Hechicería para principiantes Los últimos productos del tándem Walt Disney Pictures/ Jerry Bruckheimer Films habían resultado bastante pasables considerando el trágico historial de los involucrados, tanto compartido como en soledad: El Príncipe de Persia: Las Arenas del Tiempo (Prince of Persia: The Sands of Time, 2010) fue una aventura sumamente amable de espíritu retro y Fuerza G (G-Force, 2009) representó una ridiculez de tal magnitud que terminaba cayendo simpática. Guste o no, la racha se corta en este momento con la rutinaria El Aprendiz de Brujo (The Sorcerer''s Apprentice, 2010), otra típica amalgama pop sin corazón ni cordura. Aparentemente el plan original de Nicolas Cage pasaba por aggiornar el famoso episodio del mismo título de Fantasía (Fantasia, 1940) para adaptarlo en un largometraje. Con este fin los muchachos de Hollywood contrataron a un pelotón de guionistas y al paparulo de Jon Turteltaub, quien ha demostrado poco y nada en una carrera que supera los veinte años: si Mientras Dormías (While You Were Sleeping, 1995), Fenómeno (Phenomenon, 1996) e Instinto (Instinct, 1999) ya lo pintaban como un experto en la ciencia de los pasos en falso, mejor no extenderse demasiado en su fatídica reconversión hacia el cine de aventuras ATP. En esta oportunidad el director de La Leyenda del Tesoro Perdido (National Treasure, 2004) y La Leyenda del Tesoro Perdido: El Libro de los Secretos (National Treasure: Book of Secrets, 2007) repite la consabida fórmula mainstream que incluye una trama previsible, apuntes cómicos de poco vuelo y un enorme aluvión de CGI, verdaderos garantes de la fastuosidad del espectáculo. Que nadie se sorprenda si llegamos a idénticas conclusiones: para los adolescentes posee una concepción muy aniñada y a los adultos desprevenidos en un primer instante les hará recordar su infancia, luego se volverá cada vez más insufrible. Más allá de las referencias cinéfilas con las que está condimentado el relato y la presencia de alguna que otra escena mínimamente hilarante, la pobreza de ideas y el cúmulo de clichés empantanan la narración y llegando el desenlace la dejan en estado terminal. A pesar de ello vale aclarar que una película de estas características no puede ser del todo mala si tiene al chiflado de Nicolas Cage enseñando hechicería, a Alfred Molina como un villano obsesivo y a la hermosísima Monica Bellucci atrapada en una mamushka junto a una bruja que pretende destruir al mundo. Pero en realidad ni la magia nos salva del tedio…
James Mangold es un realizador heterogéneo que sin nunca sobresalir demasiado por lo menos acepta sus limitaciones y acostumbra entregar propuestas humildes basadas casi exclusivamente en la labor de los protagonistas de turno. Encuentro Explosivo (Knight and Day, 2010) es una de sus películas más flojas, un rip-off de Mentiras verdaderas (True Lies, 1994) que no termina de convencer al mezclar a lo bestia el drama de espionaje, la comedia romántica y la súper acción de tono inverosímil; haciendo agua en todas las vertientes. La química entre Tom Cruise y Cameron Diaz resulta funcional pero la indecisión del film le juega muy en contra…
Adiós, irreverencia, adiós Si tuviésemos que poner un ejemplo de cierta mediocridad cinematográfica que de vez en cuando arrastra su medianía por sobre nuestras queridas pantallas, la insulsa Shrek para siempre (Shrek Forever After, 2010) nos caería como anillo al dedo. Ya no podemos más que confirmar que DreamWorks se quedó sin imaginación, entró en piloto automático y/ o simplemente decidió abandonar la lucha por la supremacía en el mercado internacional de la animación infantil: el supuesto final de la franquicia apenas si despierta un par de sonrisas con una premisa muy deudora de ¡Qué bello es vivir! (It''s a Wonderful Life, 1946). Quizás pocos lo recuerden pero las peripecias del ogro más famoso comenzaron en 2001 con un film sumamente interesante que combinaba comedia directa, tono satírico y múltiples referencias a los cuentos de hadas y la literatura para niños. Su primera secuela del 2004 aplicó con destreza la doctrina hollywoodense por antonomasia: maximización general en cuanto a escenas de acción y personajes más alguna que otra vuelta de tuerca narrativa. Considerando estas dos piedras angulares de la década nadie se esperaba ese traspié mayúsculo que fue la desapasionada y fofa Shrek Tercero (Shrek the Third, 2007). Ahora nos venimos a enterar que aquello no fue un accidente aislado sino un verdadero motivo de alerta: cuando en una saga llega el momento de reflotar el viejo latiguillo de “qué pasaría si…”, estamos ante la inminente desaparición del acompañamiento popular debido a la falta de ideas, el humor cada vez más esquemático y la tendencia a desaprovechar las distintas vertientes que el mismo relato propone. Todo esto acontece en Shrek para siempre de una forma bastante peculiar ya que a pesar de la pérdida casi completa del encanto original los protagonistas aún hoy conservan algo de vitalidad y podrían haberse lucido. Más allá de la nulidad del realizador Mike Mitchell y los guionistas Josh Klausner y Darren Lemke, un puñado de marionetas incompetentes al servicio del estudio, lo que más molesta es el carácter impersonal del convite, como si una trama predecible y un villano sin energía indicaran que la edad del público a captar bajó significativamente (o tal vez el coeficiente intelectual de los espectadores, vaya uno a saber…). Este Shrek en plena crisis de los cuarenta no convence y para colmo los mejores chistes estaban “resumidos” en el trailer. Las brujas bailan al ritmo de Sure Shot de los Beastie Boys pero la irreverencia se agotó…
Dubitaciones de la adolescencia sobrenatural Bueno, lo que tanto se aguardaba finalmente sucedió: hacía falta la presencia de un verdadero especialista en el terror como David Slade para que la saga Crepúsculo levantara su nivel artístico general. Más allá del talento del realizador de Hard Candy (2005) y 30 Días de Noche (30 Days of Night, 2007), igual de incuestionable resulta la incompetencia de sus predecesores Catherine Hardwicke y Chris Weitz, dos pobres almas que no supieron aprovechar el género ni mucho menos la dinámica de los relatos melosos de corazoncito sobrenatural. Slade viene a corregir lo anterior, acelera con inteligencia el tempo narrativo y de paso entrega a los “adultos” un producto ameno que cumple dentro de sus parámetros. Ya la vacuidad de Crepúsculo (Twilight, 2008) y los histeriqueos de Luna Nueva (The Twilight Saga: New Moon, 2009) quedaron en el pasado, ahora es momento de redondear las características de los personajes, subir el tono de los intercambios y ofrecer alguna que otra definición sentimental: así es cómo Bella Swan (Kristen Stewart), Edward Cullen (Robert Pattinson) y Jacob Black (Taylor Lautner) regresan con diálogos sintéticos, una generosa dosis de acción, los rostros pálidos de siempre, chispazos esporádicos de humor y formulaciones más concretas en lo referido al malambo psicológico que paulatinamente se ha forjado entre los protagonistas de este triángulo “ser humano- vampiro- hombre lobo”. Por supuesto que nos encontramos con la vuelta de la malvada Victoria (Bryce Dallas Howard toma la posta de Rachelle Lefevre), aunque en esta ocasión los hilos de la amenaza están mucho mejor administrados a través de la proximidad de un ejército de vampiros “recién nacidos”, la misteriosa actitud de los Volturi, los continuos roces con los licántropos y hasta una inesperada seguidilla de flashbacks que ilustran tanto las desdichas individuales de los involucrados como sus estrategias de defensa y los orígenes de esta animadversión a flor de piel. El director controla la tendencia al melodrama rosa del guión de Melissa Rosenberg bifurcando la historia y garantizando la complementación recíproca. A esta altura sólo queda repartir culpas y sincerarnos en nuestras apreciaciones: los fans estarán encantados con la mejor película por lejos de la franquicia, a la crítica idiota que recomienda basura arty le parecerá otra más, los hombres no la pasarán tan mal y el resto simplemente disfrutará de un combo heterogéneo que hoy sí suma elementos para satisfacer a todos; no obstante las señoritas de corta edad siguen representando el objetivo principal del convite y está bien que así sea. A pesar de su poco vuelo conceptual y los titubeos de su elenco, aquí algo atenuados, Eclipse (The Twilight Saga: Eclipse, 2010) es el film perfecto para las quinceañeras que deambulan perdidas entre un sinfín de dubitaciones adolescentes.
Todos aquellos que esperen de La Carretera (The Road, 2009) una suerte de western apocalíptico saldrán sumamente defraudados de la sala: más bien estamos ante un drama humanista que por ambientación se acerca a los relatos más amargos de postguerra. Muy lejos de la parafernalia hollywoodense aunque recuperando todos los lugares comunes del formato, la película apenas si propone un viaje mínimo de supervivencia que demarca la delgada línea que separa a la fuerza vital del colapso psicológico. La gran actuación de Viggo Mortensen compensa los tropiezos de Kodi Smit-McPhee y le da sentido a un film bastante lánguido que en manos de un equipo creativo más talentoso podría haber sido extraordinario…
Esta paupérrima remake de la recordada Karate Kid (1984) intenta con desesperación combinar la estructura de la original con la ambientación de la primera secuela, fallando indefectiblemente en ambos casos: bajar la edad del protagonista convierte a la trama en una ridiculez total (hasta incluyeron un interés romántico para el chico de doce años) y como si fuera poco el realizador Harald Zwart abusa de las tomas turísticas de Beijing (no hacía falta remarcar cada cinco minutos que esto es una coproducción). Ni Jaden Smith ni Jackie Chan son convincentes en sus actuaciones, limitados por un guión anodino cuyos únicos momentos pasables calcan al detalle las vicisitudes del clásico ochentoso. De hecho, aquella maravillosa química entre Pat Morita y Ralph Macchio sobrepasa por lejos todo lo aquí logrado…
Mercenarios del honor Explicitemos una de las grandes verdades de la historia de la televisión estadounidense: Brigada A (The A-Team) fue la serie más violenta, sexista, enajenada y endiabladamente entretenida de los años ’80, lo que es mucho decir si recordamos los productos que circulaban por aquella década. La tira era tan estructurada, adictiva y poco verosímil que donde sea que se emitía de inmediato acaparaba la atención de los espectadores masculinos y las críticas de las pobres mujeres, quienes atacaban al show enarbolando esos mismos estereotipos pero al revés (por supuesto que en este último bando incluimos a los intelectualoides más patéticos de la prensa). Tanta testosterona y demencia entregaba la propuesta que uno no podía más que maravillarse ante la “justicia” de estos mercenarios. Luego de varias idas y vueltas, hoy por fin llega la adaptación cinematográfica nada más ni nada menos que bajo el control de Joe Carnahan, quien aunque continúa lejos del nivel de Narc: calles peligrosas (Narc, 2002) sabe dejar en el pasado aquel desatino intitulado La última carta (Smokin'' Aces, 2006). Si consideramos que la creación de Stephen J. Cannell y Frank Lupo se mantuvo en el aire a lo largo de cinco temporadas y 97 episodios, trasmitidos por primera vez entre 1983 y 1987, no hace falta agregar demasiado en lo respecta al desarrollo de personajes: George Peppard interpretando a “Hannibal” Smith, Mr. T como el tremendo B.A. Baracus, Dwight Schultz componiendo a Murdock y Dirk Benedict como Face cimentaron figuras que se convirtieron en íconos de la cultura popular. Precisamente debido a que gran parte del ADN contemporáneo ya estaba inscripto en aquella producción de la NBC, el Hollywood de nuestros días no tropieza con mayores obstáculos en pos de reformular las aventuras de este comando de veteranos de Irak (ayer del conflicto de Vietnam) que son encarcelados “por un crimen que no cometieron”. Al escapar del presidio se ven obligados a romper unas cuantas cabezas en el arduo derrotero para limpiar su nombre: aquí el realizador evita sucumbir a la moda de las “precuelas” y decide narrar el primer encuentro de los muchachotes durante la escena inicial de créditos, a posteriori entramos en el trajín que todos conocemos. El guión se pasea por la acción más estrambótica, el humor irónico, la abundancia de bellezas y ese viejo encanto caricaturesco. Quizás al combo se la va un poco la mano en el terreno de los CGI, los cuales son tan desquiciados e irregulares como las secuencias a las que dan sentido y auténtica motivación: en especial se destacan la que transcurre en el puerto y la del tanque, un fastuoso monumento a la desproporción norteamericana. En este caso la dinámica entre los protagonistas está bastante bien lograda: Liam Neeson se lleva las palmas como el Coronel y Bradley Cooper avanza detrás poniéndole el cuerpo a Peck; Quinton “Rampage” Jackson y Sharlto Copley hacen lo propio con Baracus y Murdock respectivamente. Más allá de que nunca estarán a la altura del elenco original, los señores construyen caracterizaciones adecuadas según las circunstancias y así consiguen transmitir un cierto “espíritu de grupo”. Sin lugar a dudas caerán algunas lágrimas cuando vuelva a verse la clásica camioneta GMC negra y a escucharse la inolvidable cortina musical de Mike Post y Pete Carpenter, dos de las marcas registradas de la serie que regresan a pura nostalgia (sumemos también los simpáticos cameos de Schultz y Benedict, Mr. T no quiso participar). La película sorprende colocando a la simple codicia como el motor principal del relato, factor siempre a tener en cuenta cuando se desea eludir al “terrorismo”. Con las intervenciones de Patrick Wilson, Brian Bloom y la muy hermosa Jessica Biel, nuevamente las muertes son mínimas y el honor se nos presenta como un código de lealtad individual encauzada hacia el altruismo desinteresado: la irremediable violencia masculina viene acompañada de un buen corazón.
La heterogeneidad de un país en ebullición Resulta innegable que de un tiempo a esta parte el cine europeo no está ofreciendo películas interesantes ni mucho menos productos con algún merito que puedan llegar a tener éxito en mercados que no sean los locales. Lejos de las cúspides estilísticas de décadas anteriores, el viejo continente parece resignado a correr por detrás de la industria estadounidense y sólo de vez en cuando se decide a poner toda la carne al asador para competir en géneros hegemonizados por Hollywood. Debido a esta circunstancia llama la atención el estreno en Argentina de Flame y Citrón (Flammen & Citronen, 2008), una prodigiosa anomalía que inesperadamente se ubica entre lo mejor del año. Hablamos de un thriller bélico con una fuerte impronta dramática que por momentos recuerda a El Soldado de Orange (Soldaat van Oranje, 1977) y Black Book (Zwartboek, 2006), las obras maestras de Paul Verhoeven. La historia aquí planteada se basa en hechos verídicos acontecidos en Dinamarca durante la invasión nazi de la Segunda Guerra Mundial. Corre el año 1944 en una Copenhague férreamente controlada por las tropas germanas, Bent Faurschou-Hviid (Thure Lindhardt) y Jørgen Haagen Schmith (Mads Mikkelsen) cumplen tareas en la peculiar resistencia danesa asesinando a distintos miembros del gobierno colaboracionista. Siempre al mando de Aksel Winther (Peter Mygind), quien a su vez responde a la cúpula británica, casi de inmediato ambos se convierten en una suerte de “héroes” entre los partisanos luego de varias operaciones de alto perfil. La situación comienza a complicarse cuando reciben la orden de eliminar a tres alemanes: hasta ese instante la ejecución de nazis estaba vedada en términos generales por temor a las represalias, así terminan aceptando el encargo pero todo sale mal. El realizador Ole Christian Madsen construye con inteligencia un relato exaltado en donde el doble discurso y la paranoia conspirativa juegan un papel fundamental tensando los hilos que unen al dúo protagónico con el resto de los personajes. Las tribulaciones se superponen a medida que la intriga va abriendo posibles atajos o quizás callejones sin salida: mientras que los dos esperan con ansiedad el visto bueno para ajusticiar a Karl-Heinz Hoffmann (Christian Berkel), el jefe de la Gestapo, Bent traba relación con la hermosa Ketty Selmer (Stine Stengade), un correo de la resistencia, y Jørgen trata de recuperar a su familia, a la que fue perdiendo por sus reiteradas ausencias. Un pulso clasicista de espionaje a la film noir recorre de punta a punta el guión de Lars K. Andersen y el propio director, como si la estética barroca de los ’50 colisionase con el realismo tortuoso de nuestra cotidianeidad. Sin lugar a dudas el desempeño del elenco es otro de los factores que merecen destacarse en una propuesta muy enérgica que se arriesga muchísimo al combinar un desarrollo de índole testimonial en verdad impecable y una estructura de suspenso sustentado en vueltas de tuerca y generosas secuencias de acción. Sin desmerecer el gran aporte de sus colegas, las exploraciones de los taciturnos Mads Mikkelsen y Thure Lindhardt profundizan y hasta en ocasiones sobrepasan la amplitud concedida por la trama para con sus respectivos roles. Lamentablemente hacía bastante tiempo que no nos encontrábamos con interpretaciones tan rigurosas y en sintonía con las necesidades narrativas del conjunto: como antecedentes cercanos señalemos que Mikkelsen hizo del antológico Le Chiffre en Casino Royale (2006) y a Lindhardt lo pudimos ver en Hacia rutas salvajes (Into the Wild, 2007) de Sean Penn. Amparado en la fotografía de Jørgen Johansson y el montaje de Søren B. Ebbe, Madsen consigue angustiar al espectador con las paradojas de un retrato amargo que no celebra ni condena el accionar de los protagonistas, cuyos nombres de guerra son precisamente aquellos del título (“flammen” es “llama” en danés y se refiere al cabello rojizo de Bent, Jørgen por su parte trabajó en la fábrica de Citroën en Copenhague y en un principio sólo fue chofer). Más allá de los atropellos psicóticos de los nazis, cada una de las misiones de esta resistencia poco resplandeciente pone en cuestión la competencia de los superiores, el margen de maniobra en el contexto de una invasión y las fronteras morales de todos los involucrados. Ya sea que luchen por su carrera, una ideología o el simple odio al enemigo, estos “soldados sin frente” no pueden ganarle a la heterogeneidad de un país en ebullición.
Como se preveía por el tono de la segunda parte, aquí el equipo de Pixar profundiza la perspectiva melancólica y el ataque contra la cultura de la obsolescencia. Una pequeña dosis de la chispa de la original desapareció pero aún así el rendimiento de Toy Story 3 (2010) continúa siendo muy positivo. Sólo la secuencia de acción apocalíptica en el basurero y el esplendoroso desenlace valen de por sí el precio de la entrada. Por cierto no es imprescindible pagar el 3D, para variar por fin podemos elegir disfrutarla con subtítulos. El homenaje a Mi vecino Totoro (Tonari no Totoro, 1988) de Hayao Miyazaki es otro detalle encantador…
Escafandras y narcos Aunque en términos prácticos los comics están muertos desde hace más de tres décadas, las adaptaciones cinematográficas gozan de buena salud y son muy redituables en taquilla. Precisamente debido a la enorme popularidad de antaño, gran parte del público conoce a muchos personajes míticos del ámbito sin nunca haber leído ni siquiera un ejemplar (los componentes anacrónicos de las obras no descalifican la mirada cariñosa que despiertan la estética, algunos rasgos de la ideología y en especial los diversos íconos de las historietas). La poco imaginativa Kick-Ass (2010) reúne un par de factores que ilustran lo anterior y de paso confirman el estancamiento de la comedia mainstream: se basa en un comic reciente de Mark Millar y John Romita que a su vez parodiaba ciertos motivos clásicos del género, sobre todo la ausencia de “súper poderes” en algunos vigilantes antológicos como el Batman de Bob Kane y Bill Finger. Aquí la industria desperdicia la oportunidad de meditar acerca de la cultura urbana estadounidense y en cambio entrega otro pastiche mal digerido. Ya lo vimos mil veces: un adolescente burgués se aburre en su cómoda casita porque no tiene ni una sola actividad extracurricular (sus amigos no pasan de dos, a la salida del colegio siempre le roban el dinero y lo peor es que todavía no tuvo sexo). Imitando a sus ídolos gráficos decide calzarse una escafandra verde y empezar a patrullar las calles, sin el entrenamiento necesario o una mínima causa por la que luchar. Si no fuera por estos detalles estaríamos ante un nuevo bodrio sólo apto para los diletantes del onanismo eterno. Así es como nuestro protagonista Dave Lizewski (Aaron Johnson) pronto se hace conocido bajo el seudónimo de Kick-Ass y en una noche agitada se topa con Big Daddy (Nicolas Cage) y su pequeña pero aguerrida hija Hit-Girl (Chloe Moretz). El guión se pasea por un montón de estereotipos del cine “políticamente incorrecto” sin brillar en ninguno y para colmo no se decide cuál dirección profundizar, si la senda del superhéroe malogrado o el retrato de sus enemigos, con el cruel traficante Frank D''Amico (Mark Strong) a la cabeza. El tono jamás llega a la comedia negra sino que más bien se queda en una sátira bastante deslucida, de esas que pretenden “impactar” con una violencia hoy vetusta y la infaltable colección de insultos. El panorama se aclara cuando nos percatamos que el realizador no es otro que el inglés Matthew Vaughn, responsable de la desastrosa Stardust (2007). Aquí demuestra una vez más que le cuesta muchísimo trabajar los aspectos formales y/o estructurar una narración sólida sin el recurso de las citas múltiples o el robo liso y llano. Si además sumamos que la música y la edición son increíblemente desprolijas, el margen de placer cinéfilo se reduce aún más. A pesar de ello y en función de la incompetencia del esposo de Claudia Schiffer y el equipo creativo en general, un elenco librado a su suerte constituye lo mejor de la película: Cage continúa tan enajenado como siempre, Strong le esquiva a la repetición, Johnson hace querible a Kick-Ass y Moretz termina llevándose las palmas. Torpezas aparte, el film se mueve en una medianía de la que nunca consigue salir.