Doble de cuerpo Hija única, de Santiago Palavecino, se mete con el tópico del doppelgänger con una historia retorcida, al borde de la verosimilitud. El tópico del doppelgänger, el doble, es de los que más potencial tienen en el cine. También está presente en la literatura (recuerdo la novela El doble, de Dostoievsky, y quizás la más conocida: El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Stevenson), pero es en las imágenes en donde el juego especular de semejanzas puede ser mejor aprovechado: clásicos como Demente, de Brian De Palma; Pacto de amor, de David Cronenberg; o la que todos ustedes están recordando en este momento: El club de la pelea, de David Fincher. Entre la ciencia ficción, el fenómeno paranormal, o simplemente la vuelta de tuerca onírica, todas estas películas resultan enigmáticas, todas tienen algo en su trama no del todo explicado. Ese es el poder del doppelgänger, aunque también puede ser su talón de Aquiles. En el caso de Hija única, la cuarta película de Santiago Palavecino, tenemos a dos chicas físicamente iguales que viven en tiempos distintos: se trata de Julia en 1992 y Delfina en 2017 (interpretadas por Ailín Salas). Delfina nació varios años después de la muerte de Julia. ¿Qué las une? ¿Por qué son idénticas? Ese es el misterio central. En el vértice de este triángulo está Juan (Juan Barberini), que fue novio de Julia en 1992 y es ahora el padre de Delfina. ¿El amor trunco entre Juan y Julia fue tan intenso como para entrar en el ADN de Delfina? Algo de eso hay, y si esto suena ridículo, pues tenemos hasta unos investigadores médicos metidos en el asunto. El guión, firmado por Palavecino junto a Fernando Manero (coautor de la película anterior del director, Algunas chicas), está construido como un rompecabezas que va hacia atrás y luego hacia adelante en el tiempo, de 2017 a 2005 a 1992 y después a 2005 otra vez, para ir revelando de a poco los puntos de giro de una historia bastante retorcida que incluye también un tema que parece insoslayable en el cine argentino si hablamos de la identidad: los desaparecidos. Si desenredamos la galleta del guión, vemos que la historia es bastante más sencilla de lo que parece a simple vista, aunque no carece de ambigüedad; así como está, esa ambigüedad está sepultada por la confusión y la inverosimilitud. Algunos diálogos, los que parecen más “escritos”, suenan forzados; otros, sin embargo, parecen más naturales. Como si en Hija única convivieran dos películas: la de misterio fantástico, que necesita dar información del argumento con precisión y a cuentagotas, yendo y viniendo en el tiempo; y otra que es un drama familiar (en 2005, la relación entre Juan, la pequeña Delfina -excelente Carmela Rodríguez- y su madre verdadera, Berenice -Esmeralda Mitre-) y un drama romántico (en 1992, el fulminante enamoramiento entre Juan y Julia). La segunda funciona mucho mejor que la primera. Es en esas escenas entre Barberini y Salas, con música bigger than life de Prokofiev, diálogos casuales y sexo creíble, en donde ser puede ver el talento con la cámara y las ideas de puesta en escena de Palavecino. Y aunque sea el misterio central lo que hace avanzar la trama y nos mantiene interesados, lo mejor de la película está cuando el narrador le cede el paso al retratista.
El cine está en otra parte Anthropoid cuenta la historia del asesinato del nazi Reinhard Heydrich, pero a pesar de la fidelidad a los hechos, no logra un efecto de realidad. Es mayo de 1942 y el Tercer Reich está en su apogeo. La parte checa de Checoslovaquia está ocupada por Alemania. Reinhard Heydrich, el nazi más importante después de Adolf Hitler y Heinrich Himmler, la bestia rubia, el carnicero de Praga, es el Reichsprotektor de Bohemia y Moravia: en otras palabras, es el amo y señor de Checoslovaquia, el encargado de aplastar a la Resistencia y de poner a trabajar a todo el pueblo checo en la producción de armamento para abastecer al Reich. Heydrich también es, como si todo esto fuera poco, uno de los principales ideólogos -si no el principal- de la Solución Final. Es mayo de 1942 y los jóvenes Jan Kubiš (28) y Jozef Gabčík (30), que fueron enviados en paracaídas por el gobierno checo en el exilio, se ocultan en distintas casas de simpatizantes de la Resistencia. Vienen de Londres con una misión fundamental que, de ser exitosa, cambiará el curso de la guerra pero también significará, muy probablemente, una sentencia de muerte para ellos: las órdenes son matar a Reinhard Heydrich. Todo esto pasó de verdad y es uno de esos acontecimientos de la Historia tan tentadores para incorporar a una ficción. Tiene todo: héroes, villanos (¿hay mejor villano que un nazi?), traidores, romance (tanto Kubiš como Gabčík se enamoran de las hijas de las familias que los cobijan en secreto) y una ciudad hermosa, Praga, como telón de fondo. Hubo varias películas, de hecho: Los verdugos también mueren, dirigda por Fritz Lang con guión de Bertolt Brecht y música de Hanns Eisler -dos austríacos y un alemán exiliados- y El verdugo de Hitler, dirigida por otro alemán que había huído de los nazis: Hans Detlef Sierck, más conocido como Douglas Sirk. Ambas películas son de 1943: urgentes, de propaganda, no se preocupan demasiado por narrar los hechos con veracidad porque en ese entonces no se conocían con detalle. En 2010, una novela sobre el asesinato de Heydrich ganó el premio Goncourt, el más prestigioso de Francia: se trata de HHhH, de Laurent Binet, que se inscribe en la tradición de las novelas históricas “meta”, que narran un hecho a la vez que el autor reflexiona sobre ese hecho y sobre la novela que está escribiendo, un poco al estilo de Javier Cercas o Emmanuel Carrère. El éxito de la novela de Binet y el hecho de que se inspire en un acontecimiento tan cinematográfico le valió tener su adaptación al cine. En febrero de este año terminó de filmarse, con Jack O'Connell en el papel de Jan Kubiš (que en Inquebrantable, de Angelina Jolie, ya había interpretado a un héroe de la vida real), Jack Reynor en el de Josef Gabčík y Jason Clarke como Heydrich (que ya había interpretado a un torturador, pero del bando de los buenos, en La noche más oscura). La película de HHhH todavía no se estrenó, pero hoy podemos ver otra que se le adelantó descaradamente: no está basada en la novela de Binet -no explícitamente- pero tiene toda la pretensión de veracidad. Se trata de Anthropoid, de Sean Ellis, la película que finalmente nos ocupa en esta ocasión. Quizás no fue buena idea haber leído la novela de Binet justo antes de ver Anthropoid. Al menos no lo fue en beneficio de la película. No tanto por la comparación entre libro y película, que siempre es conveniente no hacer, sino por las reflexiones de Binet sobre la representación ficcional de un hecho histórico, que son quizás lo que hacen de su novela algo superior a una mera narración de una anécdota -por más interesante que sea esa anécdota, por mejor narrada que esté-, y resulta imposible abstraerse de ellas observando Anthropoid. Al comienzo de la novela, cuando Binet introduce a Josef Gabčík, dice: “Sé que reduzco a este hombre al vulgar rango de personaje, y sus actos al de la literatura: alquimia infame, pero, ¿acaso puedo hacer otra cosa?”. Más adelante dice, luego de relatar un diálogo entre un Heydrich niño y su padre: “No hay nada más artificial en una narración histórica que este tipo de diálogos, reconstruidos a partir de testimonios más o menos cercanos con el objetivo de darle vida a las páginas muertas de la historia. (…) Cuando un escritor intenta revivir una conversación de esta forma, el resultado a menudo es forzado y el efecto es el opuesto al deseado: ves con demasiada claridad los hilos que controlan a los títeres, escuchás con demasiada claridad la voz del autor en boca de estos personajes históricos”. Es evidente que después de este tipo de comentarios, ver a un Gabčík interpretado por Cillian Murphy derramar lágrimas ante la muerte de algún personaje, o hablar en inglés con acento checo (supongo que el acento es checo, probablemente un checo notaría que ni el acento está bien, que parece más polaco o húngaro) derrumba toda posibilidad de verosimilitud. Son las convenciones del cine, me dirán; Binet puede darse el lujo de no reproducir diálogos porque puede jugar con las palabras, pero las películas necesitan diálogos. Esto es verdad y si por un momento olvidamos los pruritos -quizá excesivos- de Binet y nos abandonamos, no sin dificultad, a la empresa de “ver una película de espionaje”, nos vamos a encontrar simplemente con una película mala. Y perdón, pero al menos en parte la explicación nos la dan las reflexiones de Binet. Sus pruritos pueden ser excesivos, pero son pertinentes. Es posible que si los guionistas Sean Ellis y Anthony Frewin hubieran sido un poco más talentosos, o al menos cuidadosos, Gabčík y Kubiš habrían alcanzado un status de personajes menos vulgares. Tampoco ayuda el trabajo de Jamie Dornan como Jan Kubiš. Aunque en estos casos es difícil distinguir si el problema está en el actor o en el guión, lo cierto es que su Kubiš, con sus dudas y sus ataques de nervios, es la contracara del Kubiš que con tanto pudor puso en sus páginas Binet, al que se negó hasta a citar textualmente. Es probable que con un guión más inteligente y un actor más capaz, Binet estaría presente apenas en un parrafito ilustrativo en esta nota: su omnipresencia se debe a que Anthropoid le da la razón en todo (y a que acabo de terminar de leerlo, esto también es cierto). Pero hay otro problema en la película que no tiene mucho que ver con los problemas de representación histórica. Dije antes que no hay mejor villano que un nazi (ya lo dijo Indiana Jones) y acá los nazis están prácticamente fuera de campo. No solo Heydrich está reducido a un blanco móvil interpretado por un extra: todos los nazis son extras, una multitud de uniformes que hablan en alemán y miran mal a los protagonistas. Hasta la masacre de Lidice -la completa destrucción de todo un pueblo y el asesinato de todos sus habitantes en represalia por el atentado- está fuera de campo. Anthropoid cuenta una historia real con fidelidad a los hechos, pero a pesar de esto -¿o a causa de esto?- produce un efecto de realidad muchísimo menor que el de, por ejemplo, una fábula fantasiosa como Bastardos sin gloria. A Anthropoid le falta un Hans Landa, y eso que tenía como materia prima a Heydrich. Incomprensible. Hay una frase de Binet que marqué y que me tatuaría: “Para que cualquier cosa pueda penetrar en la memoria, es preciso antes transformarla en literatura. No está bien, pero es así”. De la misma forma que la conquista del Oeste se transformó en mítica gracias al cine, los actos heroicos como los de Kubiš y Gabčík (y todos sus compatriotas que dijeron “no” mientras el resto decía “si”, para citar a Cercas) quedan tallados en piedra gracias a novelas como las de Binet. En este caso, el cine todavía espera su turno.
Anoche llegó un mail delirante de United International Pictures, la distribuidora encargada del estreno de La fiesta de las salchichas, en el que informaban que el INCAA había calificado la película como Solo apta para mayores de 13 años con reservas y que a pesar de que solicitaron que se le subiera la calificación a SAM 16 o SAM 18, la restricción quedó así. Si, entendieron bien: la distribuidora, al revés de lo que ocurre siempre, quería subir la calificación, no bajarla. El motivo es obvio, aunque resulta un poco raro que lo hayan desnudado con tanto candor en ese mail a los medios: el gancho de La fiesta de las salchichas es el humor subido de tono, la idea de película de animación para adultos, como si fuera una de Pixar con guión de Hugo Sofovich. Pero los encargados de calificarla ignoraron el plan de marketing y evaluaron la película en sí. Terminaron ejerciendo de críticos involuntarios: el humor sexual ramplón ya no escandaliza a nadie. Cuando se estrenó Intensa-Mente, se viralizó un chiste muy inteligente en Twitter. Decía: Pixar, 1995: ¿Y si los juguetes tuvieran sentimientos? Pixar, 2001: ¿Y si los monstruos tuvieran sentimientos? Pixar, 2008: ¿Y si los robots tuvieran sentimientos? Pixar, 2015: ¿Y SI LOS SENTIMIENTOS TUVIERAN SENTIMIENTOS? En ese chiste se resume el truco de Pixar (en realidad es más largo e incluye todas las películas, no solo esas cuatro) y sobre todo la voltereta insoportable de Intensa-Mente. El objetivo de Seth Rogen y Evan Goldberg -productores y guionistas de La fiesta de las salchichas- es burlarse de Pixar, pero lo que terminan haciendo es copiar la fórmula, ponerle sexo y esperar a que el cóctel funcione por sí solo. Lo que pasa acá es: ¿y si los productos de supermercado tuvieran sentimientos? ¿y si fueran todos pajeros que lo único que quieren es coger? El protagonista es Frank (voz del propio Rogen), una salchicha enamorada de Brenda (Kristen Wiig), un pan de pancho. Frank y Brenda se hablan de paquete a paquete en una góndola de supermercado y esperan que algún cliente se los lleve para que los saque de sus respectivos paquetes, puedan consumar su amor y viajar al “más allá”, un lugar desconocido y utópico al que todos creen que irán cuando sean adquiridos por los clientes. Lo que nadie sabe es que en realidad ese “más allá” es una mentira, y que apenas salgan de la góndola serán hervidos, pelados, cocinados y devorados por los humanos. Luego de que Barry (Michael Cera), una salchicha enana que sobrevive a la olla hirviendo de un cliente y vuelve al supermercado, les revela que no hay un “más allá”, organizan una rebelión. Si bien las películas de Rogen y Goldberg no pasan del divertimento entre amigos, la presencia de esos amigos en la pantalla las hacen al menos atractivas. Los cameos, los chistes internos y la cosa delirante las sostiene. Pero en La fiesta de las salchichas la premisa es demasiado rígida, y si bien el delirio por momentos alcanza un nivel entretenido (el chiste del chicle es extraordinario), no deja de ser más una parodia floja de Pixar que una comedia de Rogen y Goldberg. No es casual que recién en el final, cuando la película se despoja de la mochila de la historia, pueda tirar unos chistes “meta”. No es casual, tampoco, que sean lo mejor de la película.
Sin dudas el corazón y el alma de Miss, la ópera prima de Robert Bonomo, es su protagonista. Roberto L. Makita es un descendiente de orientales que hace de sí mismo -aunque no sabemos hasta qué punto- y es un personaje bastante peculiar: tierno, inocente, romántico, soñador y por momentos un poco creepy también. Esto último quizás no salte a la vista, la película de alguna manera lo insinúa o lo ignora, pero está ahí y le da una vuelta apasionante a la cosa, sobre todo cerca del final. “Tengo una idea para una película. No sé si la voy a actuar o dirigir. Se las cuento”, empieza en off Roberto -o Robert, como quiere que le digan- y junto con su relato, vemos las imágenes de su película, de su imaginación y sus deseos. Dos mujeres hermosas se lo disputan. La belleza exhuberante de las mujeres contrasta con la inocencia de Robert: es un joven flacucho, de chomba adentro del pantalón y pulóver anudado en el hombro, que a pesar de sus fantasías con mujeres (todas hermosas) no parece estar muy sexualizado y su única objetivo es “dar el primer beso”. Después de ese prólogo fantasioso, empieza la historia real de Robert. Trabaja como extra en publicidades y cuidando casas. En una publicidad conoce a Laura (Malena Villa), una joven aspirante a modelo, y se enamora. Así es Robert: la ve y se enamora. Ella es oriunda de San Clemente del Tuyú y está probando suerte en Buenos Aires. No tiene muchos amigos acá. Robert se ofrece acompañarla a un casting. Ella le dice que no, gracias, pero él insiste más allá del límite aconsejable. Quizás porque parece inofensivo y ella se siente sola, termina aceptando. En poco más de una hora, Miss cuenta la historia de esa relación asimétrica. Robert quiere darle un beso y ponerse de novio. Laura ni sospecha todo esto y simplemente disfruta su compañía como podría disfrutar la compañía de cualquiera, de tan sola que está. Aunque el punto de vista de la película siempre es el de Robert, podemos intuir qué le pasa a Laura. En esa especie de película oculta está la riqueza de la película visible. Robert se relaciona también con su amigo Rigo (Rigoberto Zárate), un boliviano extrovertido que lo aconseja, y con Berta (Tuchi Rottenberg), la vecina de la casa que está cuidando, una señora que se ofrece a enseñarle a besar. Pero Robert no puede besar si no está enamorado, y está enamorado de Laura. El tono inocente de la película (que es el de Robert) está apuntalado por la música juguetona de Lucas Martí y el cóctel es muy simpático y atractivo. Pero cuando la historia precisa un cierre, levanta un poco de vuelo y podemos vislumbrar algo más detrás de esa inocencia. Los finales siempre son difíciles (en las películas y en la vida) y aunque el de Miss queda fuera de campo, no esquiva el problema que está latente todo el tiempo: así no es, Robert.
Jorobados, andróginos, obesos Bruno Dumont continúa explorando el tono de comedia con La bahía, una original y fascinante historia con personajes caricaturescos. El adjetivo “controversial” es el que inevitablemente se les endilga a las películas del francés Bruno Dumont, sobre todo desde aquel inolvidable Festival de Cannes de 1999 en el que su segundo film, La humanidad, ganó el Premio Especial del Jurado y sus dos protagonistas la Palma de Oro. Pero esa seriedad seca, violenta y hasta perversa, ahora Dumont la cambió por un humor absurdo y extraño. Mejor dicho: la sequedad, violencia y perversidad ahora no son serias, sino humorísticas. El cóctel es único. En rigor de verdad, este cambio de tono empezó hace dos años cuando estrenó la miniserie P'tit Quinquin en la Quincena de los Realizadores de Cannes y el éxito de crítica lo llevó a perseverar en esa dirección con La bahía, que se vio en Cannes este año y ya no fue tan bien recibida como aquella. Es, sin embargo, una película original, divertida e inquietante. Igual que en P'tit Quinquin (y también como en La humanidad), el relativo punto de partida es un caso policial: en los alrededores de una bahía en la zona de Calais están desapareciendo personas. Allí van dos policías extremadamente torpes y ridículos: el obeso Machin (Didier Després) y su ayudante Malfoy (Cyril Rigaux), una pareja al estilo de Laurel y Hardy. Por ahí viven dos familias: una rica y otra pobre. Para resumirlo: los ricos son idiotas y los pobres, animales siniestros. Los ricos son los Van Peteghem. El patriarca es André (Fabrice Luchini), su mujer Isabelle (Valeria Bruni Tedeschi) y su hermana Aude (Juliette Binoche). Los tres actores prestigiosos echan mano a la sobreactuación más escandalosa para construir personajes totalmente caricaturescos: desde la joroba de Luchini hasta el estilo híperdramático de Binoche. Los pobres son los Brufort. El padre (Thierry Lavieville) y el hijo mayor, el Ma Loute del título (Brandon Lavieville) son pescadores que también trabajan ayudando a cruzar un canal a los ricos (no lo hacen en bote sino en brazos). Tanto los pobres como los ricos tienen secretos siniestros que se van develando con el correr de los minutos (y que conviene no contar, pero son siniestros de verdad) pero a medida que la película se vuelve más oscura, también se vuelve más cómica. Es un movimiento interesante y único. Si a uno le hubieran dicho hace cinco años que Bruno Dumont dirigiría comedias, primero habríamos dicho “eso es imposible”, pero después habríamos imaginado -de haber sido capaces de hacerlo- exactamente una película como esta. La historia se vuelve cada vez más disparatada y la trama deja de importar. Nos abandonamos a la comedia por momentos hasta física, sobre todo en el caso del policía obeso que interpreta Després. Pero entre todo el grotesco hay un destello de romanticismo cuando traban relación Ma Loute y la hija de Aude, Billie. Conviene detenerse en este punto. Billie está interpretada por Raph (ese es su seudónimo), una actriz debutante con una apariencia andrógina que se niega a revelar su verdadero nombre (¿es hombre, mujer o trans?). Es un hallazgo impresionante de Dumont (aparentemente la encontró por Facebook) e interpreta a una Billie que también tiene una ambigüedad sexual fascinante: por momentos está vestida de hombre, por momentos de mujer, algunos se refieren a ella con pronombres femeninos, otros con masculinos. Y su relación amorosa con Ma Loute desafía las convenciones socioeconómicas y también sexuales (algunas serán más difíciles de vencer que otras). En esta subtrama la película cobra espesura y Dumont, como si respetara demasiado el conflicto, le baja la intensidad al humor. La bahía es una película extraña y fascinante, para reír a carcajadas por momentos y para abrir los ojos muy grandes por otros. Siempre llevados de las narices por la originalidad y el genio de Bruno Dumont, uno de los tipos más creativos y arriesgados del cine francés contemporáneo.
Secretos en el convento En Las inocentes, la directora Anne Fontaine cuentan una historia de mujeres que sobreviven a fines de la Segunda Guerra Mundial. Los dramas de la Segunda Guerra Mundial no se agotan en el Holocausto. Las inocentes cuenta una historia real que ha sido muy poco explorada en el cine: las atrocidades cometidas por el Ejército Rojo luego de liberar Polonia de los nazis. La directora Anne Fontaine (especialista en retratar mujeres y temas femeninos, no siempre con puntería, como en Coco antes de Chanel o Madres perfectas) se une al célebre guionista Pascal Bonitzer (responsable del libro de La belle noiseuse, de Jacques Rivette, y del de la anterior película de Fontaine, La ilusión de estar contigo) para hablar del que quizás sea el tema que esté en el corazón mismo de la tragedia que fue la Segunda Guerra: la fe. Estamos en Varsovia en diciembre de 1945. El pais está devastado. La Cruz Roja francesa montó un hospital para ayudar a los sobrevivientes. Ahí trabaja como voluntaria Mathilde Beaulieu (Lou de Laâge), la protagonista de esta historia. Una monja polaca se le acerca y le pide ayuda. Mathilde le dice que hable con la Cruz Roja polaca, pero la monja insiste. Mathilde accede, va al convento y se encuentra con que una de las monjas está a punto de dar a luz. La Madre Superiora (Agata Kulesza) le revela que unos meses antes, miembros del Ejército Rojo entraron al convento y las violaron. Como consecuencia, siete de ellas están embarazadas. Entre la culpa, la vergüenza y el terror, le dicen que no pueden informar de esto a las autoridades, porque cerrarían el convento. Mathilde acepta ayudarlas, a escondida de sus propios superiores. Lou de Laâge, la protagonista que interpreta a Mathilde, es el corazón y el nervio de la película. Es una actriz francesa joven a quien yo no conocía y que tiene todo para ser una estrella. Esta es la primera vez que la podemos ver en la pantalla grande en nuestro país, pero se consigue para bajar Breathe, de Mélanie Laurent -si, Shosanna de Bastardos sin gloria dirige películas-. Mathilde viene de una familia comunista -suponemos anticlerical- y su choque con la cosmogonía de las religiosas hace avanzar la trama. En un mundo desmoronado, en el que Dios parece estar ausente -pero también el Estado-, las monjas y Mathilde resultan tener más cosas en común que las que ellas mismas imaginan: en definitiva, son mujeres en un mundo de hombres salvajes que empuñan armas largas y visten uniformes. A Agata Kulesza, la actriz que interpreta a la Madre Superiora, sí la hemos visto: es la tía de Ida en la película homónima que le ganó el Oscar a nuestra Relatos salvajes. Y hay algo en común entre Las inocentes e Ida, además de la presencia de Kulesza y del tema religioso: las consecuencias que tuvo la ocupación alemana y la posterior ocupación soviética en la sociedad civil polaca. A estas tres mujeres -Fontaine, de Laâge y Kulesza- les podemos sumar a Caroline Champetier, la directora de fotografía, que consigue una imagen extraordinariamente limpia e imponente, tan expresiva dentro del convento como afuera en la nieve del invierno polaco. Mujeres que cuentan una historia de mujeres de hace setenta años pero que resuena todavía hoy.
El sur salvaje El invierno es un drama con toques de western y violencia contenida ambientado entre los esquiladores de ovejas en la Patagonia. No es muy frecuente ver una ópera prima como El invierno, sobre todo dentro del panorama del cine argentino. La película no sólo es rigurosa en su puesta en escena y exhuberante en sus imágenes: también tiene un guión que cuenta una historia rica, compleja, con subtramas y distintas interpretaciones, en el que los espacios vacíos no son baches sino enigmas desperdigados con precisión. Se nota que su director, Emiliano Torres, a pesar de ser debutante, no es un joven inexperto: con 44 años, participó en el rodaje de decenas de películas como asistente. El ambiente es el de la Patagonia más agreste e inhóspita, en una estancia en la que los peones se dedican a esquilar ovejas. Evans (Alejandro Sieveking) es el capataz, curtido y solitario. Y llega un grupo de trabajadores jóvenes, entre ellos el correntino Jara (Cristian Salguero). Ambos empiezan a construir una relación de jefe y empleado, de maestro y aprendiz, hasta que los patrones le comunican a Evans que prescindirán de sus servicios y Jara toma su lugar. El punto de partida es sencillo pero contundente y dispara la película hacia lugares insospechados. La tensión crece, la violencia latente y la brutalidad de la vida en aquel lugar en el que el más mínimo ademán puede desatar las pasiones más bajas se palpan gracias al extraordinario trabajo de casting y de dirección de actores, además del más evidente de las locaciones patagónicas. Se nota que Torres trajinó los sets de filmación porque ese dominio sobre los actores no se aprende de un día para el otro. Sin restarles mérito a Sieveking y a Salguero, hay que decir que su elección no era evidente: el primero es un célebre actor y dramaturgo chileno, el segundo un misionero casi debutante -ya lo pudimos ver en el papel del violador en La patota-, y la química ente estos intérpretes tan disímiles resulta perfecta. El invierno es un drama descarnado que también tiene elementos de western como los caballos, la llanura con las montañas de fondo, las prostitutas, los hombres salvajes y la ausencia de ley. Pero estos elementos son producto de la historia, necesarios a la narración. Más que guiños cinéfilos, son inevitables. Esto es de una madurez inusitada, incluso para directores con más de una película en su haber. Nada es superficial acá, mucho menos arbitrario; todo está por algo. Esta película llegó en silencio y ganó dos premios en el reciente Festival de San Sebastián (Premio Especial del Jurado y Concha de Plata a la Mejor Fotografía) y otros dos en el de Biarritz (Mejor Actor para Sieveking y el Premio del Sindicato Francés de la Crítica Cinematográfica), además de recibir buenos comentarios de la crítica (que seguramente se multiplicarán en estos días). La consecuencia es que se estrenará en 23 salas, un lanzamiento inusualmente grande para una película como esta: chiquita, difícil, desoladora, casi sin actores conocidos (está Pablo Cedrón en un secundario). Hay que aprovechar la oportunidad y verla en el cine.
Divertimento en China Una película argentina filmada en Shanghai cuenta la historia de dos ladrones contratados por un fantasma para llevar un ataúd por la ciudad. Mauro Andrizzi recibió una beca del Grupo Swatch para hacer una película en China y allí fue, con un guión de género fantástico, un curso acelerado de chino mandarín y su actriz fetiche (Lorena Damonte). En Shanghai reunió un pequeño equipo técnico, algunos actores y se lanzó a la aventura de rodar una película singular, lúdica y, por decirlo de alguna manera, bastante china. Johnny (Jiao Jian) y Hugo (Hu Chengwei) son dos ladronzuelos que andan juntos por las calles de Shanghai, duermen a la orilla de un canal, se meten en un cine, charlan sobre sus fantasías de conocer América Latina. A la primera secuencia casi documental, en la que la cámara en mano de Andrizzi pareciera fascinada con los detalles de la ciudad, los puestos de comida callejeros y la llovizna que lo cubre todo, la sigue otra extranísima en la que irrumpe lo fantástico: aparece un fantasma (Lian Hong Feng) que les ofrece a Johnny y a Hugo 200 mil yuanes a cambio de que desentierren a su amante y lleven el ataúd de Shanghai a Sichuan para que pueda descansar con él durante la eternidad. Como una versión china, urbana y light de Mientras agonizo, la novela de William Faulkner, Johnny y Hugo deambulan por calles, baldíos y autopistas con el cajón desenterrado a cuestas. Conocen chicas, escuchan historias, discuten sobre el amor y los sueños como dos personajes de Tarantino con la pólvora mojada, adorables y por siempre perdedores. Una novia de Shanghai parece un juego, un divertimento en el que el verosímil se rompe aún más allá de lo fantástico y los efectos visuales están al filo de la berretada capusottiana. A esto se le suma la música encantadora de Daniel Melingo y Moreno Veloso y las dos chicas que acompañan a Johnny y Hugo durante casi toda su travesía: la expresiva y simpática Sun Yuhan y la misteriosa Lorena Damonte, la única actriz occidental pero que oculta sus ojos redondos tras unos lentes de sol. El cóctel es extraño, absorbente por momentos y desconcertante por otros, pero casi siempre interesante. Andrizzi tiene ideas y es fanático de las historias: al igual que en sus dos películas anteriores (En el futuro y Accidentes gloriosos), Una novia de Shanghai tiene la exhuberancia narrativa de Las mil y una noches, la fascinación de las fábulas. Hacia el final, después de ese viaje breve, disparatado y con referencias que van desde Bésame mortalmente hasta Perdidos en Tokio, queda un regusto agradable y más de una imagen inolvidable. Esa especie de yermo de barro duro a la vera de una fábrica y la silueta de Johnny y Hugo caminando hacia el horizonte es extraordinaria y mucho más dentro del panorama del cine argentino. Aún con su espíritu lúdico y su pátina amateur -o quizás justamente por eso- Una novia de Shanghai resulta una película diferente, de lo más original del año.
El encanto de las estrellas Aún con sus falencias, y gracias a los protagonistas, Los siete magníficos es un satisfactorio western de esos que no abundan. Dentro del exiguo caudal de westerns del siglo XXI, sobresalen un puñado de películas que van por el carril del clasicismo o bien por el de la modernidad. Títulos como Django sin cadenas o Temple de acero se valen de los tópicos del género para construir universos con fuertes marcas de sus respectivos autores (Tarantino y los hermanos Coen), pero hay algunas otras como El tren de las 3:10 a Yuma o El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford -por nombrar dos de los mejores exponentes- que simplemente son muy buenos westerns que imitan o recrean los universos de aquellos clásicos de los años ‘40 o '50. Los siete magníficos pertenece a este segundo grupo, aunque de la misma manera que la película en la que se basa -es una remake de una de 1960 con Yul Brynner, Steve McQueen y Charles Bronson- resulta un producto relativamente menor, sin pretenciones, sin el ropaje de fábula moral al estilo de Los imperdonables o, menos que menos, de la película original en la que se basan ambas: Los siete samurai, de Akira Kurosawa. El director Antoine Fuqua es un artesano muy capaz, con un dominio del montaje que se nota principalmente en las escenas de tensión pero que no termina de ser del todo efectivo en las de acción. Por eso su mejor películas es Día de entrenamiento, un gran secuencia en donde va construyendo tensión. Para Los siete magníficos, Fuqua parece haber estudiado los yeites del western y consigue algunos porotos. La historia ya es prácticamente una fórmula: un pueblo es amenazado por un villano (Peter Sarsgaard) y su ejército, y sus pacíficos habitantes deben reclutar a siete forajidos para que los defiendan. El villano en este caso es un poderoso industrial y no un bandido como en la película original, y se insinúa cierta “crítica al capitalismo” que por suerte queda en la nada. Los siete magníficos gana con el magnetismo de sus estrellas y con algunas escenas puntuales -toda la secuencia del prólogo es extraordinaria- pero pierde cuando el guión intenta tomar las riendas, profundizar un poco u ordenar a los personajes. El méxicano Vasquez (Manuel Garcia-Rulfo), el comanche Red Harvest (Martin Sensmeier) y en menor medida el oriental Billy Rocks (Lee Byung-hun) son poco más que personajes decorativos que sólo están ahí para darle a la banda una variedad racial. Pero esto se compensa con los tres protagonistas: Chisolm (Denzel Washington), Josh Faraday (Chris Pratt) y Goodnight Robicheaux (Ethan Hawke) logran imprimirles a unos personajes bastante chatos la simpatía necesaria como para que nos importe su destino. Lo de Vincent D'Onofrio, el séptimo magnífico, da un poco de vergüenza ajena. Su Jack Horne (igual que su Kingpin de Daredevil) es una proeza inútil de trucos vocales. Quizás sea por la nobleza intrínseca del género, quizás porque Fuqua no es ningún tonto y aún cuando no brilla logra cierta lucidez, quizás por la intensidad de una historia sencilla y tan universal como la de gente buena que busca justicia, Los siete magníficos termina emocionando y dejando en el recuerdo más de una escena memorable. No es una obra maestra, pero con dos o tres westerns así por año, la vida sería mucho mejor.
De Devoto a la gloria La película de Gilda elige contar la historia de la mujer, lejos de la estampita. El resultado es una biopic musical sensible y efectiva. El día que murió Gilda yo tenía 19 años y me sentía más cerca de aquel grito primal que lanzaría Cristian Aldana en Cemento cuatro años después (“¡La cumbia es una mierda!”) que de un fenómeno como el de ella. Seguramente habré bailado en alguna fiesta “No me arrepiento de este amor” o “Fuiste”, porque era imposible no hacerlo, pero su muerte no forma parte de mi biografía. Veinte años después sigue sin gustarme la cumbia, pero me gusta menos Cristian Aldana y sé que si hasta yo bailé Gilda en los ‘90 es porque sus canciones son mucho más que cumbia, son artefactos pop extraordinarios con melodías frescas y juguetonas y letras sencillas pero que van, para usar una expresión que ella habría usado, directo al corazón. Este prólogo más o menos personal -digo más o menos porque estoy seguro de que coincide con el recorrido de unos cuantos- viene a cuento de algo que percibí en estos días entre que los periodistas vimos la película y hoy, que se estrena: mucha curiosidad por parte de gente totalmente ajena a la cumbia, a Natalia Oreiro y al cine argentino. Hay algo en el fenómeno que los que no fuimos su público no terminamos de entender: me refiero a la Gilda santa, esa imagen de mujer de labios gruesos mirando hacia el cielo con una corona de flores que fue tapa de su disco más exitoso (Corazón valiente) un año antes de su muerte y que se transformó en estampita religiosa. Con todas estas cosas en la cabeza entré a ver Gilda, no me arrepiento de este amor, la primera película de ficción de Lorena Muñoz, un proyecto que Natalia Oreiro tiene en la cabeza desde hace por lo menos diez años. Muñoz y su co-guionista (Tamara Viñes) deciden empezar la película por el final: la cámara está sobre el féretro cubierto de flores mientras lo sacan del coche fúnebre en el medio de una multitud de gente a la que se le mezclan las lágrimas con la lluvia. Corte al primer plano de Gilda (Oreiro, claro) viajando al trabajo, unos años antes, con una expresión de infelicidad manifiesta. Estos primeros minutos establecen el tono de la película, que está más cerca de una biopic musical melanco y trágica que del rescate camp de una artista popular. Muñoz, Viñes y Oreiro no observan el fenómeno con la superioridad del entomólogo sino con la empatía del compañerismo femenino. Son chicas contando la historia de otra chica. Quizás una de las virtudes esenciales sea esa, la de apostar a la síntesis, a contar un aspecto de Gilda bien concreto: la historia de una maestra jardinera de 31 años casada y con dos hijos, clase media de Devoto, que un día se da cuenta de que se está haciendo grande y quiere cumplir el sueño de cantar; contesta un aviso en el diario, y se transforma casi de golpe en reina de la bailanta en una época en la que las únicas mujeres que tenían trascendencia eran más estilo Lía Crucet o Gladys la Bomba Tucumana. Con el plan bien delineado, Muñoz y Viñes construyen un relato sutil, preciso, repleto de detalles. El ambiente sórdido de la cumbia de la primera mitad de los '90, con sus mafiosos, sus bolichones oscuros de cerveza tibia, el departamento de Once -yo me imagino que era en Once- en el que Gilda hace su primer casting, todo contribuye a que la historia nos absorba con escenas que no nos olvidaremos fácil: Gilda practicando pasitos de cumbia frente a la tele, su descubridor Toti Giménez (un extraordinario Javier Drolas) diciéndole que cante más como cumbiera, su primer trabajo doblando a Las Primas y todos los números musicales en los que se ve cómo se va soltando, su transformación. Porque las estrellas de la película son las canciones, que Oreiro canta con solvencia no sólo vocal sino también escénica. Pero la síntesis ajustada de la historia tiene un costado negativo: deja afuera nada menos que el “fenómeno Gilda”. ¿Por qué Gilda es Gilda? Más allá de una escena en particular y del texto final (se podría escribir todo un tratado sobre los textos finales o introductorios de las películas), Muñoz y Viñes decidieron (o tuvieron que, por razones de duración) no contar la historia de Gilda-santa, de qué significa Gilda para las clases populares más allá de una cantante que los conquistó sencillamente porque hacía buenas canciones y las cantaba bien y carismáticamente. De todas formas, pese a esta carencia -y alguna otra, como el recorrido incompleto de la madre que pasa a apoyarla medio de golpe- Gilda, no me arrepiento de este amor quizás sea la primera biopic musical argentina que le hace honor no sólo a su biografiada sino también al cine en general. Un género tan transitado como vapuleado por quickies oportunistas y berretas que por fin tiene quien le escriba. A nosotros, los profanos, nos acerca a la persona que fue Myriam Alejandra Bianchi y deja fuera de campo quién es Gilda hoy. El misterio, para nosotros, continúa.