Sentimientos que curan Escrita por Bryan y Craig Schulz –hijo y nieto del historietista y creador de Peanuts, Charles M. Schulz–, la película dirigida por Steve Martino renuncia a cualquier tipo de humor contemporáneo para apostar por un relato inocente que llega directo al corazón del espectador. El director de Horton y el mundo de los Quién intenta replicar todos los elementos de la tira cómica original mediante un delicado equilibrio entre el mundo digital actual y la animación bidimensional más tradicional para atrapar a todas las generaciones de espectadores por igual. Por eso utiliza la línea schulziana para dibujar emociones sobre los rostros en animación 3D de Charlie Brown, Snoopy, Lucy, Linus, Peppermint Patty y compañía que, apartándose de la estética hiperrealista de Pixar, busca a través de sus facciones y movimientos corporales esbozar un manifiesto sobre el enorme poder expresivo de la síntesis gráfica. La misma lógica minimalista se aplica al guion –una suerte de mezcla de algunos de los episodios más emblemáticos de la historieta– que fluye con una sencillez y un encanto sin igual. Lo que hace Martino es una transposición casi literal de la viñeta a la pantalla grande, por eso, si bien es cierto que sacrifica un poco la complejidad del argumento, lo hace en pos de no traicionar la particularidad del universo que intenta calcar, por lo que resulta algo casi imposible de reprocharle. Peanuts, la pelicula despliega dos vertientes narrativas: una que abarca todo lo que concierne a Charlie Brown y sus amigos, y otra, que como no podía ser de otra manera, se ocupa de lo que respecta a Snoopy y al mundo de fantasía sin límites en el que él y Woodstock se imaginan a sí mismos como pilotos de la Segunda Guerra Mundial. Se trata de un puñado de escenas de aventuras aéreas que carecen de diálogo, pero que están repletas de acción. La simpleza del guion, entonces, lejos de ser un problema para la película, se transforma en uno de sus aciertos, ya que va pasando de una historia a la otra sin dejar rastros en las transiciones, de algunas grietas que en manos de un director menos habilidoso, habrían sido inevitablemente visibles. Si hay algo que desprende la película es una gran ternura, que puede verse en una de las escenas más adorables donde Charlie Brown está dispuesto a aprender algunos pasos de baile para llamar la atención de la niña del cabello lacio y colorado. Para conseguir su objetivo se ayuda de huellitas desparramadas en el piso para marcar los pasos y, claro, de su fiel amigo, Snoopy, que le muestra cómo lo hace un verdadero bailarín al ritmo de "Bamboleo" de Gipsy Kings. The Peanuts Movie está llena de estos momentos entrañables que tienen como protagonistas a los personajes creados en 1950. Ver a Snoopy redactando en su máquina de escribir alguna de esas maravillosas historias que siempre hacía un bollito y descartaba en vez de terminarlas o enfrentándose a su archienemigo el Barón Rojo, a bordo de su casa-biplano de la Segunda Guerra Mundial, es remontarse a ese imprescindible y maravilloso legado que su editor original bautizó como Peanuts. A más de 60 años de su creación, Martino realiza un notable homenaje al universo delineado por Schulz. Su película es, ante todo, una carta de amor y de agradecimiento al inventor del famoso can y su pandilla, además de una trasposición libre de pretensiones, con un enorme cariño y respeto por la esencia de la historieta, cuyo único fin es recordarnos que la felicidad se encuentra en esos pequeños pero significativos momentos de la vida.
La ópera prima de Fernando Salem –cuyo premiado cortometraje Trillizas Propaganda fue exhibido en el 22º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata– narra la historia de Celina, una chica sanjuanina que luego de perder a su padre decide ir en busca de su madre, que la abandonó cuando era niña. El título de la película se lee sobre una pantalla en negro, tras un prólogo introductorio de casi quince minutos que le sirve al director para sumergir al espectador en el universo casi anacrónico, suspendido en el tiempo que habitan sus personajes, por el cual parecen deambular sin prisa. Criaturas solas, rotas, un poco tristes y perdidas a las que Salem registra muy de cerca y acompaña hasta el final. Su película se ubica en un lugar intermedio entre una road movie y un coming of age, con un guion efectivo y cierto aire de ligereza que sobrevuela cada escena. De niña vulnerable a chica rutera, Celina busca respuestas a través del desierto calcinante, pero la película no tiene ninguna para ofrecerle. Los personajes se funden con el paisaje, y sus conflictos van cobrando mayor peso a medida que la narración avanza creando su propia cadencia. Sin embargo, hay algo que no termina de funcionar, de encajar con el resto, algo que resulta molesto. Cada tanto aparecen, a modo de separadores, fragmentos que se cuelan de repente en la pantalla y quiebran abruptamente la atmósfera que se había creado hasta ese momento, rompiendo con el tono cálido e intimista por el que transitaba el relato. Como si el director quisiera filmar dos películas diametralmente opuestas, estos inserts interrumpen la trama para mostrar a los personajes hablando a cámara sobre la existencia del amor para toda la vida, cómo ser feliz o superar las adversidades, atentando contra la emoción genuina que fue tan cuidadosamente construida previamente. El recurso no es compatible con la forma elegida para contar el relato, simplemente porque su función no es trasmitir ninguna información adicional ni aportarle fluidez, audacia o virtuosismo a la película, sino más bien todo lo contrario. Una vez que se vuelve al punto en el que había quedado la escena antes del sobresalto, el espectador debe hacer un esfuerzo para recrear el estado emocional en el que se encontraba antes de la interrupción. En la última escena –quizás la más poderosa y sutil de todas– dos personajes se reconocen entre sí, pero también a sí mismos, entonces el cine se convierte en espejo y ventana al mismo tiempo. Modesta, misteriosa y melancólica, la película hace pie en un guion muy seguro de sí mismo para contar una historia que emociona a fuerza de buenas actuaciones y de personajes cuyo destino nos preocupa.
Al servicio de la solemnidad Spectre, la nueva película del agente 007 y la número veinticuatro de la serie, prometía mucho. Un villano a cargo de Christoph Waltz, la francesa y delicada Lea Seydoux y la femme fatale italiana Monica Belluci como las chicas Bond y, por supuesto, Daniel Craig: sin dudas el mejor Bond de todos los tiempos. O por lo menos el que mejor supo comprender y llevar debajo de su traje el espíritu del espía creado por Ian Fleming con una mezcla de rudeza y elegancia que ninguno de los anteriores había logrado. La elección de los actores parecía indicar que todo saldría bien. Pero no. Resulta incomprensible que a los productores les haya parecido una buena idea que Sam Mendes sea el encargado de cargarse al agente secreto al hombro. Primero, por ser un director sin antecedentes en el cine de acción, que intenta hacer pie dentro de un género que no entiende. Segundo, por su incapacidad para filmar grandes secuencias, algo que era bastante claro en el desenlace de Skyfall, que sucedía en una casona abandonada donde la acción resultaba bastante confusa y no se comprendía del todo lo que pasaba. Es más, había momentos en los que ni siquiera podíamos identificar a Bond. El juego que construía Skyfall entre los antagonistas pedía a gritos un duelo final que lamentablemente nunca tendría lugar; Mendes resolvía la muerte del villano interpretado por Bardem con un cuchillo por la espalda en un final frío y distante, al igual que en esta ocasión lo hace con el de Christoph Waltz, al que abandona mucho antes de que termine la película. Sin embargo, la secuencia previa a los míticos títulos era uno de los mejores momentos de la primera incursión de Mendes en la saga: una exhaustiva persecución con un ritmo narrativo muy fluido y acertado. Pero una vez finalizada esta escena, la película, al igual que nuestra ilusión, comenzaba a desmoronarse minuto a minuto. Lo cierto es que, mientras uno veía ese atrapante comienzo, Skyfall parecía tenerlo todo para estar a la altura de la película que inició la era Craig. Casino Royale y, en menor medida, Quantum of Solace, funcionaban como películas de acción gracias al oficio de directores como Martin Campbell y Marc Foster. Ahora se nota la ineptitud de Mendes para sostener una coherencia y un ritmo narrativo cuando aparecen los créditos iniciales con una canción de Sam Smith que resulta completamente anticlimática con respecto a la secuencia anterior, que a esta altura vaya uno a saber si la dirigió Mendes. Todo lo que tenía potencial para brillar vuelve a ser aplastado por la solemnidad, la falta de gracia y de erotismo sumado a la excesiva duración. El villano de Waltz es el menos convincente de toda la saga, repitiendo su papel del alemán de Bastardos sin gloria, pero esta vez más cerca de lo risible que de lo aterrador. Una Lea Seydoux casi asexuada con un vestuario que no le hace honor a su curvilínea figura, y una Monica Belluci desperdiciada, que aparece en una sola escena en la que primero le pega a Bond y luego termina acostándose con él. “En otra época, él le hubiese devuelto la cachetada”, largó David Obarrio en una charla que mantuvimos después de ver la película, pero claro, hoy sería algo imposible de filmar. O por lo menos nadie se animaría a hacerlo. Spectre parece una película hecha por gente que ningunea el entretenimiento, como si eso no fuese suficiente y necesitara traer otra vez el pasado del agente, sobredecorar todo y teñirlo de un tono grave. De esta manera se aleja del misterio, atractivo principal del tipo de cine al que pertenece la saga, presentando un universo donde ya no parece haber lugar para la fantasía, pieza fundamental en la mitología de la franquicia. El pasado personal de Bond y su nueva moral impiden que la trama de espionaje con su propio y distinguido estilo se desarrolle con normalidad. MI:5 y Kingsman: El servicio secreto, dos de las grandes películas de espías de este año, son la antítesis del Bond de Mendes. Para el director de películas nefastas como Belleza americana y Solo un sueño, los delirantes gadgets que le solían dar al agente son una estupidez; en cambio, para Matthew Vaughn, no. Su película es una declaración de amor a las de James Bond de los años sesenta y setenta y a los ridículos elementos con los que contaba el agente, desde propulsores submarinos, mochilas-cohete y lapiceras explosivas. Todo lo contrario a la preocupación actual por anclar al espía en un mundo hiperrealista, explicando a los personajes desde el psicoanálisis, con traumas infantiles incluidos y con la intención de volverlos más humanos. Lo que queda de esta nueva y fallida entrega no es más que una sucesión de escenas mal filmadas y torpemente editadas que desembocan en un final que pareciera estar hecho a las apuradas, como si Mendes quisiera terminar con el asunto de una vez por todas. Esperemos que así sea.
Te sigue Sin Escape narra la historia de un ingeniero que llega junto a su familia a un país de Asia justo en el momento en que se produce un golpe de Estado. Pero la trama, por más acción que prometa, está lejos de ser el principal atractivo del tercer largometraje del director de Cuarentena. Digámoslo sin tapujos: gran parte de la expectativa de la película consiste en ver a nuestro narigón favorito de Hollywood en un rol que hace catorce años, desde Tras líneas enemigas en 2001, parecía haber abandonado para siempre: el de héroe de acción. Gracias a Dowdle podemos ver a Owen Wilson saltando de edificio en edificio a lo James Bond, sobreviviendo a explosiones en ralenti y luchando contra hordas de rebeldes que arrasan con todo aquel que se interponga en su camino mientras el rubio de cuarenta y seis años, como un Bryan Mills, intenta proteger a su familia cueste lo que cueste. Pero el actor no interpreta a un agente secreto ni a un habilidoso de las artes marciales o a un superhéroe de Marvel; se trata de un hombre común y corriente dispuesto a hacer lo que sea para asegurar la supervivencia de su familia. Del contexto que los rodea, sin embargo, sabemos muy poco. Nada más que lo justo y necesario. Se nos informa que la acción se sitúa en el continente más poblado de la Tierra, en algún país limítrofe con Vietnam. Nunca se dice cuál y tampoco importa. Hay, por un lado, un Kim Jong-un de turno que transa con potencias del Primer Mundo a cambio de los recursos naturales de su país y, por el otro, una banda de guerrilleros bastante sádicos que deciden tomar el poder, aunque no sabemos muy bien para qué, quiénes son o por qué llevan a cabo semejante cacería de brujas. ¿Importa que se nos expliquen todas estas cuestiones? La respuesta es no. En primer lugar porque la película no busca indagar en los motivos que desencadenan la sanguinaria persecución (que sí se mencionan en más de una ocasión), ni pretende dar sermones sobre política, el Bien y el Mal, los poderosos y los oprimidos y las consecuencias del capitalismo salvaje. Tampoco le interesa elaborar una crítica social con dosis altas de solemnidad, golpes bajos y escenas forzadamente lacrimógenas. Un poco como sucedía en Mad Max: Furia en el camino, aquí no hace falta aclarar demasiado. Lo único que importa es que nada detenga el flujo continuo de la acción, como si lo primordial fuera que los personajes se mantengan en constante movimiento. Escapar, sobrevivir y seguir avanzando aunque no sepamos lo que nos espera adelante; qué nos depara el próximo minuto o si vivimos para contarlo mañana, de eso se trata la propuesta de Dowdle. Su película es rápida, efectiva, sin explicaciones y presenta un dominio absoluto de los recursos cinematográficos para jugar con el ritmo del relato y dotarlo de una estética muy definida. Si bien en el último tramo se asoma alguna que otra línea de diálogo políticamente correcto que amenaza con dejar la aventura cubierta por el barro, el traspié no llega a resentir de ningún modo el resto de la película. Su eficacia para trasmitir el vértigo y la desesperación que experimenta la familia texana es notable, al igual que su habilidad para sumergirnos en un estado de paranoia permanente durante más de una hora y media. Dado su grado de desfachatez absoluta en la construcción de la puesta en escena, realizar una lectura ideológica de la película, como lo hicieron algunas de las críticas en contra, implicaría no solo una visión errada, sino que estaría evidenciando una falta de compresión alarmante de lo que se vio en pantalla, una anulación del pensamiento crítico, lo que llevaría a sentirse automáticamente expulsado de ese universo. Semejante nivel de artificio expuesto de forma puramente cinematográfica de principio a fin deja afuera cualquier lectura ideológica posible.
El talentoso Sr. Ridley Cuando parecía que al director de Alien y Blade Runner se le habían acabado las ideas, su regreso al género que lo consagró hace más de dos décadas vuelve a posicionarlo como uno de los maestros del cine. Desde su última gran película, Gángster americano en 2007, el británico parecía haberse perdido en historias que exhibían una alarmante pobreza narrativa, y que pretendían contar cosas importantes, más grandes que la vida. Mamotretos grandilocuentes como Robin Hood, Éxodo: Dioses y reyes y El abogado del crimen, una canchereada a lo Guy Ritchie que coqueteaba con el explotaition pero terminaba volviéndose solemne y tediosa. Cosas serias, graves, espectaculares (aunque sin ningún sentido de la espectacularidad), carentes de humor y simplemente ridículas. Scott parecía haber abandonado para siempre el planeta de la verosimilitud hasta que llegó Misión rescate para salvarlo de convertirse en uno de esos directores a los que preferimos perderles el rastro y traerlo de vuelta a su hogar: el cine clásico. La película vuelve a poner en vigencia algunos de los valores de esa tradición: la inteligencia, la valentía, el profesionalismo, la solidaridad y sobre todo el optimismo, serán necesarios para sobrevivir cuando todo se vuelva en contra del botánico e ingeniero mecánico a varios millones de kilómetros de la Tierra. Para lograr su objetivo, el astronauta debe recurrir a la ciencia como único recurso para lograr que crezca comida en un lugar donde no abunda el oxígeno, reparar viejos artefactos espaciales para poder comunicarse con la Tierra y racionar sus alimentos mientras espera ser rescatado con música disco de fondo. Matt Damon se pone el traje del agricultor convertido en pirata espacial y, ya sea a través de un monólogo a modo de bitácora frente a una computadora o comunicándose a distancia a través de un chat, se impone como el corazón de la película dentro y fuera de la órbita marciana durante ciento cuarenta y dos minutos. Hay momentos en los que los personajes dicen en voz alta lo que están escribiendo en un chat, algo que quizás, en manos de cualquier otro director, podría haber resultadoinverosímil, redundante y hasta ridículo, pero Scott, Goddard y el dream team de actores logran sacar lo mejor de ese recurso para traducirlo en escenas creíbles, humanas y genuinamente emocionantes. Si bien la novela de Andy Weir en la que se basa la película es, además de verosímil, supuestamente correcta en términos científicos, se sabe que en el cine no se trata de que algo sea verdadero o de contar con un respaldo académico para que una película sea más o menos válida. Todo se resume en que podamos identificarnos con esas criaturas y con lo que les pasa. Una buena parte de lo que sostiene Misión rescate es su notable elenco. Un equipo de profesionales hawksianos regidos por un gran sentido de la responsabilidad y de la ética profesional ante todo. Actores que, lejos de taparse unos a otros, se asocian y se combinan de la mejor forma para lucirse como un todo armónico en pos del amor hacia el cine. Otra de las grandes virtudes de la película consiste en oponerse diametralmente a la idea de cine que proponían Nolan con Interestelar y Cuarón con Gravedad. En Misión rescate no hay dilemas filosóficos berretas, planteos metafísicos rimbombantes, alegorías ni vueltas de tuerca rebuscadas; a base de puro cine, ingenio y humor negro, se utiliza el sarcasmo como vehículo para medir las emociones y también las reacciones, como cuando en la Tierra, y luego en el espacio, se descubre que Watney sigue con vida. En este sentido, la de Scott se acerca más a una de Marvel que a sus hermanas del género, no solo porque destruye en una sola escena (en la que Matt Damon utiliza un crucifijo para hacer fuego) a las últimas películas de Nolan y Cuarón, sino porque, a diferencia de ellas, aquí lo complejo está dado por la sencillez con la que director y guionista cuentan una historia, y no por una aparente complejidad de la trama. Con Misión rescate, Scott recobra finalmente el sentido de la espectacularidad pero a escala humana. El tiempo dirá si su mejor película llegará a convertirse en un clásico del género como lo hicieron Alien y Blade Runner, pero no hay dudas de que tiene todo para serlo. Mientras tanto, bailemos al ritmo de Starman hasta que llegue el eureka.
Esquivar el bulto Los Reyes de Tampa, ahora sin Dallas (Matthew McConaughey) ni Adam (Alex Pettyfer), se dirigen a una convención de strippers para dar una última gran actuación antes de colgar las tangas. El innecesario regreso de los Expendables de los bultos viene de la mano del habitual asistente de dirección de Soderbergh –aquí aparece como el mediocre montajista y director de fotografía– que, a partir de un inexistente guion, encadena sin gracia secuencias de una absurda duración que prácticamente no tienen nada de interesantes, ni siquiera para todas aquellas –y aquellos, claro– que simplemente quieran sentarse a disfrutar de cuerpos lampiños que revolean sus bultos a lo largo y a lo ancho de la pantalla. Channing Tatum vuelve a confirmar su capacidad actoral aún en una película que se empeña en quitarle protagonismo. Lo mismo sucedía en la primera, en la cual era desplazado por el magnetismo que generaba el personaje de Matthew McConaughey. Pero esta vez, los pasos del GI Joe bailarín no son lo suficientemente potentes como para desviar nuestra mirada –aunque sea por una milésima de segundo– de su cuerpo de goma con abdominales. El mayor problema de Magic Mike XXL es que pareciera no querer contar nada. El argumento es tan minúsculo que se acerca más a una idea que a una trama; en vez de escenas, lo que hay es una serie de situaciones estiradas de forma irracional que no conducen a ninguna parte. La extensísima secuencia en la mansión comandada por la versión femenina de Hugh Hefner y aquella en la que los strippers pasan la noche en la casa de una milf interpretada por Andy McDowell tienen algo en común, y es que no funcionan a nivel narrativo, dramático o ni resultan visualmente atractivas. Pero no es porque sean demasiado largas, sino porque esa dilatación del tiempo no es utilizada para construir nada más que un relato chato y aburrido que ni siquiera logra captar nuestra atención con las coreografías. Hay hombres musculosos, cuerpos aceitados, sudorosos y semidesnudos sacudiendo bultos, pero lo que falta es testosterona. A la ausencia de química entre los actores se le suma una historia de amor que nunca llega a concretarse ni a generar una mínima tensión sexual; la mirada conservadora que ya estaba presente en la anterior –sobre todo hacia el final– ahora se hace mucho más evidente; al mismo tiempo, los diálogos, torpes e insustanciales, suenan gastados en boca de los personajes. La película se siente tironeada entre la repetición de la fórmula que funcionaba de a ratos en la primera, y las pretensiones cómicas y hasta de parodiarse a sí misma que ya estaban presentes en algunas de sus performances. El problema es que Jacobs se queda a mitad de camino y no logra acercarse ni a una cosa ni a la otra. Pero hay algo en lo que sí acierta y es en apostar a la parte más lúdica y festiva, evitando caer en el tono dramático que afectaba a la anterior. Los muchachos se disfrazan, bailan y se sacan la ropa hasta quedarse en tanga frente una audiencia de mujeres calientes y desesperadas simplemente porque les gusta, y el director se aferra a esa idea con todas sus fuerzas para escaparle a cualquier atisbo de tragedia que pueda opacar lo que (para él) es una fiesta. Sucede que una sola idea no alcanza para sostener una película de casi dos horas. Y menos para invitarnos a una verdadera celebración visual. De todas formas, lejos de causar enojo o indignación por su torpeza, Magic Mike XXL podría verse solamente como una gaysploitation muy trash de sí misma. Todo lo demás es relleno.
Sangre, sudor y lágrimas El comienzo de Revancha presenta a un Billy Hope abstraído, rodeado de gente pero solo, concentrado únicamente en la música que proviene de sus auriculares minutos antes de una pelea decisiva. Se trata de una secuencia inicial que muestra la preparación previa a la sangrienta pelea que le sigue y al luchador en un profundo estado de meditación del que sólo saldrá con la llegada de su esposa, que lo despierta de su ensimismamiento y le recuerda cuál es el sentido de esa lucha. El director que sorprendió hace ya más de diez años con la notable Día de entrenamiento –a la que le siguieron películas menores que nunca pudieron alcanzar el nivel de su tercer largometraje– filma por primera vez una película de boxeo, más interesada en el melodrama familiar que en el deporte en sí mismo. Un deporte que no solo es el que mejor sabe brillar en cine, sino que también funciona como una fuente inagotable de superhéroes que, con sus puños, le hacen frente a todo tipo de adversidades. Fuqua se nutre de todas las historias de ascensos y caídas y de tentaciones y redenciones que le ha ofrecido el combate cuerpo a cuerpo a la historia del cine y le añade su correspondiente toque de acción urbana a lo Tirador, sumado a cada uno de los ingredientes que no podrían faltar en ninguna tradicional película de boxeo. Revancha narra la historia de un campeón mundial que en solo cuestión de minutos recibe el peor golpe de su vida fuera del cuadrilátero, al que le sigue uno más fuerte y otros peores que lo llevan a perder todo. A partir de ese momento, el cineasta da rienda suelta a la debacle emocional y profesional del boxeador, pasando por un proceso de humillación que se extiende demasiado tiempo en pantalla y que se precipita con la misma velocidad a la que decae el personaje mientras los lugares comunes del subgénero se multiplican unos tras otros. Esto no quiere decir que el uso de clichés sea un problema, de hecho no lo es; la narración avanza, de forma desigual pero segura, y a pesar de que la segunda mitad de la película, la del descenso, funciona mucho menos que la primera, el relato termina ganándose al espectador en el último round. Esto sucede un poco porque el director se vale de dos campeones de la actuación como un Jake Gyllenhaal rapado, tatuado y musculoso, y de la siempre extraordinaria Rachel McAdams, cuya interpretación es mucho más sutil que la de su coestrella. También cuenta con la presencia de Forest Whitaker, que llega en el momento justo para devolverle un poco de esperanza al relato, a Billy y al espectador. Pero el motivo por el cual Revancha funciona a pesar de sus excesos es porque su director abraza al género como lo hace la pequeña Leila enroscada en el cuerpo de su padre en un final genuinamente emotivo como pocos. Si bien las escenas se suceden como si Fuqua siguiera un manual, es justo ahí donde radica el punto más fuerte de la película: en su honestidad a la hora de construirse recurriendo a todos los códigos ya establecidos por el subgénero pugilístico. Una de las virtudes de Revancha es que no intenta parecerse a Rocky ni a Toro Salvaje. Fuqua sabe que no se trata simplemente de imitar o de ceñirse a una fórmula infalible, sino de nunca perder de vista la esencia de la historia. La música –en especial una memorable secuencia de preparación física al ritmo de “Phenomenal” de Eminem– logra disimular algunos elementos que pueden resultar molestos, como la solemnidad de algunos ralenti y el constante coqueteo con el golpe bajo. Pero felizmente lo que prevalece es la sensibilidad –sin llegar a ser forzadamente lacrimógena– del relato por sobre todas las cosas. El resultado es una película perezosa pero noble que, como el propio Billy, se va abriendo paso un poco a los bifes y otro poco a más corazón que cabeza. Punto para Fuqua por knock out emocional.
La parte automática La secuencia de títulos inciales de Ted 2 deja entrever, a modo de homenaje a las elaboradas y caleidoscópicas coreografías de Bubsy Berkeley con sus formas geométricas, el amor de Seth MacFarlane por el musical clásico, algo que ya había demostrado cuando fue anfitrión de los Oscars en 2013. Lo que sigue es el intento del creador de Padre de familia por replicar esa fórmula perfecta y porreada que era Ted, pero operando desde la redundancia y obteniendo como resultado todo lo contrario a la primera. Si aquella novedosa incursión del comediante en la dirección era salvajemente divertida e ingeniosa, ahora se aleja de la inteligencia y la acidez que presentaba de su predecesora y se acerca más al humor disperso de A Million Ways to Die in the West, su segunda película como realizador. Pero no todo está perdido. La habilidad del lechoso comediante de la sonrisa Colgate para crear las situaciones más disparatadas sigue intacta y consigue dos o tres momentos que explotan en la pantalla como ruidosos chasquibumes, aunque su efecto se extingua igual de rápido. Sin embargo, estos pequeños y efímeros rastros desperdigados, que dan cuenta de un gran manejo del género, son los menos. A diferencia de su antecesora, una comedia extraordinaria que escupía chistes eficaces de manera desaforada, aquí la mayoría resultan anémicos y perezosos, además de perder la espontaneidad porque se ven venir a kilómetros de distancia. Se sabe: el timing es algo esencial en la comedia y MacFarlane lo entiende a la perfección, solo que a veces tiene más puntería que otras y a veces, como su personaje en A Million…, no le pega a nada. Si bien este no es el caso, ni todos los chistes sobre negros, drogas y semen del mundo le alcanzan al director, que supo forjarse una carrera a base de la repetición, para hacer de ésta una secuela digna. Sus mejores instantes son los que la comedia salvaje y escatológica logra infiltrarse en algún recoveco entre los derechos civiles, la adopción y los problemas maritales. Tampoco aportan demasiado los cameos que son muy poco graciosos ni un Mark Walhberg relegado, un poco en piloto automático y sin tanto protagonismo. La película se va desinflando en medio de una trama que a pesar de tener más carga dramática que la anterior, no genera tensión alguna. El problema no es que sea menos original que la primera, sino el desgano que se evidencia en la búsqueda constante por el chiste fácil que puede funcionar la primera vez, pero que pierde la gracia cuando se reitera una y otra vez. Da la sensación de que MacFarlane no puso demasiado empeño en que la secuela del oso que queremos como nuestro amigo lograra sumir al espectador en una catarata imparable de risas, como sucedía con Ted. Al igual que Minions –otro ejemplar en el que escasean las ideas–Ted 2 es la prueba de lo que pasa cuando una buena idea es sobreexplotada y está evidentemente más apuntada hacia el marketing que a expandir y enriquecer el maravilloso universo presentado anteriormente.
Joven y bella La ópera prima del marplatense Leonardo D’Antoni narra la historia de Beatriz, una chica colombiana que lucha por sobresalir en la escena del teatro independiente de Buenos Aires. Bea –interpretada por la actriz franco colombiana Mélanie Delloye– pasa sus días entre ensayos de teatro, castings y el cuidado de una anciana, lo que le permite pagar la habitación que comparte con otra joven de Colombia, mientras intenta vivir de la actuación. A diferencia de La princesa de Francia, película estrenada la misma semana que también explora el entorno del teatro indie nacional, Aventurera no pretende ir por el lado del juego, o mas bien del ejercicio académico que propone Piñeiro con la última de su serie de Shakespereadas. A pesar de contar con actuaciones notables, aciertos musicales –el pop de los Beach Boys y el rap de Jvlian– y algunas escenas muy virtuosas, como el gran plano secuencia del comienzo, la última extravagancia de Piñeiro es incapaz de transmitir la honestidad que Aventurera despliega de forma espontánea y natural. D’Antoni encuentra en Mélanie Delloye –su esposa en la vida real y con escritora del guion junto con él– un campo magnético que ejerce una fuerza de atracción descomunal sobre la cámara. Una cámara casi con el único objetivo de registrar a modo de radiografía del cuerpo de su actriz, cada uno de sus encantadores gestos a la manera de lo que hicieron Godard con Anna Karina o Cassavetes con Gena Rowlands. Pero su devoción por registrar la fotogenia de su esposa en cámara no es lo único que tiene en común el director debutante con el pionero del cine independiente estadounidense, al que toma como una clara referencia estética. D’Antoni se vale además de su estilo hiperrealista y lo lleva hasta lo pseudodocumental para filmar este coming of age con una cercanía física y emocional por momentos desgarradora, convirtiendo a Mélanie Delloye, eje sobre el cual gravita la película, en una suerte de Adele Exarchopoulos dirigida por Kechiche. Al igual que los cineastas mencionados, el marplatense también se atreve a filmar el amor excesivo pero, en este caso, hacia una vocación. Para ello se vale de una cámara en mano que sigue bien de cerca a su protagonista, casi con la misma obsesión con la que ella se empeña en seguir su sueño a pesar de todas las contras que puedan interponerse en su camino. La versatilidad del movimiento le permite a la puesta adoptar formas estilizadas a través de planos de una composición de cuadro exquisita como también, si así lo requiere la escena, puede dejarse llevar por lo que el personaje o la situación requieran en cada momento; aunque eso implique obtener un encuadre desprolijo en la urgencia por capturar algo de una efímera verdad dentro del plano. Como si lo más importante fuera la espontaneidad de la actuación y la fluidez de la narración, D’Antoni sostiene todo el tiempo su mirada particularmente sensible y cruda como unificadora de todo el relato –por más saltos abruptos que pueda haber de una escena a la otra– potenciándola al máximo en uno de los momentos más intensos y realistas de la película: las lágrimas de Bea, tan verosímiles como las de Adele cuando su relación con Emma se termina. El gran atractivo de Delloye se impone a cada plano con una fuerza arrolladora. Su frescura y su sensualidad natural hacen que sea imposible no mirarla aunque esté realizando la más mínima de las acciones o simplemente permaneciendo delante de la cámara con la mirada perdida en algún punto de fuga. Una obra que esconde detrás de su aparente sencillez, una sutileza pocas veces tan lograda, aventurándose ante nosotros como un cine intimista y seductor al igual que las entrañables criaturas que lo habitan.
Eternamente joven La misión número cinco del agente Ethan todo-lo-puede Hunt comienza con una excelente secuencia de acción que nos recuerda por qué salimos de nuestras casas en medio de una noche lluviosa y pagamos una entrada para sentarnos en una sala oscura durante más de dos horas. Difícilmente haya una saga tan pareja y cuidada en todos los aspectos como Misión Imposible. Lo cierto es que fueron De Palma, luego John Woo, J J Abrams y por último Brad Bird quienes dejaron la vara muy alta para el que viniera después a tomar la franquicia por las astas. En este caso, la misión decidió aceptarla el australiano Christopher McQuarrie, perfectamente consciente de que debía cargar con el peso de cuatro entregas anteriores que son entre muy buenas y excelentes. El director de Al calor de las armas también fue el responsable de la grandiosa Jack Reacher, película que, además de contar con la presencia de Tom Cruise, tenía uno de los mejores villanos de la historia del cine, de esos que meten miedo de verdad, interpretado por el enorme Werner Herzog. De hecho, no es casual que Nación secreta se parezca mucho a Jack Reacher. Hasta podría decirse que está más cerca de ser un thriller paranoico de esos en los que nunca se sabe de qué lado está cada quién que de ser una película de acción. Incluso es la más oscura de las entregas; todo se trata de un gran juego de Macguffins, enigmas e identidades con una clara herencia hitchcockiana, donde la duda es casi la única constante del relato. En esta ocasión, el director parece enfocarse exclusivamente en la tensión narrativa pero lo que sucede es que el complejo mecanismo que despliega se vuelve por momentos un poco agobiante. Su predecesora, Protocolo fantasma, era una película bigger tan life que avanzaba –o mejor dicho: nos arrollaba– a puros destellos de euforia y de una vitalidad cada vez más extraña de encontrar en el cine. Tom Cruise se movía por la pantalla grande con la gracia y la ligereza de un bailarín clásico, recuerden sino la memorable escena en la que colgaba del piso 130 de una torre en Dubai. El actor que nos conquistó desde el “hola” en Jerry Maguire posee una coordinación de su cuerpo y una cantidad justa de gestos capaces de ser capturados solamente por una cámara de cine que lo hacen llevar el tempo de la película con más precisión que un director de orquesta. Pero esta Misión Imposible pertenece a otro tipo de orquesta. Una que toma carrera con la secuencia inicial a la que le siguen otras de una tensión casi insoportable, pero poco después vienen los enredos de guion a ponerle un pie en el freno a la transfusión de adrenalina. Sí, hay una secuencia inolvidable y de una tensión notable bajo el agua, pero a medida que avanza el metraje la trama se va desdibujando entre vueltas de tuerca que hacen que la película pierda un poco el rumbo cuando cae en escenas demasiado explicativas. Es cierto que el movimiento jamás se detiene y es comprensible en todo momento pero da la impresión de ser la menos fluida, aunque se mueva con la misma elegancia que las demás. Ahora, si hablamos de elegancia, es imposible no referirse a Rebecca Ferguson, una actriz de una belleza y una fotogenia impactantes que interpreta a Ilsa –homenaje cinematográfico de por medio–, un personaje que funciona no solo como una “chica Bond” –con escena en la que emerge en bikini de una pileta incluida– relegada a un segundo plano sino más bien como una femme fatal depalmeana igual de peligrosa que Ethan a quien le salva la vida más de una vez. Las cinco de la serie son películas sumamente pulsionales cuya fuente de energía es Tom Cruise, un actor extraordinario y la viva imagen de uno de esos héroes duros e implacables de hace cuarenta años. Esto no quiere decir que el último opus de McQuarrie se vea antiguo, sino todo lo contrario. Es que la gran excusa argumental que es Nación Secreta se debate entre un tono bastante más sobrio que el resto de las misiones, alternando el espionaje de escritorio a lo John Le Carré con efectivas secuencias de acción. Lo único que se interpone entre esta nueva entrega y el cine con mayúsculas es que no presenta el dominio absoluto de la pausa y la aceleración que lograban sus precursoras. A pesar de esto, no caben dudas de que seguimos estando frente una saga absolutamente clásica y disfrutable como pocas. El cine necesita más películas como las que conforman la franquicia de Misión Imposible y, por supuesto, la presencia de un actor con la potencia cinematográfica de Tom Cruise en muchas más películas.