Ópera contemporánea La novela de Juan Gruber en la que se basa esta película homónima habla de Humberto Brause, un personaje que al estilo de Michael Corleone se inmiscuye en actividades delictivas superando límites éticos y morales de su tutor para ascender en el poder. Humberto no es un matón ni un asesino, sin embargo su rol de cambista le brinda el mismo poder y dinero que al emblemático mafioso. Los hechos narrados datan de la década del 70 pero parecen suceder hoy. Humberto Brause (un genial Daniel Hendler en la mejor interpretación de su carrera) trabaja con Sr. Schweinsteiger (Luis Machín) en una financiera. Aprende los gajes del oficio y le propone matrimonio a su hija Gudrun (Dolores Fonzi). Uruguay es un paraíso fiscal para Argentina y Brasil en tiempos de dictaduras militares y el hombre se dedica a cambiar dinero para dejarlo en un lugar “seguro” por un porcentaje. Pero su jefe no se anima a trabajar con políticos “son poco confiables” le dice. Y él, como todo oportunista, no pierde el tiempo y traza el negocio a espaldas de su suegro. Su reputación crece y termina siendo muy solicitado en el mercado. Claro que todo tiene un límite, y esa misma ambición que lo hizo crecer también será su perdición. Federico Veiroj (La vida útil, El Apóstata) emplea una serie de recursos estilísticos que enriquecen la lectura del relato. Las asociaciones bíblicas brindan un aire operístico a la historia, con un inicio en el que un jesucristo enfurecido pelea con mercaderes. Una música entre lírica y de bandoneon se adueña del relato, y vemos en distintos episodios al protagonista cantar en el coro de la Iglesia a modo de catársis. La historia es relatada por el propio Humberto que denomina a los cambistas como "el origen de todos los males". No hay un valor puesto en su actividad, sino que se autodefine pecador. Ese pecado lo acompaña en su periplo como una enfermedad de la que no puede librarse. Pero de manera inteligente la película corre al cambista del centro de las acusaciones y encierra en su crítica a todo el sistema financiero. Así habló el cambista (2019) puede entenderse como una fábula social con tintes de farsa. Su humor absurdo impregnado en todas las películas de Federico Veiroj le da a esta historia un aire irreal, cómico burlesco. Su personaje principal se autopercibe pecador y producto de la sociedad que lo engendró, como una suerte de consecuencia nefasta de los vaivenes del poder. Con ese karma narra su historia. Esta característica hace que la película funcione en dos líneas argumentales: la de la crítica social bien actual, y la del cuento fantástico con mensaje moral. Ambos caminos llegan al mismo fin, el sabor agridulce de su patético protagonista y la sátira social. A diferencia de Michael Corleone Humberto Brause no es un tipo que se hace respetar en el mundo del hampa. Es un tipo despreciable que adquiere poder estafando, traicionando y mintiendo a todo el que lo rodea, sean clientes o su propia mujer. El hombre es un miserable de la peor calaña pero humano a la vez y eso lo vuelve querible, así lo describe el film y así se autopercibe, por eso lo vemos escabullirse en vez de enfrentar a quién lo desafía. El foco de este film enviado por Uruguay a los próximos premios Oscar, está en criticar el sistema que lo dejó crecer y transformarse en un tipo poderoso. Así habló el cambista es una ópera contemporánea que tiene la capacidad de denunciar sin subrayar, sin acusar con el dedo. Con una historia simple y eficaz se teje la maniobra fílmica que, como la fuga de capitales, parece compleja pero es más sencilla y habitual de lo que podría suponerse.
No me ama Valeria Bruni Tedeschi realiza este fresco de los veranos en la campiña francesa, con varias personalidades conocidas de la comedia. El resultado es una película coral que no en todas las subtramas encuentra la fuerza narrativa necesaria. Nuestros veranos (Les Estivants, 2018) empieza con mucha intensidad: Justo cuando Anna (Valeria Bruni Tedeschi) se dirige a buscar fondos para filmar su nueva película, su marido (Riccardo Scamarcio) le pide separarse porque conoció a otra mujer. Ella queda perpleja a nivel emocional sin saber cómo reaccionar. Su estado de ánimo influye en cada una de sus actitudes en la casa de verano donde pasa la temporada con su hija y una serie de estrafalarios personajes. El realismo mágico invade la escena de este film que tiene varios guiños y lugares comunes -adrede- de las tradicionales comedias de campiña. Discusiones políticas (ziquierda o derecha) se dividen entre la servidumbre y sus reclamos laborales y la visión burguesa de la familia hospedada, las anécdotas fantasiosas de algunos comensales y los trapitos al sol echados en cara entre vínculos; serán de la partida. La idea de la directora afectada emocionalmente mientras busca motivos y temas para su próximo film resulta interesante combinando el proyecto con la película que estamos viendo. Entre la gama de actores reconocidos que actúan en el film se encuentran Pierre Arditi, Valeria Golino, Noémie Lvovsky, Yolande Moreau, Vincent Perez y Xavier Beauvois, además de los ya mencionados. Pero sucede que el conflicto interno de la protagonista tiene muchísima fuerza en comparación con el resto de los personajes que, si bien son planteados como satélites que giran alrededor de ella, en cada bifurcación argumental la trama cae en pozos narrativos de los cuales les cuesta salir. Ante esta cualidad podemos pensar a Nuestros veranos como un film episódico con algunos buenos momentos que no alcanzan para potenciar el resultado final.
Érase una vez en el norte colombiano La nueva película del director de El abrazo de la serpiente (2015) adquiere la forma de un western, al narrar las desventuras del pueblo Wayuu en la década del setenta, cuando esta comunidad se insertó en el tráfico de marihuana con consecuencias trágicas. La tribu Wayuu habita la árida península de la Guajira al norte de Colombia y noroeste de Venezuela, sobre el mar Caribe. Hablan su propio idioma (utilizado por la película) y siguen una serie de tradiciones ancestrales que determinan su conducta como comunidad. Cuando en la década del setenta se involucran en el tráfico de marihuana comienzan a sumar poder y tener problemas de manera interna y con el resto de las comunidades del lugar. Podría ser un Spaguetti Western pero no lo es, porque siempre el cine de Ciro Guerra accede a otra dimensión. Una dimensión mítica llena de sabiduría ancestral e incomprensible para el mundo contemporáneo, y una dimensión surrealista en donde los muertos envían mensajes a los vivos y anticipan el destino. De esta manera Pájaros de verano (2018) toma recursos del western y gángster para hablar de otra cosa: la tragedia de la cultura. El film tiene puntos de contacto con el resto de su filmografía, en cuanto al camino de ambiciones y egoísmos que trazan sus personajes al poner en peligro a su grupo o entorno social. Es que Pájaros de verano a simple vista parece una película de mafias enfrentándose por el territorio en un espacio árido de hombres de pocas palabras, con la iconografía de géneros a su merced. Pero es la manera de desarrollar el film y el lugar que se le da a los rituales de la comunidad, lo que marca el valor trágico de la película. Una verdadera tragedia griega. Co-dirigida por su mujer y habitual productora, Cristina Gallego, la película tiene el tinte épico de su temática, universal en la forma de ser retratada. Los Wayuu son un caso concreto de un peligro que corre cualquier grupo humano tentado por ambiciones de dinero y poder. La pérdida de los valores que los unifican culturalmente como conjunto de personas son la verdadera tragedia de este relato. Si El abrazo de la serpiente tenía una propuesta estética y técnica en un sobrio blanco y negro, Pájaros de verano hace un uso radiante del color. El trabajo del sonido otra vez otorga un clima enrarecido en constante tensión, y marca la complejidad y violencia entorno al mestizaje cultural. Ambas películas hablan de lo mismo, la imposibilidad de comprender al otro, se trate de la época de la conquista, de la violenta década del setenta o la actualidad.
Oscuro reviente Los personajes con actitud de renegados sociales siempre caen bien en pantalla. Saber de su vida, de su espíritu anárquico resulta atractivo para un espectador que mira con cierta admiración la manera despreocupada de disfrutar la vida, escapando a todo tipo de compromiso y deber social. El personaje de Diego Peretti en Iniciales SG (2019) es uno de esos personajes pero diferente en varios aspectos. Porque su Sergio Garcés, apodado “el francés” por grabar en el pasado un disco de covers del famoso cantante Serge Gainsbourg en castellano, es puramente argentino. La idiosincracia del país en el que vive le quita el carisma y gracia y lo convierte en un perdedor desafortunado, de esos que nos gusta ver sufrir. El tipo es un actor de segunda que ronda entre actuar de extra o aparecer en películas pornográficas mientras disfruta ver a la selección Argentina (la historia transcurre durante los últimos partidos del mundial 2014) y conquistar alguna chica. Su dudosa moralidad se oscurece cuando la desgracia lo persigue en una serie de acontecimientos que harán de su hedonista vida un infierno. Los realizadores son Rania Attieh y Daniel García. Paradójicamente Rania es de Trípoli, Líbano, y Daniel es del sur de Texas, USA. Sin embargo el espíritu tragicómico nacional queda impregnado en todo el relato. No es una comedia blanca aunque la actitud del protagonista y el tono del narrador (Daniel Fanego) así lo indiquen. Tampoco se trata de un melodrama, género por excelencia para escenificar las historias que pasan el drama al humor con facilidad. Iniciales SG usa melodías de jazz y toques surrealistas (que parecen sacados de una película de David Cronenberg) para describir los lados oscuros de su personaje. La película suma en cada una de esas decisiones, porque arriesga y profundiza en la miseria de su protagonista. Un reventado que a medida que avanzan los minutos, se aleja del costado infantil del mundo (al estilo Seth Rogen) y acerca a la filosofía de un tipo peligroso lleno de oscuridades. El trabajo de Diego Peretti es fundamental para la película, se expone en cámara en cuerpo y alma, su capacidad de pasar del drama a la comedia en la misma escena son funcionales al tono del relato. Como si el actor tantas veces protagonista de comedias conciliadoras aprovechase esa fama para redoblar la apuesta con sus seguidores. Su mirada esconde la tristeza de un tipo que ansía ser alguien más. Sus gestos acompañan el derrotero del personaje. El personaje de Julianne Nicholson se presenta como su contracara, ingenua y estructurada, la mujer extranjera de visita en el país que se lleva consigo un aprendizaje poco luminoso. Iniciales SG es una grata sorpresa en su manera de representar la mediocridad y la miseria, lleva a puntos carnales los límites humanos asociados a la dependencia del fútbol, el sexo y las drogas en personajes que sólo quieren reconocimiento; y lo hace, como pocas veces se vio, con una verdadera comedia negra. De esas que sólo el cine con cierta independencia parece dispuesto a filmar.
Pagar las culpas Según el propio Gustavo Fontán, La Deuda (2019) es su película más narrativa. Vaya si tiene razón, si observamos su prolífera filmografía que contiene títulos como El árbol (2006), La orilla que se abisma (2008) y El limonero real (2016), entre muchos otros. Sin embargo, no se trata del modelo de narración clásica tal como lo conocemos en Hollywood, sino que estamos ante un cine de contemplación en la que vemos a los personajes actuar frente a nosotros desconociendo por completo sus motivos y sentimientos. Un cine de arte y ensayo como denominó el teórico David Bordwell. Con esa aclaración accedemos a la historia de Mónica (Belen Blanco), una empleada de oficina que se adueñó del pago de uno de sus clientes comprometiendo a un compañero de trabajo. Tiene toda la noche para juntar los 15 mil pesos que adeuda para devolverlos a primera hora de la mañana siguiente. En esa noche Mónica será noctámbula, deambulando por la ciudad, encontrándose con personas como si se tratara de un viaje de choques y desencuentros. Producida por Lita Stantic y Pedro Almodóvar, la película puede entenderse como un viaje oscuro y lúgubre de definiciones trascendentes. Una suerte de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad pero en versión urbana. Con esta información mínima que el espectador cuenta se introduce en los cada vez más oscuros encuentros de su protagonista. Una oscuridad que lleva consigo como dolor en el alma y desdibuja su identidad. Nadie puede ayudarla ni siquiera ella misma. Gustavo Fontán diluye los márgenes de la escena con una iluminación que esconde y tapa de a ratos las definiciones del plano. De manera paulatina la imagen se enceguece como la actitud de su protagonista. Cuando sobre el final se encienden las luces incandescentes del Bingo, se sienten irritantes y frías, un espacio carente de afecto y sensibilidad humana. La Deuda sintetiza con elementos mínimos la misma y compleja crisis existencial de clases trabajadoras, que no se debatirá en dilemas morales al estilo burgués, sino en problemas económicos que atraviesan -como una daga- la vida e identidad de los vínculos entre las personas.
La bruja mártir Combinar una historia de género fantástico con cine de denuncia social no es una mala idea, todo lo contrario, puede ser una buena oportunidad para visibilizar una problemática como la trata de personas mediante un relato que no descuide el entretenimiento y apunte a un público masivo. Claro que para lograr este fin la película tiene que ser efectiva en los recursos utilizados tanto para un registro como para el otro, cuestión que no siempre sucede en Bruja (2019). La película de Marcelo Paez Cubells (Omisión, Baires) cuenta la historia de una bruja llamada Selena (Erica Rivas) que vive con su hija adolescente en un pueblo del interior. No se trata de la bruja mala de los cuentos de hadas sino que está en la vereda de enfrente de aquella: estamos ante una bruja que sufre por los pecados de su comunidad que se comporta como augura el refrán “pueblo chico, infierno grande”. Selena es víctima del bulling por parte de los vecinos de su pueblo, por tratarse de una mujer marginada socialmente por tener poderes. Ser bruja es ser parte de una minoría para el film. Pero la tolerancia hacia ella se complica cuando su hija adolescente es secuestrada junto a otras chicas por una red de trata que comanda la madama Marisa (Leticia Brédice) y su hijo (Juan Grandinetti). Junto al padre de otra de las chicas desaparecidas (Pablo Rago) inician la búsqueda desesperada que los lleva a encontrar -y confrontar- con políticos involucrados (el intendente del pueblo) y a las fuerzas de seguridad (el comisario que interpreta Fabián Arenillas). Bruja combina así el drama cotidiano de una mujer condenada al padecimiento que recurrirá a su magia para recuperar a las chicas. Pero como decíamos, la película falla en ambos casos: En cuanto al género no queda claro cuáles son los poderes de la bruja y cuáles no (cambiar de numeración billetes, tener visiones, poseer otros cuerpos, prender fuego) que por cierto denotan unos efectos especiales bastantes precarios. Mientras que en el drama social, la historia cae sobre varios clichés acerca de la problemática abordada. El político arrogante, la policía que se comporta como matones, la madame adoctrinando a sus esclavas; cuestiones que lejos de generar empatía con la protagonista, subrayan su sufrimiento. Ante la ausencia de metáforas con el tema de explotación sexual (una forma habitual de la fábula para representar la realidad) aparece la alegoría de la bruja cuán mártir de un pueblo de pecadores que, lejos de ayudarla, elige darle la espalda. Ella sufre en carne propia -de manera literal- las malas acciones de su comunidad, desde las mencionadas hasta el atosigamiento de sus vecinos por ser diferente. Una mirada mucho más interesante que, parafraseando a Batman: el caballero de la noche (The Dark Knight, 2008), diría algo así como “no tenemos la bruja que queremos sino la que nos merecemos como sociedad”.
Horror en guaraní Matar a un muerto (2019) es una sórdida película paraguaya, una de las pocas que aborda hechos íntimamente relacionados a la dictadura de Alfredo Stroessner. En este caso puntual, se trata de dos hombres, Pastor (Ever Enciso) y Dionisio (Aníbal Ortíz), que trabajan a orillas del río como enterradores de los cadáveres que llegan flotando en el agua. Reciben órdenes de una radio en mal estado y sin cuestionarse su accionar, hacen el trabajo sucio. Un día llega un hombre vivo junto a los cadáveres, Mario (Jorge Román), entienden que deben matarlo y sepultarlo junto al resto. Pero no son asesinos, una cosa es tapar el delito y otra muy distinta, cometerlo. La película de Hugo Giménez es tan simple como tenebrosa por aquello que narra. Los silencios y rutina de estos hombres esconden el mismo horror que el fuera de campo. No vemos los asesinatos pero sabemos que ocurrieron, no conocemos la vida de las personas ni el motivo de su ejecución pero al ver los cuerpos de niños y mujeres entendemos la gravedad del asunto. Pastor y Dionisio actúan como soldados, simplemente cumplen órdenes. Un poco por miedo y un poco por desconocimiento. Pero la aparición del hombre con vida marca el quiebre necesario en su mortuoria rutina. La película por momentos parece una obra de teatro, en donde la tensión de lo que sucede en off se concentra en las miradas entre los tres personajes presentes en el plano. El horror se desprende de los rostros del mismo modo que del tiempo y del espacio. Personajes congelados en el tiempo, olvidados en el espacio a quienes solo les queda reflexionar sobre sus actos o tratar de distraerse para olvidar. El trabajo de los actores es esencial para trasmitir a cámara la sensación de angustia de los protagonistas. El minimalismo de la puesta también se traduce en alegorías tan duras como precisas sobre el mensaje deslizado por el film. El animal salvaje que merodea el lugar en busca de sangre podría ser una metáfora de la justicia que en cualquier momento –quizás pronto, quizás nunca- se presente en el lugar. El espacio en medio de la nada podría interpretarse como el infierno, aquel lugar al que llegan los condenados. El mundial de fútbol que se escucha en la radio es la única conexión con la realidad, de carácter circense. Los nombres de los protagonistas (Pastor y Dionisio) pueden leerse en clave bíblica. De todo eso habla Matar a un muerto. De los años de horror en Paraguay (1978 dice la placa en el inicio), de la complicidad civil con la dictadura, de la opresión latente percibida con desesperanza y, sobre todo, de la moral humana en tiempos en los que la vida no valía nada.
A la medida de Brandoni Brandoni hace de Brandoni en esta comedia dramática de auto superación, en la que todos los personajes, historia y elenco giran alrededor de él y su personaje predilecto. El problema del film es que parece hecho hace 30 años, el ritmo, tono y moralina son propios de un cine que creíamos extinto. Hasta hoy. El argumento recuerda a la película de Bill Murray llamada St. Vincent (2014), en la que un anciano cascarrabias y aséptico a las relaciones humanas se ve obligado a cuidar de un niño ajeno que extrae sus rasgos bondadosos. El tipo aprende con la tutoría del niño a ser mejor persona en su relación con los demás. Pero claro, Bill Murray no es Luis Brandoni y, mientras el anciano que componía el actor norteamericano era un rocker que disfrutaba del alcohol, el que interpreta Luis Brandoni es un médico viudo que acaba de jubilarse y transita una vida aburrida y depresiva propia de un ermitaño. St. Vincent es una comedia y El Retiro (2019) es un melodrama. En esta película aparece con melodía tanguera la nostalgia por el tiempo pasado y las decisiones mal tomadas. Los reclamos de su hija (Nancy Dupláa) a quién nunca dedicó mucha atención, la envidiable manera de disfrutar la vida de su amigo (Gabriel Goity), y hasta la relación con su difunta esposa. La expresión lamentada de Luis Brandoni que, desde La tregua (1973) sigue siendo la misma, se reitera en varios fotogramas. En esa comparación El Retiro pierde eficacia, porque por más que el director Ricardo Díaz Iacoponi (Industria Argentina, La fábrica es para los que trabajan) se apoya en los guionistas habituales de Adrián Suar (Daniel Cúparo) y Juan José Campanella (Fernando Castets), el modelo de melodrama costumbrista se impone por la figura de Brandoni, quitando gracia y bajando linea moral en cada parlamento, propio de un cine del pasado.
En busca de inversiones Shalom Taiwan (2019) es una Road Movie por el país del título, en la cual un rabino viaja en busca de inversiones para su templo. El viaje estará lleno de aprendizajes al toparse con personajes y circunstancias entrañables. El rabino Aarón (Fabián Rosenthal) es un hombre de armas tomar. Su actitud de ejecutivo lo obliga a estar siempre en constante movimiento para su comunidad y dejar de lado, paradójicamente, a su familia. Mediante un préstamo renueva su templo pero la crisis en Argentina lo obliga a buscar inversores en el exterior para afrontar las deudas. Viaja a Nueva York primero y por recomendación de un amigo (Alan Sabbagh) termina en Taiwán. Allí visitará tres posibles donantes para su comunidad. En ese periplo encontrará más enseñanzas que dinero. Con una historia clásica el director y guionista Walter Tejblum (Malka, La fidelidad) transita todos los lugares comunes de la road movie, que lleva inevitablemente al cambio de actitud del protagonista a lo largo de su odisea. Para ello necesita un actor solvente y conmovedor en su expresión como es Fabián Rosenthal, pero también la participación de actores secundarios (Mercedes Funes, Betiana Blum, Carlos Portaluppi, Sebastián Hsun, Paula Grinszpan) que marquen el quiebre en el personaje principal. Porque en este tipo de relatos no alcanza con contar bien el cuento, la historia "debe" trasmitir emociones para ser efectiva. Y así sucede, porque todos están correctos en la película, que se desarrolla con ritmo y gracia más allá de las convenciones narrativas. Al viaje se le agregan las dificultades idiomáticas y culturales que el argentino transita en el país oriental. Las pequeñas dimensiones del cuarto de hotel, los tiempos lentos que el hombre de campo dedica a comer y meditar, y las salidas por la ciudad de una pareja de adolescentes a la que debe acompañar. Obstáculos que el rabino debe afrontar para conseguir su objetivo. Todo en Shalom Taiwan funciona muy bien, ritmo, humor y buenas actuaciones a las que se le suma el buen trabajo de los rubros técnicos en una comedia amena y reflexiva.
Las consecuencias del abuso Pareciera que la cinematografía de François Ozon se divide en films que profundizan en el lado oscuro de la psicología humana, tales como Joven y Bella (Jeune et Jolie, 2013) y Amante doble (L'amant doublé, 2017), cargados de esquizofrenia y sexo; mientras otros, son basados en las víctimas de aberrantes hechos históricos como Frantz (2016). En esta segunda línea se encuentra Por gracia de Dios (Grâce à Dieu, 2018). El prolífico cineasta galo regresa con un tema polémico: la pedofilia en la Iglesia Católica. Basándose en hechos reales, el caso del padre Bernard Preynat de la Diócesis de Lyon, actualmente en los tribunales franceses por abusar de 70 niños, este film busca indagar en las consecuencias de dicho delito en la vida adulta de tres hombres de diferentes clases y condiciones sociales. La narración clásica nos introduce en tiempo y espacio. Descubrir el humanismo detrás de los sobrevivientes de un caso de abuso sexual propiciado por un cura en los años 70 y 80 que fue minimizado por la jerarquía eclesiástica será el fin. Ozon divide su relato en tres personajes, yendo de menor a mayor. La primera parte corresponde a Alexandre (Melvil Poupaud) un devoto padre de familia que aún cree en Dios y asiste a misa, que se anima de contar que fue abusado por el sacerdote Bernard Preynat en sus tiempos de Boy Scoutt. Primero recurre a los altos mandos de la Iglesia sin obtener la respuesta pretendida. Su caso prescribió porque sucedió hace más de 40 años. En una segunda parte vemos el caso de François (Denis Ménochet), ateo y sin hijos que, si bien primero no quiere rememorar el doloroso pasado, cuenta con el apoyo de sus padres y la fuerza para enfrentar al padre y salir en los medios de ser necesario. Finalmente el traumado Emmanuel (Swann Arlaud), con problemas para recomponer su vida desde los hechos que dejaron marca en él, quien no cuenta con los medios económicos ni el apoyo afectivo para hacer frente al juicio pero será la asociación La Parole libérée, -en la que se agruparon las víctimas-, la que fortalecerá la demanda. Un Ozon menos agresivo que en otros films, busca poner el tema sobre la mesa por delante de su autoría. Describe el dolor de las víctimas y el poder de la religión católica que puede convertirse en monstruoso mediante el encubrimiento de estos actos. La estructura dramática funciona como una olla a presión, elevando la tensión con el correr de los minutos y los casos. El drama adquiere la forma de un thriller: Cuando parece que el asunto llega a su fin se disuelve otra vez, llevando a sus víctimas a renovar las fuerzas para seguir luchando. No de forma individual sino colectiva para hacer efectivo el reclamo ante la justicia. Hay una intención del film de desprenderse del hecho concreto y reflexionar sobre los daños emocionales que puede causar el abuso sexual en las personas. Mayor aún si viene acompañado de un abuso de poder, a través de la figura de un sacerdote. La película se presenta humana desandando cada caso, las vidas privadas de cada personaje y los conflictos suscitados. Los personajes no son retratados esquemáticamente -ni el padre es criminalizado ni los abusados son débiles-, hay un trabajo desde los matices que fortalece el film, y evita minimizar el conflicto a un individuo. La posta cae en el accionar de la Iglesia Católica en general. En ese momento, el film concluye pero con la tranquilidad de haber tirado de la punta del ovillo para adentrarnos en algo mayor.