narrativo. Para tratar de entender por qué no funciona Día de la independencia: Contraataque hay que entender por qué sí funcionó hace veinte años Día de la independencia. La película original del alemán Roland Emmerich no sólo fue la más taquillera del año 1996 y entró en el Top 10 histórico mundial, sino que también -y sobre todo- influyó en prácticamente todo el cine catástrofe que vino después. Es cierto que Emmerich tiene un oficio inusual para el manejo de escenas de acción grandilocuentes -un oficio que en 1996 era menos habitual que hoy-, pero si volvemos a ver Día de la independencia nos sorpenderá la poca cantidad de esas escenas. Más allá de la última, “la batalla aérea más grande de la historia”, se pueden contar con los dedos de una mano la cantidad de escenas de acción. En sus dos horas y media, la película construye unos cuantos personajes atractivos, con sus conflictos, sus relaciones, sus temperamentos, para después en los últimos veinte minutos ponerlos en peligro. El guión -escrito por el propio Emmerich con su habitual colaborador Dean Devlin- tenía buenos gags -sobresalía Judd Hirsch- pero también muchas muertes, combinación atractiva que le daba a la película una dinámica despreocupada, casi como la de una película Clase B pero con mucho presupuesto. Quizás su nacionalismo descarado y ramplón en su momento la haya perjudicado con cierta crítica especializada. Yo la recuerdo como la contracara de ¡Marcianos al ataque!, de Tim Burton, que se había estrenado por la misma época. Bill Pulman y Jack Nicholson, dos presidentes que no podrían ser más distintos. Pero vista hoy a la distancia, esa característica resulta hasta simpática. Nada de esto se traslada a Día de la independencia: Contraataque, aunque pareciera estar copiada de la anterior. Como si Emmerich fuera un Pierre Menard de sí mismo, acá están todos los elementos que hicieron grande a la anterior, pero ya no estamos en 1996, y todo parece transcripto, como para llenar casilleros. En primer lugar, carece del crescendo dramático de la otra, que se veía beneficiada por la sorpresa. Acá ya conocemos a los aliens, sabemos cuál es su objetivo y su método. Pero también está demasiado pendiente de tender lazos. Digámoslo: los personajes de Día de la independencia eran profundos y tridimensionales, pero carecían de la estatura mítica necesaria para que los extrañemos. Y acá la película se toma un rato largo para reintroducirlos, para contarnos en qué andan, qué hicieron todos estos años. Y los nuevos (Liam Hemsworth, Jessie T. Usher y Maika Monroe) no son tan queribles como los otros. Después, Contraataque es más una película bélica con aliens que una de cine catástrofe. Está la consabida destrucción de monumentos célebres, pero es como si Emmerich no se diera cuenta de que lo que hizo grande a Día de la independencia no fue esa imagen icónica de la Estatua de la Libertad en ruinas, sino su pulso narrativo, el cimiento sobre el que se construyó el climax final.
Feos, sucios y malos En apenas 72 minutos, Valentín Javier Diment construye un cuento contundente y truculento acerca de un pueblo promiscuo. El afiche de El eslabón podrido dice “un cuento algo truculento” y la clave no está en lo truculento sino en su carácter de cuento. Si pensamos en un largometraje como en una versión audiovisual de una novela, con su trama, subtramas, personajes secundarios y diversidad de ideas, la película de Valentín Javier Diment es efectivamente un cuento: en sus breves 72 minutos apenas se dedica a contar una anécdota, un hecho preciso con sus antecedentes y sus consecuencias. La sencillez, la concisión y la contundencia son las tres grandes virtudes de esta fábula que, sí, también es muy truculenta. El escenario es el de un pueblo minúsculo de apenas seis o siete casas. En una de ellas vive Ercilia (Marilú Marini) con sus dos hijos: Raulo (Luis Ziembrowski), un hombre con retraso mental que corta leña y la vende a los vecinos, y Roberta (Paula Brasca), prostitua que tuvo sexo con todos los hombres del pueblo, menos uno. El prostíbulo donde trabaja Roberta es el lugar de reunión de todo el pueblo. Allí se cruzan no sólo los hombres: también las mujeres y hasta el cura (interpretado por el propio director). La truculencia empieza ahí. El pueblo es curiosa y desatadamente promiscuo, todos sus habitantes son perversos, violentos y viciosos, al punto tal de que esa madre que explota sexualmente a su hija, en comparación, parece cariñosa y decente. Entre el humor negrísimo y el sexo disfuncional, el cuento construido por Diment junto con los coguionistas Sebastián Cortés y Martín Blousson avanza hacia un final con vuelta de tuerca argumental y de género. Conviene no adelantar nada, sólo consignar que los últimos diez minutos son una fiesta. La realización es prolija, aunque se ve un poco estropeada por una música demasiado invasiva y un acordeón insoportable. Y resulta una pena, también, que el Raulo de Ziembrowski no termina de ser todo lo bestial que debería. En él descansa todo el drama, en las inflexiones de su rostro se esconde una bomba con su impercetible tic tac, y sin embargo nada de esto se percibe hasta que todo termina por explotar. Probablemente no sea culpa de Ziembrowski -un gran actor- sino de la direccion o incluso del casting. Diferente es el caso del resto: los habitantes del pueblo son feos, sucios y malos -por fuera y por dentro- y cada uno de ellos se luce aunque sea en una breve escena. Resulta sobresaliente una en particular con Marilú Marini y la extraordinaria Susana Pampín: apenas un diálogo repleto de violencia y locura contenidas. La imagen del bebé en el chiquero, aún sin verla, es difícil de olvidar. Mérito de los guionistas y de Marini, pero también del rostro de Pampín mientras la escucha. El eslabón podrido es imperfecta y peculiar. Ganó el premio del público en Sitges, el festival más importante para las películas de género fantástico o de terror, y se presentó en una noche especial en el último BAFICI. Pero no es estrictamente de terror, no del todo, y mucho menos es una película que uno esperaría ver en un BAFICI. La última película de Valentín Javier Diment es un OVNI monstruoso, incómodo y muy divertido.
En la boca del miedo El conjuro 2 se parece a las películas de espíritus de los ‘70 y '80 y tiene dos virtudes: no apela a la nostalgia y, sobre todo, asusta. Es probable que el terror sea el género de la infancia. Todos recordamos alguna película que nos provocó pesadillas durante días, que nos hizo temerle a la oscuridad más que de costumbre; y por más sensibles que sigamos siendo de adultos, es difícil que la intensidad de ese miedo se repita. De grandes nos reímos de cosas distintas que de chicos, pero nos seguimos riendo. El terror, en cambio, ese tipo de terror, ya no se consigue. Los que crecimos en los '80 con el apogeo del VHS y los videoclubes convivimos, sin saberlo entonces, con una suerte de edad de oro del género. Cuando todavía no sabíamos quiénes eran Sam Raimi, Tobe Hooper o Wes Craven, veíamos sus películas fascinados y aterrados. Esa fue mi puerta de entrada al mundo del cine, una puerta que parecía ser la del Infierno y terminó siendo la del Paraíso. El conjuro 2 -y su predecesora- están dirigidas por James Wan, un tipo de esa generación (tiene 39), admirador de esas películas. Además de un talento evidente para la puesta en escena y el manejo de la cámara, Wan tomó una decisión inteligente: El conjuro no es un homenaje, ni una remake, muchísimo menos una parodia; es una película moderna pero hecha como si estuviéramos en los años '80, como si la serie Scream y su autoconciencia no hubieran ocurrido. El resultado es extraordinario. Lo fue en la primera entrega y repite ahora, aunque la fórmula sea casi idéntica. El matrimonio de parapsicólogos Ed y Lorraine Warren (Patrick Wilson y Vera Farmiga) son convocados por la Iglesia Católica para comprobar si los reportes de actividad paranormal en la casa de una familia en Londres son ciertos o son un engaño. Ahí vive Peggy Hodgson (Frances O'Connor) sola con sus cuatro hijos. Una de ellas, Janet (Madison Wolfe, futura estrella), es la más afectada: empieza a despertarse en lugares extraños de la casa y a hablar como poseída. Los modelos son evidentes: El exorcista, La profecía y Poltergeist son algunos, pero también otras películas clase B como El ente y Aquí vive el horror. Para eso James Wan ambienta su historia en 1977 -todas esas películas son de entre 1973 y 1982- y se dedica a trabajar con cuidado cada escena para exprimir al máximo las posibilidades de tensión y sobresalto. Wan sabe que aunque la génesis del miedo siempre sea la misma, un chico hoy está expuesto a una cantidad de material mucho mayor y más cruento que el de un chico de hace treinta años; las muertes reales están en YouTube. Y que los chicos que nos asustábamos con la mirada de Damien o con Carol Anne frente al televisor con lluvia hoy somos adultos que le tenemos más miedo a un cheque de pago diferido que a un espíritu. Pero sabe, también, que para llegar al corazón de nuestro miedo las únicas armas posibles son las cinematográficas. El conjuro 2 es una película de terror al estilo de las de los '70 y '80 que da miedo en 2016 tanto a los que fuimos chicos en los '80 como a los que son chicos hoy, que no apela a la nostalgia ni al posmodernismo. James Wan hizo algo que parece sencillo pero no lo es: volvió a las fuentes. Para volver a las fuentes y que su película funcione hoy es preciso ser creativo para que las imágenes provoquen escalofríos, dominar el lenguaje del cine. Y eso no es para nada sencillo.
Jodie Foster dirigió algunos capítulos de House of Cards y de Orange Is the New Black (ambas series de Netflix) pero en 2011 hizo una película extraordinaria e inclasificable: La doble vida de Walter. Foster es una directora diletante, poco reconocida quizás porque no es prolífica y no elige proyectos tradicionales. El maestro del dinero es quizás su película más clásica. Se inscribe dentro del subgénero de toma de rehenes y se cruza con dos temas actuales y complejos: las trampas del mundo financiero (a la Gran estafa o El lobo de Wall Street) y las trampas del mundo de los medios (mil películas, desde Poder que mata hasta la serie The Newsroom). El cóctel resulta medio inmanejable y deja más de un flanco descubierto. Pero el sorprendente pulso de Foster para el thriller y el reconocido oficio de George Clooney hacen de El maestro del dinero una película más atractiva que el promedio. Lee Gates (Clooney) es un periodista que conduce un programa de economía en televisión. Money Monster es un show económico en el que Gates baila, gesticula, aprieta un botón para que lluevan dólares virtuales y recomienda comprar y vender acciones. Patty Fenn (Julia Roberts, algo desaprovechada) es la directora y productora del programa. Gates es chanta, simpático y algo misógino. Fenn le tiene cariño pero está un poco harta, y por eso ese es su último día de trabajo con él. Aunque él no lo sabe. El conflicto empieza cuando Kyle Budwell (Jack O'Connell), un joven inestable, irrumpe en el estudio con un arma y amenaza con matar a Gates en vivo y en directo. ¿Por qué? Gates le recomendó al público que comprara acciones de una compañía llamada IBIS, Kyle invirtió todos sus ahorros y las acciones se desplomaron. ¿Kyle quiere que le devuelvan su dinero? No, quiere que Gates y el CEO de IBIS (Dominic West) reconozcan que son unos ladrones. Los que busquen una crítica al sistema financiero probablemente se vean defraudados porque el villano no es el sistema sino apenas una manzana podrida (quizás una de tantas, pero que no deja de ser una anomalía). Lo mismo pasa con los medios: el trabajo de Patty y del resto termina siendo virtuoso. Es cierto que trabajan bien (“hacen periodismo”) recién cuando tienen una pistola en la cabeza pero, otra vez, no hay un sistema podrido que les impida hacerlo. El secreto del éxito (moderado, digamoslo) de El maestro del dinero es su ritmo trepidante, el delirio de una historia que fuerza la verosimilitud y la presencia insoslayable de George Clooney, un actor que parece de otra época.
Experiencia religiosa No hay muchas películas de cuatro horas y media que uno pueda ver en el cine. Mucho menos que se estrenen comercialmente. Recuerdo haber visto Love Exposure (Sono Sion, 4 horas) en un BAFICI e Historias extraordinarias (Mariano Llinás, 4 horas con 11 minutos) en el MALBA, pero nada más. Las dos fueron experiencias inolvidables. Más allá de sus virtudes, el compromiso hasta físico que requiere estar sentado en una sala a oscuras, rodeado de gente, casi sin moverse, durante tanto tiempo genera una conexión especial con lo que uno ve. Y si uno llega a hasta el final es porque lo que vio está fuera de lo común. Hace cinco años, el sábado 16 de abril de 2011, me pasé toda la tarde en la sala 10 del Abasto mirando El misterio de Lisboa junto varios afortunados. Era el último día del BAFICI y entré a las 13.45 con curiosidad, creyendo que me iba a bastar media hora para saber de qué iba la cosa, pero ya desde la primera secuencia las imágenes me absorbieron. Salí bastante después de las 18, feliz como pocas veces me ha hecho feliz el cine. El misterio de Lisboa ya se consigue para bajar pero es imprescindible atravesar la experiencia de verla en cine. No por los mismos motivos que los de aquellos tanques que se destacan por la ostentación de efectos especiales -aunque esta también tiene imágenes imponentes- sino por esa cosa que ya está desapareciendo: el cine como experiencia compartida, como acontecimiento presencial. La película empieza contando la historia de João (João Arrais), un chico de 14 años que vive pupilo en un colegio de curas y no conoce su origen. Estamos en Lisboa en la primera mitad del siglo XIX, justo antes del comienzo de la guerra civil. El Padre Dinis (Adriano Luz) es su tutor y de a poco le empieza a revelar quiénes fueron sus padres. Esta revelación desata otras revelaciones y otros relatos dentro de relatos, con un coro de Scheherazades que narran historias entrelazadas de amores, duelos de honor, asesinatos y venganzas que se remontan hasta la Revolución Francesa y luego avanzan hasta varios años después de terminada la guerra civil portuguesa. El misterio de Lisboa es un melodrama basado en una novela Camilo Castelo Branco, a quien imagino como una especie de Victor Hugo portugués. La historia tiene cosas de Los miserables y también de En busca del tiempo perdido (recordemos que Raúl Ruiz dirigió diez años antes El tiempo recobrado), pero el tono y la imagen están emparentados con Barry Lyndon. Cierta prolijidad exagerada en los cuadros, una fotografía desmesurada (hay velas, aunque Ruiz no usó una lente de la NASA) y una imagen qualité que contrasta con la ironía y el sarcasmo de la historia la emparentan con la película de Stanley Kubrick. Pero la película de Ruiz tiene dos diferencias fundamentales: por un lado, la historia es coral y no es lineal, no hay una voz en off omnisciente sino que los narradores van cambiando y las historias se multiplican y anidan como en Las mil y una noches; y por el otro, la ironía carece del cinismo inglés de la novela de Thackeray. El misterio de Lisboa empieza como un melodrama clásico, va creciendo en intensidad hasta alcanzar niveles casi paródicos, pero al final termina emocionando, porque Ruiz -o Castelo Branco, o el guionista Carlos Saboga, o los tres- siente cariño y respeto por sus personajes, aún por los más ridículos, aún por los más villanos. Ví El misterio de Lisboa en una sala de cine hace cinco años y volví a verla ayer en mi casa para poder escribir esta reseña. La magia en el living está intacta. La película se apodera de nosotros porque aunque su ritmo es sereno, cada plano cuenta algo, cada escena hace avanzar la acción, cada movimiento de cámara está destinado a que no saquemos los ojos del rectángulo. Pero ahora que se estrena en las salas (BAMA, MALBA y Artemultiplex), perderse la oportunidad de pasar una tarde a oscuras con una veintena de personajes apasionados es un despropósito.
Sinfonía en el museo Francofonía es una compleja y fascinante película sobre el Louvre bajo la ocupación nazi, mezcla de documental y ensayo cinematográfico. La historia es fascinante y verdaderamente ocurrió. Durante la ocupación nazi de París, el Conde Franz Wolff-Metternich fue nombrado por Hitler para ocuparse de los tesoros del Louvre. Jacques Jaujard era el director del emblemático museo, y los dos hombres, en cierto punto rivales, se vieron obligados a convivir y trabajar juntos. El amor por el arte pudo más, y pronto Wolff-Metternich fue desplazado de su cargo. En esa fábula de nacionalismo y pasiones resuenan temas universales como el arte, la guerra y la Historia, y en manos de cualquier director más o menos competente habría sido el origen de una película histórica atractiva al estilo Taking Sides (István Szabó, 2001), pero en manos del ruso Aleksandr Sokurov se transforma en una ambiciosa mezcla de ensayo cinematográfico, documental y reflexión filosófica acerca de la relación entre arte y Estado, entre el poder y la pasión. Hay varias líneas narrativas en Francofonia y el todo es más que la suma de las partes. Como en una sinfonía en la que si dejamos sólo el oboe se oye una melodía medio tonta pero que junto con el cello y la trompeta arman una música perfecta, Sokurov construyó un entramado complejo de imágenes y textos, voces en off, reconstrucciones y fotos de archivo para contar esa historia fascinante pero sin quedarse en lo anecdótico. Por momentos resulta inasible, por otros no escapa al tedio (pero eso va en gustos), pero siempre es inteligente, ambiciosa y consecuente con el plan del ruso. Es imposible no recordar la extraordinaria El arca rusa (2002), en la que Sokurov da un paseo por otro museo nacional, el Hermitage ruso, en un plano secuencia memorable. Francofonia es una película más difícil: carece del encanto algo artificial, del prodigio técnico de El arca rusa, y mezcla metáforas con reflexiones explícitas. Están ahí los fantasmas de Napoleón y de la República, las dos caras del espíritu francés que Sokurov de alguna manera considera universales, como una manera de sintetizar la lucha de dos concepciones del mundo. Francofonia es más que una película, o no es sólo una película, y no digo esto como un elogio o no necesariamente. Podría haber sido un ensayo, una ponencia, pero la herramienta de Sokurov es el cine y por eso fue una película. Es distinguidamente cinematográfica, pero el cine no es el fin sino el medio. Y aunque es verdad que, como toda película, se la puede analizar desde el punto de vista estético, en este caso nos estaríamos perdiendo de casi todo su sentido. Quizás los que amamos el cine y creemos que en un plano o en un corte se esconde la misma belleza que en La balsa de Medusa veamos en Francofonia un objeto ajeno, respetable pero lejano. Pero es igual de cierto que la película de Sokurov es fundamental para pensar la relación del arte y el Estado y también que es otro capítulo insoslayable en la obra coherente, profunda y consistente del ruso.
Cerca de la evolución La nueva película de los X-Men está dirigida con ritmo y originalidad, pero no escapa de la estandarización de las películas de superhéroes. X-Men Apocalipsis es la cuarta película de superhéroes que se estrena en el año y todavía quedan dos más. 2016 contará en total con seis; en 2015 hubo apenas tres. Y la cantidad no parece hacer mella en la taquilla: Capitán América: Civil War ya lidera la recaudación mundial con apenas dos semanas en cartel, el tercer lugar de Batman vs Superman: El origen de la justicia es agridulce pero sería exagerado hablar de fracaso, y el quinto lugar para Deadpool sin dudas superó las expectativas. La estandarización del género repercute en los análisis de cada película. Siento que me repito, que es la cuarta vez en el año que voy a decir lo mismo. Hay algo que no se puede negar: cada película forma parte de un mismo gran universo, más allá de que haya distintas franquicias, más allá de Marvel o DC, de los distintos directores y productores. Hasta sus diferencias se parecen, como dijo alguien. Dentro de este panorama, las películas de los X-Men son quizás las más interesantes e imaginativas. No hay un productor amo y señor que estandariza y achata todo como Kevin Feige en el Marvel Cinematic Universe; y después de que el talentoso Matthew Vaughn se hizo cargo de X-Men: Primera generación, la franquicia dejó atrás el caos y se encaminó a una prolijidad que no es sinónimo de homogeneidad. Se podría simplificar así: las películas de los X-Men son películas de directores y no de productores. En el caso de X-Men Apocalipsis, esto ya se puede ver desde la primera secuencia: la grandilocuencia tan cara a estas películas tiene matices, tiene un plan; el mundo se derrumba al ritmo de la música; las imágenes, si bien repletas de CGI -batalla perdida-, tienen texturas marcadas. Bryan Singer sabe que no basta con poner en un mismo plano a Xavier y a Magneto, que no alcanza con tirar abajo edificios y pirámides: es un director de cine y se nota. Pero claro, la película no deja de ser una más de superhéroes. En este caso el villano es el Apocalypse del título, el primer mutante, que despierta luego de siglos para destruir el mundo. Y Charles Xavier tendrá que evitarlo, y Magneto cabalgará entre el bien y el mal. Y vuelven algunos mutantes, y aparecen algunos nuevos. Y hay un tercer acto de destrucción masiva y de mutantes contra mutantes. Y hay una escena después de los créditos que funciona como un adelanto de la próxima película de la serie. Singer perdió la oportunidad de darle a su película un mood ochentoso, como sí tuvo una onda sixties la Primera generación de Vaughn. Se adivina la intención con “Sweet Dreams (Are Made of This)” de Eurythmics (aunque parece querer emular a la gran escena de Quicksilver en Días del futuro pasado) y con los protagonistas saliendo de ver El regreso del jedi. Pero falta el ambiente. Algunos dicen que las películas de superhéroes son películas “multigénero”. Tienen algo de romance, algo de aventuras, algo de comedia, algo de suspenso. También se puede decir que pertenecen a un género nuevo. Sea como sea, y volviendo a los datos de la taquilla, da la sensación de que estamos en la prehistoria de esta nueva cosa. Todavía las películas no logran ser libres dentro de las reglas propias. Hay algunos intentos: Deadpool y Guardianes de la galaxia cumplen con todas las reglas y a la vez son bien distintas. El productor y guionista Simon Kinberg dijo que la próxima película de los X-Men tendrá como protagonista a Wolverine y será “muy diferente, tendrá un tono de western”. El director va a ser James Mangold, que ya dirigió la anterior película de Wolverine (Wolverine: Inmortal) pero que además fue el responsable del gran western El tren de las 3:10 a Yuma. Ya que las películas de superhéroes, pese a la repetición, no parecen estar agotándose, queda el anhelo de que se liberen, jueguen un poco más dentro de sus reglas y coqueteen con otros géneros. La taquilla acompaña: tanto a Deadpool como a Guardianes de la galaxia les fue muy bien. En TV ya está sucediendo: Gotham (Fox) es un police procedural, Daredevil (Netflix) es un policial negro y Jessica Jones (Netflix) es un thriller psicológico. Las tres son distintas, las tres tienen éxito. Quedan dos este año: Escuadrón suicida y Doctor Strange: Hechicero supremo. DC y Marvel. Warner y Disney. David Ayer y Scott Derrickson. Ojalá sean diferentes y me obliguen a escribir algo distinto. Ya lo dijo Charles Xavier: “La mutación es la clave de la evolución”.
El pasado que vuelve 45 años cuenta la historia de un matrimonio de septuagenarios que se vuelve universal gracias al genio de Charlotte Rampling y Tom Courtenay. Parece mentira, pero después de cincuenta años de carrera, Charlotte Rampling fue nominada al Oscar por primera vez este año. La actriz inglesa fue modelo en el Swinging London y participó de películas emblemáticas como La caída de los dioses (Luchino Visconti, 1969) y Portero de noche (Liliana Cavani, 1974), pero fue en la madurez que alcanzó la excelencia. Sus trabajos con François Ozon son extraordinarios: Bajo la arena y especialmente La piscina son de esas películas que más allá de sus virtudes y defectos, tienen en su protagonista un espectáculo aparte. Este año Rampling fue la convidada de piedra en el Dolby Theatre. Le ganó Brie Larson por La habitación (merecido), pero cualquier otra candidata tenía más chance que ella. Es que la película por la que había recibido su primera nominación era la inglesa 45 años, la menos “fuerte” de todas, que venía del Festival de Berlín (donde Rampling ganó, también por primera vez, el Oso de Plata) y no de la taquilla norteamericana. El director es Andrew Haigh, cuya película Weekend se pudo ver acá en el BAFICI de 2011 y que es productor de la serie de HBO Looking. Ahora deja por completo la temática gay y de relaciones entre jóvenes para entrar a un terreno completamente diferente y, en principio, ajeno: el matrimonio en la tercera edad. Pero 45 años no es una película qualité o para viejas domingueras, a pesar del asunto que parece tan propenso a eso. Sin apelar al humor ni a la liviandad, Haigh logra contar una historia adulta y seria sin solemnidad ni patetismo, con sutileza y agudo sentido del ritmo y la narración, con la ayuda insustituible de la enorme Rampling y del no menos fundamental Tom Courtenay (también ganador en Berlín). La premisa es fuerte y concreta. Kate y Geoff son un matrimonio sin hijos que viven tranquilos en una casa agradable en la zona rural de Norfolk, al este de Inglaterra. Están preparando su fiesta de aniversario: en pocos días cumplirán 45 años de casados. Llega una carta de Suiza: apareció el cuerpo congelado de Katya, la novia que tenía Geoff en los años ‘60 antes de conocer a Kate y que había muerto durante una caminata por un glaciar. Esa carta, y la conciencia de que a unos cientos de kilómetros está el cuerpo joven, intacto e inerte de su amor de juventud, hace que Geoff se empiece a distanciar de Kate. Y Kate lucha, primero pasiva pero cada vez más activamente, contra esa rival del pasado. Casi no hay diálogos melodramáticos: todo pasa por debajo, por adentro. Pero Rampling y Courtenay son tan extraordinarios -y Haigh tiene tan claros sus personajes- que comprendemos perfectamente lo que sienten, y a medida que los vemos, pensamos en qué nos pasaría a nosotros en su lugar. ¿El amor se elige o sucede? ¿Se puede tener más de un amor en la vida? ¿Extrañamos amores del pasado o extrañamos la juventud, solamente el pasado? Fascinante, melancólica y de una aparente sencillez, 45 años es un pequeño milagro escrito por un tipo relativamente joven (Haigh tiene 43) que gracias a la colaboración de dos actores de 70 y 79 años -y de una sensibilidad privilegiada- logra hacer universal una historia eminentemente generacional.
Más de lo mismo El final de la trilogía del Capitán América vuelve a los mismos vicios y las mismas virtudes de todas las películas del Marvel Cinematic Universe. El problema de trabajar ahí donde todos se divierten es que, la mayoría de las veces, mientras veo una película sobre la que después tengo que escribir algo, estoy pensando en qué voy a decir. Cuando la película es muy buena o muy mala, no suele haber demasiado problema. Pero, ¿qué decir de esas películas correctas, que cumplen con su objetivo sin demasiada ambición, como para zafar? En la sala oscura, mientras el proyector ilumina la pantalla, empezó mi trabajo. “Eso está bien, esa escena funciona, ¿por qué es todo tan estándar?” Promediando la proyección de Capitán América: Civil War, tomé una decisión: la opinión más contundente y justa sería la inexistente. En la semana de su estreno, ignorarla, como si fuera una película poco importante, de esas mil que se estrenan para rellenar las pantallas y pescar algún espectador desorientado. Juro que esto es cierto: mientras Iron Man y el Capitán América se cagaban a piñas, busqué en el celular películas alternativas sobre las que pudiera escribir hoy. Si encontraba alguna, me levantaba y me iba. Pero no: Mi gran boda griega 2, un par de terror… hay que hablar otra vez de Marvel, llegó el momento del año en el que odio mi trabajo. Capitán América: Civil War no es una película. Es un capítulo más dentro de una serie de televisión proyectada en pantalla grande llamada Marvel Cinematic Universe. Como esas series de los ‘60 que uno veía dobladas en la tele mientras tomaba la leche, a la vuelta del colegio, en capítulos desordenados. Antes del torrent, antes de Netflix, antes de saber que tal capítulo era el octavo de la temporada dos. En este capítulo vuelven algunos personajes, están ausentes otros, debutan unos nuevos (el más notorio: Spider-Man), conocemos parte del pasado de otros. El interés que pueda tener la película reside en estas cuestiones: cualquier análisis serio va a tender a deconstruirla y analizar cada una de sus partes. ¿Está bueno el villano? ¿Hay una relectura del comic de Mark Millar? ¿Funciona el tono del Spider-Man de Tom Holland? Pero en lugar de meterme en estas cuestiones -en parte porque no soy especialista, lo confieso- yo prefiero pensarla como lo que es, o debería ser: una película. ¿Se acuerdan? Como Indiana Jones, como Star Wars, como Jurassic Park. Y como tal, Civil War es una historia gris de acción con protagonistas disfrazados y algunos plot twists relativamente interesantes. El lugar común de hoy dice que Capitán América: Civil War se beneficia del fracaso artístico de Batman vs Superman: El origen de la justicia. Es cierto que hay una premisa parecida y que la película de Marvel es más prolija y correcta que la de DC. Pero hay que desconfiar de las opiniones tan unánimes. Batman vs Superman es mala -lo voy a decir con todas las letras: es peor que Capitán América: Civil War- pero al menos tiene algunas imágenes diferentes, originales, ambiciosas. Marvel y su factotum Kevin Feige continúan refugiándose en lo seguro: encontraron una fórmula que funciona con el público y también con cierta crítica. ¿Para qué cambiar? La próxima parada en este viaje llega en noviembre con un debut: Doctor Strange: Hechicero supremo, con Benedict Cumberbatch, dirigida por Scott Derrickson (especialista en terror, dato no menor). Da la sensación de que la cosa va a ir por otro lado, un poco como sucedió con Ant-Man: El hombre hormiga. Pero todo, siempre, desembocará en la misma secuencia-MCU: un grupo de señores disfrazados pegándose piñas. El cine es otra cosa.
Los Coen lo hicieron de nuevo. 32 años y 17 películas después de su debut, están en la mejor forma posible y, lo que es mejor, siguen fieles a su estilo irónico y burlón y a su jugueteo con los géneros cinematográficos. Pero el tiempo, como a todos, les ha dado sabiduría y sensibilidad, y aunque están lejos de hacer una película en donde primen los sentimientos, en ¡Salve, César! sus personajes son queribles. El cinismo está desapareciendo. Eddie Mannix (Josh Brolin) trabaja en Capitol Studios, un estudio cinematográfico que a comienzos de los años ‘50 empieza a atravesar la crisis de todos los grandes estudios de Hollywood ante la llegada de la televisión. Su trabajo es lidiar con las estrellas: sacarlas de problemas, casarlas si se embarazan, ocultar sus adicciones, contener sus caprichos. Baird Whitlock (George Clooney) es una de esas estrellas. Está protagonizando la película Hail, Caesar! (“A Tale of the Christ” es el subtítulo, en obvia referencia a Ben-Hur), una de esas películas de romanos tan comunes en los '50. Cuando falta rodar la escena final, clave porque es el momento en el que el protagonista se encuentra con Jesucristo, Whitlock desaparece. Este es, de alguna manera, el puntapié inicial, aunque es apenas una excusa de los Coen-guionistas para poner en marcha a una galería de personajes extraordinarios y para jugar a recrear escenas de distintos géneros de películas de la época: musicales, melodramas, westerns. Si algo se le puede criticar a la película es eso: no hay mucha cohesión, la historia principal está casi en segundo plano y los personajes secundarios aparecen como en episodios. Pasan así DeeAnna Moran (divertida y desatada Scarlett Johansson), una especie de Esther Williams con su correspondiente escena de baile en el agua; Burt Gurney (Channing Tatum) y su escena musical; Laurence Laurentz (Ralph Fiennes), director de melodramas; Hobie Doyle (Alden Ehrenreich, la sorpresa de la película), actor de westerns clase B. También tienen su escena Jonah Hill, Frances McDormand y Tilda Swinton. Como se ve, un verdadero seleccionado que desfila -y el verbo no es casual porque eso ocurre: vienen uno después de otro- por la pantalla para hacer sus gracias. Y la verdad que funciona: pocas escenas son más efectivas que la de Fiennes tratando de enseñarle a Ehrenreich a actuar en un melodrama; pocas tan encantadoras y sutilmente graciosas como el número musical de Tatum. Y la historia principal, aunque en segundo plano y sin demasiada importancia, también es de una ironía finísima: hace referencia a los Hollywood Ten, el grupo de guionistas simpatizantes con el comunismo que entraron en las listas negras, y se anima a encarar el tema con un tono liviano, disparatado y fresco. Este año se estrenó Regreso con gloria, otra película que transcurre en la misma época y toca el mismo tema. Resulta mortal la comparación: Regreso con gloria es a la vez solemne y apolítica; ¡Salve, César! es delirante pero pone en discusión las condiciones de trabajo de los actores durante la época de los grandes estudios.