Operación: Renacimiento. Marvel descongeló a Anthony y Joe Russo para ponerlos a la cabeza de Capitán América y el Soldado del Invierno, basada en el cómic homónimo y polémico, porque es el número en el que el guionista Ed Brubaker decide resucitar a Bucky Barnes -el Robin del Capi durante la Guerra en los años 40-, cuya muerte había sido clave para la génesis de uno de los héroes más antiguos de Marvel. El Soldado del Invierno ya no tiene la heroicidad del ícono estadounidense, sino que muestra a un héroe cuyos valores resultan anacrónicos; un hombre que trata de ajustarse a la época en la que vive y de paso se divierte poniéndose al día con eventos importantes que se ha perdido, como el estreno de La Guerra de las Galaxias. Lo que tenemos entonces es un héroe atormentado por su pasado, al que sus experiencias de guerra y la pérdida de sus amigos le han dejado traumas, luchando por sobrevivir en un mundo al cual no termina de entender. La única forma de seguir adelante y combatir los fantasmas de su pasado es sirviendo a su país como agente especial de S.H.I.E.L.D, porque Steve Rogers es el boyscout definitivo; y esta vez tendrá que decidir entre obedecer órdenes o seguir su instinto y el consejo de Fury: “No confíes en nadie”. Con esa sentencia como ABC de cualquier película de espionaje, los directores hacen de la nueva entrega del súper soldado, un gran thriller político de conspiraciones con reminiscencias setentosas. Acá no hacen falta portales interdimensionales, mitologías, razas alienígenas ni villanos de planetas lejanos: esta vez los superhéroes/ superagentes deben lidiar con problemas políticos, sociales y económicos de este planeta. Los enemigos son villanos de carne y hueso cuya sed de poder y codicia los llevará a querer destruir a toda la humanidad. Pero lo más interesante de la película es que se atreve a cuestionar a S.H.I.E.L.D, asociada al gobierno de Estados Unidos. Ésta ya no es una organización segura, porque el team conformado por el Capitán, la Viuda Negra y El Halcón, deberá desmantelar la conspiración que planea ejecutar una rama de la agencia de inteligencia, llamada HYDRA.
Joven y alocado. Cuando parecía haberse ahogado en su obsesivo estilo, pensado hasta el más milimétrico detalle, Wes Anderson resurge con una película que quizás sea la más fresca desde sus inicios. Las puertas del Hotel Budapest se abren y con ellas el cine de Anderson, un narrador apasionado, que cuenta su historia mediante capítulos, con un singular manejo del tiempo que comprueba una y otra vez su destreza para construir personajes de todo tipo. Lo que hace Anderson es dejar en claro su pasión por las historias: el arte de narrarlas, tanto de forma oral como escrita, para luego ser leídas y así sucesivamente de generación en generación. Resulta mágico ver hacia el final cómo la historia central, que fue narrada por Zero a un escritor, años después de haber sucedido, luego fue escrita para sea leída en la actualidad por una joven. El marco de la historia del obsesivo conserje Gustave lo aporta un Hotel Budapest ya despojado de sus colores chillones y su frescura; ahora -décadas después de su auge- se imponen los colores tonales y dorados, apagados y desgastados, dando el toque melancólico, de añoranza de aquella época de gloria, aventuras y juventud. El formato también acompaña el cambio: la acción que sucede en los años de plenitud del hotel está en el primer formato de la historia del cine, el 4:3; para luego y con el cambio temporal, pasar a uno más apaisado. La obsesión de Anderson por el aspecto formal, a pesar de ser absolutamente autoconsciente y más extrema que nunca, no resulta cansina o hermética en ningún momento sino todo lo contrario. Esa simetría con la que juega en cada encuadre, los colores que explotan -rojo, violeta y amarillo en un mismo plano, naranjas, rosas, amarillos y celestes pastel-, el juego con las dimensiones de los espacios, el artificio constante -desde el mismo hotel al bigote pintado de Zero- convierten a El Gran Hotel Budapest en una gran casa de muñecas como si estuviésemos ante El Terror de las Chicas, de Jerry Lewis.
Balada de un Hombre Común (Inside Llewyn Davis, 2013) podrá gustar o no, pero si algo es seguro es que no tiene absolutamente nada de común; porque la más reciente de los hermanos Joel y Ethan Coen es una película tan amena, cálida y placentera como seca y desabrida, que supo cómo transformar el fracaso sistemático en algo hermoso. Cuando hablamos de algo hermoso, estamos hablando de Oscar Isaac, el eje gravitatorio de Balada de un Hombre Común. En la primera escena, la de presentación del personaje, ya queda claro que goza de un halo aparte: el plano está en penumbras y él emana luz como si fuese una luna llena dentro de ese bar, con su voz triste y angelical. Cuando Oscar Isaac canta, todo lo frío se torna cálido y súper sentimental; la película parece construida exclusivamente para que él y su magnética fotogenia se potencien hasta el punto en que resulta casi imposible imaginarse a otro actor como protagonista de esta historia. Algo parecido sucede con cada tema de la exquisita banda sonora, una de las mejores en lo que va del año. Él canta “Hang Me, Oh Hang Me”, tema que pinta de cuerpo entero lo que está pasándole por dentro, porque esa es la verdadera lucha que plantean los Coen: el viaje que encara este héroe roader es un viaje interior.
El vaso vacío. Si hay algo más lamentable que Ella, nueva obra pretensiosa, intelectualoide y banal realizada por Spike Jonze, gran director de videoclips, es el chato y unilateral protagonista de la película y el alarmante abandono por parte del director hacia un personaje al cual básicamente nunca llegamos a conocer. Por lo tanto, lo que le pase o no, nos importa poco y nada. Pero si Ella es lamentable, no es porque el Theodore de Phoenix se lamente de sí mismo -y pretenda que nosotros también lo hagamos por él- o esté todo el tiempo en modo apagado, sino porque su director no cree ni en él, ni en el amor (o peor, no sabe lo que es) y tampoco en el cine. Después de todo, qué se puede esperar de un realizador que confunde amor con egoísmo y complejidad con pretensión de tratar de abarcar lo inabarcable de la manera más burda posible. El resultado es el siguiente: personajes (o personaje y voz) que se la pasan hablando toda la película; lo que no sería un problema si dijeran de vez en cuando algo verdaderamente profundo. En vez de eso, Theodore expone a cada rato cualquier sentimiento que se le viene a la mente en su verborragia catártica de sillón de terapia, y Samantha, bueno, es únicamente voz. Entonces, lo único que propone la película es un ida y vuelta de afirmaciones monótonas y cortas para definir estados de ánimo o en otras palabras, cómo sonaría una charla entre dos twitteros: “Estoy feliz, estoy triste, estoy deprimido, estoy enamorado, me siento solo”. Cuando no están ocupando su tiempo hablando de esa manera, se dicen el uno al otro frases que intentan ser metafóricas como “El pasado es solo una historia que nos contamos a nosotros mismos”, lo que termina convirtiendo a la película en una obra banal, al igual que esa excesiva e irritante tonalidad instagrameada y pastel.
Más carne al asador. Cuando comienza 300: El Nacimiento de un Imperio, aquel sacrificio de Leónidas y sus 300 parece haber sucedido miles de años atrás y casi no conectar con esta segunda parte. Murro nos ubica antes, durante y después de ese hecho haciendo de la presente una secuela y una precuela al mismo tiempo. Pero si hay algo que le cuesta más que conectar ambas historias, la de Leónidas y sus espartanos y la que nos convoca (Temístocles contra la furia de venganza de Artemisia), algo que parece hacer casi por obligación, es trasmitir fuerza y emoción. Y si hablamos de fortaleza, el “héroe” protagonista Sullivan Stapleton, presentado con bombos y platillos como el paladín de Maratón, aquél que disparó la flecha que terminó con la vida del Rey Darío I (padre de Jerjes), no tiene ni un cuarto de la presencia que tenían los guerreros de capa roja. Leónidas era un héroe épico con todas las letras, cuya sola aparición en pantalla inspiraba autoridad o por lo menos atención. Stapleton no tiene pasta de protagonista ni autoridad ante sus hombres, que incluso lo cuestionan previo a la batalla llegándole a decir: “Nos has fallado”. Un comandante cuya fuerza, destreza de estratega y masculinidad son puestas en duda hasta por su rival, quien le dice: “Peleás más duro de lo que cogés”. Estamos frente a un personaje que ha fallado como líder, que no está a la altura de ninguna de las situaciones que se le han presentado.
“El arte despierta nuestros sentidos de la belleza” El voyeurismo ha sido filmado de manera muy virtuosa numerosas veces, por grandes cineastas. Los ojos hipnotizados de Henry Hill en Buenos Muchachos, mientras observa a los gángsters a través de la persiana de su dormitorio, deseando convertirse en ellos algún día, o los voyeuristas más recordados: Norman Bates espiando a Marion desvestirse a través de un agujero en la pared; y Jeff con sus binoculares, siguiendo la vida de las personas que habitan el edificio de en frente. Como cinéfilos, somos curiosos por naturaleza y nos obsesiona la imagen, ya sea un fotograma, un plano detalle, la fotogenia de un rostro. Siempre buscamos saciar nuestra sed por contemplar una parte en la vida de los personajes. Y eso es lo que nos permite el cine; espiar como si lo hiciéramos a través de una ranura en las vidas ajenas. Esto es lo que hace el personaje de Claude (Ernst Umhauer) pero de manera extrema: vivir las vidas ajenas como propias. Cuando comienza a escribir sobre la vida de su amigo Rapha -al que ayuda en matemática- y su familia, lo que empieza como una tarea para entregar a su profesor de literatura, se va transformando en algo cada vez más oscuro y retorcido, que obsesiona tanto al profesor como al espectador...
Tómalo con calma. Vince Vaughn encarna a David Wozniak, una suerte de slacker que lo único que puede criar son plantas de marihuana en su casa, en esta auto-remake que filma el canadiense Ken Scott de su película Starbuck, de 2011. Cuando David se encuentra a un hombre en su departamento que viene a informarle que es padre de 533 hijos -por haber donado su esperma a una clínica que cometió el error de darlo a todas sus clientas- y que 142 de ellos desean conocerlo, ahí es cuando explota todo el carisma de Vaughn en la pantalla, mientras le grita -en el español que puede articular- al hombre que trata de explicarle la situación: “¡Yo no soy David Wozniak!”. Pero David, que tiene un corazón grandote, decide convertirse en una especie de ángel guardián de todos sus hijos, descubriendo cada día dentro de un sobre los perfiles de cada uno de ellos y visitándolos. Así logra estar con ellos en algún momento definitorio de sus vidas.
La carrera de la muerte. Paul W.S. Anderson se toma un descanso de su archiconocida franquicia Resident Evil y se basa en un hecho histórico -la erupción del volcán Vesubio en el año 79 d.C. que dejó sepultada a la ciudad de Pompeya (o Pompeii, que suena más serio)- y se las ingenia para contar una historia en la que un celta -ahora esclavo/ gladiador/ galán y único sobreviviente de la masacre de su pueblo en manos de los romanos- desatará su venganza contra el hombre que mató a su familia, un senador interpretado por la versión evil de Kiefer, el Sutherland Jr. Por supuesto que realizar una película tomando como base un hecho histórico que terminó en la destrucción de una ciudad entera, implica todo un desafío porque el público ya sabe cómo terminará. Pero eso no es un problema para el menos pretencioso de los tres Andersons. La estética de videojuego, que ya forma parte del ADN del director británico (Resident Evil, Mortal Kombat, etc.), marca toda la película desde tomas en las que el protagonista debe ir saltando obstáculos y superando distintas misiones para llegar a su meta -en este caso, su interés amoroso interpretado por Emily Browning- hasta planos cenitales de ambos corriendo por el camino que va desde el palacio a la ciudad, mientras intentan escapar de la catástrofe.
Para la hora del té… Aunque amaga con ser una película sobre la búsqueda de una madre por encontrar a su hijo, una de las (pocas) virtudes de Philomena es no serlo. Explicar por qué sería un gran spoiler que se da a conocer antes de lo esperado. Animarse a criticar a la institución religiosa es otro punto a favor, sumado a la dinámica entre Philomena y Martin que resulta sumamente interesante e incluso cuenta con un momento de buddy movie en la escena en que ambos se encuentran viajando en auto. Pero hay algo más interesante aún y es la otra faceta que propone en esta ocasión Judi Dench (que a esta altura ya se ha ganado el título no oficial de mujer dura, fría e inconmovible), la de mujer cínica pero entrañable, chistosa y hasta querible. El desarrollo del arco dramático del Martin de Steve Coogan es una transformación de personaje notable y una verdadera lección de interpretación.
Hacia rutas salvajes. Maicol y Bryan son dos amigos que viven en Greytown, un pueblo del caribe nicaragüense, aislado del resto del país por una densa selva y un mar. Alejo Hoijman y su cámara vienen a ubicarse en el punto de intersección entre el ocaso de la infancia y la iniciación de la vida adulta de estos personajes que deben aprender el oficio de sus respectivos padres, pescadores de tiburones. El cineasta registra cada acontecimiento con la misma libertad con la que los amigos deambulan por la selva, abriéndose paso con sus machetes en busca de las ramas perfectas para construir sus gomeras, mientras tratan de imitar los sonidos de los animales que habitan en ella. Lo que comienza como un documental de observación -que despliega una cadencia determinada de la vida cotidiana, con momentos en tiempo real y caracterizado por la no intervención del director- se transforma lentamente en algo más. Lo que separa a este de otros documentales de esta categoría, en los que lo que se contempla se mira de lejos, es que aquí no estamos solamente observando las acciones de los personajes o los paisajes de San Juan del Norte, sino que formamos parte de todo. Ocupamos el puesto de un observador ideal abriéndonos paso en esa inmensa densidad verde, evitando las culebras, jugando a ser exploradores que descubren huellas de leopardo, durmiendo en un bote a oscuras en la primera salida de los adolescentes a pescar tiburones en el mar. La cámara acompaña absolutamente todos y cada uno de los pequeños momentos que hacen de este un documental puramente sensorial. Estamos ante una cámara que se sumerge en el agua -en un plano de corte experimental- y filma escenas nocturnas casi en oscuridad total, que adopta el ritmo del espacio que registra: se mueve con las olas cuando está en el bote y en mano durante las caminatas en la selva. Una cámara que capta en un solo plano la sensación de estar en medio de la jungla y afinar el oído, de cerrar los ojos y sentir la presencia de cada ser vivo que se encuentra a nuestro alrededor...