No me encontrarán entre los detractores de Adam Sandler. Es un tipo al que no entiendo por qué todos odian. (Algo parecido me pasa con Nicholas Cage.) Sí entiendo que encarna a una especie de niño eterno sin la cuota de cannabis canchera que puede tener un Seth Rogen y que eso puede no resultar muy simpático, pero como trato de que mis simpatías arbitrarias no interfieran en mis juicios, yo a Sandler lo quiero. Y protagonizó una de mis comedias románticas preferidas: Como si fuera la primera vez (50 First Dates). Sin embargo, en En tus zapatos, Sandler se aparta de la comedia más adolescente y encara un personaje taciturno un poco parecido al de La esperanza vive en mí (Reign Over Me), aunque bastante menos dramático. En tus zapatos es una comedia dramática en la que Sandler interpreta a un zapatero que trabaja en la misma zapatería del Lower East Side de Manhattan que su padre, que su abuelo y que su bisabuelo. Ahí maneja una vieja máquina de coser que de repente adquiere poderes mágicos: hace que todos los zapatos que pasen por ella capturen el cuerpo de sus dueños y lo trasladen a cualquiera que se los ponga. Entonces este tipo aburrido, cansado de su vida monótona, fracasado con las mujeres, que vive con su madre senil, encuentra una vía de escape y se va probando los zapatos de sus clientes para caminar por la calle como un matón de barrio, un tipo con una novia hermosa o incluso su mismo padre aparentemente muerto. La premisa mágica para una comedia de aprendizaje es muy común: desde el clasicazo Qué bello es vivir!, pasando por todas las películas de intercambio de cuerpos, la “enseñanza” termina siendo que hay que aceptar la propia vida, que todos tenemos nuestros momentos. Esa idea un poco conservadora suele ser matizada por la pericia narrativa y el filo de la historia. Pero En tus zapatos no tiene nada de todo esto. Sandler apenas se transforma físicamente en sus clientes, no se ve inmerso en sus vidas, el truco mágico es totalmente superficial. Para colmo, esto es una obviedad, cuando se transforma no es Sandler, y Sandler es lo mejor de la película. Andan por ahí Steve Buscemi, Dustin Hoffman y Ellen Barkin, todos cumplen y les queda un resto porque son enormes, pero Sandler tiene un aura especial, la melancolía que le imprime a su zapatero es casi mágica. Y se lo extraña cuando no está en la pantalla. Los detractores de Sandler van a ejercer su odio con esta película y sus fans no veremos nuestras expectativas colmadas. Para eso habrá que esperar a las vacaciones de invierno, cuando estrene Pixels y veamos a Sandler en su papel de siempre: un niño que nunca creció.
A pesar de lo que uno podría imaginar, hubo sólo dos adaptaciones cinematográficas célebres del clásico cuento de hadas de La bella y la bestia: la extraordinaria (e influyente) película de Jean Cocteau de 1946, y la que seguramente vieron todos los que están leyendo esto, la de Disney de 1991. Por eso esta nueva versión, francesa como la más conocida de las versiones del cuento -la de Marie Leprince de Beaumont-, me interesó desde el principio y más porque los protagonistas son un golazo: la hermosa y talentosa Léa Seydoux -de La vida de Adèle y próxima chica Bond- y el genio de Vincent Cassel, con esa cara tan particular de bestia bella. El director es Christophe Gans, que venía de hacer una película de terror muy vistosa pero bastante tonta como Silent Hill y acá continúa en esa línea de barroquismo visual sin demasiado sustento. Esta versión de La bella y la bestia es verdaderamente cautivante al principio, desde el ya clásico “Había una vez…” y el libro que se abre -recurso nada original pero que a mí siempre me engancha-, pasando por los escenarios, el vestuario y la belleza de Seydoux, que a pesar de un leve exceso de CGI funcionan muy bien. Los actores no se pueden destacar demasiado por sus trabajos pero todos tienen un carisma y una presencia que suman bastante: no sólo Cassel y Seydoux, sino también el veterano André Dussollier (el padre de Belle) y el español Eduardo Noriega, con una cicatriz que le cruza la cara, que hace de un villano inventado para la película. Al final, todos terminan siendo un elemento más en la decoración. Entonces llega pronto el momento de estar inmerso en ese mundo y dejar de maravillarse con los espejitos de colores. Y La bella y la bestia entonces demuestra toda su vulnerabilidad: un ritmo cansino que ni siquiera nos recompensa con una complejidad siquiera moderada la terminan transformando a la película en una especie de palacio hermoso pero abandonado, como el de la Bestia, digno para ser instagrameado pero en el que nadie estaría dispuesto a vivir.
Una parodia protagonizada por Simon Pegg que amaga pero no concreta. Hablemos de Simon Pegg. Este señor inglés escribió y protagonizó tres comedias extraordinarias: Shaun of the Dead (de zombies), Hot Fuzz (de acción) y The World’s End (ciencia ficción). Su estilo es filoso y sagaz, fumón pero con una vuelta más que un Seth Rogen porque, al fin y al cabo, es inglés. A partir de esta trilogía empezó a pegar papeles en películas grandes como Misión imposible o Star Trek. Y ahora llega como protagonista -pero sin escribir ni nada- de una comedia sorprendente: Hector y la búsqueda de la felicidad. Pero no es sorprendente en el buen sentido sino todo lo contrario. Cuesta creer, cuando uno la empieza a ver, que lo que está viendo es eso y no hay nada por atrás. Que no es una parodia como las que acostumbra interpretar Pegg. Hay un par de momentos graciosos al principio pero uno espera entrar en el chiste hasta que se da cuenta de que no hay ningún chiste. Pegg interpreta al Hector del título, un psiquiatra muy correcto y ordenado, que de pronto se da cuenta de que no puede ayudar más a sus pacientes si no descubre cuál es el secreto de la felicidad. El punto de partida recuerda a la genial Brain Candy, del grupo canadiense The Kids in the Hall -el que no la vio, véala urgente-, pero mientras esta era una crítica mordaz a las terapias alternativas, a la psiquiatría y a la autoayuda -y además, vamos, era muy graciosa y no sólo por eso-, Hector en busca de la felicidad, no. Hector viaja por todo el mundo y se encuentra con diferentes personajes que le van ayudando a encontrar la felicidad, o al menos a descartar lugares en donde encontrarla. Y va anotando ítems en su libreta, como por ejemplo: “Hay gente que cree que la felicidad es tener dinero”. Y esto es así, no tiene un doble sentido, una ironía, una profundidad mayor que esa obviedad que estoy diciendo. Parece difícil de entender que Simon Pegg sea el protagonista de esta película. Pero se puede rescatar algo bueno: más allá de las películas que escribe o de los pequeños papeles secundarios en tanques de Hollywood, en Hector y la búsqueda de la felicidad se lo adivina como un posible Tom Hanks. Es decir: un comediante dulce, lejos del cinismo. Puede ser que ocurra y ojalá, porque es un genio. Pero Hector en busca de la felicidad no es un buen primer paso.
Otra buena adaptación de una novela de Claudia Piñeyro Tuya es ya la tercera adaptación al cine de una novela de Claudia Piñeiro y aunque quizás no sea la mejor, la trama está tan bien construida que por momentos merece que uno haga la vista gorda con algunas de sus falencias. Puede decirse que Tuya es una película de suspenso o bien una comedia negra o ambas cosas. El ambiente, como suele ocurrir con las historias de Piñeiro, es el de la clase media alta porteña y el punto de vista es el de una mujer. Todo observado con una mirada filosa e irónica. La protagonista es Inés (Andrea Pietra), que apenas empieza la película descubre un poco por accidente que su marido la engaña. En lugar de confrontarlo, porque sabe que una confrontación equivale a una pelea y ella lo único que quiere es mantener al menos ese simulacro de matrimonio, lo vigila y lo sigue hasta que es testigo de una situación violenta entre su marido y su supuesta amante que termina en la muerte de ella. Inés, entonces, más aliviada por la desaparición de la rival que preocupada por el asesinato que cometió su marido, lo ayudará a ocultar el crimen. Ese es el puntapié inicial de una historia que tiene algunas vueltas de tuerca y que avanza firme. Siempre queremos saber qué va a pasar después, el tono de Pietra y de Jorge Marrale –que interpreta muy bien a su marido, aunque quizás no dé con el physique du rol– es de lo mejor y entre los dos logran tres o cuatro escenas que condensan un humor negro que habría sido bienvenido en más momentos. A la par de la historia de ocultamientos y crímenes de Inés y su marido, está la historia de su hija adolescente. Laly (Malena Sánchez) tiene 17 años y a pocos días de irse de viaje de egresados se entera de que está embarazada. El padre de su hijo no quiere saber nada y ella no se anima a contárselo a sus padres, entonces lleva adelante el embarazo, ocultándolo con una faja. El planteo es ácido y redondo. Cada jugador cumple su rol muy bien. El único problema está en un par de escenas, que para colmo son escenas clave en la trama, que no terminan de resultar del todo verosímiles. Y también en el personaje de Inés que no termina de estar pintado de forma tal de que uno entienda o acepte ciertas actitudes o decisiones. Tuya está un escalón por debajo de Las viudas de los jueves y Betibú (creo que las tres películas son más parecidas entre sí que entre las otras películas de sus respectivos directores), pero igual funciona bien casi siempre.
La película anterior de Adrián Biniez, Gigante, había abierto el BAFICI de 2009 y no escapaba a las generales de la ley de ese cine minimalista y de silencios que ya para aquel momento estaba dejando de ser la norma en el cine argentino pero que en los años previos lo fue. Gigante era una película que no corría demasiados riesgos, iba a lo seguro y resultaba redondita. Seis años tardó Biniez en darnos su segunda película. El panorama del cine argentino es completamente diferente y El 5 de Talleres no tiene casi nada que ver con Gigante más allá del protagonista inmerso en su mundo laboral de clase media-baja. Pero acá no hay minimalismo ni silencios: se trata de una comedia dramática más clásica, costumbrista, ambientada en el mundo del fútbol. El protagonista es el Patón (un eficiente Esteban Lamothe, acostumbrado ya a los roles de “rústico del interior”), un futbolista que juega de 5 en el club Talleres de Remedios de Escalada, en la Primera C del fútbol argentino. El Patón es un jugador tosco que como todo buen 5 del ascenso tiene fama -justificada- de meter la pierna por demás. Promediando el campeonato, es expulsado y le dan ocho fechas de suspensión. Ya bien entrados los 30, el Patón está cansado de pelearla y decide retirarse al final del campeonato. La película transcurre entre que el Patón toma la decisión y que la hace efectiva, entre el partido de la expulsión y el último partido del campeonato, y está dividida en capítulos, uno por cada partido, capítulos en los que uno imagina está dividida la propia vida de cualquier jugador. El 5 de Talleres es una comedia menos amarga que lo que uno imagina porque no termina de zambullirse en el drama de su protagonista que, a la edad en la que todos empezamos a tener la vida un poco más armada, tiene que empezar de nuevo. Biniez prefiere pintar unas viñetas costumbristas, en general muy logradas, pero -igual que pasaba con Gigante- muy poco arriesgadas. La diferencia con Gigante es que esta película y esta historia pedían un poco más de riesgo. El cine argentino no es muy pródigo en películas deportivas a pesar de que hay pocas cosas más cinematográficas que el deporte, como bien muestran una cantidad enorme de películas norteamericanas hermosas y emocionantes. El 5 de Talleres no es, estrictamente, una película deportiva, pero el último partido del Patón es el momento en el que Biniez debería haber pelado su destreza para filmar un partido de fútbol conmovedor y no lo hace. Como en Gigante, Biniez va a lo seguro. La diferencia es que El 5 de Talleres pedía a gritos emoción y épica. Nos dejó con las ganas.
Apenas salí de ver Vicio propio tuiteé “Embole mayúsculo Inherent Vice. Lo mejor es Josh Brolin que debería hacer de Boogie El Aceitoso alguna vez”, con esa liviandad propia del género “crítica cinematográfica en Twitter”, género que tiene la virtud de ser honesto y salir de las entrañas, pero que suele ser también bastante injusto. Quiero matizar, sin embargo, mi opinión original de que Vicio propio es un embole mayúsculo (aunque lo es). No queda inteligente juzgar a una película por cuánto lo entretuvo a uno, en primer lugar porque eso es algo muy subjetivo y también porque no siempre el objetivo de una película es el de entretener. Pero veamos. Vicio propio viene con la carga pesada de ser la primera adaptación cinematográfica de una novela del escurridizo y confuso escritor Thomas Pynchon y de estar dirigida por uno de los realizadores más personales de Hollywood: Paul Thomas Anderson. La historia está ambientada en California, años setenta, y está protagonizada por un detective privado que se la pasa fumando porro (Joaquin Phoenix) y que se cruza con diferentes personajes extravagantes en la búsqueda de una ex novia desaparecida (Katherine Waterston). Si hay algo que logra Anderson es sumergirnos en su mundo, en esa California años setenta que es SU California años setenta. Con una conjunción de planos cortos y diálogos largos, de cantidad de personajes que van entrando y saliendo de la trama sin demasiada explicación, Vicio propio termina siendo un viaje en el que a partir de cierto momento ya no importa demasiado quién es quién ni por qué pasa lo que pasa. Como si el espectador estuviera tan fumado como el protagonista, empieza a perder la memoria de corto plazo. Pero Vicio propio tampoco es una comedia fumona clásica, aunque tiene algunos momentos graciosos. Anderson se empeña en esquivar el lugar común y no apela a los típicos recursos artificiosos con planos raros o trucos visuales que remitan a lo onírico. Y aunque hay cierta estética de neón, más allá de la obvia de los títulos, el efecto de trip está logrado gracias a los diálogos, los personajes, la música y la ambientación. A lo que sí cede Anderson es al casting innecesariamente juguetón. Más allá de Phoenix y de un extraordinario Josh Brolin -como dije, una especie de Boogie El Aceitoso- pasan por ahí en papeles demasiado breves Eric Roberts, Maya Rudolph, Benicio del Toro, Owen Wilson, Reese Witherspoon, la actriz porno Belladonna, Martin Short y Martin Donovan, entre otros un poquito menos conocidos. Por momentos la película parece una sucesión de sketches desparejos (el de Short es muy divertido pero parece de otra película) sin demasiado sentido general. Pero, eso sí, esa estructura contribuye a la sensación de trip fumón en el que ya no nos acordamos por qué pasa lo que pasa. Si bien se puede festejar que Anderson no transe con un soundtrack demagogo ni explote las cualidades acrobáticas del montaje que le vimos en Magnolia, el resultado termina siendo agotador. Puede que esa fatiga que provoca sea la misma que provoca la poética de Pynchon, un tipo conocido por sus tramas y su prosa inasequibles.
La distopía de la semana De las adaptaciones de novelas ‘young adult’, Divergente no es de las mejores ni de las peores, pero esta segunda entrega desciende un escalón. El momento en el que el trabajo de crítico de cine se convierte en un trabajo real es aquel en el que uno tiene que ver estas películas que en apariencia no son ni malas ni buenas, que simplemente funcionan dentro de un universo de franquicias, novelas young adult, estrellas en ascenso que el tiempo colocará en su lugar y directores y guionistas profesionales –algunos con más pericia que otros, todos correctos– cuyos nombres se repiten dentro de este panorama. En realidad siempre es un trabajo, pero digo en este caso trabajo porque tiene la cuota de tedio que uno asocia a la palabra trabajo. Porque, por supuesto, dentro de esas toneladas de películas que parecen todas iguales entre sí, hay algunas que son mejores, otras peores, otras que se parecen, otras que sólo en la superficie, y uno se ve ante la tortuosa tarea de separar la paja del trigo. Pues bien: la serie Divergente pertenece al conjunto de películas young adult que resultan exitosas y que aunque no alcanzan la calidad de otras como Los juegos del hambre tampoco son un desastre como El dador de recuerdos o Maze Runner – Correr o morir u, ¡horror!, Cazadores de sombras: Ciudad de huesos. Hay algo atractivo en esa Chicago postapocalíptica y en Shailene Woodley como una sub-Jennifer Lawrence lanzada a la Revolución contra una estado totalitario. Primero hay que comerse la galletita de la premisa: futuro distópico, sociedad dividida en “facciones” que representa cada una una virtud (todo muy Pitufo, aunque al revés). Ellas son Abnegación (es la facción que gobierna), Erudición, Cordialidad, Osadía y Verdad. Cuando los jóvenes cumplen 16 años hacen una prueba de aptitud en la que se les informa a qué facción pertenecen, un poco al estilo del Sombrero Seleccionador de Harry Potter pero sin magia y con una excusa científica. Pero a diferencia de Harry Potter, acá el joven puede elegir su facción independientemente de cuál le ha tocado en suerte. Y también hay otra posibilidad: que el sujeto no pertenezca a ninguna de las cinco, o más bien que tenga un poco de cada una, en cuyo caso es un Divergente y se transforma en una amenaza a la sociedad porque no puede ser controlado. Nuestra heroína, Tris (Woodley), lo adivinaron, es Divergente, pero pudo zafar de la estigmatización y la anotaron en Abnegación, de donde es su familia. Ella eligió, lo adivinaron tambíen, Osadía. La primera entrega de Divergente se estrenó el año pasado y resultaba una especie de prólogo que nos introducía en este mundo disparatado que, si uno estaba dispuesto a no reclamarle demasiada verosimilitud, funcionaba y entretenía. Parecido a Los juegos del hambre, lo mejor era la parte del entrenamiento en la que se mezclaba acción con ciencia ficción con estudiantina. Esta segunda película, que adapta el segundo libro de la trilogía, gana intensidad pero pierde interés –extraña combinación, pero así es– porque la aventura se vuelve más prosaica, más bélica, más allá del McGuffin de la caja que sólo puede abrir un Divergente y que contiene unos secretos guardados por los fundadores de esa sociedad extraña y que cambiarán el curso de la historia en las últimas dos películas (a estrenarse en 2016 y 2017, que adaptan el tercer libro de la trilogía). Lo que le falta a Insurgente es esa complejidad política de Los juegos del hambre. Tampoco es que la serie de Suzanne Collins sea El 18 Brumario –apunta a un público adolescente, seamos buenos– pero al menos plantea cuestiones interesantes en torno a la heroína y la opinión pública, a los líderes revolucionarios y demás. Y por supuesto, Los juegos del hambre tiene un seleccionado de actores maravillosos que aunque en su gran mayoría ponen el piloto automático, siempre brillan: Julianne Moore, Philip Seymour Hoffman, Stanley Tucci, Woody Harrelson, Donald Sutherland, además de Jennifer Lawrence, que ya es sin dudas una de las mejores actrices de su generación. Todo ese plus le falta a Insurgente, a pesar de que en esta segunda entrega se introduce el personaje de Naomi Watts, que seguramente tendrá mucho más protagonismo en las próximas películas: se trata de Evelyn, la líder de los Abandonados, que son aquellos que no encajaron en ninguna de las cinco facciones principales ni tampoco son Divergentes. Escribo esto y me parece una pavada. Quizás la virtud mayor de Insurgente sea que, mirándola, no parece tan pavada.
Un viaje hacia el olvido La historia de una mujer enferma de Alzheimer emociona sin estridencias. Si uno pusiera el piloto automático, o si mantuviera con mayor o menor esfuerzo la distancia emocional y se ocupara de impedir que se derriben los prejuicios y preconceptos, probablemente menospreciaría Siempre Alice como la típica película de enfermedad cuya única virtud es el trabajo de Julianne Moore, que ganó el Oscar, claro, obvio, gracias a un papel que mueve a las lágrimas. Pero sería injusto, porque si bien Siempre Alice no viene a revolucionar el lenguaje cinematográfico (¿cuántas películas lo hacen?) cuenta una historia con sensibilidad, inteligencia y un pulso narrativo firme, que maneja las elipsis con habilidad, y que sí, está protagonizada por una magistral Julianne Moore pero no sólo eso: la acompaña un grupo muy sólido de actores secundarios entre los que se destacan Alec Baldwin (su marido, firme y seguro pero vulnerable hacia el final) y una excepcional Kristen Stewart (su hija rebelde, aspirante a actriz). La película está basada en el best-seller de Lisa Genova –autopublicado por la escritora y que gracias a su fenomenal éxito fue adquirido por Simon & Schuster– y cuenta la historia de Alice Howland, una prestigiosa profesora de lingüística en la Universidad de Columbia, felizmente casada y con tres hijos adultos, que a poco de cumplir 50 años es diagnosticada con Alzheimer precoz. La progresión de la película, muy precisa en los momentos que elige contar y en sus saltos temporales, va mostrando el deterioro de Alice, desde que lucha con la ayuda de su inteligencia y de la tecnología contra los olvidos leves y parciales del principio, hasta que finalmente ya casi no reconoce a sus hijos ni puede hablar. Aunque sea algo extracinematográfico, es imposible no mencionar que la película fue dirigida por la dupla Richard Glatzer y Wash Westmoreland, matrimonio en la vida real, que la dirigieron mientras Glatzer sufría de otra enfermedad degenerativa (esclerosis lateral amiotrófica en su caso). Glatzer fue hospitalizado dos días antes de la entrega de los Oscar y vio la ceremonia junto a su marido en el hospital. Murió el martes a los 63 años. Es extracinematográfico, sí, pero algo de esa historia se debe haber colado en la realización de la película, porque mucho de lo que se cuenta tiene que ver no sólo con el deterioro de Alice sino con la reacción de su familia, sobre todo la reacción a una enfermedad que tiene tanto que ver con las relaciones. “Ojalá tuviera cáncer”, dice en un momento Alice. “No sería tan vergonzoso. Cuando tenés cáncer la gente usa moños rosas por vos, organizan caminatas, juntan dinero…” No hay demasiados momentos como ese –de confesiones fuertes, de melodrama–, sólo los justos y necesarios. Siempre Alice se mantiene en un tono hasta cierto punto neutro, sin demasiado llanto –aunque alguno hay, por supuesto, y está bien que lo haya– ni gritos ni conflictos más allá que el principal. La familia de Alice es adorable, sana, pero no es inhumanamente perfecta, tiene los defectos y conflictos de toda familia. Muchas veces es más fácil reconocer una película mala que una película buena. Siempre Alice no tiene virtudes muy estridentes –más allá del trabajo de Moore, “aclamado universalmente”, como se dice– pero toma de las narices al espectador y lo lleva de viaje. Un viaje triste pero también, en un punto, reconfortante. ¿Cuántas películas lo hacen?
Una floja película norteamericana que disfraza de clasicismo su falta de ideas. Me gusta el cine clásico y no considero que la originalidad sea un valor en si mismo. Prefiero Cuando Harry conoció a Sally a Blue Valentine (aunque me gustan las dos). “Pa’ novedad, lo clásico”, dice el refrán. Las fórmulas de Hollywood tan vapuleadas por ciertos espectadores que después corren a ver bodrios europeos con pátina artística son la cuna y el hogar del cine. Un autor que logra contar su historia ateniéndose a esas reglas es como el poeta que fabrica su música y sus ideas dentro del rígido corsé de un soneto. Dicho todo esto, también es cierto que cuando el clasicismo resulta un refugio para la mediocridad y la falta de ideas, todo se transforma en un tedio insoportable. Y esto es lo que pasa con McFarland: Sin límites. A priori, una película sobre un deporte (en este caso, el cross-country o running a campo traviesa) con protagonistas humildes que logran escapar de su vida miserable gracias a su sorpresiva capacidad para correr, con la ayuda de un entrenador que ya ha fracasado demasiadas veces y se está jugando sus últimos cartuchos, resulta irresistible. Y más si ese entrenador está interpretado por Kevin Costner y la historia está inspirada en hechos reales. Jim White (Costner) es un entrenador de fútbol americano que después de perder los estribos varias veces con sus jugadores termina como profesor en un pueblo perdido de California con una población de más del 90% de latinos. El pueblo es el McFarland del título, y allí va a vivir con su muy rubia familia: su mujer (Maria Bello) y sus dos hijas (Morgan Saylor, la hija de Brody en Homeland, y Elsie Fisher). Pronto White descubre que los chicos no tienen disciplina para jugar al fútbol pero que son muy veloces (no tienen auto y van corriendo del colegio a sus casas y a trabajar los campos) y por lo tanto podrían competir en cross-country. Después de convencer al director de la escuela y a pesar de que no tiene experiencia como entrenador de ese deporte, arma el equipo y se pone a trabajar. Lo que sigue obedece a la fórmula al pie de la letra: empiezan perdiendo, terminan ganando; algunos desertan por culpa de sus familias problemáticas, pero regresan; la hija adolescente se enamora del líder del equipo; la mujer odia el pueblo y termina haciéndose amigas y queriéndose quedar; cuando el equipo empieza a ganar, a White le ofrecen un puesto como entrenador en una ciudad mejor pero él decide quedarse; etc, etc, etc. Todo avanza prolija y correctamente, como si estuviéramos asistiendo a la puesta en escena de un guión de ejemplo, el guión rotulado “película deportiva 1”. Ningún personaje tiene vida, ningún conflicto emociona y Kevin Costner tampoco logra inyectarle carisma a una película tan árida como el paisaje en el que se desarrolla. Hacia el final incluso se cumple con el ritual de mostrar a los personajes reales de la historia y recién ahí uno toma consciencia de que lo que acabamos de terminar de ver nos debería haber emocionado. No ocurrió y, para ese momento, ya es demasiado tarde.
Una gran película argentina al borde del grotesco No hay muchas películas así en el cine argentino y arriesgo que no es casualidad que la haya escrito y dirigido una actriz. Pistas para volver a casa es un drama con toques de comedia negra, un grotesco que nunca llega a irse de mambo y parecerse al cine argentino de los 80, una road movie depresiva, una historia que termina siendo muy redonda. La segunda película como directora de Jazmín Stuart cuenta la historia de dos hermanos en sus “tempranos cuarentas” (extraordinarios Juan Minujín y Érica Rivas) a los que les va bastante mal en la vida: Dina es soltera y trabaja en un lavadero, Pascual tiene dos hijos y sobrevive con algo del dinero que le pasa su ex mujer y el que le da su vecina de 65 años a cambio de sexo. Los dos están dejados, sucios y no alcanzan a estar deprimidos porque para eso es necesario tener cierta consciencia de su fracaso. Este es el primer y fundamental acierto de la película: está protagonizada por dos personajes originales, singulares, que no son parecidos a ningún otro que hayamos visto y que no necesariamente reconozcamos en nuestra vida cotidiana, pero que resultan palpables y verosímiles gracias a la precisión con la que están delineados por la autora y los actores. Dina y Pascual viajan a un pueblo cercano al de su infancia cuando les avisan que su padre (Hugo Arana) sufrió un accidente. Al llegar, él les revela que vendió su casa -lo único que tenía, lo único que ellos iban a heredar- para buscar a su mujer, la madre de ellos, que los abandonó hace treinta años. El dinero está enterrado en el medio del bosque, pero él no se acuerda bien dónde. La que sabe es esa madre ausente, a la que irán a buscar más para recuperar la plata que para recuperarla. El tono de la película es lo más particular y recuerda un poco al de otra gran película que fue Las mantenidas sin sueños, escrita y dirigida por otra actriz: Vera Fogwill. Es un tono que está al borde de la inverosimilitud pero (en general) no cae en ella, un tono al límite del grotesco, de un humor amargo que adora a su criaturas ridículas y patéticas. No siempre da en el clavo la película y al principio le cuesta encontrar el carril, o quizás sea que a nosotros nos cuesta acostumbrarnos a su temperatura como si nos hubiéramos sumergido de golpe en una pileta de agua fría. Pronto el cuerpo se aclimata y justo cuando Dina y Pascual emprenden la búsqueda de su madre la cosa empieza a funcionar. Ya dije que Juan Minujín y Érica Rivas hacen un trabajo excepcional, pero quiero repetirlo y extenderme en esto. Gracias a esos personajes deliciosos que les dio Stuart para jugar, los trabajos de Minujín y Rivas son un espectáculo en sí mismo. Sin que esto vaya en desmedro del conjunto, ver sus gestos, la cadencia de sus voces y sus interacciones es verdaderamente un placer. Hay una escena en particular que ya está en mi videoteca mental del cine argentino: los dos bailando borrachos en el casino. Ojalá todos la puedan ver.