Cuán lejos iré La nueva película de Disney no está a la altura de los clásicos pero se destaca por una heroína feminista y un soundtrack repleto de canciones pegadizas. En esta época en que las películas están como nunca bajo la lupa de la corrección política y las voces públicas reclaman diversidad y feminismo, Disney se despacha con Moana: Un mar de aventuras y nos trae una heroína deliciosa y diferente. El resultado es tan natural que no solo logra el cometido de que más de una nena pueda identificarse con un personaje opuesto al de Blancanieves y sus clones, sino que abre la puerta para que esto deje de ser una excepción, deje de parecer un cálculo de marketing para captar a padres progres. En la isla polinesia de Motunui vive Moana (voz de Auli'i Cravalho, una joven debutante de 16 años oriunda de Hawaii), la hija del jefe Tui (Temuera Morrison). Como hija única, algún día será la jefa de la tribu. Pero en esa isla pacífica y paradisíaca pronto empiezan a agotarse los recursos naturales: los pescadores ya con encuentran peces y la tierra deja de dar sus frutos. Moana le propone a su padre navegar más allá del arrecife para buscar peces, pero el jefe Tui se lo prohibe. Es otra mujer la que la alienta: su abuela Tala (Rachel House) le revela que sus ancestros eran navegantes viajeros y que para que vuelvan los peces y la vida a la isla debe encontrar al semidiós Maui, que se robó una piedra mágica. Así, a escondidas de su padre, se lanza a alta mar en busca de aventuras. Pronto se encuentra con Maui (cuya voz es, nada menos, que la de Dwayne “The Rock” Johnson), un semidiós forzudo pero algo torpe, y ambos van en busca del demonio de lava Te Kā, el que le robó a su vez a Maui la piedra. Olvidemos toda la cuestión mitológica, porque es apenas una excusa para contar la travesía de dos héroes dispares y complementarios como Moana y Maui, en una pequeña balsa a través del mar. La película en ese sentido es sencilla: Moana es joven e intrépida, Maui es fuerte y bruto, y la química entre ambos es perfecta y su relación evoluciona como un organismo vivo pero no en la dirección obvia. No hay historia de amor en Moana. Hay una historia de amistad y de solidaridad, una amistad que los modifica y los mejora. Pero lo que eleva a Moana por sobre las películas más recientes de Disney Animation Studio -me tengo que remontar a Ralph, el demoledor para encontrar otra que me haya entusiasmado tanto- es el soundtrack. Porque Moana es un musical con todas las de la ley y el autor de las canciones es nada menos que Lin-Manuel Miranda, el autor de Hamilton, un musical de Broadway de gran éxito. Las canciones, en especial el hit que se repite en varios momentos “How Far I’ll Go”, tienen melodías pegadizas y dulces, llenas de energía, que acompañan la historia y le dan un ritmo festivo y encantador. Quizás hoy la mejor animación no se encuentre en los grandes estudios como Disney, Pixar o DreamWorks, sino en otros más alternativos como Laika o bien en manos de directores como Gore Verbinski (Rango), Robert Zemeckis (El expreso polar) o el propio Steven Spielberg (Las aventuras de Tintin). Pero en este panorama y sin estar a la altura de obras maestras como Toy Story 3 o El rey león, Moana nos regala más de un momento inolvidable.
Mi papá es un héroe Invasión zombie es una película surcoreana que explota el género al máximo pero prioriza el desarrollo de personajes como pocas de su estilo. Invasión zombie es el título poco original que le pusieron acá a la película surcoreana Busanhaeng, o Train to Busan, en una intención de la distribuidora de “ir a los bifes”. Y bien a los bifes va la película de Yeon Sang-ho, un director de menos de 40 años que había hecho algunas películas de animación y debuta en el largometraje live action con esta extraordinaria historia de un padre y una hija, con sus conflictos familiares, que tienen que sobrevivir en un viaje en tren infestado por zombies. El prólogo es fundamental y tiene el tono melodramático justo para apuntalar a los personajes. Seok Woo (Gong Yoo) es un joven empresario que está recién separado y vive en Seúl con su pequeña hija Soo-an (Kim Soo-an). La nena extraña a su madre que vive en Busan y tiene una mala relación con su padre, que no encuentra la manera de relacionarse con ella. Seok Woo, después de intentar conquistarla sin mucho éxito, accede a acompañarla a Busan para que se reencuentre con su madre. Ese es el contexto dramático en el que empieza el viaje y el nudo de la película. Al mismo tiempo que se desarrolla esta historia íntima, recibimos flashes de otra: un virus se esparce por Corea, que transforma a la gente en zombies asesinos. Hay distintos abordajes al género de zombies, y el de Invasión zombie está más cercano al de películas como Exterminio (Danny Boyle, 2002) que al de los clásicos de La noche de los muertos vivientes o incluso la serie The Walking Dead. Acá los zombies no son cadáveres que avanzan lentamente sino humanos contagiados que te pueden atacar con la velocidad de una gacela. Seguramente al inventor del género George Romero no le gustaría, pero sin ser puristas, hay que decir que este tipo de zombies llevan el género a otro terreno. Hay menos terror y más acción, la película es vertiginosa y que transcurra sobre un tren que viaja a toda velocidad le suma al ritmo y le da también un tinte de película de cine catástrofe. Y como en toda película de cine catástrofe, hay varios personajes secundarios, líderes positivos y negativos, y una embarazada. La presentación de la embarazada, justamente, es un claro ejemplo de que Yeon Sang-ho se divierte como loco a la hora de contar su historia, la domina perfectamente ya desde el papel. Soo-an quiere ir al baño. El más cercano está ocupado. Adentro hay una mujer (a quien no vemos) y afuera un hombre, su marido, que le pregunta si está bien. La nena va a otro baño y olvidamos la escena. Unos minutos después, cuando ya se desató la invasión zombie, volvemos a esos dos personajes y cuando la mujer sale, vemos que está embarazada. En ese contexto de peligro, una embarazada multiplica exponencialmente la tensión y vemos que puede pasar cualquier cosa. Ese tipo de detalles, además de la columna vertebral de la película que es la relación entre el padre y la hijita, le dan a Invasión zombie una estructura fuerte, que hace que no sea solo una película pirotécnica. Los personajes nos importan, no queremos que mueran, y el peligro al que están sometidos es enorme. Pero la pirotecnia está, y Yeon Sang-ho sorprende con unas escenas de catástrofe construidas con talento y originalidad. Parece mentira que esta sea su primera película de live action, pero se revela como un director experimentado que maneja la puesta en escena con pulso firme. Tiene ideas y el talento necesario para llevarlas a buen puerto. Hacia el final, Yeon Sang-ho se da el gusto de poner el moño con una belleza inusitada para este tipo de películas. Lejos de lo bizarro, lejos de la clase B, al final Invasión zombie no es ni más ni menos que la historia de una nena que se da cuenta de que, a pesar de su enojo, ama a su padre. Y de un padre que aprende a ser el héroe de su hija.
John Hamburg dirigió Mi novia Polly, pero para hablar de su última película es más conveniente remontarse a su trabajo como guionista de La familia de mi novia y sus dos (bastante más flojas) secuelas. ¿Por qué él? parte casi de la misma idea, al punto tal de que si no se tratara del mismo guionista y no estuviera involucrado Ben Stiller en la producción, podríamos pensar en un plagio. Pero se trata de un autoplagio con una vueltita de tuerca: acá no es el novio el que va a visitar a la familia de la novia, sino que es la familia de la novia la que va a visitarla a la casa del novio; y no es el novio quien resulta avasallado por la personalidad intimidante de su suegro, sino al revés. Detalles, enroques de personajes, no mucho más. Ned Fleming (Bryan Cranston) es un padre de familia chapado a la antigua, dueño de una imprenta que está a punto de entrar en bancarrota (¿quién usa papel hoy en día?) y cuya hija perfecta y mimada que estudia en Stanford, Stephanie (Zoey Deutch), lo invita a pasar la Navidad a California para conocer a su nuevo novio. Ahí va el pobre Ned junto a su mujer Barb (Megan Mullally) y su hijo adolescente Scotty (Griffin Gluck). En California se encuentra con que el novio de la nena es un magnate de la informática que vive en una mansión repleta de mayordomos y dispositivos electrónicos. Laird Mayhew (James Franco) es un tipo demasiado extrovertido y malhablado que choca contra la personalidad reservada de Ned. De ese choque debería surgir la comedia. El problema es que más allá de que Cranston y Franco son muy simpáticos y que ahí están la siempre eficiente Mullally (la recordaremos como Tammy Two en Parks and Recreation) y un par de secundarios (se destacan Zack Pearlman y Keegan-Michael Key, desaprovechado está Cedric the Entertainer), la cosa nunca termina de levantar vuelo. Los pequeños cambios que hay acá respecto de la idea original de La familia de mi novia resienten el producto final (un poco como pasó con las secuelas de esa misma película). Siempre va a tener más potencial un suegro amenazante que un yerno maleducado. La película nunca logra despegarse de un Franco en cuero diciendo “fuck” todo el tiempo y un Cranston en plan Javier Portales en El manosanta. Pero al personaje de Franco le falta la picardía de Olmedo, que miraba al público detrás de sus lentes buscando complicidad, y en cambio es un ingenuo sin filtro pero con buen corazón. Aún así la película consigue un par de momentos graciosos, aunque eso depende mucho de si uno está dispuesto a reírse con los chistes de pedos y sexo a los que nos tienen acostumbrados las películas de este grupo de amigos (Jonah Hill es el autor de la historia). Cuando pasa la irritación inicial y ya nos resignamos a que estamos viendo una sombra muy pálida de La familia de mi novia, ¿Por qué él? tiene un par de situaciones efectivas que bien podrían pertenecer a un sketch de Hugo Sofovich. Digo esto en favor de la película y no en desmedro de Sofovich.
Hace unas semanas se estrenó La llegada, una película de ciencia ficción en la que la invasión extraterrestre no era el marco de una historia de aventuras al estilo La guerra de los mundos o Día de la independencia (o mil más) sino que se usaba como excusa para contar una historia compleja sobre la manipulación del tiempo, el destino y, en definitiva, la vida trágica de la protagonista. Ahora se estrena Pasajeros, una película mucho menos ambiciosa pero que también usa el género de ciencia ficción como excusa: el viaje interestelar como pretexto para contar una historia de amor. Estamos en el futuro a bordo de la nave Avalon, que transporta 5 mil colonos que se van de un planeta Tierra devastado a poblar el lejano Homestead II. El viaje dura 120 años y tanto los pasajeros como la tripulación están hibernando. Una falla en una de las cápsulas hace que uno de los pasajeros, el ingeniero Jim Preston (Chris Pratt), se despierte 90 años antes de tiempo. Está solo en una nave enorme repleta de comodidades pero que no llegará a destino antes de su muerte. Ese es el puntapié inicial de la historia. Un solo personaje -en realidad dos si contamos al barman robot interpretado por Michael Sheen- y un escenario imponente con el que el director Morten Tyldum (responsable de la mucho más deslucida El código Enigma) puede jugar usando el 3D. Pero la estrella de la película no es el noruego Tyldum sino el neoyorquino Jon Spaihts, autor del guión. Spaihts fue responsable de los libros de Prometeo y Doctor Strange: Hechicero supremo, y lo será de los de las primeras dos películas del inminente Universal Monsters Cinematic Universe, la serie con la que Universal busca reintroducir a sus clásicos monstruos de los ‘30 a la manera de Marvel con sus superhéroes. Pero claramente el guión de Pasajeros es su trabajo más personal y arriesgado. Digo arriesgado por lo que ocurre en el primer punto de giro. Conviene no revelar demasiado -el trailer y la sinopsis oficial se cuidan de hacerlo- pero podemos decir, sin entrar en detalles, que despierta otra pasajera: la escritora Aurora Lane (Jennifer Lawrence). Las circunstancias del hecho son las que no puedo revelar, que han provocado bastante polémica luego del estreno en los Estados Unidos y que son las responsables -seguramente- de la baja calificación de la película en Metacritic. Solos para toda la vida en una nave que parece un palacio -tiene piscina, salón de juegos, distintos restaurantes y un bar- se enamoran, inevitablemente. Pero la relación, como en toda historia de amor, contiene una imposibilidad, un conflicto, un dilema que está íntimamente relacionado con la polémica generada por Spaihts en un momento de su historia. Ahí donde los críticos extranjeros se pusieron moralistas -con justa razón si estuviéramos juzgando a los personajes y no a la película- es donde reside la riqueza de la historia, lo que le da espesura, lo que en cierto momento -y gracias al excelente trabajo de Lawrence- nos angustia. En el tercer acto Pasajeros se pone más convencional y aparece Tyldum para diseñar unas escenas de acción que están buenas pero que nos alejan del conflicto principal, que se resuelve un poco a los ponchazos (quizás porque es tan intenso y problemático que no admite resolución, pero esta es una película de Hollywood y algo hay que resolver) e incluso le da a la película un final medio abrupto y desprolijo. Pero aún así es imposible olvidar la incomodidad y el malestar que nos transmite ese amor ambiguo e imperfecto.
Sin sangre ni elegancia Ellos te están esperando, de Bo Mikkelsen, encara el género de zombies con frialdad nórdica y nos hace extrañar un poco de tripas. Los avatares de la distribución cinematográfica y las fiestas de Navidad y Año Nuevo que este año para colmo caen en fin de semana, hacen que se estrene la resaca y entre esa resaca suele haber películas de terror ignotas y pequeñas que siempre pueden hacer un papel digno en la taquilla. Vamos a ver una de zombies, qué mejor plan. El subgénero de zombies es el único que nació en el Nuevo Mundo. A diferencia de los vampiros, los hombres lobo o el golem al estilo del monstruo de Frankenstein, todos provenientes del folklore europeo, los zombies provienen de Haití y el zombie cinematográfico como lo conocemos hoy, de la película fundacional de George Romero de 1968, La noche de los muertos vivientes. Por eso no es tan usual ver una película de zombies danesa como Ellos te están esperando, de Bo Mikkelsen. La película de Mikkelsen apuesta más a la tensión que se va construyendo a medida que un virus afecta a los habitantes de un barrio residencial y a la manera de lidiar con la epidemia que tiene el Gobierno. Es decir: prioriza el conflicto entre humanos, que siempre es uno de los tópicos del género. Ante el apocalipsis inminente y el sálvese quien pueda, muchas veces el enemigo no es el monstruo o, mejor dicho, el monstruo no es el zombie. Para ponerlo en términos que los seguidores del género seguramente entiendan: Ellos te están esperando tiene menos de The Walking Dead que de su spin-off Fear the Walking Dead, y los zombies y el gore y las tripas quedan para los últimos minutos. Es una elección válida como cualquier otra, pero al bloodfest morboso que tanto nos gusta, Mikkelsen no opone demasiada elegancia tampoco. No estamos hablando, por decirlo de alguna manera, de un Let the Right One In de zombies (ya sé que una es sueca y la otra es danesa; agrupémoslas bajo la conveniente etiqueta de “nórdicas”) sino de una película que sin ser tan de terror tampoco termina de convencer con sus alegorías al fascismo y a la sociedad salvaje. El 12 de enero se va a estrenar otra película de zombies de una cinematografía no usual: se trata de Invasión zombie, el título que le van a poner acá a Train to Busan, del surcoreano Yeon Sang-ho, que debutó este año en la sección nocturna de Cannes. No me quiero adelantar -hablaré de ella cuando llegue el momento- pero resulta difícil ver con ojos complacientes a la película del pobre Mikkelsen después de que la coreana nos muestre que la crítica social puede venir acompañada de escenas frenéticas e imaginativas y de diversión y chorros de sangre.
Parece mentira que La llegada y Rogue One pertenezcan al mismo género, la ciencia ficción, porque en principio no parece haber dos películas más diferentes. Es una buena demostración de la versatilidad de los géneros, que aún con sus reglas funcionan como un recipiente al que se puede llenar prácticamente con cualquier cosa. La película del canadiense Denis Villeneuve cuenta la historia de la llegada de extraterrestres a la Tierra. De pronto, doce extrañas naves nodrizas aparecen en el cielo en distintas partes del mundo. No hay contacto ni amenaza concreta, simplemente están ahí, suspendidas en el cielo. Cada país reacciona de forma diferente. El Gobierno de los Estados Unidos contrata a una lingüista, Louise Banks (Amy Adams), para que los ayude a comunicarse con los aliens. La prioridad es saber qué quieren, cuál es su objetivo, por qué vinieron. El ritmo es parsimonioso y el tono es seco pero el guión -de Eric Heisserer, autor de la muy buena Cuando las luces se apagan- sabe que tiene entre manos un misterio y lo va paladeando. Los primeros 40 minutos, hasta que Louise está finalmente cara a cara con los aliens, son de revelación gradual. Cuando están a punto de entrar a la nave, el personaje de Jeremy Renner (un físico que acompaña a Louise) pregunta “¿cómo lucen los aliens?”, una pregunta que el espectador se viene haciendo desde el minuto 0, y uno de los militares le contesta: “Paciencia, ya lo verás”. Después la película toma una dirección diferente. El ritmo sosegado continúa, pero la pregunta de por qué los aliens están en la Tierra pasa a segundo plano y la historia cobra un cariz más dramático y filosófico que recuerda a los peores momentos de Interestelar. Pero La llegada tiene una ventaja respecto de la película de Christopher Nolan: tiene a Villeneuve al volante. En parte porque el canadiense es un gran creador de climas y en parte porque al no ser el autor del guión lo adivino matizando algunas cosas -mientras que Nolan en Interestelar se daba manija-, La llegada se sostiene hasta el final y logra su cometido de dejarnos tristes y melancólicos. Aún cuando el plot twist se adivina y por momentos el argumento se vuelva tedioso, Villeneuve mantiene el control y lleva a buen puerto una película ambiciosa y difícil. Esta vez sin la ayuda de su DF Roger Deakins pero con la presencia brillante de su musicalizador, el islandés Jóhann Jóhannson, que echando mano a un motivo de Hans Richter le aporta a La llegada una atmósfera bigger than life inigualable. Y por supuesto está Amy Adams, el corazón y centro de la película, el personaje al que atraviesa todo, número fuerte para los Oscar que se avecinan.
Es difícil identificar cuánto del entusiasmo que genera Rogue One: Una historia de Star Wars proviene exclusivamente de las virtudes de la película -que las tiene- y cuánto del peso cultural de la mitología de Star Wars en nuestras vidas. Seguramente esta pregunta nos la haremos ante cada nueva entrega, una por año hasta 2020. Y más porque la productora Kathleen Kennedy y sus acólitos están dispuestos a exprimir el universo al máximo, aún en las películas que, como esta, no forman parte de la nueva trilogía sino que funcionan, supuestamente, como capítulos sueltos. Si bien Rogue One contiene una historia con principio y final y sus protagonistas son personajes nuevos, tanto la trama como el espíritu y la estructura tienen muchos puntos de contacto con otras películas de la franquicia. Esto es, en gran parte, lo que la hace fascinante -además de la muy competente dirección de Gareth Edwards-, pero también es lo que le pone un techo. Ya se huele la fórmula. La Alianza Rebelde recluta a Jyn Erso (Felicity Jones) para robar los planos de la Estrella de la Muerte que construyó su padre Galen (Mads Mikkelsen). (Esos planos son los mismos que la Princesa Leia esconde en R2D2 al principio de La guerra de las galaxias.) Jyn va acompañada por el oficial Cassian Andor (Diego Luna) y el robot K-2SO (Alan Tudyk). Como se ve, la estructura de pareja más androide en misión al espacio se mantiene casi inamovible. Y el androide, como sucedía con BB-8 en la película anterior, vuelve a ser de lo mejor. Es cierto que Star Wars: El despertar de la fuerza ya funcionaba casi como una remake de La guerra de las galaxias, pero también sentaba las bases para una secuela que promete -eso espero- ir en otra dirección. Dentro de este panorama, Rogue One no es más que un aperitivo para eso, un capítulo entretenido pero cuyos momentos más intensos son aquellos que traen caras conocidas. Estoy al borde del espoiler y solo voy a decir esto: el recurso de traer caras conocidas está llevado al extremo y no me dejó muy convencido. Es forzado y anticlimático. Los fans, claro, aplauden a rabiar. Mi fan interior también lo hizo. Y aún así, el trabajo ágil de Gareth Edwards, el cast que vuelve a resultar casi siempre acertado -Felicity Jones y Diego Luna a la cabeza; no es el caso del villano que interpreta Ben Mendelsohn- y los destellos de humor de un guión autoconsciente hacen de Rogue One una película siempre feliz, pensada para agradar a los fans y que expande el universo de Star Wars hasta el infinito.
Alguien te está mirando Oliver Stone narra la biografía oficial de Edward Snowden, pero lo hace con tal brillantez narrativa que la verdad importa poco y nada. Una de mis películas favoritas de Oliver Stone es Un domingo cualquiera (1999). La razón es que a pesar de que el fútbol americano, su tema central, me resulta indiferente y sus reglas totalmente desconocidas, la narración me fue llevando de las narices hacia donde quiso, me emocioné con jugadas que no entendía -pero que Stone lograba hacerme entender sin explicármelas verbalmente- y los personajes ocupaban sus lugares de héroes o de villanos aunque sus versiones de la vida real me importaran poco y nada. En suma: cuando el “tema” -algo tan potente en todas las películas de Stone- me era ajeno, pude ver con más nitidez sus virtudes como cineasta. En Snowden el tema vuelve a ser fuerte como en sus películas más políticas -W., Nixon o JFK, por ejemplo-; es la historia de Edward Snowden, el agente de la CIA que desertó y denunció que los Estados Unidos espían a todos los ciudadanos sin necesidad de orden judicial. Y su mirada vuelve a estar del lado de la conspiranoia y en contra del poder político de los Estados Unidos. Los que vieron sus documentales Comandante (2003), Looking for Fidel (2004), Al sur de la frontera (2009) o Mi amigo Hugo (2014) -o los que han leído sus declaraciones en la prensa- imaginarán que Edward Snowden para Oliver Stone no admite la menor crítica: es un héroe clásico, es Ulises comandando el Caballo de Troya, es el tipo que dijo que no cuando todos a su alrededor decían que sí. La película empieza cuando la documentalista Laura Poitras (Melissa Leo) y el periodista de The Guardian Glenn Greenwald (Zachary Quinto) -ambos también personajes extraídos de la vida real- esperan encontrarse con Snowden (Joseph Gordon-Levitt). En una habitación de un hotel de Hong Kong, este nerd de lentes les cuenta su historia y la película va y viene en el tiempo: el camino del protagonista que va del patriotismo al desencanto por un lado, y por el otro los avatares periodísticos de la publicación de tamaña historia. (Las imágenes que toma Poitras serán luego parte del célebre documental Citizenfour, que ganó el Oscar el año pasado.) Anclada en el presente de esa habitación de hotel el 4 de junio de 2013, la película va hacia atrás y construye el personaje, sobre todo en su relación con la CIA y con su novia Lindsay Mills (Shailene Woodley), responsable en parte de su deriva ideológica. Que quede claro: Snowden es una biografía oficial e incluso puede irritar con la victoria de Donald Trump tan fresca. Hay una visión crítica de Barack Obama, que prometió acabar con el programa de espionaje a ciudadanos comunes y no lo hizo, y hasta una breve alusión a la postura de Hillary Clinton y Bernie Sanders respecto del caso -ella crítica de Snowden, él respetuoso-, que con el trato de héroe que se le da al personaje parece ignorar al mal mayor. Como si Bush, Obama, Hillary y Trump fueran todo lo mismo, peones de un Estado superpoderoso dedicado a espiar a sus habitantes. Está claro que esa idea le encanta a Stone, y encontró en Snowden al personaje perfecto para desarrollarla una vez más. Pero Oliver Stone tiene un manejo de la narración tan extraordinario, que nada de esto importa demasiado, al menos no mientras estamos mirando la película. Como en Un domingo cualquiera, Stone nos convence durante 134 minutos de todo y el espectador está indefenso ante el encantador de serpientes que con su cámara y el montaje nos hace creer lo que él quiere que creamos. Desde la secuencia en la que Snowden se escabulle del cuartel con el chip, hasta el uso simbólico de objetos que vuelven una y otra vez como el cubo mágico o los lentes, pasando por el lenguaje de señas primero como gag y luego como elemento fundamental en la trama, todo está contado como un apasionante thriller de espionaje hitchcockiano. No es casualidad que todos estos detalles sean, con seguridad, los inventados, los que no tienen correlato con la realidad. Al comienzo de la película, luego de que la documentalista Laura Poitras empieza a grabar, la primera pregunta de Greenwald a Snowden es demasiado vueltera, llama a una respuesta larga y compleja. Poitras lo interrumpe y pregunta: “¿Quién es usted?”. Así Snowden empieza su relato. Entiendo que en este intercambio está la clave de lo mejor de la película: aunque Oliver Stone quiere “decir cosas”, como el periodista Greenwald, él es cineasta como Poitras y privilegia el pulso narrativo. Stone nos revela quién es su Snowden, el héroe Snowden. Es probable que él crea que nos está revelando quién es el Snowden real, no lo sé. A mí me importa poco.
Modelo para armar Las escenas de acción de Doctor Strange: Hechicero supremo son lo más interesante pero el guión no nos hace interesarnos por los personajes. La decimocuarta película del Marvel Cinematic Universe nos presenta al Dr. Stephen Strange (Benedict Cumberbatch), un neurocirujano tan genial como soberbio -ecos del Dr. House- que luego de un accidente de auto en el que termina con heridas irreversibles en las manos, queda imposibilitado para operar. En busca de una cura milagrosa, llega a Katmandú, al templo de Kamar-Taj, donde una especie de sacerdotisa (Tilda Swinton) le revela la existencia de otras dimensiones y, en definitiva, lo transforma en el superhéroe Doctor Strange. Doctor Strange: Hechicero supremo es la típica película “de orígenes” y recuerda un poco en su primera mitad a Batman inicia (Christopher Nolan, 2005). En este caso Ra’s Al Ghul es la Ancient One (que en los comics era un anciano varón, transformado acá en la particular Swinton) y Cumberbatch le da a su personaje una simpatía e ironía mucho mayores que las del solemne Bale de Nolan. Si intentamos individualizar esta película dentro del enorme caudal del Marvel Cinematic Universe (que incluye también cinco series ya estrenadas), hay que decir que lo supuestamente original viene del lado de los efectos especiales que ilustran el costado lisérgico del universo del Doctor Strange: como si los escenarios fueran una maqueta desarmándose, paredes que se transforman en techos, pisos en paredes, ladrillos que se deshacen y demás. Digo lo de “supuestamente” original, porque hay dos precursores claros: la película El origen (otra vez Nolan, 2010) y los dibujos del artista holandés M. C. Escher. Más allá de eso, que explota sobre todo en el tramo final y le da al siempre aburrido tercer acto de estas películas un relieve e intensidad algo mayores, se agradece que Doctor Strange tenga una historia sin demasiada conexión con el resto del Universo Marvel. Acá los fans pondrán el grito en el cielo y me retrucarán con la existencia de unos cuantos easter eggs. Está bien, los hay, pero en ese sentido es una película hecha y derecha, mucho más cercana a Ant-Man: El hombre hormiga (Peyton Reed, 2015) o a Guardianes de la galaxia (James Gunn, 2014) que a otras que son casi como un capítulo inseparable de otros como Capitán América: Civil War (Anthony & Joe Russo, 2016). Lo que sí le falta a Doctor Strange: Hechicero supremo -y más si la comparamos con las recién mencionadas Ant-Man y Guardianes…- es un guión más consistente, que nos haga creer que los personajes son seres humanos -aunque sean sobrehumanos- con sus dramas, deseos y objetivos. Está muy claro esto si vemos el conflicto de Scott Lang (Paul Rudd) con su hijo en Ant-Man, que en definitiva es lo que nos importa más allá de las peleas superheroicas, y tratamos de buscar algo parecido acá, no lo vamos a encontrar: ni siquiera el love interest de Strange, Christine Palmer (una desperdiciadísima Rachel McAdams), tiene algún peso en la historia. Y aunque no haya una conexión fuerte con el resto del Universo Marvel, sí se mencionan a los Avengers y así se da una pista de para dónde va todo: menos Iron Man y Capitán América (menos mundo “real”) y más Thor y Strange (más “otros mundos”). En lo personal, me interesa menos. Pero la clave está en el guión: el de Strange no ayuda a que la lisergia y el delirio tengan algún anclaje en sentimientos de este mundo.
Mucho tiqui tiqui Fulboy es un documental sobre la intimidad de un equipo de fútbol del ascenso que navega entre el homoerotismo y el retrato más convencional. Justo en estos días en los que el periodismo deportivo y su relación con los futbolistas está en el tapete, viene a estrenarse Fulboy, el documental de Martín Farina sobre la intimidad de un plantel de fútbol del ascenso (Platense, en este caso). No es que la película tenga mucho que ver con el deporte, pero sin dudas reflexiona (o nos hace reflexionar) sobre el discurso de los jugadores, esa especie de género en sí mismo repleto de lugares comunes, entonaciones que parecen ensayadas y no mucho contenido. Farina es hermano de Tomás Farina, uno de los jugadores del plantel, y como tal pudo convencer al resto de tener acceso a la intimidad de la concentración, a las charlas, las duchas, los masajes, los mates y los juegos de cartas. Farina es, además, el codirector de Taekwondo, la película de Marco Berger -que en Fulboy se desempeña como montajista y productor- que también retrataba, aunque de manera ficcional, la intimidad de un grupo de hombres. Hay algo más de Taekwondo en Fulboy: el homoerotismo y el regodeo en los cuerpos masculinos, pero aunque el diseño del afiche y la presencia de Berger en los títulos hacía pensar a priori que ese sería el eje, lo cierto es que Fulboy intenta ser un poco más convencional. Es una pena, porque el planteo era audaz: la homosexualidad -y la homofobia- en el fútbol son cuestiones que sí se alejan de cualquier entrevista a lo Tití Fernández. En cambio, lo más interesante acá es cuando Martín Farina se hace presente en el diálogo con los jugadores, y entre todos reflexionan sobre la “verdad” de lo que se está contando. El discurso del director choca con el de los jugadores, aunque ellos intuyen con cierta perspicacia todo lo referente a la construcción de realidad de los documentales. “Vos me grabaste tomando una cerveza, pero es la única cerveza que tomé, y así parece que siempre tomo cerveza”, dice uno, explicando con una sencillez digna de Alejandro Fantino de qué se trata esto de los documentales, y cómo manipulan la realidad. Más allá de estos chispazos que capturan el interés, a Fulboy le falta un eje claro. ¿Homoerotismo a la Berger? ¿Meta-documental? ¿Periodismo deportivo intimista? Es un poco de todo eso, pero al final no termina siendo nada. Al talento de Farina con la cámara, que funciona muy bien como extensión de su mirada, y con el montaje le faltó determinación para llevar su película a destino, o para ponerlo en términos futbolísitcos, Fulboy tiene mucho tiqui tiqui y pocos goles.