Cómo es la soledad Maracaibo viene sin cucardas ni estrellas pero sorprende como un drama sólido acerca de la relación entre un hombre, su hijo y la tragedia. Una película argentina sin Darín, Francella ni Peretti, pero que tampoco pasó por festivales importantes ni su director es un mimado por la crítica. Hay cientos de ellas y pasan sin pena ni gloria, en su mayoría merecidamente. Si para algo sirve un crítico de cine es para descubrir aquellas que merecen pasar aunque sea con algo de gloria. Maracaibo, de Miguel Ángel Rocca es una de ellas. Seamos buenos: está protagonizada nada menos que por Jorge Marrale y Mercedes Morán. No son dos desconocidos. Son dos grandes actores, pero no “cortan tickets”, como suele decirse. Ellos son Gustavo y Cristina, un matrimonio de clase media alta. Tienen un hijo de 22 años, Facundo (Matías Mayer), y una vida feliz y en armonía. Son simpáticos, se quieren, se toman con humor los achaques de la edad y él acaba de ser ascendido a jefe de cirugía en el hospital en el que trabaja. Hasta que un día, Gustavo descubre que el amigo de su hijo en realidad no es su amigo: es su novio. Facundo es gay. Su reacción es el estupor. Le pregunta a su mujer si lo sabía. Su hijo quiere hablarle, pero él no puede enfrentar el asunto todavía. Una de las virtudes de la película es que -salvo un par de escenas, y son las peores- no se pierde en parrafadas ni diálogos que intenten explicar el conflicto. Sin que Gustavo diga nada -y también por el extraordinario trabajo de Marrale- adivinamos que el hecho de que su hijo sea gay le molesta más de lo que hubiera imaginado en la teoría, le molesta no haberse dado cuenta, le molesta que le moleste. Y cuando creemos que la película va a ser un drama íntimo acerca de la aceptación (o no) de un padre a su hijo gay, sucede la tragedia. No es un espoiler porque está en la sinopsis oficial: dos ladrones entran en la casa (Luis Machín y Nicolás Francella) y matan a Facundo. Entonces la película entra en un terreno denso y oscuro, y empieza a jugar con la naturaleza de lo irreversible. Ahora Gustavo tiene que hacer el duelo, hacer las paces con ese hijo que acaba de morir y superar los conflictos que surgen en su matrimonio por culpa de los reproches y el dolor. Pero no solo eso: también traba relación con el asesino de su hijo (Francella) en la cárcel. Y ahí se agrega una capa a la historia: otra relación padre-hijo que puede funcionar como espejo de la de Gustavo y Facundo. Maracaibo es rigurosa y funciona gracias al enorme trabajo de Marrale, responsable de cargarse al hombro un personaje difícil y unas escenas que van del drama hogareño al thriller y que si no se caen de la verosimilitud es gracias a él. La experiencia es demoledora y recuerda un poco al drama de Manchester junto al mar, aunque Maracaibo es menos delicada. Es mérito del guión hacernos querer a esos personajes primero y después tirarles encima un transatlántico. Si un crítico sirve para algo (¿sirve para algo?) es para tratar de encontrar estas películas entre el aluvión de estrenos. Maracaibo no es una película más y no va a dejar indemne a los que se le animen.
La violencia está entre nosotros Con El otro hermano, basada en Bajo este sol tremendo de Carlos Busqued, Israel Adrián Caetano hace su mejor película desde Un oso rojo. La filmografía de Israel Adrián Caetano venía medio a los tumbos después del fiasco del documental sobre Néstor Kirchner y de Mala, una película que siendo benevolentes podemos calificar de fallida, o sino de directamente mala, como anuncia su título. Pero se encontró con la historia de Carlos Busqued (Bajo este sol tremendo) que no solo es extraordinaria sino que además pertenece a su universo: un universo de desclasados, de gente al margen de la ley. Caetano vuelve con El otro hermano a su mejor forma: es su mejor película desde Un oso rojo. La primera imagen, como en toda buena película, ya sienta las bases y anuncia el tono de lo que vamos a ver. Una especie de parada de micro muy precaria en un pastizal al costado de una ruta, una leyenda que dice “Morales intendente”, y un hombre con bigotes, lentes de sol, un celular primitivo en la cintura y una especie de maletín de esos que se llevan en la mano como una carpeta de cuero. Está esperando. Ese hombre, veremos luego, se llama Duarte (Leonardo Sbaraglia). Y está esperando a Cetarti (Daniel Hendler), que llega -un poco tarde- en su auto. Cetarti viene de Buenos Aires. Duarte lo llamó porque tiene que reconocer los cuerpos de su madre y de su hermano, asesinados por un policía pareja de la madre que luego se suicidó. Cetarti no veía a su familia hacía años al punto que no parece muy afectado por la tragedia. Vomita cuando ve los cadáveres, pero porque están destrozados por culpa de los escopetazos. Duarte se apura a que Cetarti firme todos los papeles y después le ofrece un tongo para cobrar un seguro de la Fuerza Aérea. Son 25 mil pesos y van mitad y mitad. Después Cetarti va a la casa de su hermano muerto: en realidad apenas son cuatro paredes de cemento en el medio de un pastizal y está repleta de porquerías. Decide quedarse unos días ahí hasta que Duarte arregle el tema del seguro. Todavía no llegaron los títulos de la película y Caetano ya nos presenta dos personajes enigmáticos y una tensión casi insoportable, que se va a mantener durante las dos horas. Sabemos (intuímos, en realidad) que Duarte es un tipo peligroso. Es policía y tiene poder en ese pueblo. Su falsa simpatía esconde algo. Pero pronto vamos a ver que Cetarti, que en un principio parece un porteño indefenso ante la brutalidad provinciana -un poco a la manera de La violencia está entre nosotros, de John Boorman-, no tiene nada que perder ni tampoco ningún prurito en mezclarse en los negocios de Duarte si hay algo de guita a cambio para poder cumplir con su deseo de seguir viaje hasta Brasil. El origen de la historia es un crimen brutal, el de la madre y el hermano de Cetarti, y la actitud de Duarte en la morgue nos hace pensar que hay algo raro detrás, que las cosas no fueron como él dice. Pero Cetarti no parece muy interesado en indagar más allá, y acepta sin protestar la sugerencia de Duarte de cremar los cuerpos. La historia no será, entonces, un policial acerca de un crimen. Pero esa incomodidad inicial no nos abandonará jamás. No conviene revelar más detalles de la trama, porque la película juega todo el tiempo con nuestras expectativas. El pueblo que pinta Caetano está desolado y aunque por momentos la película tiene cierto aire de western, acá no hay un saloon, no hay sheriff, no hay cabaret, no hay absolutamente nada. Apenas un vendedor y comprador de chatarra (Pablo Cedrón) y algunos perros rabiosos. Tampoco hay bajada de línea. Si el Oso (Julio Chávez) de Un oso rojo tenía cierta ética y era capaz de decir que “toda la guita es afanada”, los personajes de El otro hermano carecen de toda ideología o justificación para sus actos. Ni siquiera las víctimas de los crímenes más aberrantes son dignas de compasión. Y Caetano logra retratar sin subrayados este universo brutal. Sabe que es más efectivo un plano un poco más largo que lo usual de un zapato pisando un escarabajo, que mil flashbacks explicando el pasado truculento de un personaje. Porque Caetano es, en resumen, un gran director de cine. Y en una historia como la de El otro hermano, es capaz de demostrarlo mejor que nunca.
Dante y Beatriz en Barcelona En La academia de las musas, José Luis Guerín vuelve a valerse de elementos del documental, para contar la relación de un profesor con sus alumnas. Cuando empiezo a dar clases, suelo abrir la charla preguntando “¿qué es el cine?”. Los alumnos en general se sorprenden porque creen que la respuesta es evidente. Después digo: “si yo grabo esta clase con una cámara y la proyecto en una sala, ¿es cine?”. Así empezamos a hablar de montaje, planos, puesta en escena, porque de eso se trata el cine. La academia de las musas empieza justamente con el registro de una clase. El profesor Raffaele Pinto habla sobre la figura de la musa en la obra de Dante Alighieri ante un auditorio compuesto por mayoría de alumnas mujeres en la Universidad de Barcelona. La cámara de Guerín alterna entre planos del profesor, muy aplomado explicando algo que seguramente ya explicó muchas veces, y sus alumnas. Va descubriendo personajes. La alumna algo inexperta, la que habla en italiano (quizás en un intento de destacarse ante el resto), la feminista, y así el tema de la clase va pasando a invadir lo personal. Debaten sobre la importancia del amor y la cámara pareciera intentar contarnos que no están hablando solo de Dante, sino más bien de ellas. Esto que podría ser una interpretación algo forzada de esa primera escena (bastante larga, dura más de 7 minutos), a medida que avanza la película se transforma en la interpretación obvia. Si bien estéticamente la película nunca abandona el registro símil documental (desprolijo con la cámara, natural con los diálogos), Guerín introduce elementos que uno imagina que son de ficción: la relación virtual de una alumna con un enamorado a quien no conoce, el matrimonio del profesor que no anda demasiado bien, e incluso la relación de este hombre con sus alumnas, que pronto vemos que va más allá de las clases. Digo que uno imagina que estos elementos son de ficción, pero esto no significa estrictamente que sean “falsos”. Más allá de que la mujer de Raffaele sea o no su mujer (no quise googlearlo, prefiero no saberlo), más allá de que lo que vemos sea reflejo fiel o no de esa relación, los diálogos que mantiene con ella estan en tensión con las escenas previas o posteriores con todas las reglas de la ficción y de la fábula. Raffaele y su mujer hablan del papel de la mujer en la literatura, y es evidente que no solo están hablando del papel de ella en el matrimonio, sino que además ella está mortificada por la relación que intuye tiene su marido con las alumnas. Tanta cantidad de información, tan compleja y precisa, en apenas un plano de dos personas hablando detrás de un vidrio en el que se reflejan los árboles, solo puede existir gracias al lenguaje cinematográfico al que Guerín maneja a la perfección. La academia de las musas, entonces, es varias películas. Por un lado, la historia de la relación de un profesor con sus alumnas y el efecto en su matrimonio. Por el otro, en el plano de las ideas, una reflexión acerca del papel de la musa hoy en día, de cómo sería una Beatriz de hoy y cómo la sensibilidad de este siglo entra en conflicto (o no) con esa idea. Pero también, y quizás sobre todo, es una película que nos hace cuestionarnos constantemente de qué hablamos cuando hablamos de cine. Y en eso reside gran parte de su encanto.
Amigos para siempre Casi leyendas, la segunda película del creador de Todos contra Juan, es una comedia que apela a la nostalgia y a los guiños a la música de los ‘90. Quizás para el público en general el nombre de Gabriel Nesci no sea reconocible todavía -como lo son los de otros directores como Juan José Campanella o Damián Szifrón- pero si digo que es el creador de la serie Todos contra Juan, seguramente lo van a poder ubicar. Después debutó en cine con Días de vinilo, una comedia bastante efectiva con ecos -quizás demasiado evidentes- de Alta fidelidad. Están claras las fuentes de las que bebe Nesci: Todos contra Juan también tenía las referencias ineludibles a Seinfeld, Friends y, sobre todo, Extras. Pero la copia funcionaba bien gracias a la adaptación inteligente a los usos y costumbres argentinos y, sobre todo, a un dominio del lenguaje que hacía que los diálogos tuvieran el mismo ritmo vertiginoso de sus pares en inglés, sin resignar verosimilitud en nuestro idioma. La segunda película de Nesci continúa en esa línea. Casi leyendas cuenta la historia de tres amigos que en los '90 tuvieron una banda de rock con una módica repercusión en el ambiente del under y que justo cuando estaban por grabar su primer disco y hacer un show que pintaba para consagratorio, se disolvió porque uno de ellos tuvo que viajar a España intempestivamente, sin avisar ni dar explicaciones. En la actualidad, Axel (Santiago Segura) continúa en España. Sufre Asperger y festeja su cumpleaños solo en su casa. Su padre está internado en un geriátrico y él no tiene amigos. Se entera de que una radio de Buenos Aires festeja sus veinticinco años y para eso organiza un show con bandas de los '90. Entre las candidatas está la suya: Autoreverse. Decide volver al país y convencer a sus amigos, a quienes no volvió a ver, para presentarse al concurso. Ellos son Javier (Diego Peretti), el que escribía las letras y cantaba, y Lucas (Diego Torres), el baterista lindo (graciosa y mordaz referencia a Soda Stereo). Javier enviudó hace poco, está deprimido, intentó suicidarse y vive con su hijo adolescente, con el que se lleva bastante mal. Lucas es un abogado egoísta y mujeriego que pierde su trabajo y enfrenta un juicio por haberse quedado con un vuelto. Película de “bromance” (como también lo era Días de vinilo), de nostalgia, de guiños musicales (aparece la banda Bravo, archirrivales de Autoreverse, que los reemplazaron en aquel recital fatídico y lograron alcanzar el éxito) y de chistes efectivos e ingeniosos, Casi leyendas funciona también en su costado dramático: cada uno de los amigos superará su problema sin esquivar el dolor de ya no ser. Segura no es un gran actor pero termina resultando tierno con su Axel cuya enfermedad lo hace carecer de aptitudes sociales, lo hace parecer un poco tonto a pesar de que no lo es en absoluto: es el cerebro musical de la banda y el que lleva adelante el regreso. Peretti y Torres acompañan con efectividad y el detalle de que sea el primero el cantante y no el segundo resulta simpático. El elenco femenino es desparejo. Claudia Fontán está absolutamente desperdiciada en el papel de ex groupie de la banda, actualmente en silla de ruedas. El humor negro sobre su condición queda en manos de los hombres y ella se limita a sonreír. Pero la que brilla por sobre el resto es Florencia Bertotti, la hermana menor de Fontán, fundadora y única miembro del fans club de Autoreverse, enamorada del baterista desde que era una nena. Y su hija, Uma Salduende, que quiere ser periodista, una nena que protagoniza una de las escenas más graciosas de la película. En resumen, el guión es redondo a la manera clásica, cada personaje hace su viaje y los guiños funcionan. Por momentos el timing de los gags está colgado de un pincel y algunas escenas deberían cortar antes (la aparición de Bravo es el caso emblemático: es graciosa pero Nesci se engolosina y la hace durar demasiado). Pero cuando al final gana la emoción, salimos del cine tarareando el hit de Autoreverse y convencidos de haber visto una buena película.
Detrás de la Historia La película de Pablo Larraín sobre Jackie Kennedy, protagonizada por Natalie Portman, intenta recuperar los momentos privados de una tragedia pública. Jackie no es la película que uno imagina. No es una biopic sobre Jackie Kennedy, en primer lugar porque cuenta apenas unos pocos días de su vida: los previos y posteriores al asesinato de su marido, JFK. Tampoco es convencional: está contada en forma fragmentada, sin crescendo dramático, sin utilizar el momento del asesinato en forma efectista. Es una película que hace un esfuerzo consciente por evitar la demagogia y por eso puede desorientar. Pero si uno baja sus defensas y se entrega a la propuesta del chileno Pablo Larraín, la experiencia puede ser fascinante. Lo primero son las ráfagas de cuerdas disonantes compuestas por Mica Levi -nominada al Oscar por este trabajo- sobre la pantalla negra. En seguida aparece el primer plano de Natalie Portman caminando por el jardín de la residencia Kennedy. La cámara la observa, indaga, hurga en sus gestos. Toda la película parece ser un intento infructuoso por descifrar qué pasaba por la cabeza de esa mujer, la esposa del hombre más poderoso del mundo, asesinado en sus brazos, que tuvo que exponerse al mundo y la opinión pública simulando entereza en unas horas inciertas, en las que no se sabía siquiera si era seguro para ella y los otros miembros del gobierno hacer una procesión a la catedral con el ataúd. Jackie funciona por acumulación. Su charla con el periodista que la va a entrevistar unos días después del asesinato (Billy Crudup) da paso al rodaje del tour por la Casa Blanca que filma unos días antes, coacheada por su secretaria (Greta Gerwig), y después Jackie maquillándose en el baño del Air Force One antes de aterrizar en Dallas para el viaje fatídico. Lo que sucede está en los detalles: Jackie practicando el saludo en castellano, su mirada confundida y abrumada ante los vítores de la multitud -Larraín elige sacar el sonido ambiente y poner la música enigmática de Mica Levi para enrarecer la escena- y después su llanto a medida que se limpia la sangre ante el mismo espejo ante el que se había maquillado un rato antes, todo está en función de mostrar la vida íntima del personaje público, la tragedia de una mujer que perdió a su hombre y no la tragedia de un país que perdió a su presidente. Pero esto no significa que la reconstrucción histórica no sea precisa hasta la obsesión. Basta ver la escena en la que Lyndon Johnson (John Carroll Lynch) jura como presidente, pocos minutos después de la muerte de Kennedy, a bordo del avión presidencial. La habitación minúscula atestada de funcionarios conmocionados y aturdidos fue inmortalizada por una foto célebre y el plano de Larraín es idéntico. Pero lo vemos en movimiento, obviamente, y apenas termina el juramento, vuelven las ráfagas de cuerdas y la cámara se cierra en Jackie. Jackie. Natalie Portman. La protagonista absoluta de la película, nominada al Oscar y al Globo de Oro por este papel, es la materia prima de Larraín, su Falconetti. Pero si bien logra imprimirle a su Jackie todos los matices, la insistencia por imitar el acento de la original resiente bastante el resultado. Distrae como si tuviera una careta. Quizás la película, en última instancia, sea una reflexión acerca de la imposibilidad de recuperar para el público los momentos privados de la Historia. Ese acento resulta disonante: como si Portman y Larraín no se hubieran dado cuenta de esa imposibilidad.
Volver de la muerte Manchester junto al mar es el mejor de los dramas nominados al Oscar: la resurrección de un hombre destrozado luego de una tragedia familiar. Hubo que esperar hasta la última semana anterior a la entrega de los Oscar para que se estrene la mejor de las películas dramáticas nominadas. Es un rubro difícil entre las seleccionadas por la Academia porque suelen caminar por la cornisa al borde del golpe bajo o la corrección política, tocar temas “importantes”, bajar línea en desmedro del relato. Este año tuvimos la demagógica y simplista Talentos ocultos, la interesante pero fallida y demasiado cargada Luz de luna -que igual es la única que tiene cierta chance de arrebatarle la estatuilla a La La Land- y la floja y tramposa Un camino a casa. Pero Manchester junto al mar viene a hacer justicia: es un dramón repleto de tragedias pero narrado con una delicadeza y hasta un pudor tan extraordinarios que pasa como uno de esos whiskies tan buenos que no se les siente la alta graduación alcohólica. Lee Chandler (Casey Affleck) es un encargado de edificios que arregla cañerías, calderas y demás. Es solitario y taciturno. Vive solo en una pequeña ciudad de Massachusetts y cuando termina de trabajar va a tomar cerveza al bar. No parece interesado en las mujeres ni en hacer amigos, todo lo contrario: provoca peleas con los parroquianos para agarrarse a trompadas. Un día, mientras saca nieve a paladas de la puerta de su casa, recibe un llamado: su hermano Joe (Kyle Chandler) ha muerto. Lee viaja a Manchester-by-the-Sea, pequeña ciudad donde vivía su hermano y él mismo unos años atrás, para hacerse cargo del cuerpo y también de su sobrino, el hijo de su hermano. Patrick (Lucas Hedges) tiene 16 años y quedó solo, porque su madre alcohólica abandonó el hogar. Hasta ahí tenemos un drama: un hombre solo que tiene que hacerse cargo de su sobrino, problemático como todo adolescente. Pero hay más, porque a Lee le pasa algo. No está bien. El guión nos da información al pasar: tiene una ex mujer que se llama Randi (Michelle Williams) y los habitantes de Manchester, que se conocen entre todos, lo miran como a un apestado, como a un maldito. Entonces empiezan los flashbacks y pronto veremos que la verdadera tragedia no es la muerte de Joe (que era esperable porque tenía una enfermedad cardíaca) sino otra, mucho más monstruosa. Kenneth Lonergan está repleto de virtudes. En primer lugar, escribió un guión que no exagero en calificar como perfecto. Sin subrayados ni explicaciones innecesarias, pero sin agujeros que puedan pasar por ambigüedad, nos toma de las narices y nos va sugiriendo preguntas y proporcionando respuestas a un ritmo constante, sin perderse en escenas innecesarias: cada línea tiene un por qué y las más de dos horas de la película están justificadas con creces. La sola idea de que el guión de La La Land pueda ganarle el Oscar a este (o al de Sin nada que perder de Taylor Sheridan) me da pavor. Pero también está el enorme trabajo de Casey Affleck, un hombre destrozado, muerto en vida. Es mágico lo que ocurre, y en un punto muy difícil de discernir cuánto es gracias a él y cuánto gracias al guión de Lonergan, pero antes de saber cuál fue la tragedia que lo mató, la adivinamos en sus ojos, en su manera de palear la nieve, en su imposibilidad de sonreír aun cuando una mujer lo encara. Y esa sutileza brilla más en los pocos momentos en los que lo invade la emoción, porque ese es justamente el centro de la película. La resurrección de un muerto que, como todos los que han vuelto de la muerte, vuelve dañado y diferente, pero vuelve.
La montaña mágica La cura siniestra es una película de terror que consigue crear un clima inquietante y más de una escena con destino de clásico. Empecemos con por acá: a la media hora de película, hay un accidente automovilístico. La escena es importante para la trama por los acontecimientos que desencadena, pero no en sí misma. Gore Verbinski la podía haber filmado de cualquier manera. Podía, incluso, haber mostrado el impacto del auto contra el venado y nada más. Pero, en cambio, se engolosina construyendo una secuencia relativamente larga, con imágenes dentro y fuera del auto, magistral en su claridad para mostrar el caos de un accidente en el que las leyes de la física actúan como una ruleta rusa y un vidrio astillado puede perforar un ojo o dejar apenas un rasguño en la sien. Cuando sobrevienen la calma y el silencio, la secuencia no termina todavía: podemos ver al venado, rengueando moribundo, cruzando la ruta vacía. En esta secuencia se cifran todas las virtudes y defectos de La cura siniestra. Las virtudes: un manejo extraordinario del montaje y la puesta en escena, siempre al servicio del impacto visual, el suspenso y el disfrute; los defectos: un alargamiento por momentos exagerado de las escenas que transforman al todo en una película de dos horas y media y que no siempre escapa al tedio. El protagonista es Lockhart (Dane DeHaan), un ambicioso ejecutivo de una compañía que es enviado a un sanatorio de los Alpes suizos para buscar al CEO (Harry Groener) que está internado ahí. El sanatorio es una casona enorme y aislada, y sus pacientes son todos ancianos de clase alta que encuentran ahí -aparentemente- la tranquilidad que perdieron en su vida laboral en las ciudades. Pero pronto Lockhart se da cuenta de que no es tan sencillo dar con el CEO, que los pacientes no tienen la libertad de irse así como así, y él mismo se encuentra vulnerable y a merced del misterioso médico que dirige el lugar: el Dr. Heinreich Volmer (Jason Isaacs). Con ecos de La isla siniestra, de Scorsese, La cura siniestra también puede verse como una versión de La montaña mágica pasada por el tamiz de terror psicológico de El inquilino. ¿Qué es real y qué es producto de la paranoia de Lockhart? Su sutil transformación recuerda aquella del Trelkovsky de Polanski y el emblemático cambio de Gauloises a Marlboro. Verbinski tiene ideas, transmite inquietud y construye más de una escena de terror que debería quedar en la galería de clásicos junto al martillazo al pie de Kathy Bates a James Caan en Misery o la mujer desnuda que se transforma en vieja zombie de El resplandor, por poner dos ejemplos. Es cierto que hacia el final la trama se alarga demasiado y en el intento por contestar todos los enigmas se pone vueltera y un poco risible. Pero incluso en sus peores momentos, la decisión de Verbinski por ir a fondo sin temor al ridículo es encomiable. La escena del baile decadente entre el fuego de las cortinas es un ejemplo: no importa demasiado -al menos a mí- su arbitrariedad. El cine es imagen, ante todo. El año pasado fue el de las películas de terror, pero ninguna de ellas alcanzó el refinamiento y la ambición de La cura siniestra, que aún con sus problemas resulta estimulante, da verdadero miedo (y no solo hablo de los más sencillos sobresaltos) y deja más de una escena para recordar. La que elijo yo es la del torno de dentista.
Sangre y sudor Intrusos es una película de terror que más allá de algún momento de morbo no resulta inspirada en su puesta de encierro entre víctimas y victimarios. El año pasado fue el de las películas de terror, con una inusual cantidad estrenos de calidad. Entre ellas están La bruja, Orgullo, prejuicio y zombies, Goodnight Mommy, El conjuro 2 y Cuando se apagan las luces, por poner solo algunos ejemplos. Hubo otras dos, quizás las mejores, que tenían algo en común: en No respires y Avenida Cloverfield 10 las víctimas estaban encerradas en una casa junto a sus victimarios y la tensión provenía justamente de esa relación asfixiante y del previsible cambio de roles porque por momentos las víctimas se transformaban en victimarios y viceversa. La propuesta de Intrusos, ópera prima de Adam Schindler, es similar, aunque la premisa resulta bastante forzada. Mientras que en No respires los personajes no pueden salir de la casa porque no encuentran la llave y en Avenida Cloverfield 10 porque supuestamente afuera hay una invasión extraterrestre, acá la víctima es agorafóbica. Esa debilidad argumental podría ser subsanada por lo que sigue y transformarse en una excusa, pero el edificio que construyen los guionistas T.J. Cimfel y David White es ruinoso aún sobre esos cimientos débiles. Anna (Beth Riesgraf) vive con su hermano Conrad (Timothy T. McKinney), que está muriendo de cáncer. Desde la muerte del padre de ambos, hace diez años, que no sale de su casa. El día del funeral de Conrad, entran tres ladrones para robar un dinero que ella guarda en la casa. Los tipos creen que ella va a estar en el funeral, pero justamente por su problema de agorafobia, se quedó en su casa y no puede salir. Más allá de algunos pocos momentos satisfactorios de gore y de morbo, Schindler es bastante poco inspirado a la hora de mantener la tensión y el suspenso y los guionistas Cimfel y White tienen preparadas unas revelaciones bastante inútiles hacia el final. Si algo enseñaron las buenas películas de encierro, aquellas de gato y ratón en las que víctimas y victimarios se intercambian, es que todo está en el clima y la puesta en escena. Eso que llamamos trama es secundario. Pero la puesta de Intrusos y la fotografía chata son tan convencionales que no se sostienen por sí solas, entonces tienen que pasar cosas, tiene que haber vueltas de tuerca y sorpresas, pero tampoco en ese rubro Intrusos resulta satisfactoria. Apenas unos destellos al estilo de El juego del miedo y nada más. Las películas de terror suelen ser una fija de la cartelera. Algunos dicen que es porque los jóvenes suelen verlas en las citas. Por eso se estrenan muchas de relleno, como esta. La buena calidad del año pasado nos malacostumbró. Habrá que separar la paja del trigo y esperar a la semana que viene, que se estrena La cura siniestra, y pinta ser mejor que el promedio.
América salvaje Sin nada que perder actualiza algunos tópicos del western y los lleva a Texas en el siglo XXI, al país crepuscular y salvaje de Donald Trump. Los westerns transcurren a fines del siglo XIX en el oeste de los Estados Unidos. Hay sheriffs, indios, cowboys, caballos, pueblos con sus bares y sus bancos, llanuras resecas y prostitutas. Pero en el fondo lo que cuentan los westerns es la llegada de la civilización a un lugar que hasta hacía pocos años era una anarquía, un sálvese quien pueda; cuentan los estertores de esa época en la que si un forajido violaba a tu mujer, tenías que ir a buscarlo con unos amigos y cagarlo a tiros, quizás con la ayuda del sheriff pero no necesariamente de la ley. Los westerns mitificaron el nacimiento de los Estados Unidos. Sin nada que perder no transcurre en el siglo XIX sino hoy, en pleno siglo XXI en Texas, pero todo tiene un ambiente de western: los bares son los típicos diners americanos, están los bancos, los indios, el sheriff, los forajidos y las llanuras resecas; pero los caballos están fuera de campo -se los menciona, nunca aparecen- y los indios ya están totalmente asimilados a la sociedad liberal. Más allá de estas diferencias, el alma del western está ahí: una sociedad en la que las instituciones son débiles o inexistentes y los individuos hacen justicia por mano propia, en este caso no solo mediante la violencia sino también mediante el engaño. Toby (Chris Pine) y Tanner (Ben Foster) son dos hermanos que asaltan bancos. No son profesionales ni mucho menos: son bastante torpes, pero como los bancos tampoco son muy grandes, logran hacerse con algo de dinero. No demasiado, tampoco. Marcus Hamilton (Jeff Bridges, en un papel por el que quizás gane el Oscar) es el sheriff que -previsiblemente- está a cerca del retiro. Junto a su compañero Alberto Parker (Gil Birmingham), un descendiente de indios y mexicanos, va a perseguir a los hermanos, que torpemente dejaron demasiadas pistas en su camino. La trama es sencilla y no da demasiadas vueltas. Desde el comienzo sabemos que Marcus dará con Toby y con Tanner, aunque él tampoco parece demasiado empecinado en eso. Sin nada que perder es un neo-western o podría ser un policial pajuerano ambientado en una ciudad en la que todos duermen la siesta y a nadie le importa demasiado nada: ni al ladrón robar y escapar, ni al policía atraparlo. Luego veremos cuál es el objetivo final de los hermanos, pero en el camino los personajes dialogan con una cadencia contagiosa acerca de ese mundo crepuscular al que parecen no haber llegado las mieles del capitalismo. En uno de los primeros planos puede verse un grafiti: “tienen dinero para hacer la guerra en Irak pero no para nosotros”. Esa es la clave política según la cual hay que leer la película: un western en el país de Trump, en el que todos están abandonados por el Estado, incluso el sheriff que termina haciendo justicia usando el rifle de un ciudadano común. (Puede ser divertido hacer el ejercicio de imaginar a quién votó cada personaje: todos a Trump, desde el ladrón hasta el sheriff, pasando por los camareros y los cajeros del banco; quizás Tanner no haya ido a votar, ¿pero a Hillary? Nadie.) Como todo buen western, Sin nada que perder termina con un duelo. Pero en este caso no es un duelo de pistolas sino de lenguas: héroe y antagonista -pero no es claro cuál es cuál- se tiran dardos verbales para cerrar una película perfecta, crepuscular, pequeña, árida, que captura como pocas el espíritu de los westerns clásicos. La semana pasada pudimos ver La La Land: Una historia de amor, que intenta imitar los musicales clásicos sin actualizarlos y en el camino, como inevitablemente pertenece al siglo XXI, se derrumba pese a la picardía de su director Damien Chazelle. Sin nada que perder es cómo sería un western si el género hubiera nacido ayer, no imita los clásicos sino que se nutre de sus ideas y filosofía, los invoca como un medium y se deja poseer. Pensándola bien, no debería resultarnos sorprendente: la victoria de Donald Trump nos hizo ver que el Salvaje Oeste aún existe y vota.
En la tierra de los sueños La La Land es un homenaje a los musicales de la Metro con momentos hermosos y una pareja encantadora, pero con un guión que hace agua. El record de 14 nominaciones al Oscar (que comparte con La malvada y Titanic), siete Globos de Oro (que no comparte con nadie) y el run run entre los que la fueron viendo desde su estreno en el Festival de Venecia hace poco más de cuatro meses hace de La La Land: Una historia de amor la película más esperadas del verano. Además hay que agregar que se trata de la nueva de Damien Chazelle, que sorprendió hace dos años con la extraordinaria Whiplash: Música y obsesión, y que es un musical que se propone como homenaje a los clásicos en Technicolor de la Metro de fines de los años ‘40 y principios de los '50. El objeto La La Land es extraño y problemático. Recuerda por un lado a El artista, de Michel Hazanavicius, en cuanto a que imita un género de una época en particular sin actualizarlo. En favor de la película de Chazelle podemos decir que no es lo mismo echar mano de un musical de los años '50 que del cine mudo: en los primeros había una estética buscada que no tenía relación estricta con las restricciones técnicas. Con mejor voluntad, podemos emparentarla con Lejos del paraíso, de Todd Haynes, y su representación de los melodramas de los años '50; el homenaje explícito a Rebelde sin causa nos lleva en esa dirección. Hasta la mitad de la película, la cuestión es esa y podemos alternar entre el disfrute de este homenaje muy bien filmado y el hastío de saber que estamos ante un truco, consecuencia de la falta de ideas, que para colmo va a ser festejado en la ceremonia de los Oscar como lo más novedoso. Yo me encuentro más cerca del primer grupo, pero no eso no es tan importante. Porque el problema verdadero viene después. A partir de que Sebastian (Ryan Gosling) y Mia (Emma Stone) se besan por primera vez y empiezan la relación, La La Land pega un giro, abandona el musical, y entra en un pozo narrativo del que emerge en los últimos minutos gracias al evidente talento de Chazelle para cerrar sus historias con un timing (un tempo, digamos) perfecto. Pero la segunda mitad de la película, que es la que contiene toda su densidad temática, no solo palidece respecto de la primera, sino que es confusa y desprolija por sí misma. Sebastian es un pianista virtuoso amante del jazz a la vieja usanza, pero que sobrevive tocando teclados en bandas de covers de música que detesta. Mia es una aspirante a actriz que trabaja en el bar del lote de la Warner Bros. y se acerca a ese temido momento en que tiene que reconocer que fracasará en alcanzar su sueño. A Hollywood se la conoce como “la fábrica de sueños” y el tema de la película es ese: los sueños. El sueño de Sebastian es tener un bar de jazz y el de Mia es ser una actriz de cine exitosa, y es en la segunda parte de la película en la que esto se pone de manifiesto en forma de conflicto. La historia que Chazelle parece querer contar es: ¿Seb y Mia alcanzarán sus sueños a costa de su amor? Pero los acontecimientos no resultan naturales y las motivaciones de los personajes son incongruentes. Es difícil analizar este tema en profundidad sin espoilear, así que en resumen: no queda claro por qué Mia y Seb hacen lo que hacen, se comportan como se comportan. El problema de fondo está en el guión. (¿Puede ser buena una película con un guión tan mal resuelto? Yo creo que puede no ser totalmente mala.) Chazelle se va sacando “temas” de encima. Primero homenajea a los musicales de la Metro, después abandona el homenaje y se pone a contar el conflicto de Seb, después lo abandona y se centra en el de Mia, y así sucesivamente, en capítulos desconectados no solo temática sino -y esto es lo peor- narrativamente. A no conduce a B. Al final Chazelle logra ponerle un moño elegante a ese paquete bastante desprolijo y uno sale del cine confundido. Porque más allá de todo lo malo, La La Land tiene momentos hermosos, una pareja protagonista encantadora y una postura polémica acerca de la música que puede enojar a muchos pero que nos hace pensar, discutir. No son tantas las películas que logran eso.