La última de las ocho películas nominadas al Oscar en estrenarse en la Argentina es la que viene con menos bombo, quizás un perfil bajo sólo comparable al de Whiplash: Música y obsesión, pero como además cuenta con el dudoso honor de haber recibido sólo una nominación más (mejor canción original) es sin dudas la película a descubrir. Se trata de Selma, a la que le agregaron acá el subtítulo bobo de “El poder de un sueño”, y no cuenta la historia de ninguna señora llamada Selma sino del activismo de Martin Luther King en el pueblo de Selma, Alabama, para lograr que se cumplan las leyes que les permitían votar a los negros. Otra historia real (cuatro de las ocho nominadas lo son) que supera ampliamente a El código Enigma y La teoría del todo en intensidad y “prolijidad”” (dicho esto en el buen y en el mal sentido), pero no le llega a los talones a Francotirador sobre todo porque es mucho menos compleja ideológicamente y descansa con cierta pereza en una historia fuerte sin aventurarse en terrenos pantanosos (desconozco los detalles de la historia real, pero siempre los hay). King es interpretado por David Oyelowo (uno de los hijos de Forest Whitaker en El mayordomo) con bastante solvencia y sutileza: un tipo tranquilo que se transforma en los discursos (en los que seguramente Oyelowo imita más que actúa) y aunque por momentos sus parlamentos cuando no está discurseando pecan de discursivos igual, resulta un poco llamativo que esté ausente de la categoría de Mejor Actor en los Oscars. Hubo acusaciones de racismo (tampoco fue nominada la directora Ava DuVernay, también negra y para colmo mujer) pero tampoco se me ocurre a cuál de los cinco hubiera podido reemplazar. En realidad sí: a Eddie Redmayne, pero como probablemente sea el que se lleve la estatuilla es mejor no llevarme el apunte. La película elige empezar su relato el 14 de octubre de 1964 cuando King recibe el premio Nobel de la Paz y sigue con el atentado a la Iglesia Bautista de la Calle 16 -que en realidad ocurrió un año antes- en el que cuatro chicas negras de entre 11 y 14 años fueron asesinadas por miembros del Ku Klux Klan que colocaron varios dispositivos de dinamita debajo de las escaleras de la iglesia. Con esos dos hechos, Selma prepara el ambiente para lo que sigue. Y lo que sigue es la lucha de King y sus compañeros para que el presidente Lyndon B. Johnson (Tom Wilkinson en un retrato que provocó no pocas polémicas entre los simpatizantes del presidente demócrata) firme una ley que prohíba la discriminación racial para votar. Una lucha que incluye negociaciones, debates incluso dentro las distintas corrientes de la militancia de los negros (pasan por ahí Malcolm X y estudiantes de la SNCC) y, por supuesto, las marchas de Selma a Montgomery, la capital de Alabama, que resultaron en violentas represalias de la policía local. Hay que ser muy incompetente para no alcanzar una mínima intensidad con esta historia y estos actores: están por ahí Oprah Winfrey, también productora de la película, Dylan Baker haciendo de J. Edgar Hoover, Martin Sheen y Tim Roth en el papel del villano gobernador de Albama George Wallace. Y Ava DuVernay no es para nada incompetente, a pesar de un guión que se pasa de explicativo.
Kingsman: El servicio secreto me hizo feliz. No se ven muy seguido películas como esta y, cuando aparecen, arrojan un fulgor que ensombrece a las demás. Kingsman logra algo tan fresco, entretenido e inteligente echando mano a recursos tan nobles y hasta cierto punto sencillos que parece fácil, una película más, y sin embargo, si así fuera, estaría lleno de películas así y no, aparecen muy cada tanto. Por supuesto que el gran responsable es Matthew Vaughn, su director, que ya había adaptado un comic de Mark Millar con la extraordinaria -y en muchos aspectos parecida- Kick-Ass - Un superhéroe sin super poderes, y que después había dirigido la mejor película de la franquicia de los X-Men (X-Men: Primera generación). Acá vuelve con energía, imaginación y sentido del humor para adaptar otro comic no de superhéroes sino de espías, pero con la misma autoconsciencia de Kick-Ass. Ya desde el comienzo, Kingsman explota al máximo su tono lúdico cuando unos helicópteros bombardean un palacio de Medio Oriente al ritmo del riff de Money for Nothing, de Dire Straits. Sentadas esas bases, la cosa nunca deja de ponerse cada vez más jocosa con un villano ceceoso (extraordinario Samuel L. Jackson), su socia con cuchillas en lugar de pies (Sofia Boutella), un cameo de Mark Hamill y cabezas explotando al ritmo de la música. La historia: Arthur (Michael Caine) es el líder de los Kingsmen, un grupo de espías ingleses. Tras la muerte de uno de ellos, tienen que buscar un reemplazante, y varios jóvenes son entrenados en diversas pruebas mortales en una especie de Hogwarts del espionaje. Uno de ellos es Eggsy (Taron Egerton), hijo de otro espía que murió varios años antes. Al mismo tiempo, los Kingsmen tienen que encontrar al asesino de su compañero y así dan con el millonario filántropo Richmond Valentine (Jackson) que secuestra celebridades (Iggy Azalea es una de ellas) en una especie de Arca de Noé. Cada escena es una fiesta (hay hasta una persecusión de autos en reversa) y si bien no es una película de misterio ni pretende tener muchas vueltas de tuerca, cualquier cosa puede pasar; si bien la película tiene un tono ligero y de comedia, mueren personajes importantes. Kingsman es una película de espías autoconsciente pero que no se regodea en la cita y funciona por sí misma. Sí hay un delicioso diálogo entre el héroe (Firth) y el villano (Jackson) en el que los dos añoran las viejas películas de espías que no eran tan serias. También hay referencias explícitas a James Bond, Jason Bourne y hasta Jack Bauer. Pero si bien no hay que ser un cinéfilo recalcitrante para entender estas referencias, son pocas, justas y apenas agregan pimienta: Kingsman es un placer que no precisa credenciales para ser disfrutada y Matthew Vaughn es un director, además de talentoso, querible, que ojalá nos de muchas más películas como esta.
Pajarones Iñárritu dilapida su talento en ideas conservadoras sobre el arte y el cine. Alejandro González Iñárritu es un pelotudo. Un pelotudo con talento pero no con tanto como para justificar su ego y su soberbia. Y como todo soberbio no tan inteligente, persiste en el error con un énfasis irritante. Y como tiene talento, sus películas son atendibles, son vistas, discutidas y hasta cierto punto disfrutadas. Birdman es el ejemplo máximo de esto: es una de esas películas hechas deliberadamente para que la gente ame u odie. Birdman se construye sobre la idea equivocada de que no hay arte en el cine llamado “comercial”, plagado de películas de superhéroes, y sí lo hay en el teatro independiente. Su protagonista es Riggan (un desaforado Michael Keaton), actor que alcanzó el estrellato interpretando a un superhéroe (el Birdman del título), y decidió bajarse de ese éxito. Ahora está a punto de dirigir y actuar en una adaptación para el teatro de De qué hablamos cuando hablamos de amor, de Raymond Carver, y la película es un frenético plano secuencia de casi dos horas en el que la cámara lo sigue por todos los rincones del teatro -a él y a otros personajes- y otros lugares de la ciudad durante el ensayo y el estreno de la obra que marcará el éxito o el fracaso de su decisión y de su vida. Sin dudas Birdman es un prodigio técnico en el que brilla -además del Iñárritu director- el DF mexicano Emmanuel Lubezki, que tiene todo para ganar su segundo Oscar consecutivo después del que ganó el año pasado por la extraordinaria Gravedad. El problema es todo lo demás. Los planos secuencia y los movimientos de cámara ingeniosos son como efectos especiales para estudiantes de la FUC. Iñárritu pretende bajar una línea artística echando mano de trucos visuales tan artificiales como los que pretende criticar. Por eso enfrenta a una Guardianes de la galaxia no con una adaptación de Carver sino con Birdman, una película que es pirotécnica en otra dirección, aunque menos honesta en sus objetivos. La prueba de esto es la pila de nominaciones al Oscar que recibió. Probablemente sea casualidad y no tenga relación con los guionistas argentinos Armando Bó y Nicolás Giacobone, pero el personaje de Riggan recuerda un poco al Julián Lamar de Juan Minujín en Vaquero, sobre todo por la voz en off que le discute a su personaje todo el tiempo. Pero Lamar era un cínico que mediante su stream of consciousness criticaba tanto al negocio como a sí mismo; Riggan en cambio, sin bien no deja de ser un poco ácido, expresa las ideas retrógradas, conservadoras y anti-cinematográficas de Iñárritu: el arte está en el teatro, en Raymond Carver, y no en el cine. Es difícil de tragar, entonces, el conjunto, sobre todo cuando el frenesí de la cámara es acompañado por un grupo de actores que sobreactúan y gritan: Keaton, las lamentables Emma Stone y Naomi Watts y el inverosímil Zach Galifianakis. Se salva un poco Edward Norton quizás porque en él está depositada la única mirada más o menos crítica de ese mundo, quizás de casualidad: encarna el lugar común del actor de teatro egocéntrico. Y sin embargo… es muy fácil destruir Birdman como un esclarecido que descubrió el truco, que desenmascaró al farsante de Iñárritu mientras cosecha sus premios. Es muy fácil interpretar el papel de la crítica que decide destruir la obra de Riggan aún antes de verla -tan fácil como escribir ese papel, también hay que decirlo- pero hay momentos de Birdman que son inolvidables: la desesperada huída de Riggan a través de Times Square en calzoncillos es uno de ellos. Y aunque uno pueda pensar que la película de Iñárritu es una chantada, es preferible a otras chantadas insulsas como La teoría del todo o El código Enigma.
El primer recuerdo que tengo de Stephen Hawking es de algún mediodía en los años ‘80 en el que, al volver de la escuela y comiendo milanesas con puré, ví su historia en Créase o no, de Ripley (con su anfitrión, Jack Palance). Veía siempre ese programa y esa historia fue una de las que me quedó grabada en la memoria. Sin dudas es una historia fascinante: un genio que estudia el Universo y el origen de los tiempos a la vez que una enfermedad degenerativa lo deja postrado sin poder moverse ni hablar. El material es perfecto para una biopic intensa de esas que hacen tan bien los norteamericanos, con un papel ideal para que se luzca algún actor con dotes contorsionistas, que recorra la cornisa del golpe bajo y caiga en él cada tanto para hacernos llorar y salir del cine admirando a un tipo que se pudo sobreponer a la adversidad y felices por poder caminar y hablar normalmente aunque nuestro IQ sea más bien tirando a normalito. Pero La teoría del todo no es ni siquiera eso. El director James Marsh y el guionista Anthony McCarten deciden centrarse en la relación entre Hawking (Eddie Redmayne) y su primera mujer, Jane (Felicity Jones) –el guión está basado en la autobiografía de ella–, desde que se conocen en un bar hasta que se separan. En ese lapso, Hawking escribe Historia del tiempo, el libro que lo lanzó al estrellato mundial, y se enferma de esclerosis lateral amiotrófica; tiene tres hijos –¿o dos?– y conoce a Elaine Mason (Maxine Peake), la enfermera que será su segunda mujer. Pero Marsh y McCarten no logran construir esa historia de amor: no son capaces de hacernos entender por qué Jane se enamora de Stephen en un principio, ni vemos en ellos a una pareja que nos interese. No hay pasión, mucho menos intensidad. El tema sexual está vergonzantemente oculto –salvo una que otra referencia oblicua– y tampoco resulta natural el viaje de Jane hacia el desamor, a pesar del gran trabajo de Felicity Jones que aunque está eclipsada por un pirotécnico Redmayne logró colarse en el rubro de mejor actriz en los Oscars. Más que una película, La teoría del todo es una sucesión de escenas que muestran a Redmayne haciendo sus gracias, una especie de documental sobre un actor que interpreta a un enfermo de ELA en sus diferentes etapas. Un lugar común del crítico –que se extendió ya al público en general– es el de reconvenir a una película por sus “golpes bajos”. La teoría del todo ni siquiera tiene golpes bajos y uno los extraña: por lo menos te hacen sentir algo. Un breve documental de televisión que vi a los diez años mientras comía milanesas con puré un mediodía después del colegio me marcó más que esta película intrascendente que todos olvidaremos a la mañana siguiente de la entrega de los Oscars.
Si uno imagina el clásico personaje de matemático genio y antisocial, seguramente se imagine al Alan Turing de El código Enigma. El guión de Graham Moore y la carne de Benedict Cumberbatch no se apartan ni por un segundo de lo que dicta la receta y hay que reconocer que mal no les fue porque los dos resultaron nominados al Oscar. La película se centra en el trabajo de Turing en Bletchley Park, la central del gobierno del Reino Unido donde se descifraron las comunicaciones secretas de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, pero también cuenta con algunos flashbacks de la infancia del matemático y también algunas secuencias posteriores a la guerra, cuando fue acusado por “actos homosexuales”. Hay una secuencia que ilustra muy bien la elementalidad con que está encarada la historia. Turing se lleva mal con sus compañeros de trabajo y por eso ellos no lo ayudan a desarrollar la máquina para descifrar el código. Su compañera Joan Clarke (Keira Knightley) le dice que por más genio que él sea, necesita ayuda, y que para que los demás lo ayuden les tiene que simpatizar. Al día siguiente, Turing cae con una bolsa de manzanas para repartir entre sus compañeros. “Me sugirió Joan que les regale algo”, dice. El efecto de comicidad surge por la contraposición entre complejidad de la que es capaz Turing cuando piensa en números y su extrema sencillez cuando de relaciones sociales se trata. Turing sigue el consejo de Joan tan al pie de la letra que pretende que a cambio de unas manzanas, sus compañeros de trabajo cambien de actitud hacia él. La gente se ríe en esta escena –ví la película en una función del Cineclub Núcleo repleta de ancianos fáciles de convencer– pero lo que resulta ridículo es que en la escena siguiente vemos que, efectivamente, sus compañeros de trabajo cambian de actitud hacia él gracias a que les regaló una manzana a cada uno y así, si en la escena anterior el público se reía de Turing, los ecos de esa misma risa en la escena siguiente tienen otro objeto: el guión y la película misma. Me detengo, quizás por demás, en esa escena sólo como un ejemplo: toda la película es así. La homosexualidad de Turing, uno de los temas principales de la película, está contada con un flashback que no puede más de obvio (¿Por qué le puso Christopher a la computadora? Adivinaron.) El machismo de la sociedad inglesa de los años ‘40 se explicita –y se subraya– en una escena pero después la película se olvida y el personaje de Joan ya no tiene ningún problema pero tampoco colabora demasiado con el equipo y se transforma apenas en el love interest (relativo, claro) de Turing, con lo cual vemos que el machismo de la sociedad inglesa de los años ‘40 permanece en algunos guionistas ingleses de la segunda década del siglo XXI. O ni tanto: quizás es lisa y llana incompetencia. Lo que salva un poco a la película son ciertos diálogos filosos entre Turing y su jefe, el comandante Denniston (un espléndido Charles Dance, el Tywin Lannister de Game of Thrones, a quien quiero ver más seguido en esos papeles de malvado estricto), sobre todo al principio de la película. Pero después la historia se pierde en esas cuestiones “importantes” que pretende tratar y nunca lo hace con profundidad. El director noruego Morten Tyldum hace lo que puede con el material y su trabajo es correcto pero deslucido. Que esté nominado al Oscar él y hayan dejado afuera a Clint Eastwood y a Damien Chazelle es algo que no voy a entender jamás.
Pero más innoble todavía es St. Vincent. El subgénero “viejo misántropo que se relaciona con seres sensibles y termina cambiando” ha dado grandes películas como por ejemplo Mejor… imposible. Ya vimos la semana pasada con Whiplash - Música y obsesión que la originalidad del material no importa demasiado si la historia se cuenta con inteligencia y corazón. St. Vincent funciona en ese sentido como un reverso de Whiplash: está todo mal. Bill Murray es el Vincent del título -título que, de paso, espoilea su canonización-, un viejo malhumorado y misántropo que vive solo con la ocasional compañía de una prostituta rusa y embarazada (Naomi Watts en un papel verdaderamente infame). La película empieza cuando se muda a la casa de al lado Maggie (Melissa McCarthy en piloto automático), una madre divorciada, con su pequeño hijo Oliver (el debutante Jaeden Lieberher en el típico papel de chico que habla como grande). Por una voltereta de guión bastante estúpida, Vincent termina cuidando a Oliver mientras su madre trabaja. Lo que sigue es más o menos lo que todos imaginan pero rebajado con agua tibia. Ni Vincent es tan malo, ni su madre tiene tantos problemas, ni los que bullyean a Oliver son tan bullies, ni el conflicto con el ex marido es tan conflicto, ni la prostituta rusa es tan prostituta (ni tan rusa), ni los chistes son tan graciosos, ni la escena emotiva del final es tan emotiva. Ni siquiera el final es un final: en lugar de pantalla negra, Vincent fuma y juguetea con una manguera mientras pasan los títulos. Bill Murray se transformó -gracias a o por culpa de Wes Anderson- en una especie de actor “cool” que con su cara de piedra aporta presencia y humor, aunque me pregunto hasta qué punto es un buen actor. Durante la ceremonia de los Globos de Oro -en los que estaba nominado como mejor actor de comedia por este papel- tuiteé que me gustaría que Bill Murray se deswesandersonice. Una boutade como tantas que uno tuitea. Lo cierto es que St. Vincent es un intento de eso y el resultado es bochornoso. Pero St. Vincent no sólo es apenas una película poco efectiva. Irrita hacia el final en sus torpes intentos por emocionar. Como no logra hacerlo como consecuencia natural de lo que cuenta, echa mano a un ACV, a una esposa muerta, a una prostituta pariendo y a un nene tierno dando un discurso, para robarle unas lágrimas al espectador en una especie de asalto a mano armada. El viejo Vincent será un santo, pero la película se va al Infierno.
La semana pasada me dediqué a defender a Francotirador ante las críticas ideológicas recibidas, quizás poniendo equivocadamente el acento en algo que en un principio debería ser secundario. Pero ya se sabe que la ética y la estética están íntimamente ligadas y esto queda de manifiesto -una vez más- con uno de los estrenos de esta semana que parece dialogar con la película de Clint Eastwood: se trata de Inquebrantable, dirigida por Angelina Jolie. La película de Angelina cuenta también la historia real de un veterano de guerra (no voy a usar la palabra héroe todavía). Se trata de Louis Zamperini, un atleta que participó de los 5 mil metros llanos en las Olimpíadas de Berlín de 1936 y después fue bombardero en la Segunda Guerra Mundial y prisionero de guerra en un campo japonés, en donde fue torturado por el salvaje Mutsuhiro Watanabe a pesar de lo cual no cedió a traicionar a su país (de ahí el “inquebrantable” del título). En primer lugar hay que decir que Angelina Jolie tiene cierto talento para contar una historia. Me veo tentado a decir que se rodea de los mejores técnicos de Hollywood -su DF es nada menos que Roger Deakins, colaborador habitual de los hermanos Coen y nominado doce veces al Oscar, por esta película incluída- pero sería un comentario prejuicioso y hasta cierto punto machista: quizás es talentosa, por qué no. El problema con Inquebrantable es que el todo es mucho menos que la suma de sus partes. Tiene grandes momentos: la carrera en la que Zamperini termina octavo pero bate un récord en la última vuelta, el combate aéreo de la primera escena, toda la secuencia en la que Zamperini y dos compañeros sobreviven a la deriva en un bote en medio del Pacífico y algún otro. Pero el resultado final no deja de ser chato y poco emocionante. Acá es donde entra en juego la honestidad del narrador y donde resulta interesante compararla con Francotirador. Hay que tratar de ver más allá de que Clint Eastwood sea republicano y Angelina Jolie adopte nenes camboyanos y evaluar sus películas. La clave es esta: Eastwood es honesto con su narración y en consecuencia Chris Kyle no queda como un héroe; Angelina no es honesta precisamente porque quiere convertir a Zamperini en un héroe y para eso tiene que evadir algunas cosas. Acá hay que ver hasta dónde influyeron los guionistas, que fueron los popios hermanos Coen, Richard LaGravenese (el de El pescador de ilusiones) y William Nicholson (de Gladiador). Chris Kyle es un francotirador que mata desde lejos pero vemos a sus víctimas, entre las que hay mujeres y niños. Zamperini es un bombardero: también mata desde lejos, desde más lejos todavía, pero a sus víctimas nunca las vemos. Eastwood nos muestra y nos cuenta el descenso a los infiernos de su protagonista en su vida civil, Angelina en cambio elige no mostrar la vida civil de posguerra de Zamperini. Y el epílogo de ambas películas es parecido: imágenes reales de archivo. Pero las de Francotirador son amargas y las de Inquebrantable, esperanzadoras. Con esto no estoy diciendo que en el fondo Angelina Jolie sea más nacionalista que Clint Eastwood, sino que Eastwood es más inteligente y consecuente -¿talentoso?- y por lo tanto, al no escamotear las polémicas y claroscuros, deja como resultado una película más honesta y, al fin, más interesante. Y por contraste Inquebrantable resulta, precisamente por su miedo a entrar en zonas más complejas, un espectáculo hueco y carente de toda nobleza.
A veces sale una película perfecta, milagrosa. Es un poco misterioso porque el cine es un arte colectivo por más teoría del autor que uno quiera invocar. Y a veces aparece una película como Whiplash - Música y obsesión: dirigida por un tipo sin demasiada experiencia -había dirigido sólo Guy and Madeline on a Park Bench, una película muy chiquita que se pudo ver en el Festival de Mar del Plata de 2009-, protagonizada por dos actores conocidos pero nada populares, que cuenta una historia que ya ha sido contada hasta el hartazgo. La historia es esta: un músico -baterista en este caso- (Miles Teller) que tiene que enfrentarse a un profesor tan genial como abusivo (J.K. Simmons, el padre de Juno y el jefe del hombre araña en la trilogía de Sam Raimi, acá nominado al Oscar). En los papeles esto podría ser una película directo a video pero todo funciona tan bien que es perfecta, emocionante sin discursos ni trucos, transmite la frustración de una persona que quiere alcanzar la maestría en un arte, que quiere alcanzar lo inalcanzable, y de otro tipo que lo empuja a eso como si estuviera apurándole las riendas a un caballo hasta que el caballo se desploma, agotado, al borde de la muerte. Damien Chazelle, el director, logra transmitir el esfuerzo y la frustración de Andrew con una intensidad fuera de lo común y ayuda mucho que el instrumento que trata de domar el pibe sea el más físico de todos. Sangre, sudor y lágrimas, literalmente. Whiplash - Música y obsesión tiene además otra virtud que no es común: termina cuando tiene que terminar, con un golpe de platillo. Uno de los leit motivs que recorre la película es lo que dice el profesor Fletcher: “Not quite my tempo” (“no es mi tempo exacto”). Y el tempo de la película es perfecto, cosa que queda en particular evidencia en el último plano y el momento del corte a negro. Todos los años se incluye alguna película independiente dentro de las nominadas al Oscar. El año pasado fue Dallas Buyers Club: El club de los deshauciados y el anterior, La niña del sur salvaje. La diferencia es que Whiplash - Música y obsesión debería ganar.
Francotirador empieza con el francotirador del título matando de dos disparos certeros a una mujer y a un nene y así Clint Eastwood deja bien claro que no va a esquivar ni un poco la polémica ni le tiene miedo a las acusaciones que muchas veces ha recibido -injustamente, adelanto mi opinión- por parte del progresismo norteamericano, que es un poco más sensato que el de acá pero no mucho. Michael Moore salió a decir que su abuelo fue asesinado por un francotirador en la Segunda Guerra Mundial y que le enseñaron que los que matan de lejos son unos cobardes, que no son héroes. Así, a la vez que intenta anotarse unos porotos victimizándose, sale a criticar sin entender que precisamente la película muestra que Chris Kyle (Bradley Cooper) no es un héroe. No termino de entender si no se pueden borrar la imagen de Eastwood hablándole a una silla vacía en la Convención Nacional Republicana (cuando montó un diálogo imaginario con Obama en 2012), o si prefieren diferenciarse para colocarse rápidamente del lado de los Buenos y no ponerse a pensar realmente en los motivos y efectos de la guerra y en sus límites morales. El protagonista de Francotirador es el francotirador que más personas mató en la historia de los Estados Unidos. Como bien dice Michael Moore -pero apurado por juzgar y por opinar, eso lo lleva a bajarle el pulgar a la película- no es un héroe como sería Tom Hanks en Rescatando al soldado Ryan y de hecho Francotirador es menos una película bélica que un drama psicológico sobre un tipo que encontró su vocación y un sentido a su vida en matar gente. Tan poco heroico es Kyle que empieza su historia encontrando a su mujer teniendo sexo con otro hombre, después se enrola en los Navy SEALs a los 30 años, más grande que el resto, motivo por el cuál se burlan de él y termina dedicándose al poco honorable trabajo de asesinar a distancide lejos. Pero esos tiros precisos salvan a su vez a otra gente. Ahí está la dualidad moral: tiene razón Moore, Kyle no es un héroe si entendemos por héroe a alguien valiente -un superhéroe, en realidad-, pero sí es un héroe porque salvó vidas. La narración, como siempre, es perfecta y segura. El clasicismo de alguien de 84 años que ya está de vuelta y tiene bien claro qué quiere contar y no necesita pirotecnia sensorial: ni cancioncitas pop, ni movimientos sofisticados de cámara, ni un montaje que sea algo más que apenas funcional. Tampoco necesita parrafadas de guión y con una mirada o una línea es capaz de contar una escena compleja. Esto ya se ve desde el principio, después de que Kyle mata a sus dos primeras víctimas, una mujer y un nene que estaban a punto de arrojar una bomba (porque sí, Kyle mata a mujeres y nenes QUE PONEN BOMBAS, así de horrorosa es la realidad y Clint Eastwood no la escamotea). El francotirador limpia a los dos terroristas, salvando así a varios soldados que podían haber muerto en sus manos, y un compañero lo felicita, eufórico. Pero Kyle le contesta de mala manera con un “dejame”. Kyle no se siente un héroe y sabe que está haciendo un trabajo sucio pero que alguien tiene que hacer. Otro momento que parece contar una escena simple pero que encierra una profundidad no muy común está cerca del final, cuando Kyle termina sus misiones, se deprime y va al psicólogo. El terapeuta le dice que está deprimido porque necesita seguir matando y Kyle se defiende: necesita seguir salvando vidas. Pero lo dice sin convicción y en ese diálogo la película no baja línea sino que pone el conflicto en escena. Una gran virtud de esto la tiene Bradley Cooper, que logra imprimirle a su Chris Kyle una sutileza y una profundidad que deberían valerle el Oscar -que no va a ganar- y están lejos de las caricaturas de El lado luminoso de la vida y Escándalo americano. Igual que en J. Edgar, Clint Eastwood se anima a meterse con un tema sensible, desde su óptica no muy popular, y lo hace con seguridad y sin demagogia. No lo ayudan los progres de Hollywood pero tampoco los republicanos menos inteligentes: Sarah Palin dijo que “los izquierdistas de Hollywood no pueden ni limpiarle las botas a Chris Kyle” y es muy probable que gran parte de los espectadores que transformaron a Francotirador en un éxito de taquilla sin precedentes en la filmografía de Eastwood también hayan ido a ver una película que glorifica la guerra. Francotirador no es eso y recomiendo no llevarles el apunte a unos ni a otros. Podrán ver una película difícil y valiente.
Victoriosos y derrotados ‘Corazones de hierro’ no brilla demasiado en su parte bélica, sí en su parte dramática. La cartelera de cine está tomando envión para la seguidilla de estrenos que se viene de películas nominadas al Oscar y hoy apenas hay una más o menos considerable que, sin cucardas ni apellidos rutilantes -salvo el de Brad Pitt-, alcanza como para mitigar la ansiedad y saciar nuestra sed de cine. Se trata de Corazones de hierro, de David Ayer, conocido por su anterior -y muy buena- película En la mira, por haber escrito el guión de Día de entrenamiento y por ser el director de Suicide Squad, una de las películas del Universo DC que se va a estrenar el año que viene con la esperanza de empardar un poco a las mucho más exitosas franquicias de Marvel. Pero Corazones de hierro no tiene nada que ver con los superhéroes: los protagonistas son “apenas” héroes malheridos y repletos de falencias. Estamos en abril de 1945 en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial. Los alemanes ya perdieron pero el Führer dio la orden de que hasta la última mujer y niño defienda la nación del avance de los Aliados. En este panorama, una patrulla norteamericana avanza por el terreno enemigo. A pesar de que pertenecen al lado ganador, los soldados no se sienten victoriosos. Inmersos en un ámbito de muerte y a merced de unos nazis que ya no tienen nada para perder, marchan en su tanque -apodado “Fury”, de ahí el título de la película- lenta y trabajosamente, pisando cadáveres embarrados y tratando de encontrar a Dios. Algunos compararon a Corazones de hierro con Rescatando al soldado Ryan y debo confesar que yo mismo pensé en la película de Spielberg mientras la veía, pero hay que decir que pensé en ella por oposición: temáticamente es parecida pero es tanto menos hábil en las escenas de acción que la comparación la mata. Acá también nuestros héroes están cerca de la victoria -la película de Spielberg empezaba casi un año antes, durante el desembarco en Normandía- y son un grupo heterogéneo que representa de alguna manera las distintas vertientes de América. Wardaddy (Brad Pitt), el sargento que comanda a los demás, se parece un poco más a su personaje de Bastardos sin gloria que al de Tom Hanks en la película de Spielberg: es un bruto -uno lo imagina redneck en su país de origen- que disfruta matando nazis indefensos, lejos de la bondad extrema de Hanks. Sin embargo, y siendo un poco más ecuánimes, Corazones de hierro tiene poco que ver en su ritmo y en su estética con Rescatando al soldado Ryan. Ya desde la primera escena, Ayer pareciera querer marcar la diferencia: a la larga secuencia del desembarco en Normandía, caótica, extrema y frenética, Corazones de hierro le contrapone un soldado solitario que se materializa en el horizonte, que trota con su caballo blanco entre la muerte y la desolación, y de pronto es acuchillado por un sobreviviente que aparece de atrás de un tanque. Como película bélica, Corazones de hierro es correcta, quizás abusa del CGI -los tanques, inexplicablemente, disparan balas que parecen rayos láser- pero la fotografía del ruso Roman Vasyanov y algunas ideas de Ayer la hacen interesante. Lejos de un Spielberg genial e inspirado, pero un escaloncito arriba de las demás películas bélicas. Lo más interesante, sin embargo, es la relación entre Wardaddy y Machine (Logan Lerman, el protagonista de Las ventajas de ser invisible), un soldado inexperto que se niega a ser bestial como le pide su superior. Las escenas de tensión entre los dos están entre lo mejor de la película. Corazones de hierro no va a quedar en la historia, y probablemente el futuro de David Ayer esté más atado al resultado de Suicide Squad que a otra cosa, pero no está mal como placebo mientras esperamos la avalancha de películas nominadas al Oscar que empieza la semana que viene con los estrenos de Francotirador y Whiplash - Música y obsesión.