Civilización y barbarie Mariano Cohn y Gastón Duprat vuelven con El ciudadano ilustre al terreno conocido de El hombre de al lado: cinismo, humor y misantropía. Después de la enigmática y en cierta medida desconcertante Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, Mariano Cohn y Gastón Duprat vuelven al terreno seguro y efectivo de El hombre de al lado, su película más exitosa. El tema es el choque entre el hombre culto y supuestamente civilizado contra aquel que representa el pueblo, lo popular y supuestamente bárbaro. En el caso de El ciudadano ilustre, el hombre civilizado lo personifica el escritor Daniel Mantovani (Oscar Martínez), ganador del Nobel de Literatura, que vuelve de visita a Salas, su pequeño pueblo natal, después de 40 años de vivir en Europa. El hombre bárbaro que en el caso de El hombre de al lado era Víctor (Daniel Aráoz), acá es todo el pueblo, una especie de Fuenteovejuna que se vuelve en contra de su hijo pródigo. Pero mientras en la película anterior el chiste pasaba por invertir los roles, por representar al “civilizado” como un tipo muy desagradable y al “bárbaro” como una amenaza que al final no resultaba tal, acá los límites son más difusos y aunque el punto de vista siempre está con Mantovani, el relato va empujando nuestras simpatías de un lado al otro. El punto fuerte, como siempre, es el guión mordaz y preciso de Andrés Duprat que en este caso empieza con un monólogo potente de Martínez en la escena en la que acepta el premio Nobel. Para sorpresa de los presentes -entre ellos, los reyes de Suecia-, Mantovani se lamenta por el lauro, porque dice que significa que su arte es cómodo, que ya forma parte del establishment. En unas pocas líneas y gracias no sólo al texto de Duprat sino también al gran trabajo de Martínez -que brilla también cuando toca cuerdas más humorísticas- se construye el carácter de Mantovani: un presuntuoso autoconsciente, incómodo con su prestigio, un cliché que sabe que lo es. Bastante más complejo que su par de El hombre de al lado: el Leonardo de Rafael Spregelburd era directamente un esnob y mal tipo. En contraposición, sus oponentes también adquieren complejidad. Mas allá de que en más de una oportunidad la película cae en la tentación de hacer humor con la rusticidad de los habitantes de Salas -un humor que, de todas maneras, es muy efectivo-, en algunos momentos clave los personajes logran poner en evidencia a Mantovani, lo desnudan ante el mundo y ante sí mismo. En particular Florencio Romero (Marcelo D'Andrea), esa especie de gangster de pueblo chico que exige que su cuadro sea finalista en el concurso del que Mantovani es jurado. Pero aunque la cosa tenga sus matices, es conveniente que no nos hagamos los giles. El ciudadano ilustre es, en definitiva, una película misántropa y cínica como suele ser el cine de Cohn y Duprat. Y aunque al intendente del pueblo (Manuel Vicente), flanqueado por sendos retratos de Perón y Evita, al final se le perdone un poco la vida, la mirada de la película está del lado de Mantovani. Puede que no sea apropiado referirse a cuestiones extracinematográficas, pero es tentador pensar que la elección de Martínez y de Dady Brieva (su némesis pueblerina) tiene algo que ver con la identidad política de cada uno y que El ciudadano ilustre es una muy vivaracha relectura de todas las tensiones políticas que atraviesan la Argentina y que se pueden englobar en la muy elocuente y sintética de civilización o barbarie.
Mi guitarra llora suavemente Kubo y la búsqueda samurai es una película de animación stop-motion con una belleza y melancolía poco comunes en los productos para chicos. El cine de animación tiene posibilidades infinitas. Es cierto que con los avances tecnológicos el cine tradicional con actores también parece tenerlas, pero cuando la imagen está creada completamente de cero, sin figuras de carne y hueso, todo es posible. Ahí está el ejemplo de Mi buen amigo gigante, en la que Steven Spielberg tuvo que recurrir a la animación para lograr los efectos de perspectiva necesarios. Sin embargo, muchas películas de animación -al menos las mainstream- suelen apelar al realismo con la lógica de que “cuanto más real parezca el dibujo, mejor es”. Por supuesto, los “ambientes” son los originales. Pongamos el ejemplo de las últimas de Disney y de Pixar: Zootopia y Buscando a Dory transcurren en ciudades pobladas por animales y la gracia está en que estos animales se comportan como personas, un recurso del que se burla con una sutileza aplanadora la ingeniosa serie de Netflix BoJack Horseman. Ninguna de las dos películas está del todo mal -aunque están lejos de sus mejores predecesoras-, pero empalidecen enseguida cuando vemos qué puede lograr una película de animación que vaya por otro lado. Hoy estrena Kubo y la búsqueda samurai, cuarto largometraje de la productora Laika -responsable de la extraordinaria Coraline, sobre novela de Neil Gaiman-. Si bien Kubo… es una película de stop-motion (no se trata de dibujos sino de marionetas, aunque la tecnología ha logrado que la diferencia entre ambas técnicas sea bastante borrosa en sus resultados), la imaginación para crear escenarios y personajes, peleas, naufragios y aventuras de todo tipo es descollante. La historia comienza en Japón. Kubo (con la voz de Art Parkinson, el Rickon Stark de Game of Thrones, en un papel bastante más estimulante que el que tuvo en la serie) es un chico al que le falta un ojo y que vive en una cueva con su madre enferma. Todos los días baja a la aldea más cercana para contar historias a la manera de un juglar, con su guitarrita japonesa y sus muñecos de origami, que cobran vida y actúan las peripecias de los personajes. Su padre era Hanzo, un guerrero samurai que murió hace tiempo. Es lo poco que le contó la madre en sus breves intervalos de lucidez. Y le contó otra cosa: que no salga de noche porque sus tías y su abuelo, el Rey de la Luna, lo van a encontrar y se van a llevar su otro ojo. Pero un día, visitando a su padre en el cementerio, se le hace tarde, oscurece, sube la luna y aparecen ellas (con la voz doble de Rooney Mara) que intentan atraparlo. Su madre lo salva en el último instante haciéndole crecer alas y transportándolo a otro mundo mágico en el que debe encontrar una armadura, un casco y una espada samurai con la ayuda de una oveja (voz de Charlize Theron) y un cascarudo (Matthew McConaughey). Como se ve, la historia no ahorra vueltas mágicas y Kubo y sus amigos deberán enfrentarse a esqueletos gigantes, fantasmas y todo tipo de criaturas para finalmente vencer al Rey de la Luna (Ralph Fiennes). Pero además de la belleza y originalidad visuales, hay en la historia una amargura y una melancolía inusuales para una película que se supone está destinada para el público infantil. No es una película inocente (pero sí muy noble) y la muerte, y con ella la ausencia de los seres queridos, es parte esencial en la trama. Los títulos finales -acompañados por una versión hermosa de “While My Guitar Gently Weeps” por Regina Spektor- son perfectos para asimilar esta obra maestra y recomiendo mirarlos completos. No porque haya un epílogo a la Marvel, sino porque tienen una vueltita que emparenta ese final con el de El sabor de la cereza, que nos arranca del ensueño y nos recuerda que lo que acabamos de ver es sólo, y nada menos, que una película.
Quizás un poco a la manera de Adam McKay con La gran apuesta, Todd Phillips -responsable de la trilogía de ¿Qué pasó ayer?- se despacha ahora con su “película seria”. Aunque no es tan seria ni, sobre todo, tan ambiciosa como la película de McKay, Amigos de armas se acerca más al thriller liviano que a la comedia, y tiene puntos de contacto más con El lobo de Wall Street que con Todo un parto u otras de Phillips. David Packouz (Miles Teller) vive con su mujer Iz (Ana de Armas) en Miami y trata de sobrevivir con diversas changas, hasta que aparece Efraim Diveroli (Jonah Hill), un amigo de la infancia que le ofrece trabajar con él en su incipiente negocio de venta de armas al ejército. Estamos en plena Guerra de Irak y Efraim encontró la manera de intermediar entre el Estado americano y los remates de armamento en otros países que fueron asolados por guerras: sólo con la internet y una línea telefónica, sin tocar siquiera una bala, viviendo de las migajas de un negocio millonario, migajas que para ellos dos son en sí mismas también millonarias. Pero claro, las cosas se van a complicar: un poco por su inexperiencia de stoners de poca monta, otro poco por la ambición e inestabilidad desmedidas de Efraim, se verán envueltos en el tráfico de nivel profesional y todo se irá al demonio. Amigos de armas es un ejemplo típico de película de ascenso y caída, contada con un humor que por el tema que aborda tiene algo de cínico. Ahí es donde pierde respecto de su hermana El lobo de Wall Street: es menos salvaje, menos extrema, y por eso los personajes resultan menos desagradables. Por momentos parece una buddy movie en Irak, “las locas aventuras de Jonah Hill y Miles Teller en Medio Oriente”, y si bien esto la vuelve encantadora y muy entretenida, pierde potencia dramática y nos hace olvidar que estos dos muchachos -que existen: la película está basada en un hecho real- se enriquecen gracias a la muerte. Desde acá, de todos modos, no somos muy entusiastas de la crítica ideológica. Tampoco censuramos -aunque es para señalar- el tratamiento a las mujeres: si la aparente misoginia de El lobo de Wall Street en realidad era la representación de la misoginia de ese mundo, la misoginia de Amigos de armas está en la película y se puede ver en el personaje de la bellísima Ana de Armas. La mujer de Miles Teller es tonta e ingenua, la “anti Carmela Soprano”, varias veces engañada por su marido y no hay redención para ella. La película “seria” de Todd Phillips es menor -incluso dentro de su propia filmografía- pero sigue siendo mejor que varios de los estrenos que nos llegan.
¿Es o no es? Taekwondo es una comedia sexual con toques voyeuristas y de exploitation que brilla cuando los personajes se imponen a los cuerpos. Fernando (Lucas Papa) invita a Germán (Gabriel Epstein) a una quinta con sus amigos. Apenas llega, le muestra las instalaciones: la pileta, la cancha de tenis, la casa. Le va señalando a sus amigos, tirados en los sillones o al costado de la pileta (“Ese es Maxi, ese es Tomi”). En la cocina aparece Fede (Juan Manuel Martino). Hablan pavadas acerca de la noche anterior y la cámara se mantiene en un plano medio. Cuando Fede se sienta sobre la mesada de la cocina, vemos que está desnudo de la cintura para abajo. Nada es casual en Taekwondo y menos lo que respecta al encuadre de los cuerpos. A los dos o tres minutos de película, en ese movimiento de un personaje de sentarse sobre una mesada, Marco Berger nos sorprende -busca sorprendernos- con una pija. También se sorprende Germán, y la cámara va a su rostro: mientras Fernando y Fede hablan, Germán mira, sus ojos se van para abajo, y nos damos cuenta de que es gay. Además de ellos tres, en esa casa de verano hay otros seis amigos. Un grupo típicamente argentino, o quizás universal: hablan de minas, son un poco machistas y homofóbicos (algunos más que otros), se acusan de “putos”, comen asado, toman birra, fuman porro, juegan al fútbol, van a bailar, pero ya desde esa primera escena hay una tensión sexual en el ambiente: Germán cree que Fernando lo invitó porque se lo quiere levantar, pero no está siquiera seguro de que sea gay. Por detrás de las charlas en apariencia intrascendentes, Berger nos va develando conflictos y personalidades, y -sobre todo- nos va dejando adivinar las intenciones y deseos de los personajes, en particular de los dos protagonistas. Todo en un contexto de cuerpos desnudos, roces y toqueteos en el límite de la masculinidad. Pero Taekwondo tiene dos problemas: por un lado, los diálogos esforzadamente naturales no siempre resultan fluidos; por el otro, hay un regodeo en la idea que extiende a la película demasiados minutos. Sobre todo en la segunda mitad, cuando irrumpen algunos personajes femeninos que en lugar de funcionar como un fusible cuya aparición dispara el relato hacia otras zonas, sólo agregan capas a la historia. Una mucama, una novia, la amiga de una novia parecen estar para incluir en la ecuación al sexo heterosexual. Y no es que no funcione, tampoco necesariamente sobra, pero creo que la película (que dura casi dos horas) se habría beneficiado con la contundencia de la idea original llevada al extremo. Sobre todo porque el conflicto principal es a la vez sutil y poderoso y, en definitiva, queremos saber qué es lo que pasa, si Fernando y Germán terminan juntos o no. Comedia sexual, softcore gay, voyeurismo, exploitation, todo eso es Taekwondo, pero brilla particularmente en los momentos en los que se descubre a los personajes dentro de esos cuerpos.
Imitaciones peligrosas Escuadrón suicida pega un volantazo respecto de Batman vs Superman, su predecesora, pero se nota la intención tardía de emular a Marvel. Vamos a decirlo así: DC empezó tarde y con el pie izquierdo. Cuando ya las películas basadas en comics de Marvel están intentando una vuelta de tuerca -con resultados dispares- para no caer en la repetición y estandarización, DC intenta lanzar un universo compartido sin demasiado plan a largo plazo. Pero esto ya lo dije cuando hablé de Batman vs Superman: El origen de la justicia. ¿Qué significa Escuadrón suicida dentro de este contexto? Se nota, claramente, un intento desprolijo de volantazo. A la decrepitud y solemnidad de Batman vs Superman se las reemplaza por el neón y la picardía, un poco a la manera de las últimas películas de Marvel. Ahí radica, en parte, el problema de Escuadrón suicida. Parece un chico imitando torpemente los movimientos de su padre. Al conflicto ultra serio se lo reemplaza por una pavada atómica, al mood sombrío, por verdes y rosas fosforescentes, al score bigger than life de Hans Zimmer, por canciones pop (The White Stripes, Eminem, Queen); se agregan chistes no demasiado buenos y se larga la película a los cines a ver qué pasa. El argumento es también parecido al de The Avengers: Los vengadores y Avengers: Era de Ultrón, aunque en lugar de superhéroes hay supervillanos y a Samuel L. Jackson se lo reemplaza por Viola Davis. El gobierno decide reclutar a cinco supervillanos y obligarlos a defender al mundo frente a otros peores. Ellos son Deadshot (Will Smith), Harley Quinn (Margot Robbie), Captain Boomerang (Jai Courtney, de la serie Divergente), El Diablo (Jay Hernandez) y Killer Croc (Adewale Akinnuoye-Agbaje). Pero el problema no pasa únicamente por todo lo que parece imitación torpe y tardía. La estructura del guión es primero esquemática y luego confusa. La película se toma como media hora en presentar a los personajes y lo hace mediante el off del personaje de Viola Davis y flashbacks de cada uno siendo capturado por Batman (cameos de Ben Affleck que parece salido de otra película; de hecho, lo está). Después de ese prólogo extenso, empieza la historia y ya todo es confusión. Quedan apenas para disfrutar algunos momentos entre Will Smith y Margot Robbie (los más simpáticos, los más actores) y no mucho más. Los breves papeles de Jared Leto y Cara Delevingne son más que nada decorativos. El tan anticipado Joker de Leto no tiene mucho para ofrecer más que dientes de lata, aunque se adivina otra película en su relación con Harley Quinn. Pero ni hablemos de su antecesor Heath Ledger: hace extrañar hasta al Lex Luthor de Jesse Eisenberg. Y la Enchantress de Cara Delevingne es un mueble. Sé que no resulta seria o profunda esta manera de “pasar lista”, pero es que Escuadrón suicida está tan deshilachada que al pensar sobre ella es medio inevitable terminar evaluando cada una de las partes. El todo no es más que un amasijo de ideas repetidas, intenciones incumplidas y una Margot Robbie que se destaca por sus minishorts como si fuera una villana de Sofovich.
Una pareja con química La nueva comedia de Ariel Winograd es la más graciosa de sus películas, una screwball no común en Argentina. Brillan Piroyansky y Lali Espósito. Ariel Winograd siempre se movió dentro de los límites de la comedia, pero esos límites son tan amplios como el mundo. Desde el coming of age de Cara de queso hasta la comedia romántica más blanca de Sin hijos, pasando por el policial de Vino para robar, Winograd bebe del manantial inacabable de la comedia americana para contar historias de acá. Entre sus virtudes se destaca su trabajo con los actores. Desde la elección -o descubrimiento- hasta el timing para los diálogos y la química, cosas fundamentales para la comedia. Y digo descubrimiento porque fue en Cara de queso -su ópera prima- donde debutaron Martín Piroyansky, Martina Juncadella e Inés Efrón, hoy nombres ya reconocidos. Permitidos es quizás su película más graciosa porque se inscribe en eso que se llamó screwball comedy, una variante más surreal y disparatada de la comedia romántica en la que el acento está puesto más en lo cómico que en lo romántico. Probablemente se hablará hasta el cansancio de Carlos Schlieper, el exponente argentino más importante del screwball, y lo que demuestra eso es que hay que remontarse a los años ‘40 para encontrar algo siquiera parecido a Permitidos en nuestro país. Acá las comedias siempre fueron comedias románticas clásicas u otra cosa totalmente distinta, más virada a lo bizarro, policial o clase B. Camila (Lali Espósito) y Mateo (Piroyansky) son una pareja de veinteañeros simpáticos que se aman y se divierten juntos. Un incidente callejero pone a Mateo frente a la bella y aparentemente inalcanzable actriz Zoe del Río (Liz Solari), que para su sorpresa lo invita al rodaje de una publicidad y después a una fiesta y después a su casa. Mateo ama a su novia, pero Zoe del Río es su “permitido”: su personaje famoso con quien su novia le permite tener sexo si se le presenta la improbable oportunidad. La historia avanza por carriles cada vez más disparatados, que incluyen redes sociales -bien utilizado el recurso, cosa no tan común-, programas de televisión, ironías sobre el show business y hasta elementos de policial, aunque el germen de la comedia romántica -porque las screwball pertenecen, después de todo, a ese género- permanece inalterable: el deseo del espectador de que los protagonistas terminen juntos. Esto funciona particularmente gracias a la química entre Piroyansky y Espósito. De Piroyansky no sorprende su efectividad -acá en un plan más parecido al de su película Voley que al comic relief de las otras de Winograd- pero Lali Espósito merece un párrafo aparte. Su talento para la comedia es impresionante y va más allá de su carisma. Es una gran actriz. Putea gracioso, se banca un monólogo y aunque es linda puede no hacer de “la linda” (acá eso está reservado a Liz Solari, que también actúa muy bien). En la dupla con Piroyansky uno imaginaría que el gracioso es él y la “centrada” es ella, pero acá es casi al revés. (Casi, porque centrado no es ninguno, esto es una screwball.) Mérito de Lali Espósito, del guión y de Winograd que vio en ella la pasta y supo sacarle el jugo.
Miedo en la oscuridad Cuando las luces se apagan es una breve y muy efectiva película de terror basada en un cortometraje que se viralizó en 2013. A fines de 2013, un sueco de 32 años publicó en YouTube un corto casero de terror. Se llamaba Lights Out y con una premisa sencilla lograba un par de sobresaltos en menos de tres minutos: una mujer (Lotta Losten) está en su casa a punto de acostarse y cuando apaga la luz ve la silueta de una mujer, que desaparece cuando la prende. El corto se viralizó y entró en el radar de James Wan, el creador de las franquicias de El juego del miedo, El conjuro y La noche del demonio. Así este sueco, que se llama David Sandberg, llegó al dirigir su primer largo, una adaptación de ese corto. Cuando las luces se apagan -así se llama en castellano- tiene la misma premisa que el corto, y el guionista Eric Heisserer -responsable de los libros de la precuela de El enigma de otro mundo y de la remake de Pesadilla en lo profundo de la noche- la dotó de una historia y de personajes. El resultado es asombrosamente sólido. El prólogo es contundente y lo más parecido al corto, incluso con la presencia de la propia Lotta Losten. Después se introducen los personajes que le dan cuerpo a la historia. Sophie (Maria Bello) vive sola con su hijo Martin (Gabriel Bateman) y no parece estar en sus cabales. Habla con alguien que no sabemos si es real o imaginaria, y Martin no puede dormir por el miedo que le da esa intrusa. Entonces va a buscar la ayuda de Rebecca (Teresa Palmer), su hermana mayor, que huyó de la casa hace años por la inestabilidad de su madre. Sin dudas uno de los grandes aciertos de Cuando las luces se apagan está en no dar demasiadas vueltas a la hora de las explicaciones. Apenas un par de escenas cuya función no es explicativa sino que sirven para disponer las piezas en el tablero de forma tal de sacarles el mayor jugo posible a las escenas de terror que construye Sandberg. Porque ahí está todo el encanto. Cuando las luces se apagan no pretende generar suspenso, su objetivo no es tanto que queramos saber “qué pasa”, quién es esa intrusa, por qué está ahí. Todas las ideas, todos los planos están ahí para asustar al espectador. Con sobresaltos y con la amenaza de sobresaltos. El juego con la luz y la oscuridad, corazón de la película, está explotado al máximo. Hay veladores, linternas, destellos de disparos de armas de fuego, velas y hasta una lámpara de luz negra que construyen una variedad asombrosa de situaciones aprovechando la misma idea. La brevedad de la película (80 minutos) es fundamental: a pesar de que el final puede parecer un poco abrupto, le da a todo un aire de ejercicio, de experimento que no pierde el espíritu del corto que le dio origen, aunque por supuesto es todo mucho menos amateur. Si 2015 fue el año de las películas de acción, con la aparición prodigiosa de Mad Max: Furia en el camino, Misión imposible: Nación secreta, El agente de C.I.P.O.L. y hasta Kingsman: El servicio secreto, 2016 viene siendo el año del terror: La bruja, Avenida Cloverfield 10, El conjuro 2 y ahora Cuando las luces se apagan son todas películas de espíritu clásico que no buscan la referencia ni mucho menos la parodia y simplemente -y nada menos- se dedican a asustar.
Un gigante con alma La nueva película de Spielberg, basada en un libro para chicos de Roald Dahl, es un salto de calidad en el cine que mezcla actores y animación. Fantastic Mr. Fox, Jim y el durazno gigante, Matilda y, la más conocida, Charlie y la fábrica de chocolate, son algunas de las novelas del galés Roald Dahl que llegaron a la pantalla grande. Todas las adaptaciones han sido de muy buenas para arriba, quizás porque les tocó en suerte buenos directores: Wes Anderson, Henry Selick, Danny DeVito y Tim Burton. Pero incluso el ignoto Mel Stuart dirigió una excelente versión de Charlie… en 1971 con guión del propio Dahl, que los de treintaypico vimos de chicos en la tele, doblada al castellano, antes de la existencia de todas las otras. Dahl sin dudas tenía un talento incomparable para crear historias para chicos, originales pero a la vez clásicas, cuentos de hadas modernos con personajes sencillos y queribles, con una estructura tan perfecta que parecen haber existido desde siempre como los cuentos que se transmitían oralmente y nos llegaron versionados por distintos escritores. Ahora que se estrena El buen amigo gigante, resulta evidente que las historias de Dahl son material perfecto para Steven Spielberg: niños precoces y vivarachos que se relacionan con personajes excéntricos y fantásticos. Y si al cóctel se le suma la guionista Melissa Mathison, que adaptó la novela, la cosa es prácticamente a prueba de balas. (Mathison es nada menos que la guionista de E.T., el extraterrestre, y El buen amigo gigante es su canto del cisne: murió en noviembre del año pasado cuando la película se encontraba en postproducción.) Sophie (Ruby Barnhill, debutando en cine) es una despierta nena que vive en un orfanato de Londres. Una noche, por culpa del insomnio, ve por la ventana a un gigante (Mark Rylance), que la secuestra y se la lleva a la Tierra de los Gigantes para que no delate su presencia en la ciudad. Ahí, el gigante en realidad es un enano: sus vecinos son mucho más gigantes y amenazadores. Pronto Sophie se da cuenta de que su victimario en realidad es la víctima de sus compañeros, y que su intención no es hacerle daño sino protegerla de ellos. A pesar de que no es una película especialmente corta -dura casi dos horas- la trama es sencilla, sin vueltas, y da la sensación de película “chiquita”. No hay casi tensión respecto de “qué va a pasar”, y quizás ese sea su flanco débil. Todo está concentrado en la relación entre Sophie y el gigante, entre lo adorable de esa nena y lo extraordinario de ese gigante que interpreta Mark Rylance con su voz y los gestos de su rostro, pero que es todo CGI. Es increíble lo que logra Rylance con la ayuda del equipo de animadores. Aunque yo hubiera preferido que el gigante fuera de carne y hueso y no de CGI -Spielberg lo intentó, pero dijo que no quedaba mágico-, es fascinante ver a Rylance transmitir emociones complejas con sólo unos pocos músculos de la cara. La técnica del performance capture se viene perfeccionando de la mano de Andy Serkis desde el Gollum de El señor de los anillos: Las dos torres (2002) hasta el Caesar de El planeta de los simios: Confrontación (2014), pero acá parece haber dado un salto de calidad. El gigante de Rylance tiene (o parece tener) tanta carne y tanto hueso como bits y píxeles. Es decir: tiene alma. Dentro de la ya extensa filmografía de Spielberg, El buen amigo gigante está entre esas películas para chicos (y grandes) perfectas y encantadoras como no se veían, quizás, desde E.T.
Atractiva y desconcertante La segunda película de Maximiliano Schönfeld es un paso adelante en su filmografía: introduce elementos fantásticos y a una actriz profesional. Hay algo que está matando a las vacas. ¿Quién es ella? -Ella puede solucionar sus problemas. -¿Cómo? Ya intentamos de todo. -Yo sólo se los digo. Ella puede. Este diálogo es quizás el más representativo de lo enigmático de La helada negra, la segunda película de Maximiliano Schönfeld. Preguntas sin respuesta: ¿quién es ella? ¿cómo puede solucionar mis problemas? Y “algo” que está matando a las vacas. Ailín Salas es esa “ella” y también contesta con evasivas o mentiras. “-¿Tenés novio? -Enviudé”, y se echa a reir. Alejandra (ese es su nombre) aparece -el verbo es exacto- tirada en un pastizal, a la vera de un arroyo, como dormida. La recoge Lucas (Lucas Schell) y la lleva en sus brazos a su casa. Ella se integra enseguida a esa comunidad de alemanes del Volga de la provincia de Entre Ríos, la misma que Schönfeld retrató en Germania, su película anterior. La frase de León Tolstoi que se volvió lugar común, esa que dice “pinta tu aldea y pintarás el mundo”, aquí parece estar en negativo. Schönfeld no pinta el mundo a través de su aldea, sino que se detiene en la singularidad de ese lugar con gauchos rubios, pollos correteando y carreras de galgos para pintarnos un planeta diferente, casi marciano. Pero esa singularidad no tiene que ver sólo con la singularidad del lugar sino con el modo que elige Schönfeld de mostrarlo y la historia que construye para transitarlo. El misterio que rodea a Alejandra se intensifica porque parece tener poderes sobrenaturales que ayudan a que la cosecha mejore o que los galgos corran más rápido. La helada negra tiene aires de fábula mística, de cuento de hadas fantástico contado con el ritmo del cine contemplativo. Cine casi fantástico, casi narrativo y casi experimental. Schönfeld dijo que puede verse como el Lado B de Germania, aunque por su densidad dramática merece el lugar de Lado A de ese luminoso simple en vinilo. El centro absoluto es la presencia de Ailín Salas, que logra un tono exacto de languidez que no desentona con el resto de los actores de la película, que no son profesionales. La helada negra es un paso adelante de Schönfeld respecto de Germania, introduce el elemento casi-fantástico y a una actriz profesional en ese ambiente nunca antes explorado de la comunidad de descendiente de alemanes de la zona del Volga. El resultado es tan atractivo como desconcertante.
El héroe escandinavo La última ola es una película noruega de cine catástrofe que sigue al pie de la letra, y muy bien, las reglas del género. Los géneros establecidos tienen el poder mítico de las fábulas perfectas. Son fórmulas que parecen provenir del principio de los tiempos, que con sencillez aparente han transformado al cine en el espectáculo épico por excelencia. Digo lo de “aparente” sencillez porque no hay nada más difícil que seguir una fórmula, que crear un relato ateniéndose a reglas preestablecidas, el equivalente cinematográfico de componer un soneto. Las películas de cine catástrofe ponen a un grupo de personas en la situación de tener que sobrevivir a un desastre natural o un accidente a gran escala. Familias que se separan, líderes positivos y negativos, solidaridad y egoísmo ante la inminencia de la muerte, la fe y el destino son algunos de los temas de fondo: las buenas películas de cine catástrofe lo saben. Y aunque el espectador pueda no darse cuenta a simple vista, las películas que pongan en juego todo esto con un guión cristalino y fluido serán las que mejor aprovechen la tensión inherente al género. Después de todo, quien haya visto La aventura del Poseidón recordará la muerte de Shelley Winters hasta el fin de sus días. El noruego Roar Uthaug logra con La última ola construir un relato que cumple con todas las reglas: presentación de los personajes y las relaciones entre ellos, un crescendo dramático hasta que se desata el desastre y la tensión por momentos insoportable en varias escenas en las que no sabemos quién va a sobrevivir y quién no. Es una película contundente, que no se extiende con finales superfluos ni se aparta demasiado de los personajes principales: la familia Eikjord. El lugar es Geiranger, un pueblo turístico al oeste de Noruega a orillas del fiordo del mismo nombre y al pie de la montaña Åkerneset. La montaña está constantemente vigilada por un grupo de geólogos que monitorean sus movimientos: el peligro es que un derrumbe sobre el fiordo provoque un tsunami que haga desaparecer a todo el pueblo. Uno de esos geólogos es Kristian Eikjord (Kristoffer Joner), el héroe, que está -previsiblemente- en su último día de trabajo. Su mujer Idun (Ane Dahl Torp) trabaja en el hotel del pueblo y tienen dos hijos: el adolescente algo problemático Sondre (Jonas Hoff Oftebro) y la nena Julia (Edith Haagenrud-Sande). Kristian aceptó un trabajo en la ciudad, pero está obsesionado con esa montaña a la que observó durante años en su aparente quietud, en su imperceptible movimiento. Una discusión familiar de último momento lleva a que la familia se separe esa última noche: Sondre va con su madre al hotel, y Julia va con su padre a dormir a la casa vacía. Esa noche, por supuesto, se desata el desastre y Kristian deberá ejercer su papel heroico para reunir a su familia sana y salva. El dominio de Uthaug para las escenas de catástrofe está a la vista, sobre todo a la hora de imaginar los planos: la ola invencible apareciendo por detrás de una montaña, el hotel siendo devorado por una masa de agua. Pero hay que señalar como uno de los logros mayores la presencia de Kristoffer Joner (lo vimos en un pequeño papel en El renacido), un tipo que sin demasiado esfuerzo tiene el porte del héroe común, como si fuera un Kevin Costner noruego. Después está todo lo que tiene que estar: las decisiones equivocadas que llevan a determinado grupo a la muerte, el heroísmo de la gente común, las puertas que se abren a callejones sin salida, los chicos en peligro y unos últimos diez minutos en los que Uthaug extiende la agonía -o demora la salvación, no vamos a espoilear- con un sadismo hermoso. Resulta natural que luego de La última ola, Uthaug haya sido convocado por Hollywood. Dirigirá a la sueca Alicia Vikander en el reboot de Tomb Raider. Recordando lo flojo de las dos películas de Angelina Jolie, esperamos con ansias esta solución escandinava a los problemas hollywoodenses. Aclaración final: la película es noruega, hablada en noruego, pero la distribuidora Impacto Cine tomó la curiosa decisión de estrenarla doblada al inglés. Según ellos, lo hicieron “guiados por los agentes de venta internacional”, porque entienden que así evitan “cierto prejuicio respecto al origen”. Supongo que las razones económicas habrán sido cuidadosamente analizadas y sé también que los que detestamos el doblaje somos minoría, pero es inevitable lamentar que una película como esta, que se consigue para bajar pero que es mejor ver en cine, no se pueda ver en su forma original.