Malabares con adoquines El precio de la ambición es una mezcla de Fitzcarraldo con Wall Street en la que Matthew McConaughey exagera con su intensidad y sus tics. Ya pasaron unos añitos desde que Matthew McConaughey se transformó en el actor de moda: el dueto Dallas Buyers Club-True Detective, sumado al breve e inolvidable papel en El lobo de Wall Street, fueron en 2013 y 2014. Después de eso, puso su voz en dos películas animadas (Kubo y la búsqueda del samurai y Sing ¡Ven y canta!) y protagonizó otra dos películas bastante flojas que se apoyaban exclusivamente en su trabajo: El valiente y The Sea of Trees, esta última dirigida por Gus Van Sant y no estrenada en la Argentina, aunque disponible en la internet para quien la sepa buscar. No mencioné Interestelar, la ambiciosa y un tanto pomposa película de Christopher Nolan, porque va por otro lado: quizás porque se filmó antes de que McConaughey se llevara el Oscar, entre sus problemas no se encuentra la actuación afectada ni la búsqueda de artificio del actor. Pero hay que decir que de True Detective a esta parte, McConaughey parece empeñado o quizás involuntariamente destinado en hacer un Marlon-Brando-en-El-padrino en cada película. El caso de El poder de la ambición es menos grave que el de algunas de sus películas más recientes, porque la de Stephen Gaghan tiene cierta fortaleza como para soportarlo. Es una historia de “fiebre del oro” pero en los años ‘80, una mezcla de Fitzcarraldo y Wall Street, aventuras en la selva y en las finanzas. En definitiva: riqueza palpable y riqueza intangible. En su momento la iba a dirigir Michael Mann, después Spike Lee, pero cayó en manos de Gaghan, un tipo con algunas cucardas como guionista (todos recuerdan Traffic, y con razón, pero yo soy bastante fan de Reglas de combate, de William Friedkin, con Tommy Lee Jones y Samuel L. Jackson) y que había dirigido la interesante Syriana, aunque también con guión propio. Gaghan muestra cierta habilidad para manejar todo este material grandilocuente: el tema bigger than life, la selva Tailandesa donde se filmó y la persona misma de McConaughey. Es como si estuviera haciendo malabares con tres adoquines: no se le caen, pero no esperemos que se muestre elegante mientras realiza la proeza. A una historia de ambición como esta le habría venido mejor un director más ambicioso: uno como el mencionado Werner Herzog o un Paul Thomas Anderson, en cuya Petróleo sangriento se mira un poco, aunque más no sea de refilón. De hecho, el director de fotografía es el mismo Robert Elswit, que se llevó un Oscar por su trabajo extraordinario en la película de Anderson y cuenta con un currículum impresionante. Pero hay que decir que, más allá de todo esto, a Gaghan los adoquines no se le caen. Y resulta interesante ver una película que logra avanzar a pesar del lastre, un espectáculo en sí mismo. No resulta tan interesante, en cambio, verlo a McConaughey: ya desde la primera escena con Bryce Dallas Howard, cuando el drama no pide chiches actorales, lo vemos esforzado, inventando tics, McConaugheyándola. Miro en la iMDB sus próximos proyectos y parecen interesantes en los papeles: en agosto será el Hombre de Negro en la versión cinematográfica de La torre oscura, de Stephen King; el año que viene estará en White Boy Rick, un policial dirigido por el francés Yann Demange, responsable de la serie Dead Set; y también figura en los próximos proyectos de Steven Knight y de Harmony Korine. Quizás sea demasiado pronto para decirlo, pero ojalá esas películas sean una resurrección.
Un clavo en el ataúd La momia, con Tom Cruise, no funciona en ninguno de sus aspectos y resulta un flojísimo puntapié inicial para el regreso de los monstruos de Universal. Hay varias cosas que no se entienden de La momia, la nueva remake del clásico de Boris Karloff y puntapié inicial del Dark Universe, nueva franquicia de de la Universal. En primer lugar, cómo cayó Tom Cruise, un tipo que siempre elige cuidadosamente sus proyectos, en esta película tan mala. En segundo lugar, cómo pueden haberle pifiado tanto al tono, teniendo en cuenta que pretenden (¿pretendían?) que la película fuera los cimientos de una serie en la que van (¿iban?) a apuntar todos sus cañones. De la misma manera que Marvel y DC, con su serie de películas relacionadas, con personajes que se repiten de una a otra e easter eggs para satisfacer a los fanáticos, Universal decidió desempolvar a sus célebres monstruos y crear un universo que recorra varias películas. Recordemos que en los años ‘20, esta compañía empezó con una serie de películas de terror que no solo fueron muy exitosas en el momento sino que hoy son clásicos: El fantasma de la ópera y El hombre lobo, con Lon Chaney; Drácula, con Bela Lugosi; Frankenstein, La novia de Frankenstein y La momia, con Boris Karloff; El hombre invisible, con Claude Rains; y muchas otras, también inspiradas en cuentos de Edgard Allan Poe y demás. La propuesta es interesante y las posibilidades son infinitas. A diferencia de Marvel y DC, acá no hay un material de origen tan fuerte. No están los comics, y si bien hay ciertas novelas o leyendas (Bram Stoker, Mary Shelley, H. G. Wells, Tutankamón), están todas libres de derechos y se puede inventar. La libertad, claro, tiene su lado oscuro: tampoco hay de dónde agarrarse. Tener un mito de origen tan fuerte como Batman sirve para esculpir sobre él. Pero, como ya hemos visto en varias oportunidades, esto tampoco es garantía de calidad. Lo que hacen con La momia es un despropósito. Es muy interesante comparar el comienzo con el de Iron Man - El hombre de hierro, allá por el lejano 2008, que de alguna manera fue la película que empezó todo. Mientras que Iron Man empezaba in medias res, con Tony Stark (Robert Downey, Jr.) atravesando una ruta polvorienta en Afghanistan y siendo atacado por un grupo terrorista, el comienzo de La momia tiene un largo flashback en el que el personaje de Russell Crowe narra la historia de la princesa Ahmanet (Sofia Boutella). Es un comienzo trabajoso, carente de encanto, que nos quiere meter este nuevo universo de prepo. Iron Man era una película en sí misma y las conexiones con las otras películas de la franquicia vinieron después, o estaban ahí como un dato de color. La momia nos tira por la cabeza toda la mitología sin atraparnos antes, nos quiere coger antes de darnos un beso. Pero ese no es el único problema. La momia se mira también en el espejo de Iron Man en el humor. En principio, es un intento loable. No tomarse en serio es fundamental y es algo que ya entendió DC, que en Mujer maravilla apela con bastante efectividad al humor. El problema es que en La momia hay falta de timing para el humor. No es solo que los gags sean malos, cosa que en un punto es opinable y puede no ser tan grave porque no estamos ante los Monty Python, sino que están donde no tienen que estar y son dichos por la persona incorrecta. No puede haber un chiste cuando nos tenemos que asustar, no puede haber un zombie gracioso, a menos que hagamos Muertos de risa. Acá el humor recae en Jake Johnson, el socio de Tom Cruise, y como comic relief es horrible. Más allá de algunas secuencias que al comienzo de la película permitían ilusionarnos (el accidente en el avión no está mal), La momia no funciona en ninguna de sus vertientes. No hace reír, no asusta (¿una momia interpretada por Sofia Boutella que parece salida de una playa de Punta del Este antes que de una tumba egipcia?) y no nos hace interesarnos en lo que vendrá: el personaje de Russell Crowe, que pinta para ser el Nick Fury de este universo, es irritante y estúpido. Cuando se anunció el Dark Universe me entusiasmé. La presencia de Tom Cruise y del guionista Christopher McQuarrie (que habían hecho buena dupla en Jack Reacher y Misión Imposible: Nación secreta) parecían garantía de que la cosa iría por buen camino. El resultado es catastrófico y parece difícil que pueda levantar con la próxima entrega, que para colmo será remake de la mejor de las originales: La novia de Frankenstein, con Javier Bardem en el papel del monstruo y la dirección de Bill Condon (La bella y la bestia). Lo bueno es que será recién en 2019 y quizás ya nos hayamos olvidado de este primer paso en falso.
Hay un mundo que desconocemos y que Néstor Frenkel descubre para nosotros: el de las entregas ignotas de premios a programas de radio y de cable. Los ganadores empieza con la narración de Frenkel (en la voz de Federico Figueroa) de cuando filmó el documental Amateur (2011), sobre un excéntrico habitante de Concordia, cineasta aficionado, cinéfilo pertinaz y coleccionista apasionado. Una de las cosas que coleccionaba eran premios: a sus películas amateur pero también a su programa de radio. Cuando Frenkel empieza a investigar esos premios, se da cuenta de que hay toda un mundo subterráneo de entregas de premios en sociedades de fomento del interior, y que muchas veces los premiados en una son los organizadores de otra. La película tiene mucho que ver con el espíritu de Amateur. Es divertida, muestra personajes que nos provocan entre pena y ternura, y podemos contar entre sus referentes a otras películas como Balnearios o Todo sobre el asado (el documental de Mariano Cohn y Gastón Duprat que pasó por el BAFICI y se estrenó la semana pasada). Pero se nota que Frenkel tiene corazón, y aunque empiece su película amagando con burlarse de sus personajes (dejándolos en plano demasiado tiempo, mostrando sus enojos y confusiones), termina fascinándose por ese mundo hasta que al final casi que lo homenajea con la canción de Beto Orlando en los títulos. Lo mejor de la película está en la segunda mitad, cuando Frenkel abandona el formato entrevista a los protagonistas (en las que es inevitable que pisen el palito y muestren la hilacha) y se larga a registrar la entrega de los premios Estampas de Buenos Aires, organizada por un maestro y una maestra jubilados que a su vez conducen un programa de radio (Al compás del tango) y uno de cable (El tango es el tango). Ahí Frenkel descubre pequeñas historias, detalles organizativos, discusiones y aunque viéndolo con cierta distancia todo es bastante patético, la narración va ganando empatía. Ese grupo de personas al fin y al cabo hacen lo que les gusta, y si no pueden ganarse un premio en serio se inventan y dan premios entre ellos. La película pasa de la burla al respeto, pero el espíritu final siempre estuvo en el título. Son todos ganadores.
Amazonas en la Tierra La mujer maravilla abusa de la cámara lenta y de la animación, pero la sencillez y el atractivo de los personajes le juegan a favor. A esta altura del partido, una película de superhéroes que vuelva a la vieja y querida propuesta de contar una historia sencilla, con villanos temibles y héroes queribles, es bienvenida. La mujer maravilla, cuarta entrega del Universo Extendido de DC, es por lejos la mejor de su grupo y resulta mejor también que varias de su competidor más mimado por los fans, Marvel. Es cierto, existiendo películas de superhéroes como Logan o Deadpool, parece que estuviéramos pidiéndole demasiado poco a La mujer maravilla. Pero al lado de Batman v Superman: El origen de la justicia o Guardianes de la galaxia Vol. 2, se valora una película que funciona por sí sola, que tiene humor, que no agobia con referencias (aunque las tenga). También es cierto que hay un abuso de la cámara lenta y de la animación. En general, uno imagina que la animación se usa porque es más barata y más sencilla, pero que en general se busca ocultarla, imitar a la realidad lo mejor posible. Acá pareciera que buscaran el artificio, que ignoraran las reglas de la física. O quizás, sencillamente, la animación es horrible. Pero hay una historia, hay personajes y tanto Gal Gadot como Chris Pine están encantadores. Estamos en algún momento de la década de 1910, durante la Primera Guerra Mundial. Hippolyta (Connie Nielsen) reina entre las Amazonas, en la isla de Themyscira, con la ayuda de su hermana, la temible guerrera Antiope (Robin Wright). Un día, su hija Diana (Gadot) ve cómo un avión cae en el mar y su piloto está por morir ahogado. El piloto es Steve Trevor (Pine), un espía inglés que está huyendo de los alemanes. Después de un combate entre las Amazonas y los alemanes, que vienen persiguiendo a Trevor, Diana decide ir con él al mundo de los hombres para detener la guerra, que para ella está provocada por Ares, aunque Trevor le explica que las cosas son más complicadas. Un arma letal, fabricada por la doctora Maru (Elena Anaya, en una especie de versión de Vera Cruz, su personaje almodovariano de La piel que habito) bajo las órdenes del general Erich Ludendorff (Danny Huston), será el objeto a destruir por Diana, Trevor y sus amigos. Obviamente el guión se aprovecha, y muy bien, de la condición femenina de la heroína. En una época en la que el modo de representación de las minorías está bajo la lupa, y se llegó a criticar a Joss Whedon por ciertos diálogos de Black Widow (Scarlett Johansson) en Avengers: Era de Ultrón, la primera película de esta época protagonizada por una mujer tenía que estar a la altura. Recordemos, también, el fracaso estrepitoso de Gatúbela, con Halle Berry, que llevó a muchos a pensar que al público no le interesaban las heroínas mujeres. La película era simplemente mala. Acá Diana es fuerte, hace chistes con la masculinidad de Trevor y se hace alusión a la discriminación que sufrían las mujeres en aquella época, un espejo aumentado de esta. Estos detalles están bien, le agregan picante, y parecen naturales, no están puestos para cumplir con las exigencias de corrección política de nadie (o no parece que lo estén). Quizás haya sumado la presencia de Patty Jenkins en la dirección, que había dirigido hace varios años Monster: Asesina en serie, la historia de Aileen Wuornos, la prostituta que se transformó en asesina, y que le dio el Oscar a Charlize Theron. Claramente le dieron el material a alguien con la sensibilidad necesaria. Las historias de superhéroes, sobre todo las que cuentan sus orígenes, tienen la fortaleza de los mitos remotos y primitivos. En general, no se necesita demasiado para contar esas historias y que resulten atractivas, alcanza con no arruinarlas. Esta vez, los muchachos de DC cumplieron.
Fracaso exitoso Madraza es una comedia policial con tantos defectos evidentes que resulta encantadora y divertida. Hay un ensayo célebre y extraordinario del crítico norteamericano J. Hoberman titulado “Películas malas”, en el que reivindica ciertas películas “objetivamente malas” que, dice, pueden triunfar en su fracaso. A veces una actuación fuera de registro, un corte torpe, errores groseros de continuidad o berretadas varias pueden resultar atractivos porque dejan en evidencia el artificio del cine y nos ponen en un estado de alerta, nos sacan de la pasividad, nos interpelan. Pensaba en eso durante los primeros minutos de Madraza. Después de una introducción en la que vemos las manos de una señora (ajadas, uñas pintadas, anillos) manipulando un arma en cámara lenta y con mucho detalle, pasamos a una escena pretendidamente costumbrista: una cocina de clase media-baja en la que una señora gorda y morocha alimentada a harinas (Loren Acuña) discute con su marido también gordo y machista (Gabriel Almirón) y con una chica joven con exagerados modismos barriales (Sofía Gala Castiglione). No solo las actuaciones son un desastre (Hoberman diría que es como un documental que muestra a personas imitando a gente pobre) sino que Hernán Aguilar, el director, hace cortes bruscos cuya única finalidad parece ser la de “corregir” algún furcio. En seguida nos damos cuenta de que no estamos ante una típica película mala. Un par de escenas después hay un asalto en la calle y el esforzado lunfardo de los chorros, la cámara lenta que pone a los personajes en poses y expresiones risibles, la música totalmente fuera de estilo con lo que estamos viendo dirigen nuestra atención lejos de la trama. Hoberman compara esta sensación con el surrealismo. Puede sonar esnob, pero no lo es. Basta con experimentar la primera hora de Madraza. Es tan mala como divertida, pero es divertida precisamente porque es mala. Los modismos de Sofía Gala Castiglione son tan caricaturescos que resultan un espectáculo en sí mismo y los diálogos imposibles alejan a la película de su pretendido naturalismo, dotándola de un interés mayor. Madraza es un policial en el que Matilde (Loren Acuña), un ama de casa de clase media-baja, se involucra con el submundo del delito luego del asesinato de su marido en un asalto y termina trabajando de asesina a sueldo mientras inicia una relación con el policía (Gustavo Garzón) encargado de investigar sus crímenes. Paradójicamente, cuando la película empieza a encontrar el tono y a dedicarse más a resolver cuestiones de la trama que a jugar con libertad errando casi siempre, pierde interés. Es decir: cuando mejora, empeora. Así, el último tercio es apenas un mediocre policial carente de interés. Si así hubiera sido toda la película, se trataría de una película mejor pero que quizás no merecería siquiera estas breves líneas. Pero como Madraza es mala en serio, resulta encantadora y fascinante.
Nico (Guillermo Pfening) es un actor que trabaja en una novela exitosa pero después de una pelea con el productor (Rafael Ferro), que además era su amante, decide irse a Nueva York para probar suerte. Ahí no es conocido y, como le dice Kara (Cristina Morrison), una productora de cine prestigiosa, a nadie le importa si en tú país te reconocen por la calle. Pero él no está dispuesto a trabajar de algo que no sea lo suyo y trata por todos los medios de negarse a cuidar al hijo de su amiga (Elena Roger) por dinero. Herido por el desengaño amoroso, con su carrera estancada por no poder insertarse laboralmente en el mercado americano, actor latino pero rubio, Nico trata de subsistir y evitar volver a caer en las garras de su ex, que lo llama y le ofrece volver a la novela. Nadie nos mira funciona fundamentalmente por la mirada aguda que tiene Julia Solomonoff, su directora, de la vida en Nueva York. De hecho, la ciudad, que vimos en mil películas, está retratada con un ojo diferente y argentino. Es reconocible pero a la vez, por momentos, sus plazas y sus esquinas parecen porteñas. Quizás sea porque a una ciudad la hace su gente, y si la cámara se cierra sobre personajes argentinos, con su forma de hablar, su idiosincracia y sus conflictos, la geografía se contagia. Entonces hay algo encantador y extraño en la película. Y en ese contexto se desarrolla la historia, que tiene un guión firme, sutil pero que avanza sin titubeos. Pfening, que hace un trabajo excelente por el que ganó un premio en el Festival de Tribeca, se muestra frágil, sensible y obstinado en su viaje interior, y logra que nos importe su destino y, por lo tanto, que suframos con él cuando recibe una mala noticia laboral, o que nos alegremos cuando sucede lo contrario. La tercera película de Solomonoff -la primera en ocho años- es una historia sencilla que narra una situación complicada: la de un hombre en busca de paz para su corazón.
El prólogo de Alien: Covenant nos hace pensar que vamos a ver algo muy parecido a Prometeo, la película anterior en la franquicia. Peter Weyland (Guy Pearce), el fundador de Weyland Corporation, conversa con Walter (Michael Fassbender), el nuevo androide, en una habitación blanca. Más allá de que los dos son personajes que vimos en Prometeo (aunque el androide era otro modelo), el tono de la charla tiene esa cosa ambiciosa un poco existencial. Sin embargo, es solo el prólogo. Por suerte, la película después toma un rumbo mucho más parecido al de la Alien original. La nave Covenant está viajando al planeta Origae-6 con dos mil colonos y mil embriones. Un desperfecto obliga a Walter, el androide, a despertar a la tripulación, pero el capitán Jake (James Franco) muere luego de que se incendia su cápsula. Después de que la tripulación arregla los desperfectos, la nave recibe una comunicación de un planeta cercano. Aparentemente, este planeta desconocido tiene todas las características para ser habitable y colonizado, y queda mucho más cerca que Origae-6. El primer oficial Oram (Billy Crudup), que quedó a cargo luego de la muerte del capitán, sugiere que vayan a este nuevo planeta. Dany (Katherine Waterston) dice que le parece raro que justo haya aparecido este planeta nuevo, que parece demasiado perfecto, que seguro es una trampa, y que mejor continúen camino hacia Origae-6. Obviamente, Oram ordena lo contrario. La discusión entre Oram y Dany recuerda un poco aquella de Alien entre Ripley y Dallas, cuando Dallas quiere entrar a la nave con Kane infectado y Ripley dice que no. En las dos películas suponemos que la que está en lo correcto es la mujer, y así se van perfilando como heroínas. El resto es un placer. O tal vez una tortura placentera. Nadie está a salvo de morir, y Ridley Scott se divierte y nos divierte con su slasher alienígena. Una gran secuencia en la que el primer infectado incuba la primera criatura ya nos pone en clima, y después es todo vertiginoso y los únicos momentos en que se ralentiza son aquellos en los que los androides filosofan y la película parece anclarse en su mitología. Cerca del final, otra escena parece recordar a una clásica de Alien. Cuando todo parece haber terminado, dos tripulantes tienen sexo en la ducha y son atacados por la criatura, que pudo ingresar a Covenant. De la misma manera, Ripley fue atacada, en bombacha. La desnudez acentúa la indefensión y además es un tropo del cine de terror, género al que la franquicia felizmente vuelve en esta última entrega.
El círculo rojo La segunda película de Daniel Hendler es una comedia sobre la construcción de un candidato que elige el absurdo por sobre la crítica política. La segunda película de Daniel Hendler es desconcertante. Cuenta la historia de un candidato político y su equipo de comunicación, recluídos durante un par de días en una casona de un campo para armar un spot de campaña. Una de las primeras escenas parece que va a marcar el tono de la película: todos reunidos alrededor de una mesa, con el candidato (Diego De Paula) en la cabecera, tirando ideas. Pronto vamos a saber que el candidato es un outsider de la política, hijo de un empresario, y que la intención de todos es alejar su imagen de la de los negocios de su padre. Las discusiones giran en torno a cosas simbólicas, como “si fueras un pájaro, qué pájaro serías”, hasta que el diseñador gráfico (Matías Singer, lo mejor de la película) hace una pregunta inocente: pero, ¿cuáles son las propuestas? ¿Sos de izquierda o de derecha? La referencia parece bastante obvia a políticos del estilo de Mauricio Macri (el nombre del partido, bautizado en ese mismo momento, será NEO) y si bien la propuesta no es muy original, con su crítica a la superficialidad de la videopolítica y al cinismo de los publicistas, Hendler tiene pulso para el humor y el grupo de actores comparten su sensibilidad. Además de Singer y De Paula están Alan Sabbagh, Ana Katz, César Troncoso, José Luis Arias y Roberto Suárez, todos muy efectivos en la parte que les toca. Pero después Hendler pareciera optar por el camino del absurdo. Quizás justamente para apartarse de la crítica elemental, los diálogos, los silencios y las expresiones de los personajes viran a un humor más cercano al de películas uruguayas como Whisky o al de algunos de los cuentos más absurdos de Leo Maslíah. La decisión podría ser saludable si no fuera que el humor acá funciona menos en sí mismo. De hecho, los mejores momentos de la película siguen siendo aquellos en los que se burla del vacío propositivo del candidato. (El mejor, cuando en el medio de la grabación del spot el personaje de Troncoso interrumpe y dice: “¿Qué pensamos de Dios? ¿Estamos a favor o en contra?”.) Y cuando como espectadores estamos tratando de entrar en esta propuesta extraña, que no era la que imaginábamos al comienzo, entra el personaje de Verónica Llinás, una especie de “madrina política”, y la historia vuelve a dar un giro: ahora vemos que nuestro protagonista es menos un Macri que un patético candidato a quinto diputado que no tiene ni voz ni voto. Ahí empieza una mezcla de comedia de enredos con thriller político (siendo muy benévolos) y más allá de un par de buenos momentos (en especial con Chiara Hourcade, que interpreta a la novia del diseñador que hace Singer) la cosa nunca deja de ser confusa y demasiado esforzada.
Carrera contra la muerte Día del atentado intenta contar una historia de heroísmo colectivo luego del ataque durante el Maratón de Boston en 2013, pero el resultado es torpe. El 15 de abril del año 2013 fueron detonadas dos bombas caseras entre la muchedumbre que miraba el Maratón de Boston. Tres personas murieron y hubo varios heridos graves. Día del atentado cuenta esa historia intentando poner el acento en el héroe colectivo, en la solidaridad de la ciudad hacia las víctimas y en el trabajo en equipo para dar con los culpables, pero la ambición choca contra un guión desordenado, que hace aparecer y desaparecer personajes desprolijamente, y que termina deshilachando lo que había arrancado como un buen thriller. Si bien la película es bastante coral porque tiene la intención de, como dije antes, homenajear al héroe colectivo, los guionistas pusieron un héroe inventado: se trata del sargento Tonny Saunders (Mark Wahlberg), que va a funcionar como el representante de todos los policías que fueron vitoreados en Boston luego del arresto del terrorista sobreviviente. El prólogo nos introduce a Saunders y al resto de los personajes, ellos sí reales: el sargento Jeffrey Pugliese, el estudiante chino del MIT Dun Meng, el matrimonio de Jessica Kensky y Patrick Downes, el oficial Sean Collier, los hermanos Dzhokhar y Tamerlan Tsarnaev y Katherine Russell, la mujer de Tamerlan. En muchos casos, no sabremos casi hasta el final cuál es el papel que van a jugar en la historia. Tomemos como ejemplo el caso de Dun Meng. Un tímido joven chino que se anima a invitar a salir a una chica. Sus escenas no tienen nada que ver con el conflicto central y aparecen esporádicamente construyendo una mini-trama paralela. Después cumplirá un papel importante, pero hasta ese momento su presencia solo genera confusión y fastidio. De todas maneras, la primera mitad de la película se parece bastante a un capítulo de Homeland o de 24. El momento del atentado y las escenas posteriores, cuando entra en escena el agente del FBI Richard DesLauriers (Kevin Bacon) están contadas con agilidad y la cosa parece que puede funcionar si uno no se pone muy exigente. La típica rivalidad entre la policía local y el FBI, el hallazgo de un policía raso observando videos, la desesperación de los sobrevivientes, todo funciona muy bien. Pero después empiezan a entrar esos personajes que parecían desubicados y que están para ilustrar la tesis final de la película: que fue la ciudad de Boston la que venció a la maldad terrorista. No está mal la idea, pero el modo en que se la lleva a cabo es chapucero y torpe. Y por si no bastara ver a J.K. Simmons fumando un cigarrito y patrullando las calles de Watertown sin ningún motivo aparente hasta que casi al final hace su gracia, tenemos que ser testigos de un epílogo demasiado largo con leyendas explicativas, escenas documentales, fotos y dedicatorias. Está muy bien buscar la emoción y el patriotismo, más cuando se cuenta una historia real de emoción y patriotismo. Pero no es tan fácil reflejar en una película el heroísmo de toda una ciudad. No es casual que los mejores momentos de Día del atentado sean aquellos que se parecen más a una serie de ficción que a la realidad.
Lluvia de autos La octava entrega de Rápidos y furiosos sigue en la senda de la opulencia y la falta de pretensión para darnos ganas de ver cine en el cine. Quizás en el futuro veamos a esta época del cine como una especie de edad de oro del mainstream. Conviviendo con la piratería y también con los servicios legales de streaming que ya producen y estrenan películas ellos mismos, el cine en el cine continúa creciendo. El primer trimestre de este año, por ejemplo, se vendieron en Argentina un 7,2% de entradas más que en el mismo período del año pasado; y en el primer trimestre del año pasado, a su vez, se habían vendido 5,9% de entradas más que en el mismo período de 2015. Parece que el cine en el cine no sabe de crisis y sus enemigos y competidores no hacen más que fortalecerlo. Probablemente en la franquicia de Rápidos y furiosos puedan adivinarse al menos parte de las razones. Sus ocho películas recorren los últimos quince años; fueron justamente los años en los que florecieron la piratería y los servicios legales de streaming; los años en los que el mainstream parece haber florecido también. Nacida como una película de acción más para adolescentes y fanáticos de los autos, a comienzo de esta década Rápidos y furiosos pegó un salto de calidad en consonancia con gran parte del cine industrial. Este año vimos Kong: La isla calavera y John Wick 2: Un nuevo día para matar, por ejemplo, dos películas que en otra época -no hace tanto- habrían engrosado la lista de simples moneymakers pero que hoy se plantean con seriedad y parecen hechas por directores y productores cinéfilos. Rápidos y furiosos 8 es una fiesta. Sin ninguna clase de pretensión, con una trama sencilla y sin vueltas, sin temor al ridículo ni a caer en la incorrección política, la película dirigida por F. Gary Gray (debutante en la franquicia, director de videoclips de Cypress Hill y OutKast y de la película Straight Outta Compton, sobre la banda de hip-hop N.W.A) vuelve a contarnos una aventura protagonizada por Dominic Toretto (Vin Diesel), Luke Hobbs (Dwayne Johnson), Deckard Shaw (Jason Statham), Letty Ortiz (Michelle Rodriguez) y sus amigos, esta vez con el objetivo de nada menos que salvar el mundo. La película tiene corazón clase B. Vin Diesel es de madera y en una escena lo hacen llorar, pero todo contribuye a la diversión porque esos grandotes trabados están repletos de esteroides y ternura, nos importan sus destinos, les tenemos cariño porque se burlan de sí mismos y están ahí para entretenernos. Las escenas de acción, al fin y al cabo lo que importa, son ingeniosas y ambiciosas. Hay hasta una literal lluvia de autos. Rápidos y furiosos 8 está lejos de películas como Mad Max: Furia en el camino o Misión imposible: Nación secreta, que están algunos escalones arriba, pero funciona como un entretenimiento perfecto y disparatado dentro de este grupo de películas que cumplen con el muy loable objetivo de mantener vivo el deseo de salir de casa y meterse en una sala de cine.