Una muestra de lo que pudo llegar a ser El director abre dos líneas en el territorio del cine de géneros: la comedia romántica y el policial clásico. Pero el guión adolece de ese concepto de enmascaramiento, de sutileza que hubiese ayudado a un final más ordenado. En la misma semana dos jóvenes realizadores que alguna vez transitaron por los espacios del cine independiente, hoy, con diferencia de una semana, presentaron sus últimos films. Ambos ya conectados al llamado del cine industrial. Y es que tanto Daniel Burman, otrora autor de "El abrazo partido", entre otras y Alejandro Montiel con "Las hermanas L", han marcado un viraje en su manera de posicionarse frente a la manera de hacer cine, de proyectarse en esta actividad, de ubicarse en los circuitos del propio mercado. Podemos ver, entonces, que ya un film como "La suerte en tus manos" del propio Daniel Burman no sólo es una comedia (lo que podría haber sido todo un hallazgo), sino que la misma descansa en aquellos resortes que hoy convocan desde lo extra cinematográfico, como se pueden pensar ciertos espacios turísticos, la ambientación en una muy exitosa plaza de juegos de azar de nuestra ciudad, que fue igualada a un sector de Las Vegas cuando su inauguración y el retorno al escenario de un muy aplaudido grupo musical para los que hoy orillan los cuarenta. Igualmente, el film de Alejandro Montiel, quien declara de manera sincera su pasaje al cine de géneros, maneja numerosas concesiones...(lamentamos, sí) como incluir un videoclip para dar lucimiento a un tema interpretado por el propio Diego Torres, principal actor del film (otra concesión), quien en esta historia compone a un músico más ligado a la llamada música clásica, académica, que a la que le propone su compañera, más afín a la de los gustos de los jóvenes de hoy. En "Extraños en la noche", título que nos remite a aquel tema musical que silbaron y cantaron tantos intérpretes, desde que Frank Sinatra la presentó en el 66, Alejandro Montiel abre dos líneas en el territorio del cine de géneros: la comedia romántica y el policial clásico. Y en ambos casos lo hace dejando en claro que hay una mirada hacia ciertos momentos de la tradición de ambos (lo cual es todo un mérito); pero el film, en su visión integral, es un muestrario más de lo que pudo llegar a ser; están allí las piezas y los elementos aislados; pero no la estrategia de una combinatoria, la interacción de los mismos. En la vida de Martín y Sol, esta pareja en la que la música obra como puente a pesar de las formaciones y preferencias diferentes, hay salidas nocturnas que están ligadas a contratos ocasionales, como el actuar para eventos, situación primera, que le permitirá ya, al espectador ingresar a un primer momento del conflicto a partir de la figura de un objeto, un par de zapatos, lo que conducirá, al vecino de piso de arriba, a una carta escrita en cursiva que el espectador leerá de manera fugaz, a ciertos retratos?íconos; y ya fuera del edificio en el que habitan, al ambiente en el cual ellos ahora actúan, lo que le permitirá a su director volver sobre otro guiño cinematográfico: "Los Fabulosos Baker Boys". El guión del cine clásico, es cierto que comunmente se asienta sobre elementos reconocibles y recurrentes en su escritura más tradicional. Pero ya desde los umbrales, "Extraños en la noche", en lo que hace a la vida de pareja (el intento de comprobación del posible embarazo desde el minuto uno, hasta lo que ocurre en el piso de arriba, en relación con la verdadera identidad de su habitante); el enigma del relato se va diluyendo ya en el primer tramo del film. Y a pesar de que está declaradamente manifiesto que hay un cierto parentesco entre la trama de lo que aquí ocurre con el film de Woody Allen "Misterioso Asesinato en Manhattan", en lo que se refiere a cómo esos dos vecinos desde una sospecha comienzan a investigar, el film de Alejandro Montiel, igualmente coguionista junto a otros dos, adolece de ese concepto de suspense, de enmascaramiento, de sutileza; que hubiese evitado, como tiene que darse en el más tradicional de los mas canónicos de los policiales clásicos toda la ordenada explicación de todos los hechos al final de la historia. Una apresurada, tranquilizadora y racional exposición de cómo fueron los hechos que sí pueden volver a ser escuchados con sumo placer, con deleite, en boca de Hércules Poirot o Miss Marple; o del mismo Sherlock Holmes. Pero no en este film. Ya todo estaba dicho. Incluso, ya, desde el afiche. Si bien "Extraños en la noche", desde la perspectiva del policial no logra mirarse en el espejo de la tradición del género, a pesar de que el director nos regale una escena de un film del mismo ya sobre el final; no obstante, hay un trabajo de puesta en escena, en lo que hace a la iluminación y a la delimitación de los espacios ambientales que merece destacarse. En relación con la banda sonora, además de esa búsqueda deliberada por subrayar los efectos de género, sí tener en cuenta los registros diferentes para el tema principal, como si operaran conforme la progresión de emoción, situaciones, estados de ánimos de sus personajes. Pero son sólo estos aciertos parciales para un guión que no tuvo en cuenta a un espectador más receptivo. Y que sí estuvo más atento a ese epílogo que más allá del desenlace policial nos vuelve a conectar con un estereotipado happy end, que se suma a otros tantos lugares comunes del film; para que volvamos a escuchar aquella canción que antes Diego Torres, había ya anunciado en un desarticulado y edulcorado videoclip.
En una incierta frontera con la locura Con guión y dirección de Alejandro Chomski, la película se adentra en un género poco transitado del cine argentino: el fantástico. La perfecta arquitectura del libro original resuelve circularmente el ir y venir de subjetividades. Como en la mayor parte de los films argentinos que no responden a una ya elaborada estrategia de mercado, el estreno de los mismos no sólo se ve postergado en el mejor de los casos; sino, como ocurre con este film, condicionado a su presentación en festivales internacionales y premios obtenidos en los mismos. El espectador que decida ver Dormir al sol, una de las pocas y atípicas incursiones de nuestro cine en el territorio del fantástico, podrá comprobar que antes de los credits se pasa revista a las menciones y lauros obtenidos en el exterior. Autor por igual del guión y de la dirección, Alejandro Chomski ya había, a principios de los 90, realizado un cortometraje sobre uno de los cuentos del autor del autor de Dormir al sol, Adolfo Bioy Casares; quien, por otra parte, ha merecido hasta el presente versiones en el cine de algunas de sus obras, tanto en nuestro país, como en otras latitudes. Merece recordarse, en un momento en el que el cine argentino estaba marcado por un sello de censura, limitado a ciertos temas, que el primer film que lleva a Leopoldo Torre Nilsson a ubicarse detrás de la cámara, en carácter de co?realizador junto a su padre, todo un nombre ya, Leopoldo Torre Ríos, fue El crimen de Oribe, basado en la nouvelle de Bioy Casares El perjurio de la nieve, dada a conocer a principios de los 40. Escrito el guión junto a Arturo Cerretani, e interpretado por Roberto Escalada, Carlos Thompson, María Concepción César, entre otros, el film fue finalmente estrenado en abril de 1950 y se considera una obra de bisagra en la historia del cine latinoamericano. Y será el mismo Nilsson quien en 1975, ahora con la colaboración en el guión de Luis Pico Estrada lleve a la pantalla Diario de la guerra del cerdo, film que en este momento es objeto de una remake. A sesenta años de aquella primera presencia de la literatura de Adolfo Bioy Casares en el cine, y ciertamente en sus escritos la imaginería cinematográfica nos sale en numerosas oportunidades al cruce, llega este film que ya desde el inicio nos ubica frente a un mapa de imágenes de radiografías que nos proponen un recorrido por el interior de nuestra anatomía y al mismo tiempo por un periplo que tiene como escenario el enigmático diseño arquitectónico de Parque Chas, donde los barrios no tienen esquinas. Espacio geometrizado que nos es presentado desde una mirada descendente como la que nos propone esta historia en la que sus personajes descenderán a un juego simétrico de mutaciones que se libran entre el espacio de la llamada normalidad y la locura. En el prólogo de esta novela, publicada en 1973, Bioy Casares expresa la alegría que le significó escribir esta obra y comienza su texto manifestando "Alguna vez dije que si los libros fueran casas, me gustaría irme a vivir a Dormir al sol. Tal vez sea el libro que me representa de un modo más auténtico, porque está desprovisto de tragedia o, más precisamente, de dolor. Yo tengo una inteligencia pesimista, pero soy una persona de temperamento optimista. Tanto La invención de Morel como El sueño de los héroes son historias donde la muerte está presente; en Dormir al sol, en cambio, puede sentirse el gusto por la vida". Estimo, pues, que para poder entrar en sintonía con las palabras de Bioy Casares debemos aceptar ese pacto que creo, parcialmente, el film logra. Ese pacto, ese acuerdo con el que va construyendo una lógica que si bien parte de consideraciones científicas, poco a poco, va abriendo las puertas de lo fantástico; mediante algunas situaciones que apuntan a develar mecanismos de extrañamiento, que abren a episodios que nos permiten reconocer bosquejos kafkianos, en las que el tiempo, juega como un sin tiempo; en este relato en el que su personaje, Lucio Bordenave, interpretado por un destacado Luis Machín, tiene como oficio el de relojero. Como en gran parte de los relatos de este orden, algo de lo ajeno y de lo anómalo comienza a poner en crisis un determinado orden. En el ámbito familiar de Lucio y Delia (aquí los nombres propios mirarán luego hacia el territorio del doble) se comienza a insinuar una fisura, muestra otras. Y esto da ingreso a un estatuto científico marcado por conductas manipulatorias. Entre el espacio del hogar y el Instituto Psiquiátrico, el texto de Bioy Casares y el film de Alejandro Chomski abren un recorrido marcado por un ir y venir de subjetividades que se resuelven circularmente en el orden del relato; subrayados en el film por la voz de Elvira Ríos interpretando el bolero Mi carta. Esa carta confesional que da cuenta de lo acontecido, que intentará exponer qué ha ocurrido, desenmascarar a esos actuales habitantes, acercar a los nuevos solitarios que ahora deambulan separados. En su acercamiento al fantástico y a la escritura de Bioy Casares, con Dormir al sol su guionista y director, como parte del elenco, logran una digna transposición en un género que no cuenta, por cierto con una tradición en nuestro cine. En 1968?1969 Jorge Luis Borges y Bioy Casares escribieron el libro cinematográfico de Invasión, llevado al cine por Hugo Santiago, hoy un film de culto, motivo de publicaciones y cinco años después, para el mismo director, radicado ya en Francia, Les Autres. Crítico de cine en la revista "El Espectador", cinéfilo, amante de los westerns, admirador de Stan Laurel y Oliver Hardy, Buster Keaton, Ernst Lubitsch, Alfred Hitchcock, Adolfo Bioy Casares declaró énfaticamente en una oportunidad: "Me gustaría esperar el fin del mundo en una sala de cine".
Una nominación contra la reflexión Aunque ternada como Mejor película en la ceremonia de los Oscar que aun se desarrollaba al cierre de esta edición, la obra no posee el sustento de anteriores films del realizador, como Billy Elliot, Las horas o la polémica El lector. Cuando el lector ya tenga este diario en sus manos, y ciertamente para muchos esto ocurrirá mucho antes, ya será de público conocimiento el resultado final de esta última entrega de los premios Oscars, en la que, aún no tengo claro, ni encuentro fundamento alguno, los motivos por los cuales un film como el que hoy comentamos ocupa un lugar en la categoría de los nominados a "Mejor película", junto a títulos como El artista de Michel Hazanavicius, Hugo de Martin Scorsese y Medianoche en París, entre otras. Y es que Tan fuerte y tan cerca lleva, en principio, la firma de un talentosísimo realizador inglés, todo un autor en sí, que a la edad de cincuenta años se sintió tentado por la gran industria, la que lo hoy lo recompensa, desde el sello Warner, ostentando la tradición de un emblema, ocupando un sitial en el lugar de las nominaciones. Pero no hablamos sólo de un viaje geográfico, sino de una distancia que se mide en término de un alejamiento que va perdiendo de vista, que va dejando de lado, a medida que avanza el film, aquellos lugares en los cuales cada espectador podía encontrar un lugar de reflexión, su propia pausa; ese renglón de duda, que no está marcado precisamente por un concepto convencional de intriga. Como lo había logrado admirablemente en films como Billy Elliot, Las horas y la tan polémica y abiertamente crítica El lector. Una fuerte marca de ese cine industrial, a la que seguramente su realizador no habrá podido oponerse, es la que define la pareja protagónica, para quien firma esta nota ya muy difícil de verlos en pantalla, integrado por los siempre oscarizados Tom Hanks y Sandra Bullock. Y por otra parte, volver sobre el escenario trágico del 11?S hubiera merecido alguna que otra reconsideración que lo alejara a este primer actor del episodio central y que colocara más ante el espectador, ante sus ojos, al hombre de todos los días, sin destacar esa estelarización, en tanto estamos ante un suceso que compete a lo colectivo. Pero ya lejos Daldry de aquellos relatos en los que un determinado pulso permitía que la tensión dramática se moviera abriendo fisuras, interrogando a la propia historia de lo que iba aconteciendo, arroja aquí, en Tan fuerte y tan cerca, desde una omnipresente voz en off, un film que se puede pensar como dos. Aquel que el sistema USA impone y el que el director trata de hacer fluir por otros carriles. De esta manera lo que compete al escenario familiar, a la relación de este niño, que experimenta un cierto autismo, con sus padres (particularmente con su padre), va en una dirección: el que marca el canon del estereotipado género, ya sea por repetición, flashbacks, subrayados musicales. Y por el otro, lo que se conecta con el misterioso inquilino, ya anciano, con quien ese niño pactará su desafiante aventura por las calles de Nueva York, permite reencontrarse con personajes que llevan a aquel realizador de films anteriores. A partir de la novela de J. Safran Foer, su guionista Eric Roth, a quien recordamos por su versión de Benjamin Button de Scott Fitzgerald, organiza una historia en la que, como en el admirado por este crítico film de Martin Scorsese, hay un juego pendular entre un móvil y un motivo: una llave y una cerradura; aunque en ambos casos operen en registros diferentes. En Hugo ligada a la figura de ese autómata cuya llave forjada en forma de corazón pondrá en movimiento el sueño de ese padre que ya no está, continuado ahora en el desvelado deambular del hijo; en el film de Stephen Daldry, una llave, guardada en un sobre escondido en un jarrón azul que lleva en sí una palabra, abre una puerta, una operatoria y un juego de sospechas para ese niño que recibe esto como mensaje cifrado de parte de su fallecido padre. En ambos films, la necesidad de recuperar una voz. Desde la orilla europea, Stephen Daldry debe haber convocado en esa búsqueda para que acompañe al niño por todas las calles de la gran ciudad, a este personaje que vive secretamente como inquilino al amparo de su abuela, a este anciano interpretado por el noble y veterano Max Von Sydow, quien lleva en sí, en el film, la dolorosa memoria del Holocausto. Privado del habla, atento a las inquietudes de su joven interlocutor, le responderá mediante palabras escritas. Tal vez este sea el capítulo más conmovedor del film: el que atañe, el que descubre y hace crecer este vínculo. El que lleva a que otros rostros se asomen detrás de tantas otras puertas hasta que el niño pueda llegar a un cierto lugar del mapa que se había trazado; en ese aprendizaje, fracturado, que no llega a ser ese melodrama sincero porque apela al golpe efectista, a la fórmula estereotipada. Y que pese a insistir con el motivo de una llave no permite abrir aspectos sobre la identidad, sobre la propias dudas del pequeño Oskar. El silencioso y veterano inquilino, Max Von Sydow, está nominado en el rubro, según la traducción, "Mejor actor de reparto". Me comenta la profesora Julieta de Zavalía que en el idioma inglés, en el original, esta categoría, "Best supporting actor", equivale a aquellos actores?actrices que, realmente, sostienen, funcionan como soporte, del principal o de algún otro en un pasaje relevante del film. O bien, acompañan de manera decisiva, fundamental.
Viaje hasta un tiempo fundacional Nominado a diez premios Oscar, el film demuestra cómo desde una fábula se pueden leer las marcas del presente y, en simultáneo, plantear la necesidad de reconocerse sobre el itinerario, la marcha, las huellas y los ecos de quienes nos precedieron. A seis días de la tan promocionada entrega de los premios Oscars, en la que The artist estará presente frente al gran jurado con sus diez nominaciones, y casi en un terreno de paridad junto a La invención de Hugo Cabret, otra sublime expresión que ofrece hoy el admirado Martin Scorsese, pareciera que nuestra experiencia más vivencial, en estos días, nos ha transportado, y nos invita a permanecer allí en un tiempo que va más allá del cronológico, a los mismos tiempos fundacionales del cine; llamado séptimo arte desde 1911, tras haber paseado su fantasmática y errante silueta por barracas y ferias, hasta lograr, ya entrada la primera década su asentamiento en espacios fijos, en lo que algunos historiadores han llamado las catedrales del siglo XX: las salas cinematográficas. No sólo como un ejercicio de nostalgia debemos, tal vez, comprender estos films. Por el contrario: en ambos, se mira hacia determinados momentos en los que se recupera ese eslabón que articula un juego de la memoria que pone en funcionamiento la necesidad de los grandes relatos. Tanto Scorsese, desde un tiempo histórico?social que se anima desde las fracturas, desde los rechazos y exclusiones, como Michel Hazanavicius, ahora, en The artist en la que ciertos imperativos empujan al olvido y a la marginación, parecen apuntar a plantear cómo desde una fábula se pueden leer las marcas de nuestro propio presente y al mismo tiempo sobre la necesidad de reconocernos sobre el itinerario, la marcha, las huellas, los ecos, de quienes nos precedieron. A la manera de algunos films de Woody Allen y de Tim Burton, el director de The artist ha lanzado su desafío de rodar en blanco y negro, apoyándose en los códigos del cine silente ?-el relato abre en 1927?- y opera como banda sonora una selección de temas musicales de aquellos años locos. Desde un formato de melodrama, que convoca a la aventura exótica, se sigue de cerca un juego de situaciones dentro y fuera del set de filmación en torno a ese primer actor, George Valentin, cuyo nombre cita a aquel latin lover, con afilado bigote a lo Douglas Fairkbans, que ya desde el primer momento despierta emociones y suspiros en la platea. Pero algo va a pasar de manera inminente. No será solamente la cercanía de esa joven admiradora que, poco a poco, irá marcando un lugar fundamental, decisivo, aún desde esa zona de silencio; sino, además, lo que implicará en la vida de este actor, George Valentin, la irrupción del sonoro. Creo que debemos hacer un paréntesis aquí para sugerirle al lector, en la medida de sus posibilidades que se acerque a ver, o revea, una de las obras más críticas sobre esa transición del cine silente al sonoro que es Sunset boulevard de Billy Wilder, conocida en nuestro medio como El ocaso de una vida. Y ver en paralelo las reacciones de nuestro George Valentin, con las de Norma Desmond, cuando proyecta para sí, en el interior de su morada, sus films del período silente. E igualmente, admirar, ahora, en clave de musical la siempre eternamente feliz Cantando bajo la lluvia, de Stanley Donen y Gene Kelly. Y es que en El artista, también, en un momento cúlmine, en un acto celebratorio, tanto el primer actor, quien siempre aún en los momentos más críticos y aún más pauperizados de su existencia cuenta con la ayuda de su chofer Cliford, como la primera actriz, la exitosa Peppy Miller, nos brindan un contagiante número de tip?tap, que se continúa más allá del "The End". Reconstruida desde un mosaico de citas, que van desde Orson Welles y continúan por el cine de King Vidor, Fritz Lang, Charles Chaplin, Murnau, con la breve participación de un actor de carácter, en el rol de un aspirante en las filas de los extras como es Malcolm McDowell, y de John Goodman, actor de los cinéfilos hermanos Coen, El artista nos reserva el punto máximo de tensión, el que se da en esa línea de tiempo entre la vida y la muerte, el que anima y escenifica el amor de Vértigo de Alfred Hitchcock, a través de la partitura de Bernard Herrmann, en un momento en el que el melodrama alcanza el ciego ojo de lo sublime, por las simuladas calles de San Francisco, a bordo de un automóvil, un seguimiento desde los dictados y mandatos del corazón. Si hay un personaje que merecemos citar, y que sin él no existiría tal relato, este es Uggie, un terrier que ya ha cumplido diez años. Y esperemos que en la noche de los Oscar sea no sólo un anónimo invitado, sino ese protagonista que, desde su velada participación y pocas veces reconocida, como la de tantos otros, hacen posible que ciertos hechos alcancen esa bienvenida resolución.
En busca de aquellos mágicos orígenes La vida de un jovencito muy imaginativo, escondido en una estación de trenes, que logra conmover los recuerdos y sensaciones más remotos de la niñez. Una melancólica y reparadora historia de amor en la París de los años '30. "¡Pasen señoras y señores, y vean...están invitados los niños, pasen ya!". Esta era una de las voces que a diario se escuchaba, cuentan las crónicas de época, en las puertas del Teatro Robert Houdini de París, ya sobre el final de la tarde, en los últimos años del siglo XIX, cuando aún todavía la Torre Eiffel no había encendido sus luces. En su interior, el mago, el ilusionista George Méliès, orquestaba hipnóticas pruebas de encantamiento con reflejos de espejos, luces de velas y telones negros. Y allí estaba el público, expectante, asombrado, reviviendo esa magia que les había sido propia a través de tantas noches pobladas de cuentos infantiles, de historias de hechicerías, de fantasmas, de niños embarcados en riesgosas aventuras, de viajes a los confines del mundo. Ya en el inicio de esta nueva década, a cien años del estreno de uno de los últimos films de George Méliès, La zapatilla prodigiosa, Martin Scorsese nos propone recuperar la capacidad de maravillarnos como aquel espectador de antaño, a través de una aventura que invita a que redescubramos a ese niño que nos habita, para que nos dejemos transportar a ese universo literario creado desde la pluma de Charles Dickens, Víctor Hugo y Julio Verne; para arribar desde la estación de trenes de Montparnasse, en el París de los años '30, a los pasadizos secretos de los sueños que pendulan en historias del pasado. El celebratorio film de Scorsese no oculta en más de un pasaje su exposición didáctica respecto de la figura de Geore Méliès, con el ánimo de que su film pase a ser considerado un legado generacional. La película se abre desde ese personaje huérfano llamado Hugo Cabret que habita de manera clandestina un espacio secreto de esa abarrotada y cósmica estación de trenes, atendiendo el funcionamiento de los relojes, poniéndoles en horas, moviéndose en una rutina de engranajes, divisando el mundo desde los cuadrantes, entrando y saliendo de allí mediante escapadas y artimañas, huyendo de las botas y silbatos de un violento guardia de estación. Y al mismo tiempo, tratando de cumplir y completar el sueño de su padre, siguiendo paso a paso su cuaderno de notas y diseños para dar vida al Autómata. Este es un personaje que parece asomar desde la silueta de Oliver Twist. Nuestro joven protagonista, de pantalones cortos, poco a poco, y desde diversas acciones marcadas en diferentes tonos, llegará a ese espacio que nos conecta con la galera y el universo de artificios y trucos de George Méliès, quien tras haber asistido a la primera función de los hermanos Lumiere, y de recibir una irónica respuesta sobre el futuro del cine, realizó cientos de films durante toda la primera década del siglo XX. Sobre el destino de esta saga, el film de Scorsese, ofrece al telespectador una meláncólica y reparadora historia de amor muy bien contada. Basado en la novela gráfica homónima de Brian Selznick, editado en el año 2007, el film del director Martin Scorsese escenifica su condición de cinéfilo desde un procedimiento tecnológico que hoy está particularmente extendido, el sistema 3?D. Ya, desde muchos meses antes del estreno, defendía su implementación en este film y recordaba el impacto que como espectador, a la edad de once años, había experimentado ante el estreno de Museo de Cera, de André del Toth, con ese gran ícono del género que es, fue y será Vincent Price. Ante el fallecimiento de éste, días después del rodaje de El Joven ManosTijera, de Tim Burton en el '90, Martin Scorsese contrató a uno de sus compañeros del género para interpretar al Sr. Labisse, el bibliotecario que les abrirá las puertas de un fascinante mundo de lecturas a Hugo y a su compañera de esas inquietantes aventuras, Isabelle. Como asistente durante el rodaje, Martin S. contó con la guía de su hija de doce años, a quien el realizador, quien ha presentado en estos días un film sobre el compositor e intérprete George Harrison, le preguntaba sobre el itinerario a seguir, dudas, comportamientos, respuestas, reacciones, de sus dos jóvenes protagonistas, Hugo e Isabelle. Desde la situación de ambos, el mundo se presenta como un mapa a explorar, marcado por tensiones, por ese deseo de un querer saber más allá de ciertos límites y silencios. Es, a todas luces, un film que nos lleva a conmovernos y hacernos partícipe de una búsqueda no sólo hacia los momentos fundacionales del cine, sino al corazón mismo de los más entrañables afectos, La invención de Hugo Cabret despierta por igual, en diferentes públicos, de diferentes de edades, alegrías y lágrimas. Y aplausos, como los que se pueden escuchar en más de una función. En su texto "Mis placeres culpables", de 1987, Martin Scorsese nos revela que fue el momento de un film el que lo decidó a ser realizador. En ese momento su vocación oscilaba entre ser sacerdote o ubicarse detrás de la cámara; pero una secuencia del film La caja mágica (The magic box), de John Boulting, de l95l, le disipó la duda. En ella, tras continuas noches de desvelos, un afiebrado Friese Greene logra capturar y reproducir el movimiento. Y entonces "esa escena en la que él, interpretado por Robert Donat, enseña su película al policía, que no es otro que el gran Laurence Olivier, lo dice todo sobre todo el cine. Abre la puerta del mundo mágico del cine. Y te dan ganas ahí mismo de entrar en el juego. Y si tenés, nueve años como yo tenía en ese momento, te arrebata el deseo de ser cineasta", ha dicho.
Como si sólo fuera una dama antigua La excepcional interpretación de Meryl Streep, acompañada por Jim Broadbent en el rol del esposo de la ex primer ministra, no redime a un film cuya realizadora definió como "no político" pero no problematiza ningún aspecto del neoliberalismo. Tanto la directora como la guionista del muy, pero muy polémico film La dama de hierro, que esperamos permita abrir numerosos debates, han afirmado que en ningún momento se plantearon hacer, en esta producción, una obra de corte político. Cabría preguntarles a ambas, tanto a Phyllida Lloyd y a quien tuvo a su cargo la escritura del libro cinematográfico, Abi Morgan, si lo político, en principio, puede separarse de cualquier acto, decisión, que compete al orden de lo humano, del hombre que vive en sociedad; y mucho más aún, si al referirse a una figura como a la que han retratado, desde su ancianidad, puede quedar libre de dicha caracterización. Sumada a estas declaraciones, la voz de Meryl Streep, admirable actriz, reafirma a través de tantas otras palabras su admiración por la primera ministra ultraconservadora Margaret Thatcher, que comandó el sitial de una Nación desde 1979 hasta 1990. En estos días, en los que Meryl Streep va camino al Oscar, ahora en su decimo séptima nominación, la actriz no termina de sorprenderse no ya por los horrores que llevaron a que los sectores más empobrecidos se postraran ante las medidas de ajustes de políticas privatizadoras; sino por su manera de enfrentarse, desde su condición de mujer, a un mundo de hombres; por su frontalidad, por decir, lo que ella entendía, sus verdades, de frente; por lo que ella entendía, según la Streep, como ausencia de prejuicios. De lo que la actriz lamentablente no habla, pese a que se compadece de su demencia senil, es de la situación de los inmigrantes, de la eliminación de subsidios, de los siniestros ajustes fiscales, de los pactos y las alianzas con la feroz y sangrienta dictadura de Pinochet, de los pactos con la administración Reagan. Y si bien podemos se puede acordar en que la guerra de Malvinas, en aquel siniestro 2 de abril de 1982, estuvo en manos de una junta militar de delincuentes y corruptos, de un gobierno fascista, lo que no se puede aceptar es que su directora, impunemente, no permita incluir otra voz. Y que, en tal caso, todos sus opositores queden igualados: obreros hambreados, desocupados, excluidos, irlandeses, laboristas; todos... Todos aquellos que no comparten su forma de pensar, de sentir. Son barridos, como una ráfaga de imágenes de un zig?zag de un noticiero televisivo. Desde el primer momento, el film tiende una imagen trampa, una anciana, un espacio cotidiano, la cajita de ese alimento básico, primario, maternal, que remite al orden nutricio familiar, la leche. Movimientos temblorosos, vacilantes de una mujer que vive custodiada por un ama de llaves. Y esa imagen es la que tratan de recuperar sobre el final, guionista y directora, la de esa mujer que, ahora, con la espalda encorvada, nos es mostrada como una noble anciana. Si en algún momento, a lo largo del film, el personaje es planteado desde un ángulo medianamente ambiguo y con cierta rispidez, el mismo alcanza al orden familiar, a su mundo matrimonial; al olvido de sus hijos. La extenuante focalización subjetiva de La dama de hierro, nombre dado por los soviéticos a esta mujer que se fue abriendo paso desde sus orígenes humildes hasta alcanzar títulos y honores, y encabezar cruzadas en contra de toda ideología foránea, negándose por igual a la formación de la Unión Europea, no permite que el espectador pueda hacer circular su propia voz; ya que la monolítica visión que ofrece Meryl Streep, subrayada con fanfarrias y altisonantes encuadres, le reserva por igual, tanto al gobierno de Cameron como, tal vez a la entrega de los Oscars, alfombra roja y un sendero de "red roses for a sad lady". Ciertamente, y esto es más que indiscutible, la actuación de la Streep es excepcional. ¿Pero se puede sostener un film sólo por la actuación? Phyllida Lloyd, realizadora elogiada por Mamma Mia!, presenta a su heroína como si fuese una nueva Elizabeth; desde una composición que le otorga majestuosidad y realeza, destacando ese porte de soberbia y fiereza temperamental. Si el film abre con una caja de leche en sus temblorosas manos cabría preguntarse: ¿dónde ubican, su guionista y directora, esa copa de leche que ella eliminó de la mano de los niños en las escuelas públicas, en este film que ellas pretenden que no sea político?. Y por igual, frente a una obra como esta, traigo a la memoria los nombres de realizadores que se movieron de manera crítica en los años de la Dama de Hierro, tales como Stephen Frears y Ken Loach. Ya en los 90, como lamentable herencia de su política devastadora, films como Tocando el viento o la amarga comedia Full Monty, Todo o Nada. Tal vez, pueda señalar como un logro a la composición actoral de Meryl Streep, al rol en contrapunto de su marido en la ficción, Jim Broadbent, actor de Vera Drake y Un Año Más, ambas de Mike Leigh, quien orquesta un sinnúmero de risueñas apreciaciones y contundentes reflexiones íntimas, privadas. En otros órdenes, edulcorada y naif versión que pretende echar un manto de piedad sobre un violento y perverso proyecto socio económico.
El personaje que revela toda una época La película del director de Los imperdonables y Río místico traza un ajustado relato sobre el jefe de espías, y a la vez devela los mecanismos de una sociedad paranoica y vigilada. La Academia de Hollywood la ignoró para los premios Oscar. Más que sugestivo y para nada accidental, más aún si hacemos una lectura crítica y retrospectiva de los films seleccionados por la Academia, define el hecho confirmado hace algunos días, de que el último film de Clint Eastwood, J Edgar, uno de los últimos representantes de un cine de autor que en Estados Unidos se ha identificado con los más firmes emblemas históricos, con la tradición de los mismos, haya quedado literalmente excluido de las nominaciones al premio Oscar. Y al mismo tiempo, para los seguidores del actor, del realizador, desde los años del western spaghetti y de Harry El Sucio, los que ciertamente lo marcaron como ícono de un cierto concepto de virilidad; para los que no aceptaron ver en él los planteos desmistificadores del sueño americano y de los ideales del imperio, como lo logró en Los imperdonables, Un mundo perfecto y Río místico, permitiéndose recuperar al melodrama de los años idos en Los puentes de Madison; tal vez pueda resultar inverosímil que él, el mismo Eastwood, se atreva no sólo a poner entre signos de interrogación las memorias de quien fuera una de las figuras fundacionales del máximo sistema de seguridad del Estado; sino, además, acariciar un secreto vínculo amoroso, tal vez no concretado, pero sí implícito, entre el propio personaje, J. Edgar Hoover, Jefe del FBI, y quien lo asistió como su mano derecha, Clyde Tolson, durante veinticinco años. Una historia de amor trágica, violenta, es la que vibra entre los bastidores tensionantes de un escenario que va asomando desde los días de la vejez del propio personaje, a través de los recuerdos que van fluyendo en la voz de ese hombre que apunta, que intenta a construirse en la memoria de los otros como mito. Megalómano, manipulador, J. Edgar Hoover, así se lo conoce y así es su firma, nació un primero de enero de 1895 y el film de Clint Eastwood, admirable en ese recorte intimista familiar, elige aquellos pasajes en los cuales le basta retratar la opaca y mortecina luz familiar para sellar un cierto tipo de relación, para que los mandatos de poder y condena, de extrema vulnerabilidad se proyecten con fuerza, sin interferencias, a lo largo de todo el relato. Si hay una voz dominante, pese a que su participación en el film sólo tiene lugar en contadas escenas; si hay una voz que decide y que fija normas, como él lo hará de manera inmediata a partir de 1917 cuando comienza a establecer métodos de ataque contra la presencia de los comunistas, es la de esa madre que le señala el espacio del poder desde niño y que lo condenará de antemano ante cualquier desvío respecto de lo que se acepta como normal. Los miembros votantes no deben haber visto con buenos ojos estos ángulos desde los cuales, primero, el guionista de la admirable Milk, Dustin Lance Black, y luego Clint Eastwood abordaran a éste, para ellos trascendental miembro de la familia estadounidense. Y de la misma manera, si bien Leonardo DiCaprio ya había participado de un "Biopic" como El aviador de Martín Scorsese, en su rol del magnate industrial Howard Hughes, que llegó a controlar numerosos órdenes económicos y vidas privadas, interfiriendo en el mundo del cine; en su rol de J. Edgar Hoover, cometía, para muchos (pese a su caracterización digna de destacar; ayudada más aún por su aspecto físico aniñado), algunas imprudencias y trangresiones. Pese a las favorables críticas, la Academia, en este caso, prefirió callar. Ni una sola nominación. Ni siquiera a los actores secundarios, ni a Judi Dench, como su madre, Annie Hoover, quien decide que se llamará ya no John, sino Edgar; de ahí en más, el personaje firmará de manera firme, aunque a veces no tan convencido, de esa manera, J. Edgar, como lo señala el afiche; ni a Naomí Watts, como Helen Gandy, su fiel e incondicional secretaria, testigo mudo y quien lo soñó en silencio. Ni a Di Caprio ni al hombre que lo ama, Clyde Tolson, rol que compone Armie Hammer, desde el mismo momento en que éste, por razones que el espectador conocerá luego, le ofrezca su pañuelo. Al ver el reciente film de Clint Eastwood, si bien para nosotros un nombre como el de J.Edgar Hoover puede resultar lejano, podemos llegar a pensar a través del mismo de cómo diferentes mecanismos se han ido orquestando desde políticas de estados que implementan sistemas de control en ojos vigías y conductas paranoicas. Desde la visión de un hombre, su director aquí, como lo hacía de similar manera Oliver Stone en el igualmente olvidado e ignorado por los miembros de la Academia Nixon, se desmonta toda una estructura, un andamiaje de correspondencias en un orden de fracturas temporales, que nos permite reflexionar sobre las complejidades a la hora de narrar una biografía. En ambos films, Oliver Stone y Clint Eastwood se atrevieron a desautorizar las voces oficiales. Si bien se respira una atmósfera progresista en el orden cultural y artístico en la actual administración, la mayor parte de los miembros de la Academia llevan en sí todavía ortodoxos mandatos. Ninguna nominación para J. Edgar de Clint Eastwood, film que se abre con el logo de la Warner en blanco y negro, tal como las historias de gangsters de los 30, que se narra en tempo de jazz, que cabalga sobre la historia de un país que se sacude en golpes de escena por secuestros y redadas, desde una voz y desde una mirada que se vuelve múltiple, que afirma y desautoriza. Tras las huellas del film de Orson Welles, Citizen Kane, de 1941, Clint Eastwood reconstruye pudorosamente y al mismo tiempo con audacia a su controvertido personaje. Ninguna nominación. Sólo el silencio.
La melancolía del maquinista El film del noruego Bent Hamer construye un relato conmovedor, con tramos de sorprendente candor y toques de humor que toman por sorpresa al espectador, en el singular paisaje de Oslo. Una co producción bien contada. Fue en la edición del Festival de Cannes del año 2007 cuando se presentó El Extraño Sr. Horten en la sección "Una cierta mirada" para obtener en esa oportunidad los primeros reconocimientos. Su realizador, Bent Hamer, ya había estrenado "Factotum", sobre cuento del siempre polémico Charles Bukowski, con Matt Dillon, Marisa Tomei y Lily Taylor. En forma inmediata, comenzó a acompañar el film que hoy comentamos en diversas muestras de cine noruego, ya que este es su origen, aunque se graduó en este campo en la ciudad de Estocolmo. Y como puede ver el lector, "El extraño Sr. Horten" es una co?producción que nos permite reconocer diferentes tipos de vínculos que trataremos de ir caracterizando. Si bien el título original no lleva en sí el vocablo extraño, simplemente, sí, el apellido, un nombre propio del protagonista; debemos señalar que la analogía está dada en que el nombre de pila del mismo es Odd y que, según consultamos, el mismo podría traducirse como "singular", "extraño", "raro", "desacostumbrado". Sabemos que la sinonimia no nos autoriza a pensar que todos los términos valen por igual; en tal caso, el lector, será él y sólo él, quien considere cuál de estas palabras (si es que no haya tenido en cuenta otra) es la que elige para caracterizar a este film, O'Horten, cuyo personaje tiene como primer nombre, Odd. Y al estar en el territorio de lo extraño, este que la mayor parte de los teóricos y críticos le han reservado al arte, el que permite reconocer a la experiencia, a los hechos cotidianos desde otro ángulo, a un simple objeto desde una perspectiva diferente, podemos elegir partir de esos últimos momentos de la vida laboral del Sr. Odd O'Horten ya con sus 67 años, cuarenta años conduciendo desde una cabina de trenes el trayecto Oslo?Bergen. Desde esa cabina, cerrada, mirando siempre en la misma dirección, cabina vidriada, silenciada al mundo exterior, atravesando helados escenarios, despoblados territorios. Lejano actor de la cinematografía danesa, Baard Owe, protagonista de films de Carl G. Dreyer y en los '90 de Lars Von Trier, nuestro Sr. O'Horten se mueve en un mundo regido por marcados y repetidos compases que fueron regulados por su resignada soledad. Algunos rituales domésticos, la ida al trabajo, la llegada al bar y ese estar allí, tan solo, como tantos otros solitarios, bebiendo cerveza y fumando su pipa. Con ese reflejo de los films del notable realizador finlandés Aki Kaurismaki, particularmente de "El hombre sin pasado" y "Luces al atardecer", Bent Hamer construye un relato melancólico que nos reserva momentos de sorprendente candor y de sorpresivos toques de extraño humor. Y es que lo extraño se vuelve presencia a partir del momento en que el personaje decide, ante cierta dificultad, tratar de llegar al lugar donde lo están esperando para la fiesta de su despedida por un camino no habitual, como si de una travesura se tratara, en la que le saldrá al cruce un niño. Un galardón le comienza a recordar que no puede vivir sin volver a la estación de trenes. Allí, montada sobre su pedestal, espera una refulgente locomotora. Pero, al mismo tiempo, las nuevas situaciones, comienzan a activar, a poner en marcha su forma de ser. Nuestro tan particular y querible Sr. O'Horten, tan cercano a nosotros, nos recuerda por momentos al personaje inconfundible que componía Buster Keaton en la gran ciudad. Con esa mirada extraña, perdida, solitaria. En varias opotunidades su realizador ha comentado a la prensa que la silueta de Jacques Tati y de su criatura, Monsieur Hulot, están presentes en su Sr O'Horten. No describiré aquí a ambos. Sólo invito al lector a pensar en sus films, en "Día de Fiesta", "Mi Tío", "Playtime" y otras. Y al mismo tiempo, si ya ha visto el film que se ha estrenado esta semana, le propongo ver a nuestro personaje extraviado, con su aire infantil, aunque su rostro nos recuerde al de Vincent Price. Odd O'Horten visita regularmente a su madre y sobre ella conoceremos mucho más después. Asiste regularmente a su canario y algunas promesas están aún pendientes. Irá descubriendo, más allá de la cabina vidriada de la locomotora del tren, un extraño mundo al que le empezará a sonreir. De una noche de aguas silenciosas y cuerpos desnudos, de azules intensos, logrará un par de zapatos de mujer que lo llevarán hacia un extraño y desconocido personaje que lo conducirá a un mundo de máscaras primitivas y de un salto al vacío, con los ojos cubiertos, en la culminación de un deseo. De esa noche, Odd O'Horten heredará a Molly y nosotros no sólo la posibilidad de ver cómo el mismo personaje se reinventa a sí mismo y recrea al mundo; sino, además, comprender el alcance de una dedicatoria, que lleva en sus palabras el vuelo de la metáfora.
Con toda la magia del mejor musical El film de Christophe Honoré rinde homenaje a la Nouvelle Vague con escenas de un París a cielo abierto, y con temas que van contando una historia de amor en tres momentos, teñidos siempre de una brumosa melancolía azul y nocturna. Afortunadamente --los cinéfilos podríamos pensar este film como un regalo de Navidad--, tras un largo paréntesis de silencio, se ha estrenado en nuestro país esta bienvenida realización de origen francés que si bien no fue galardonada en Cannes 2007 en la Selección Oficial; no obstante, su banda sonora fue celebrada y premiada con el César ese mismo año. Y aquí debemos subrayar lo que caracteriza a este sugestivo y atípico film en la cartelera de hoy: estamos ante un musical, que oscila entre ciertos tonos velados de la comedia y de la tragedia, en el cual despuntan emociones, gestos, instantes. Y sus canciones, que escuchamos desde la voz de sus propios personajes van acompañando sus distintos estados de ánimo, las diferentes modulaciones y giros que experimentan las relaciones sentimentales. Graduado en Letras y en Realización Cinematográfica, como asimismo permanente colaborador de la mítica Cahiers du Cinema, Christophe Honoré, nacido en 1970, posee ya una significativa filmografía un tanto desconocida, a nivel comercial, en nuestro medio. No obstante su pasión, su reconocimiento por sus maestros de la Nouvelle Vague puede seguirse en el itinerario urbano que nos invita a recorrer en este tan particular film en el que parece saludar a sus maestros. Al decir Nouvelle Vague recuperamos un París a cielo abierto, las caminatas nocturnas de Jeanne Moreau, las escapadas callejeras y las citas furtivas de Antoine Doinel, Jean Seberg y el primer encuentro en el fundacional film de Godard... Y el París invernal, tantos años después de Alain Resnais en Corazones, mediando tantas otras historias, canciones de Jacques Prevert y Edith Piaf y en los sótanos de la bohemia de los existencialistas, la áspera voz de Juliette Greco. Pareciera que en el film de Christophe Honoré, a través de estos jóvenes que viven su propia historia de amor, se dieran cita los recuerdos y fantasmas de los años idos. En Las chansons d'amour hay un tiempo para los paraguas. Como en el recordado film de Jacques Demy. Y hay planos que retratan a sus mujeres, en esta triangular historia de amor, que nos recuerdan a Las señoritas de Rochefort. De Cherburgo a París, tras los pasos de la mujer de la compañera del mismo Demy, Agnes Varda. Con imágenes de un París que vive de noche, el París de hoy, a cincuenta años de los primeros films de los directores de la Nouvelle Vague, en este París de Sarkozy en el que vemos la confusión, el abandono y la indigencia, Las canciones de amor nos va indicando con letras en blanco que ocupan gran parte de la pantalla los apellidos de los que forman parten del film; de una manera no convencional, como aquellos realizadores, autores, lo hacían. Y paso siguiente, tras estas imágenes que marcan un punto de tensión con nuestro admirado film de Woody Allen, Medianoche en París, una joven mujer se acerca a una boletería de un cine, compra su entrada, se ubica en la fila y de manera inmediata, con cierto enojo, llama por el celular a su pareja señalándole que está muy decepcionada por tener que ver siempre películas sola. Estructurado en tres capítulos, La Partida, La Ausencia y El Regreso, el film de Christophe Honoré recorre toda una combinatoria de relaciones amorosas, como a su manera ya lo planteaba otro de los polémicos films de Bernardo Bertolucci, Los soñadores, ambientado igualmente en París, pero en los días de Mayo del 68. Desde esta perspectiva, el film abre a un juego de singularidades, en las que reconocemos diferentes posicionamientos antes las ilusiones, las pérdidas, los temores, las expectativas. Film que se tiñe de una brumosa melancolía, azul y nocturna, Las chansons d' amour nos trae el eco de la melodías de canciones de los de viejos amantes, de ocasionales encuentros y de mesas de cafés que esperan la hora de una cita. Y entonces sus canciones, sus historias de amor que nos alcanzan, que nos conmueven, que nos unen y que nos llevan a permanecer insomnes. Ya terminada la función, a varias horas de la salida del cine, siguen acompañando sus líneas musicales, sus palabras. Y entre ellas, la canción que se orquesta amorosamente y de manera desafiante entre Julie, Ismael y Alice, Sólo te amo a ti. Algo más se dibuja en la cartelera: de vez en cuando, ese pacto íntimo entre cierto público y el musical se mantiene legible a través del tiempo.
Un puente entre dos mundos distantes Centrada en la historia de una travesti cartonera de Buenos Aires, la película traza una relación con personas que viven en otras zonas de la ciudad, y los enlaza desde la posibilidad de ir más allá de la marginación para poder verse. En la llamada generación del nuevo cine argentino, que para algunos críticos se abre con aquel film de Adrián I. Caetano, Pizza, birra y faso, determinadas temáticas han comenzado a adquirir un lugar protagónico, particularmente aquellas que se pueden localizar en el territorio de los marginados y excluidos; pocas veces considerados en la historia de nuestro cine. O en tal caso, sólo tenidos en cuenta desde cierto pintoresquismo, rasgos de tarjeta postal, notas caricaturescas que mueven a un torpe humor y desde una repetida suma de lugares comunes. Sin embargo, hoy no son pocos los estudios que han localizado a lo largo de diferentes décadas una particular mirada sobre las diversidades sexuales, en una clave ajena a la standard; aunque, por razones de censura, de manera fugaz. En relación con el estreno al cual hoy nos referimos es más que oportuno señalar que en agosto del 2008 la Editorial Lea ha publicado Otras historias de amor, texto compilado por el licenciado en Sociología, Adrián Melo que lleva como subtítulo Gays, lesbianas y travestis en el cine argentino; obra de fundamental consulta que revisa, recorre críticamente, temas y subtemas, tópicos, hasta el presente jamás abordados en ningún ensayo anterior; acompañados por una extensa bibliografía general y particular. Obviamente, Mia, el primer film del actor Javier Van De Couter, cuyo trailer se presentó en la Marcha del Orgullo Lgtblq a principios de noviembre en Capital, merecería un capítulo anexo en esta significativa obra de tesis. Desde el inicio del film, en el cual se comienza a escenificar un festejo, el film de Van de Couter comienza a plantear una relación que se dibuja entre dos clases sociales muy diferenciadas. Mientras una domina el espacio desde la retórica de una representación, la otra figura sólo es un reflejo en una de las caras de esa realidad. Y es que, de forma inmediata, tras un instante de fascinación, hay que partir de allí, ya que ese no es el lugar de Ale, esta travesti cartonera que carga con su carro los restos de los placeres ajenos, de sobras y desechos, para luego llegar, allá, a ese espacio escondido y alejado de la vista de bien pensantes ciudadanos porteños que esgrimen sus conceptos de ortodoxa moral respaldados por los legionarios de aquel llamado Monseñor Quarracino. Sí, Ale vive junto a los suyos, los travestis, transexuales, gays, y tantos otros excluidos por su pobreza y su sexualidad detrás de la Ciudad Universitaria, en ese lugar llamado Villa Rosa, una aldea sometida a la prepotencia de gobiernos de turno, que desde 1998, tres años después del primer asentamiento, actuaron hasta lograr el desalojo definitivo. En el Festival de La Habana del 2010, Mia mereció el premio al "mejor guión", categoría que nos lleva, por cierto, a plantear algunas reflexiones sobre la organización del mismo. Si tenemos en cuenta el nombre del film, que igualmente se puede considerar no únicamente como nombre propio femenino, sino a lo que va a definir el deseo y los sueños de Ale, ese mismo nombre de mujer nos lleva a una figura ausente, la autora de un diario íntimo que Ale, la travesti cartonera, recoge aquella noche, cuando ve que un hombre joven se deshace con violencia y con furia de una serie de objetos, de pertenencias, arrojándolas al container que se encuentra frente a su casa, ante la mirada atónita de su hija. Una mirada que, por otra parte, abrirá un primer puente de diálogo gestual, con Ale, desde un humor que se libera desde la pantomima. A partir de este momento, el diario transitar de Ale nos llevará por diferentes carriles. En el film de Van de Couter, actor de Un año sin amor (de Anahí Berneri), habrá un logrado equilibrio entre el humor y la tensión, entre el mundo de la Aldea Gay y el espacio exterior. Desde un acercamiento familiar, por momentos documental, y a partir de ciertos registros y anotaciones, vamos conociendo a los distintos personajes con sus diferentes historias, con sus preocupaciones y sus dolencias. Y escuchamos con admiración de qué manera Antigua, la fundadora de la Villa, rol que cumple la misma Naty Menstrual, celebra con loas ese espacio bucólico, salvaje, natural, pregnante de fiereza sensual ante ciertos reclamos. En ese espacio en donde Ale en horas de la tarde proyecta su propio arte en las tareas de costura, de confección de coloridos vestidos, ya que en un rincón de su habitación su máquina de coser siempre la espera. Y simultáneamente la enfermedad, la irrupción de las llamadas fuerzas del orden. Desde aquel primer momento, en el que un diario abrirá otro capítulo en la historia de Ale, leído a tramos por su amante, el inmigrante peluquero, la historia de Mia traza un puente hacia el mundo de la pequeña Julia, aquella niña que día a día ve a su padre derrumbarse por el dolor de una gran pérdida. Ale cruzará furtivamente, con temor, de la mano de la niña un umbral que antes le había negado su entrada y poco a poco desde las palabras, la actitud de comprensión, la gran ternura, la sincera entrega Alex podrá lograr ir más allá de un renglón de extremo fatalismo. El mundo de Julia y de Ale será recorrido por un nuevo visitante, entrañable por cierto, el que permite soñar a los demás desde su condición de diferente, el que permanece recluido por ser rechazado, el que injustamente es blanco de la discriminación y del odio ajenos: El Joven Manos Tijeras. En tanto crónica, el film cierra de manera casi trágica; casi, porque la historia de los habitantes de Villa Rosa continuó como acto de resistencia. Tal vez por ello, en este film más que recomendable, la presencia en tres oportunidades de la composición musical de Hamlet Lima Quintana, Zamba para no morir permite que el espectador continúe reflexionando sobre los hechos y personajes; más aún, si tenemos en cuenta la última imagen, esperanzadora, que el realizador le ofrece a su protagonista.