El abominable encanto de James Wan por la clase B El regreso de James Wan al cine de terror fantástico funciona por la ocurrente gestación de un nuevo e icónico monstruo. De mas está decir que el director de El conjuro (The Conjuring, 2013) y La noche del demonio (Insidious, 2010) no crea absolutamente nada en materia de cine de terror. Su talento está en captar los recursos y refritarlos en un producto contemporáneo. El tipo es un conocedor del género como pocos y trasmite su pasión en cada fotograma de Maligno (Malignant, 2021). La historia comienza con un video VHS de una psicóloga que habla de tratamientos sobre un peligroso paciente, que tiene fuerza sobre humana y controla la electricidad. Saltamos en el tiempo y Madison (Annabelle Wallis) sufre alucinaciones que anticipan los crímenes cometidos por un espectro de pelo largo. ¿Se trata de un loco o un monstruo sobrenatural? La casa donde vive la protagonista parece de los años setentas aunque estamos en la actualidad: paredes empapeladas, vieja heladera y muebles antiguos, conviven con teléfonos Iphone. No sabemos hasta qué punto estos elementos buscan orientar o desorientar al espectador en el origen del serial killer. ¿Pura estética vintage? La película avanza con la investigación policial que busca dar con la identidad del homicida apodado Gabriel como el arcángel. Este coctel de homenajes fluye entre actuaciones espantosas que rozan lo ridículo y un evidente bajo presupuesto en la realización. Pero, y aquí está el punto para Wan, lo que en otra producción es un defecto tras otro, en Maligno se percibe adrede. La película presenta con orgullo cada una de sus consagratorias referencias a la clase B. Lo inverosímil del argumento se siente reivindicatorio sin preocuparse jamás por darle un sentido a las improbables vueltas de tuerca. En la segunda mitad del film hay un descenso en las referencias. Ahora se muestra cercana a films imposibles, recordados y puesto en valor por su osadía. Este es uno de ellos. Si con El conjuro Wan revolvía los estantes de arriba del género para encontrar las referencias, ahora mete la mano directamente en el tacho de basura. Y le da resultado. Maligno no es una gran película ni mucho menos. Es un producto celebratorio del cine basura que enaltece la irreverencia sin ninguna otra pretensión que ser un disfrutable entretenimiento de explotación.
Remake producida por Jordan Peele del clásico de terror de 1992 Bajo la dirección de Nia DaCosta regresa el hombre del gancho en versión siglo XXI en un film correcto cuya ambición le juega en contra. En los últimos años una tendencia se puso de manifiesto en el cine: hablar del racismo desde el género. Películas de western, musicales, pero sobre todo de terror, abordaron los años de abuso sufrido por los negros. Esta tendencia se subrayó con ¡Huye! (Get Out, 2017) del mismo Jordan Peele, y las series Them (Ellos) y El ferrocarril subterráneo, ambas de Amazon Prime Video. Pero si hay que remontarse en el tiempo es Candyman (1992) uno de los primeros ejemplares del caso, que contaba la maldición producida luego de que un hombre que repartía dulces fuera injustamente torturado en 1890 y arrojado a las abejas. Ahora estamos en el barrio de Cabrini Green, pero esta vez con condimentos sociopolíticos más evidentes y explícitos que en la original. Los blancos son los villanos y por ende víctimas del hombre negro “convocado” al decir su nombre 5 veces frente al espejo. El artista Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II) se muda con su pareja al barrio y, al desconocer la maldición, revive el asunto mediante su obra plástica que busca reivindicar a las clases bajas afroamericanas desplazadas por un emprendimiento inmobiliario. El subtexto aquí se presenta en primera plana, incluso en didácticos diálogos, para reafirmar el daño producido por la hegemonía blanca a la población afroamericana. Pero la cuestión ideológica no es un problema en sí mismo ante tanta producción vacía de contenido para elaborar los relatos. El problema de esta nueva Candyman (2020) es que se vuelve pretensiosa, tratando de ser mediante su alegoría, algo más de lo que es: una película de terror con un gran personaje. Porque ese es el gran mérito de Candyman, sumarse al panteón de los grandes monstruos que tiene a Freddy Krueger, Jason Voorhees y Michael Myers entre sus filas. Asesinos imbatibles, con cierto encanto e iconografía, dueños de una maldición con reglas propias. Esta producción también escrita por Jordan Peele debería limitarse a explotar estas cualidades significativas que convirtieron en clásico a la película original. Y si luego logra hacer además una parábola social, bienvenidad sea.
La búsqueda de la verdad en territorio serbio Basada en hechos reales, el segundo largometraje del director de “Redemption Street” tiene puntos de contactos con el cine testimonial argentino al retratar la lucha de una madre contra las instituciones por el paradero de su hijo. Ana (Snezana Bogdanovic) es una mujer ausente. Está en su casa con su marido e hija adolescente pero no conecta con ellos. Deambula por la ciudad (Nueva Belgrado) y sus edificios públicos en la búsqueda de respuestas sobre su hijo muerto al nacer hace 18 años. La falta de información administrativa, la ausencia del cuerpo del niño, le dan una mínima esperanza. Por eso sigue con fervor, 18 años después, una investigación al respecto. Las cicatrices del título local (el original se traduce “puntadas” acorde a su profesión de costurera) son el impedimento de Ana para rehacer su vida. Confronta con su familia y otros actores sociales por esa herida del pasado que sigue abierta. Miroslav Terzic logra una película intensa por el tema tratado, que tiene puntos de contacto con lo sucedido en tiempos de dictadura militar en nuestro territorio. En el cine nacional esta temática fue retratada en infinidad de oportunidades y de múltiples formas, cuestión que le quita novedad al premiado film. Sin embargo, vale su reflexión sobre las consecuencias de un conflicto que tiene sus raíces en la guerra que dividió Yugoslavia, donde se registraron más de 500 niños robados de hospitales al nacer con la complicidad de los médicos, y que fueron notificados como fallecidos a sus padres. Las demandas salieron a la luz a principios del milenio. Cicatrices (Šavovi/Stitches, 2019) es un drama intenso, de silencios y gestos, donde lo no dicho adquiere una sombría capa que envuelve la trama. La tensión reposa en la inmensa actuación de Snezana Bogdanovic, quien oculta su dolor debajo de su rostro. Su mirada y pequeños gestos expresan su calvario interior.
Acción con Jason Statham dirigida por Guy Ritchie El director de “Snatch” se despacha con una producción de acción sólida basada en la película francesa de 2004 “Le Convoyeur” dirigida por Nicolas Boukhrief. El misterioso H (Jason Statham) entra a trabajar como conductor de camiones blindados para una empresa asediada por los atracos. Ante el primer episodio responde con una violencia inusitada que sorprende a jefes y compañeros. ¿De dónde salió este tipo? ¿Qué lo obliga a arriesgarse de sobre manera para cuidar el dinero ajeno? Las respuestas están en la película. Cuando Guy Ritchie deja la pretensión y los efectos especiales de lado, demuestra ser un director interesante, que conoce el bajo mundo que describe. Los personajes, malditos, pecadores y parcos, adquieren carisma y gracia detrás de su mirada. Sin embargo aquí no hay rasgos de comedia como en sus primeros films, sino rudeza pura desarrollada tanto en los roles como en la estética de la película. Una fortaleza también trasladada a la puesta en escena, donde brillan los hombres de pocas palabras y frases matadoras, duros como los camiones blindados que manejan, armas pesadas y códigos de conducta puestos al límite. Toda una estética SWAT de principio a fin. El sonido es fundamental en darle el espesor al relato, marca el detalle de las balas saliendo de los cartuchos y también la opacidad de los impactos sobre los chalecos y carrocerías. Sin embargo, Justicia implacable (Wrath of men, 2020) resulta un atractivo relato gracias a las vueltas de narración fragmentada y en capítulos, no necesariamente ordenados. La razón del orden son los puntos de vista desde el cual se cuenta el mismo hecho: el atraco a un camión blindado que depara en un asesinato a sangre fría involuntario. La trillada historia de venganza personal se revitaliza con este recurso narrativo. La información se dosifica y provoca alguna que otra sorpresa en el argumento. Ahora la pregunta es ¿estamos frente a un film de Guy Ritchie o una trama de acción corporal protagonizada por Jason Statham? Podemos entrever que Statham se antepone a Ritchie, pero uno le da al otro la potencia que necesita. Podemos concluir que estamos ante la mejor película del actor de El mecánico (The Mechanic, 2011) en mucho tiempo, y la mejor versión de un Ritchie “controlado” en función de contar bien la historia.
Fede Álvarez va del terror a la película de acción La secuela de la interesante película de terror “No respires” cambia el concepto de la original y se convierte en una suerte de duro de matar no vidente. Si había algo interesante para destacar en No respires (Don’t Breathe, 2016) era, además de la vuelta de tuerca a la película de encierro en una casa abandonada, su inteligencia para reposar el punto de vista en el grupo de ladrones amateurs que se adentraban en una vieja casona a robar y se topaban con un violento anciano y ex soldado (Stephen Lang) que terminaba torturándolos a ellos. La víctima se transformaba en victimario y aparecía la idea de “guarda con quien te metes”, porque “ese pobre viejito” puede ser un duro reaccionario amante de las armas y la violencia. Pero en No respires 2 (Don’t Breathe 2, 2021) el concepto cambia: la empatía reposa en el anciano no vidente al que el film transforma en un héroe de acción. La primera parte de la película escrita y producida por Fede Álvarez (ahora dirige Todo Sayagues) construye el vínculo entre el hombre ciego y su pequeña hija a quién tiene casi secuestrada, no permitiéndole ir al colegio ni verse con amigas porque “es peligroso”. Este comportamiento anticuado la película se encarga de justificarlo con los muchachos psicópatas que entran a la casa. Ahora no son ladrones sino que vienen por la niña (por motivos que el film desarrolla avanzada la película), y son caracterizados como un grupo de perversos sádicos dispuestos a todo. Al lado de ellos el anciano violento vuelve a ser el pobre hombre que la primera película trataba de deconstruir. Claro que sus dotes para salirse con la suya convierten al protagonista -que al mejor estilo John McClane se pasea todo el relato con una musculosa blanca que se ensucia poco a poco- en un tipo difícil de matar. Cuestión que nos lleva a la conclusión de que si la película fuera protagonizada por Bruce Willis estaríamos frente a una nueva entrega de Duro de Matar (Die Hard, 1988) y no ante la secuela de un film de terror.
La premiada película de Pietro Marcello con Luca Marinelli Adaptación de la histórica -y semi autobiográfica- novela del americano Jack London, la historia del marinero devenido escritor es ambientada en una conflictiva Italia del siglo pasado. Hay una larga tradición de películas de revisionismo histórico en Italia, sobre todo las acontecidas en la Segunda Guerra o en la tensión entre fascistas y comunistas. Sin embargo, esta recuperación de la novela de London (escrita a principios del siglo XX) no precisa ni un tiempo ni un espacio determinado. La historia de Martín Eden (Luca Marinelli, ganador a la mejor actuación por este papel en la Muestra de Venecia), un marinero sin educación que tras caer ocasionalmente en una familia aristocrática sueña con ser escritor y lucha hasta conseguirlo, se presenta como el puntapié inicial para hablar de muchas cosas -nunca una sola- abriendo posibilidades en una película rica en interpretaciones. Por un lado tenemos la cuestión de clase: el proletario que no es aceptado por su condición en la familia adinerada. El conflicto se evidencia cuando se enamora de Elena (Jessica Cressy), la hija de la familia Orsini, y ella le pide que se eduque. Luego esa educación no es suficiente, necesita dinero para estar con la chica. Una vez que triunfa económicamente con la publicación de sus poemas (no sin antes ser rechazado miles de veces), aparece la ideología de los textos como un problema. Por otra parte aparece el conflicto intelectual: mientras es criticado por los socialistas por ser individualista en sus escritos, es también criticado por los aristócratas por ser pesimista. Este “no encajar nunca” se vuelve una constante en su vida, tal es así que cargará con ese estigma como una cruz. Pero también vemos la manera del director de La boca del lobo (La bocca del lupo, 2009) y Bella y perdida (Bella e perduta, 2015) de insertar imágenes de archivo en medio del relato. Escenas que no pueden determinarse con exactitud a qué período pertenecen: vemos un barco a vela, vemos trabajadores en la playa, una ciudad destruída, etc. Una dimensión cinematográfica que le otorga un carácter de ensueño al film, dando apertura a múltiples interpretaciones con la historia italiana contemporánea. Martín Eden (2019) es una película muy interesante porque tiene un personaje carismático, de esos soñadores que pretenden llevarse el mundo por delante y vivir con intensidad cada oportunidad que se le presenta. Pero también, al modo de Luchino Visconti (Rocco y sus hermanos, El gatopardo), el film supera la historia que se cuenta para abordar dimensiones sociales y filosóficas, sin jamás subrayarlas, con una capacidad sorprendente.
Terror fantástico nacional de la mano de Mauro Iván Ojeda Después de estrenarse en la plataforma de cine de terror Shudder y un recorrido internacional por las salas de Estados Unidos, Rusia, Canadá, Reino Unido y Australia, entre otros países, llega a los cines argentinos este film que no tiene nada que envidiarle a las producciones norteamericanas. Producida por Néstor Sánchez Sotelo, cuenta la historia de una familia disfuncional que vive en una casa en cuyo frente funciona una sala velatoria. La relación entre los vivos y los muertos no es sólo intrínseca al negocio familiar, las “presencias” modo de nombrar a los espectros que deambulan el inmueble, tienen un peso protagónico en este relato. Bernardo (Luis Machín, poniendo el cuerpo una vez al género) es la cabeza de familia y encargado del trabajo en la funeraria. Su mujer Estela (Celeste Gerez) y su hija adolescente Irina (Camila Vaccarini) viven en constante conflicto con el hogar pero, la ausencia/presencia del padre de la chica recientemente fallecido, las “ata” a la casa. La película está llena de falsas pistas sobre el accionar tenebroso de las presencias, entre las que se encuentra también el padre de Bernardo, Salvador (interpretado por el recientemente fallecido Hugo Arana). Descubrir la verdadera motivación de los espíritus será tarea de Ramona (Susana Varela), una médium para destrabar el conflicto entre ambos mundos. Del mismo modo que El conjuro (The Conjuring, 2013), la ópera prima de Mauro Iván Ojeda recorre todos los tópicos asociados al formato de casa embrujada. No faltarán las referencias cinéfilas a clásicos de la talla de Poltergeist (1982), El legado del Diablo (Hereditary, 2018), El resplandor (The Shining, 1980) y El ente (The Entity, 1982), por citar algunas, para darle forma a las ánimas que conviven con la familia de turno y transformar el melodrama en una auténtica pesadilla. Pero el mayor logro de esta producción es el manejo de los recursos del cine del terror con maestría. El uso, diseño y producción del sonido, fundamental para el género fantástico, desarrolla una atmósfera angustiante, necesaria para contextualizar el drama familiar y darle el tinte terrorífico deseado. De igual manera el diseño de arte y la dirección de fotografía, transforman la casona en un escenario semi abandonado, lúgubre e ideal para que el universo de los vivos se “mezcle” con el de los muertos. Ojeda realiza un cine de calidad con conocimiento del género y solidez en el manejo de los recursos, que se suma a las producciones de los ya consagrados Daniel de la Vega y Demián Rugna.
La alegoría sobre el tiempo en pandemia de M. Night Shyamalan El cineasta indio-estadounidense regresa con otra historia de terror con tintes fantásticos que deviene en una ocurrente vuelta de tuerca. Una marca de estilo en su filmografía. Viejos (Old, 2021) pasará a la historia como “la película de la playa que envejece”, por tener ese storyline que puede definirse en una frase. Sin embargo cuenta con varios de los temas “candentes” de la sociedad actual, sobre todo en tiempos de pandemia: el vertiginoso paso del tiempo, el encierro y las complicaciones de salud. Cuestiones que se resumen en una sola pregunta ¿no es terrorífico envejecer en esta época? Como buen guionista el director de Glass (2019) y responsable de la serie Servant (2019), que experimenta un resurgimiento en su carrera desde Fragmentado (Split, 2016), desperdiga todos los elementos en la trama a la vieja usanza. Una familia llega a un desconocido paraíso tropical con el fin de relajarse y esquivar sus problemas (la pareja compuesta por Gael Garcia Bernal y Vicky Krieps está por separarse y ella enfrenta un tumor). El tiempo es vital para ellos y se trasladan a una playa “escondida” detrás de un acantilado recomendada por el gerente del hotel. A ese paraíso caen otros huéspedes del All Inclusive donde se hospedan: el estresado doctor que compone Rufus Sewell con su esposa, obsesionada con el físico, su madre y pequeña hija, y la pareja compuesta por un hombre asiático y una psicóloga y epiléptica mujer negra. Este coctel de personalidades dispares, planteadas como estereotipos sociales alrededor de la familia protagónica, brindan un mosaico de problemas y saberes reflejados en un multiétnico grupo humano. Shyamalan se toma sus treinta minutos para contar personajes y conflictos para, una vez en la playa, explotar el encierro a plena luz del día, con un inteligente manejo de cámara que le permite simular con maestría el paso veloz del tiempo (en un día envejecen 50 años), sin depender del maquillaje y efectos especiales en exceso. Como buen conocedor del dispositivo cinematográfico, el director lleva el tiempo y el espacio a los límites de lo imposible. La playa es ese “no lugar” en el que los personajes exorcizan sus culpas cuando “su” tiempo se agota. El paso del tiempo genera dolor físico pero también emocional. El paraíso terrenal puede ser el ideal de belleza natural pero de igual manera la zona de la tragedia metafísica. El terror se desprende del suspenso y juntos provocan un miedo que parece surgir de la coyuntura actual. La imposibilidad de controlar el tiempo que avanza de manera veloz sin el proceso psicológico necesario para comprender situaciones, el deterioro físico y mental que dinamita la cordura entre pares, y la inevitable vuelta de tuerca final con conspiración incluida, son los tópicos que atraviesan este relato inspirado en la novela gráfica Sandcastle, de Pierre Oscar Levy y Frederik Peeters. Viejos es una película interesante y entretenida que obliga a entregarse a la propuesta que roza lo inverosímil en cada tramo de su recorrido. Para disfrutarla hay que pensarla como una alegoría -¿del Covid? ¿del confinamiento?- sobre los “tiempos que corren”, en ambos sentidos del término.
La quinta película de la saga, que promete ser la última, ambienta la narración en Texas entre rancheros supremacistas e inmigrantes mexicanos. La gestión de Donald Trump explicitó el odio entre pares y con él, toda una serie de relatos de rancheros que deben luchar contra los carteles mexicanos. En esa gama de películas podemos nombrar a Rambo: Last Blood (2019) o El protector (The Marksman, 2021) con Liam Neeson. Propio del universo representado por La Purga, los roles aquí se invierten, siendo los inmigrantes mexicanos los buenos de la película que deben huir junto a una familia texana, de los supremacistas blancos que quieren “limpiar” a los Estados Unidos. Los mexicanos son Adela (Ana de la Reguera) y su esposo Juan (Tenoch Huerta) que trabaja como peón en un rancho para la adinerada familia Tucker. La novedad en La purga: por siempre (The forever purge, 2021) es que “la purga” continúa luego de las 12 horas establecidas por reglamento y la matanza y persecución de los Tucker y sus empleados sigue a la luz del sol, cuando una banda de asesinos enmascarados los ataca. Juntos deben escapar a la frontera con México (sí, los mexicanos tratando de regresar a México) para estar a salvo. En ese viaje lucharán por la supervivencia armados al estilo Pancho Villa, mientras que la tensión también estará entre la pareja de mexicanos pobre y sus adinerados patrones. La primera película trajo la novedad, una buena idea para hacer un paralelo social. Pero la máquina de hacer chorizos (purgas en este caso), hizo una segunda parte en las calles y una tercera con tintes políticos. Hasta ahí la cosa estaba más o menos bien pero la productora de terror más prolifera de los últimos años, Blumhouse, exprimió la naranja hasta la última gota. Siguió la serie producida para Amazon, y la precuela y cuarta película. Esta quinta parte no tiene razón de ser. No hay nada nuevo más que contextualizar la misma idea en la frontera con México que a esta altura es peor que la franja de Gaza. Aparece la “extensión” de la purga a la luz del día, cuestión que parece tener que ver más con las reglas del western, que con las reglas incumplidas por las pandillas de exterminio. El guiño es hacia el género fundacional y su intención -obvia y reiterativa en las películas anteriores- de hablar del odio arraigado en la conformación de los Estados Unidos nación. El resto es una de acción (mucho más que de terror) en medio de las montañas con sombreros de cowboys.
Acción catártica con el actor de “Better Call Saul” Bienvenidos a una película que sorprende minuto a minuto por su descabellada propuesta, siempre al límite con un argumento que permite disfrutar sin culpa de la violencia en modo catarsis. Nace un nuevo héroe de acción, al estilo John Wick que emerge de la vida familiar. Pero el protagonista de Nadie (Nobody, 2021) a diferencia de Wick, siente la presión social de su monótona vida cotidiana, asediado por la rutinaria odisea laboral. De ese agobio que implica pertenecer a un sistema que mata el deseo, surge la violencia como una catarsis liberadora. Todo cambia cuando una pareja de inmigrantes latinos entra a robar a su casa. De manera inesperada Hutch Mansell (Bob Odenkirk) los deja irse de su hogar sin reaccionar. Pero decide ir tras ellos cuán vengador anónimo y, cuando no puede castigarlos y tiene que contener su furia una vez más, aparece un grupo de rusos ebrios dispuestos a los disturbios en el ómnibus en el que viaja. La posibilidad de hacer justicia por mano propia se presenta y nuestro protagonista puede “descargarse” en ellos. Uno de los golpeados es hermano de un zar de la mafia rusa y ahí empiezan los problemas. Lo oscuro -y hasta jodido- de su argumento puede sobrellevarse porque el film escrito por Derek Kolstad (quien co-escribió las tres entregas de John Wick) y dirigido por Ilya Naishuller (Hardcore: Misión extrema) nunca se toma en serio a sí mismo. El humor negro siempre presente compensa la violencia desmedida mientras que la música es otro de los catalizadores de tensión, para convertir a la violenta película en un espectáculo placentero y sumamente disfrutable. Hutch disfruta de la violencia, lo conecta con su lado salvaje adormecido y enjaulado en su vida “de civil” que sacará a la luz gracias a la amenaza rusa. El héroe/antihéroe ve como una bendición la posibilidad de propinar golpes y tiros por doquier. Mientras que la película aprovecha para armar un discurso paródico acerca del uso de armas, la defensa civil y el demencial goce por la violencia Made in USA. Aparece muy bien en escena un veterano Christopher Lloyd como su padre, dispuesto a salir del geriátrico literalmente a los tiros, en un film que no pretende otra cosa que jugar con los límites del género para poner en funcionamiento nuevamente la historia de acción, bien contada, mejor filmada y ciento por ciento deleitable.