Los últimos días de una mujer en fuga Con inspiración en el film de 1966, Yo la conocía bien, con Stefanía Sandrelli, aquí la misma actriz --a sus 64 años-- es una mujer que agoniza pero sigue manifestando su amor a la vida y a sus hijos, así como la apuesta por la libertad. En 1966, en el Festival de Mar del Plata, el film de Antonio Pietrangeli Yo la conocía bien, que marcó el primer gran protagónico de Stefania Sandrelli, mereció el premio a la mejor dirección. En este film, la Sandrelli componía a una joven provinciana que partía de Pistoia a Roma para alcanzar el estrellato. En su periplo conocía a numerosos hombres que la humillaban, que la engañaban y al mismo tiempo trabajaba en diferentes lugares. La historia de su protagonista, sensible e ingenua mujer, de nombre Adriana, que no conoce ni el ayer ni el mañana, finaliza de una manera trágica. A casi medio siglo de aquel estreno, el director toscano Paolo Virzi, a quien tenemos presente por aquel film Caterina en Roma, vuelve a su Livorno natal para ofrecernos un retrato de familia que pone en el centro de la escena a una mujer que en cierta manera revive el carácter de aquella llamada Adriana. En más de una oportunidad Virzi ha declarado que uno de sus films íconos es y seguirá siendo Io la conoscevo bene. Entre ambos, el talento y la fuerza vital, el arrojo y el profesionalismo de la Sandrelli, quien en el film de Virzi, a sus sesenta y cuatro años es Anna Nigiotti, una mujer que sigue sorprendiendo a los demás por su energía, por su entusiasmo, por esa capacidad que tiene para sobreponerse a su dolencia terminal, que lleva adelante con entereza en ese sanatorio; al que ahora en pocos minutos más llegarán sus más esperados visitantes: sus hijos Esta conflictiva historia, este secreto álbum de familia comienza a principios de los años 70 en el balneario de Livorno, momento en el cual la misma protagonista --una muy seductora y joven Anna-- pasa a ser elegida y coronada como la reina de ese lugar. Una primera foto, risas, aplausos, gestos de desaprobación por parte de su familia, particularmente por parte de su marido y de sus niños, Bruno y Valeria. Es el mismo año en el que el cantante Nicola Di Bari, ante la negativa de Gianni Morandi, interpreta él mismo esa canción que había compuesto junto a Mogol, La prima cosa bella, mereciendo el segundo premio en el Festival de San Remo. Como en Yo la conocía bien, el film de Virzi se abre en una ciudad costera y desde el primer momento, en ambos films, se muestra a ambas protagonistas en su manera desenfadada, casi primitiva; en el film de Virzi, la joven Anna está interpretada por Micaela Ramazzotti. Es ella quien provoca ante la mirada de los demás adversos comentarios y una de aquellas fotografías, la noche del concurso, exhibida públicamente, desatará la violencia conyugal, lo que la llevará a vivir de fuga en fuga, tratando de enfrentar el vacío y el rechazo, junto a sus hijos. Y es precisamente la mirada de su hijo mayor la que va reconstruyendo toda esta historia que se abre, tras ese epílogo en la costa de Livorno, en la temporada estival, en el momento en que Bruno ya es un hombre de mediana edad, profesor de Letras, abatido, dominado por cierta abulia y un malestar crónico, sin poder enfrentar su historia sentimental. Lo vemos acostado, casi desmayado en un parque, sin fuerzas, hasta que el golpe de un pelotazo lo lleva a levantarse con particular indignación. Es esta segunda secuencia, la que, de manera inmediata, nos acerca ahora a su hermana Valeria, quien junto a uno de sus hijos, le informará sobre el estado grave, agónico, de su madre. Desde un juego de temporalidades, y desde la visión de Bruno, quien vive de manera enojosa su vínculo con su propia madre desde la infancia, el film de Paolo Virzi va reconstruyendo la propia relación del director con la ciudad que lo vio nacer, Livorno. Y si bien no debemos considerar el film como un relato autobiográfico, señalado esto por el propio realizador; no obstante, es el propio ámbito el que pasa a ser igualmente protagonista. De esta manera podemos volver a traer a la memoria aquellas palabras del gran maestro de tantas generaciones, Jean Renoir, cuando afirmaba: "Lo que realmente me moviliza el corazón cuando estoy frente a una pantalla es ver que toda esa historia transcurre en un mismo lugar". Bruno, ahora, desde su presente, podrá comenzar a revisitar los días de su infancia, de su adolescencia, la relación violenta que debió soportar su madre y al mismo tiempo esa fuerza entrañable, sincera, de amor hacia sus hijos. Bruno recordará a su padre desde sus silencios y desde su irascibilidad y desde su severa y rígida tía, sujeta a férreas doctrinas religiosas. Algunos de los hombres que decían amar a su madre, que declamaban esa falsa ayuda, pasarán a ser un muestrario de rostros desencajados y de risas burlonas. Desde los primeros minutos del film, la canción La prima cosa bella, cantada por su propia madre, cubre todo el escenario nocturno de la memoria. Considerada por la crítica italiana como un film equivalente al Amarcord para Paolo Virzi, La Prima Cosa Bella mira por igual, desde una historia que apunta hacia una esperada comprensión de miradas con un tercer nombre aún no conocido, hacia el cine. Y lo hace saludando a una situación de altercado durante la filmación de La Mujer del Cura de Dino Risi. E igualmente, Bruno saldrá al encuentro de su madre, estacionando su motocicleta en la puerta de un cine.
Un reloj que transporta a la pesadilla Basada en la nouvelle Il cuore della notte, la película es protagonizada por Ksenia Rappoport en el rol de una eslovena que trabaja en un hotel y en sus horas libres concurre a grupos de solos y solas, donde entablará relación con un expolicía. Circula en edición DVD uno de los últimos films de uno de los más relevantes nombres del thriller italiano, Darío Argento, cuyo título original (que se mantiene en castellano), intenta, pretende, hacer honor a ese subgénero del policial que en Italia se conoce como "l giallo" Lamentablemente, es precisamente este film de este tan irregular realizador que nos ha legado títulos muy significativos ya desde principios de los 70, tras los pasos de Alfred Hitchcock y Mario Bava, el que marca, tal vez, así lo creo, el punto de decadencia más extrema de toda su filmografía. En él Adrian Brody, en el rol de un policía investigador, se lanza tras los pasos de un asesino de mujeres, desde una trama rutinaria, previsible, vacía, ajena a todo aquello que alguna vez construyó en sus guiones, delineó en sus films, el director de El pájaro de las plumas de cristal, el primero de toda una serie de sus tan particulares y destacados thrillers, estrenado en 1971. La categoría "giallo" data de 1929, cuando la Editorial Mondadori comienza a publicar policiales, en principio, al estilo clásico, de corte deductivo para luego pasar a incorporar los elementos que definen a la narrativa estadounidense, particularmente "el hard boiled" con Dashiell Hammett, Raymond Chandler, McCain, entre otros. Desde este marco de referencias, y pensando en un film que vimos hace dos años La ragazza del lago, de Andrea Molaioli, es que hoy volvemos sobre "el giallo" y tratamos de enunciar algunas características de esta opera prima de Giuseppe Capotondi, fotógrafo profesional, director de cortos y spots publicitarios, reconocido internacionalmente, quien, desde 2004, vive en Barcelona. Fue en el 2006, cuando su historia, presentada en formato nouvelle, Il cuore della notte mereció el Premio Solinas. Y es este texto, el que está en la base de La hora del crimen, título que en castellano nos lleva a perder de vista lo que en el film es más que un juego de casualidades, ya que en el original, La doppia ora, el vocablo que alude a lo que se comprende como repetición, se puede jugar como "lo doble" desde una proyección mucho más amplia. En este giallo, entonces, en formato de thriller, esta ópera prima, que fue distinguida fundamentalmente con premios por su guión y por la actuación de la actriz Ksenia Rappoport, el que nos lleva a abrir sus puertas, mejor dicho a entreabrirlas, ya que aquí no debemos, en honor a las reglas del género, tratar de avanzar en esto de revelar pistas al lector. Como acontecía en el tan controvertido film de Giuseppe Tornatore, La desconocida, la actriz Ksenia Rappoport vuelve a componer aquí a una inmigrante eslovena, Sonia, quien ahora trabaja como criada de un hotel, en la ciudad de Turín. Al llegar la noche, y cuando la agenda laboral se lo permite, asiste a un lugar de solos y solas, y es allí, entonces donde trabará un primer encuentro con Guido, un expolicía, ahora custodio de una villa alejada del centro de la ciudad. El primer encuentro los llevará a un arrojo de una gran fuerza física, íntima, marcado por la posesión, pero al mismo tiempo por el temor. Mientras la relación se va planteando en términos de encuentros furtivos, y la puerta de la residencia va dejando paso a la entrada clandestina de los marginales amantes, un reloj de muñeca indica una repetición horaria, situación que jugará simétricamente en un momento ulterior del film. Desde aquí, el relato comienza a intercambiar una serie de planos y registros, borra fronteras y si el lector presta atención, tal vez, atendiendo a cierta exigencia fonética, tanto el apellido de la actriz como la del gran actor, de excepcional actuación en su doble rol en Vincere de Marco Bellocchio, llevan en el interior de los mismos la duplicación de la letra p. Lo mismo ocurre con el nombre del realizador, situación idéntica como la del personaje que compone el rol de Margherita, amiga de Sonia, Antonia Truppo. Algo trágico va a ocurrir, un juego de espejos se despliega en la escena, mientras el misterio y el sobresalto cabalgan sobre el lomo de los protagonistas y del espectador. En esa Turín espectral, por momentos abstracta, lejana de toda visión turística asoma otra orilla, a través de una enigmática fotografía que nos lleva a una zona portuaria de la ciudad de Buenos Aires. En ese juego de duplicaciones, de rostros que se espían, de miradas suspendidas, hay un tiempo que se dilata a través de una estructura clásica que tiene como coordenadas el destino y el doble, lo que nos lleva por igual a ciertos carriles del melodrama. El espectador de La hora del crimen debe partir de algo que en muchas oportunidades define las reglas del thriller, "las apariencias son engañosas" y no es casual, (una vez más el término), que la canción que escuchamos, que el tema elegido sea La vida es un carnaval, de Celia Cruz. En la historia familiar de Sonia y Guido hay vacíos, perdidas y ausencias. Y en ese nuevo encuentro, en principio ocasional, en esa reunión de solos y solas, algo pareciera que puede empezar a correrse de lugar. Y ciertamente será así, ya que ahora en ese traslado habrá un pasaje hacia una pesadilla, una suerte de alucinación, algo que comienza a anticiparse cuando las agujas del reloj se repitan y se dispongan especularmente.
Un día histórico desde los márgenes El mismo día que los líderes de Europa convalidaban la invasión estadounidense a Irak, una mujer madrileña cambia radicalmente su destino llevada por su malestar, y se adentra en una zona desconocida de la ciudad, en un film intimista. Merecedora de la Concha de Plata al mejor director en el Festival de San Sebastián del 2009, La mujer sin piano de Javier Rebollo, cuya ópera prima, Lo que sé de Lola (actualmente en DVD) sólo se dio a conocer en Capital, transcurre a lo largo de un día, ese día en el que se ha fijado un temible encuentro, según informan los medios periodísticos, entre George Bush, José María Aznar y Tony Blair para establecer las líneas estratégicas respectos de la invasión a Irak. A lo largo de ese día, de esa noche, de la madrugada siguiente, seguimos muy de cerca a su protagonista, Rosa, una mujer de muy avanzada mediana edad, esteticienne, depiladora, para ser más precisos, que vive una rutinaria existencia junto a su marido; taxista, atento a él, a ese plato de comida que espera humeante todos los días. Entre los diálogos banales de sus clientas, el zapping televisivo, el tedio marital, transcurre la existencia de esta mujer que ahora se ve asaltada por un constante zumbido, algo que la ha llevado a consultar profesionales quienes han indicado diferentes diagnósticos y formas de tratamiento. La subjetivización de la mirada y de la escucha, que organizan el film, nos lleva en más de una oportunidad a padecer, junto a la protagonista, este continuo malestar. Film inusual, que guarda correspondencia con su obra anterior, La mujer sin piano, según declaraciones del propio realizador surgió a partir de una imagen, "la de una mujer cargando una valija pesada, de madrugada, por las calles de Madrid, haciendo equilibrio sobre sus tacos". Fue esta imagen que lo sorprendió un lunes, pasada ya tardíamente la medianoche, lo que lo llevó a delinear los primeros renglones del guión. Pensó entonces en esta actriz, a la que él ubica en ese lugar intermedio entre los personajes de Almodóvar, como también lo que nos legó Búster Keaton y el personaje que fijó desde La strada la siempre ingenua y melancólica Giulietta Massina, otra de las criaturas del soñador Fellini. Y luego vino lo de la peluca. Vemos a Rosa entonces transcurrir sus horas en esa monótona fiebre horaria que sólo le devuelve el vacío de una existencia sin sentido. Y esa noche, mientras su marido duerme, decide hacer su valija, cambiar su aspecto exterior y lanzarse con su pesada maleta vaya saber dónde. Aquí es dónde, como señala su director, el personaje (¿por qué no nosotros?) "debemos estar dispuestos al azar". La mujer sin piano abre musicalmente a una serie de registros desde un primer encuentro de ringtones con un joven inmigrante que guarda numerosos secretos y que experimenta gran placer al poder echar mano a todo aquello que no funciona y que se puede reparar. Su nombre es Radek, su personalidad ajena a todo lo conocido y atrae a Rosa desde el principio de ese espacio diferente, en el que algunos, los sin techo, o los hombres y mujeres sin destino fijo, esperan. Una estación de ómnibus a esa hora de la madrugada donde todas las ventanillas imponen su cartel de cierre y donde la policía se pasea custodiando, anunciando, el pronto desalojo, vaciamiento. Javier Rebollo nos acerca una historia construida en base a imágenes detenidas, pausas y largos silencios, en el que se filtran los efectos sonoros, de la misma manera que el malestar de Rosa. Hay ciertos equívocos que se adueñan fugazmente de la escena y el "no" va saliendo al cruce como en una dilatada pesadilla. Ese clima, por momentos, nos puede llevar a reconocer el periplo que atraviesa el protagonista que interpretaba Griffin Dunne en el film de Martin Scorsese, Después de hora. Durante esa noche, al frecuentar bares y un marginal hotel del área suburbana, junto a su ocasional amigo Radek, Rosa se abrirá a una serie de vivencias, antes negadas, por órdenes de mandatos y al mismo tiempo hay situaciones que, afortunadamente, irrumpen, se presentan así, sin explicación alguna; surgen de la espesura nocturna, emergen de la hondura de la noche, sin que medie una tranquilizadora conexión. Javier Rebollo subraya los matices expresivos de las palabras de sus protagonistas y permite que sus personajes, de una frontera y de la otra, expresen su modo de ver el mundo, desde sus diferentes horizontes de vida, en el pequeño espacio de una mesa de un escondido café nocturno, donde solitarios parroquianos van a ahogar sus adioses. La iluminación en claroscuros, tendientes a un borramiento, a una luz fría como la de la estación transforman a los personajes en sujetos insomnes que contrastan con el rojo granate de los labios de la protagonista y del negro artificial de su peluca, mientras Radek degusta esos platos que comió hace tantos meses, días, la última vez. A lo largo de ese día el 16 de marzo del 2003 y de la madrugada siguiente, en la que en la isla Azores se acordaba otra siniestra planificación de ambición y muerte, Javier Rebollo ha elegido un recorte de historia intimista abriendo al espacio de una trastienda en la que personajes anónimos deambulan y pasean su soledad y vacío, su monótona existencia, descubriendo, aunque fugazmente, que la realidad, puede, por momentos, llegar a ser de otra manera.
Un pentagrama teñido por la violencia En un escenario sujeto a mutilaciones y travestimientos, el pasado irá asomando desde una demencial historia de pasiones que conducirá hacia la noche en los jardines, en este film que marca el reencuentro del manchego con Antonio Banderas. ¿Qué se oculta detrás de ese cartel de esa gran finca, que abre su camino de entrada con naranjales, llamada El cigarral, en las afueras de Toledo? Por cierto, basta escuchar con atención el primer fraseo musical, compuesto por Alberto Iglesias, habitual colaborador del director desde La flor de mi secreto (1995), para ubicarnos en un clima de intriga. ¿Qué comenzaremos a develar a medida que avanza el relato, desde la presentación de sus personajes?, situación que se inicia en su ámbito doméstico que poco a poco, irá mostrando una antigua historia. En su último film, presentado en la muestra oficial de Cannes de este año, donde obtuvo la Palma de Oro la tan controvertida, abucheada y aplaudida por igual, El árbol de la vida, de Terrence Malick (para este crítico, un nuevo evangelio megalómano en clave de disciplinamiento "new age"), el film de Almodóvar no mereció reconocimiento alguno por parte del Jurado oficial integrado por Jude Law, Uma Thurman, entre otros, presididos por Robert De Niro; aunque amplios sectores de la crítica se encargaron de subrayar los méritos del film, reafirmando la capacidad narrativa de su realizador y su particular manera de mirar el cine, de ofrecer diferentes cruces con sus films más amados. Este film del realizador manchego, privado él en parte de una correcta audición y con diagnóstico de fotofobia, transita por los caminos más escarpados y riesgosos de su filmografía anterior. Y ésta, su obra número 19, es un auténtico orillar el abismo. Desde el título el film se emparienta con una larga tradición de relatos que abren los espacios vidriados de laboratorios y generan criaturas artificiales, desde que Mary Shelley imaginó el origen de una nueva criatura. Igualmente allí están los ecos de los films de Fritz Lang y George Franju, de Caligari y Mabuse, a través de atmósferas expresionistas, personajes que se proyectan y se agigantan abriéndose a lo siniestro; seres sometidos a la voluntad hipnótica de omnipotentes manipuladores. Hipnótico sí, es el film de Almodóvar. Como lo sigue siendo ese film de Alfred Hitchcock, auténtico palimpsesto del mito órfico, que es Vértigo, también aquí presente a través de la necesidad de recrear la figura del ser amado. Y todo ello filtrado en los colores rabiosos que se enfrentan a los claroscuros de los melodramas de Douglas Sirk, como ya lo había hecho en Tacones lejanos. En 1990, Almodóvar había filmado aquel último film con Antonio Banderas, Atame, con Victoria Abril, historia de pasiones que se libran en un juego de permanente tensión, desde ese grito imperativo que se profiere estruendosamente desde el título. Desde aquellos días, el actor cubrió roles de estrellas frente a las cámaras de directores estadounidenses pero jamás logró impactar como cuando Almodóvar le acercaba los guiones. Ahora, Antonio Banderas, lejos ya del exitismo de Hollywood, y del glamour de la alfombra roja, regresa con este film, desde este rol que compone, desde una construcción que remeda a tantos personajes movidos por intereses particulares, dibujando un nuevo diagrama, un juego laberíntico en el que asoman las siluetas del crimen y del incesto, la tortura y la falsificación, los cambios de identidades que se ciernen ominosamente como un humo letal tras las paredes de El cigarral. Y las puertas se abrirán para otros personajes, que descubren otros pasadizos de la historia familiar, que pueden sorprender con otros ropajes y cometer actos animalescos, de manera directa que irán desocultando a los que se actuaron desde las actitudes formales. Una madre será el puente por donde transitan aquellos episodios que están manchados por huellas de sangre, una madre que se volverá cómplice, que orquestará su propio epílogo. Como en los films de Alfred Hitchcock, ellas deciden cuando debe caer el telón. En un escenario sujeto a mutilaciones y travestimientos, que dejan reconocer las marcas del cine de David Cronenberg, el pasado irá asomando desde una demencial historia de pasiones que nos conducirá hacia la noche en los jardines, donde el cruce de lo no permitido, el borramiento de toda línea divisoria se fusionará y enmascarará en el rostro de un otro. Film pesadillesco, que se atraviesa como un túnel, La piel que habito nos lleva a deslizarnos por los ámbitos más perturbadores de la vocación voyeurista de cada espectador de cine. Fue en 1987, cuando Agustín Almodóvar, hermano del realizador, abre las puertas de su propia productora, El deseo y desde entonces, desde ese primer día de rodaje de La ley del deseo, en este film en el que Antonio Banderas componía un joven psicótico que mataba por amor, es el deseo liberado el que se expande de manera desenfadada, adoptando diferentes máscaras y nombres, posicionándose de diferentes formas, en cada uno de sus films. Como si de un film surrealista se tratara, una vez más, La piel que habito, aún con sus marcados desajustes y disonancias, se interna en esa eterna noche que desnuda sus más reprimidos secretos. Almodóvar vuelve a la gran novela, eriza la piel de la pantalla y nos entrega en un pentagrama teñido por la violencia del ímpetu y del estallido del deseo, un itinerante descenso hacia una tragedia que se vuelve puro acto de liberadora, y al mismo tiempo, encadenante fábula.
Los recuerdos de un amor inolvidable Ideada como una película de sentimientos, la obra sitúa a Daniel Auteuil, con 61 cumplidos como un hombre que vivirá unos días junto a su nuera y sus nietas, en una alejada casa del mundo, donde se asomará al balcón de su pasado. Ante un film como el que hoy se comenta, en manos de la actriz y realizadora Zabou Breitman, se puede llegar a vivenciar un muy cercano eco de aquellas historias que narraba el siempre recordado Francois Truffaut, acompañado posteriormente, tras su partida, por directores tan sensibles como Claude Sautet, Claude Millar y André Techiné llegando a nuestros días, en esa proyección que nos alcanza desde aquellos años 60, en algunos personajes delineados por Patrice Leconte. Desde este punto de vista, creemos entonces que la elección de su actor principal, Daniel Auteuil, ya hoy con sesenta y un años cumplidos, legitima este recorrido de miradas. Su presencia, componiendo a este hombre que vivirá esos días junto a su nuera y sus nietas, en una alejada casa del mundo de la gran urbe parisina, le permitirá asomarse al balcón de una estación de su pasado y comenzar a narrarle, tras una morosa espera de previsibles rituales, su tan particular historia. Cine de sentimientos, desde una paleta de voces que se refugian en los pliegues del dolor de los dos personajes, La quise tanto invita a ser partícipes de esta voz intimista que nos acerca la historia de la fascinación que un encuentro puede provocar; de ese entrar en un fuera de sí, de ese perder toda dimensión con la realidad, a la que se nos pide que no perdamos de vista. Como le ocurre y le sorprende a Pierre, empujado por un viaje de negocios a viajar a Hong Kong, donde en plena reunión empresarial conocerá a una joven mujer, Matilde, traductora, quien, vestida de manera formal, y rodete, hechizará su mirada. Aún no comprendo por qué los distribuidores locales prefirieron para dar a conocer este film en el país, que aún no se ha estrenado ni en España ni en Italia pese a ser del 2009, sustituir el término amar por el de querer. Independientemente de que el mismo esté reforzado por el vocablo adverbial "tanto" no es lo mismo, ni siquiera sinónimo, respecto del alcance de la palabra amor; tal vez, en sus múltiples formas, el que más esperamos y el que más nos cuesta pronunciar; el que tememos decir, y sin embargo cuánto lo deseamos. Y es tal vez, porque algo de todo esto circula en el film, que algunos críticos han deseado igualar al sentimiento que experimenta James Stewart por Kim Novak en el sublime film de Alfred Hitchcock, Vértigo. Y es ese recorrido el que libra su personaje masculino quien, ahora, en esa noche, cual antiguo narrador de viejas fábulas se cuenta esa más que escapada de loco amor, cuando sus hijos aún eran adolescentes. Esta mujer, llamada Chloe, quien, ante el abandono de aquel, está experimentando, desde sus propios sentimientos de ausencias, su propio dolor, expresado en sus silencios, en sus gestos, y en algunas bruscas reacciones. Basada en una novela de Anna Gavalda Yo la amaba, publicada en su edición castellana por Seix Barral en el 2003, La quise tanto reunirá a un hombre y a su nuera desde una instancia de una situación de pérdida del sujeto amado. Y desde un relato que emerge y se transfigura, que cabalga, que se suspende y que vuelve a su frenesí inicial para luego enmudecer desde un rostro bañado en lágrimas, el presente que asumirá la forma de acto de comprensión y de una incierta espera. De inconfundible escritura francesa, La quise tanto permite revivir aquel episodio que ahora un sonámbulo Pierre, en ese fin de semana, en esa cabaña, junto a su malherida nuera, que veinte años atrás lo había ubicado en el espacio de una afiebrada aventura, que no conocía fronteras, ni ámbitos, que desafiaba agendas, que había llegado, mediante un pacto, a moverse desde el azar. A través de este personaje reconocemos a tantos otros que compuso Daniel Auteuil desde los primeros años 90 (si bien su trayectoria profesional comienza en el 74, en el género comedia), desde films como Un corazón en invierno, Mi estación preferida, La chica del puente, Mi mejor amigo, La viuda de Saint Pierre, estas tres últimas de Patrice Leconte, entre tantos otros; sin olvidarse participación en films como El adversario, En guardia, Caché, El placard, N de Napoleone, entre tantos y tantos otros. Su profunda mirada, su aguda intuición, sus gestos, su dolor interior, sus silencios; lo que lo llevará a ubicarlo como uno de los más representativos de nuestro tiempo, tanto en el cine como en el teatro donde sigue interpretando a grandes clásicos. Junto a él, un terceto de mujeres, su nuera, la mujer amada y su propia esposa, asumen, tal vez, la voz múltiple de su directora desde una sincera y sorprendente construcción de personajes que, en más de una oportunidad, lleva a acercarse a sus rostros, a escuchar sus confusiones y confidencias, a vivenciar sus pesares, a compartir sus fugaces alegrías. En clave de contenido de melodrama, que parte de un primer plano de un rostro angustiado, La quise tanto lleva a desplazarse de un espacio marcado por un presente que interroga y aísla a sus personajes a un lugar de reencuentro en donde la palabra pueda volver a hacer posible la fuerza de un amor soñado y vivido hasta más allá del límite, que se convoca desde una voz que se irá adormeciendo sobre el despertar del amanecer.
Papa demasiado humano para el Vaticano El film del personal director Nanni Moretti surge a partir de la elección de un cardenal inesperado como sumo pontífice, y los conflictos personales que le inspira el cargo. Sin caer en el panfleto, plantea una visión mordaz de la institución. No mereció igual respuesta de público El caimano, el anterior film del tan personal realizador Nanni Moretti, estrenado aquí hace cuatro años, que este film que hoy saludamos como uno de los grandes hallazgos de los últimos tiempos; en tanto interroga no sólo ya sobre los mecanismos internos de la institución iglesia; sino que alcanza, con su mirada finamente irónica, a desocultar las estrategias simulatorias que se libran y se proyectan en todo espacio de poder. En el film anteriormente citado, en el que un director de cine trata de buscar afanosamente a ese actor que encarnará en la pantalla al personaje siniestro llamado Silvio Berlusconi, Moretti ya comenzó a trazar el borrador de lo que es este film, a partir de un relato que nos conduce por espacios en los que se dejan al descubierto numerosos entretelones. Pero en Habemus Papam, film sobre el que el Vaticano prefirió no polemizar (tal vez como estrategia para evitar el debate) la cuestión alcanza al propio personaje que ha sido elegido como tal, a un tal Cardenal Melville, el que va a sorprender, en un momento dado, tras haber escuchado primero otros nombres, que ya iban logrando un lugar preferencial, pese a algunos temores, antes de la consagración definitiva del que pasaría a ser el elegido, tras el fallecimiento de su antecesor. Moretti, a quien nosotros particularmente recordamos por ese antológico film de los 90 que es Caro Diario, que nos llevaba ya en su primer capítulo a las playas de Ostia, espacio olvidado en el que fue ultimado violentamente el gran humanista Pier Paolo Pasolini, ofrece hoy en Habemus Papam un retrato que se atreve a transitar los pasillos de ese espacio que guarda tantos secretos, conspiraciones y alianzas, como es el Vaticano (parodiado en una secuencia memorable de Fellini?Roma, a través de un desfile de modas pret?a?porter) y lejos de avanzar sobre una crítica directa, que podría haber caído en lo obvio y en lo elemental se permite ofrecernos un retrato humanizado de sus personajes, mostrados de una manera un tanto inusual. Porque en ese momento en el que se juega una situación decisiva para la grey católica del mundo occidental y cristiano, y mucho más allá, alguien, el elegido profiere, minutos antes de salir a escena, frente a la presencia expectante de sus devotos, de sus fieles, un tembloroso, impactante, ¡No! Es un hombre frente a una situación límite, que se juega entre los mandatos y el temblor, lo que va a retratar Moretti entre las paredes del Vaticano, las que inmediatamente pasarán a ser bastidores de una impensada representación escénica, en la que se impondrán cambios de roles y de máscaras y en donde la mentira permitirá sostener, transitoriamente, el crescendo de antiguos rituales. Será entonces cuando ante ese ¡No! entrará en escena alguien a quien ese espacio ya le está vedado de entrada, porque hay algo que funciona como una rigurosa advertencia: "el concepto de el alma y el concepto de inconsciente no pueden coexistir". Será el mismo realizador Nanni Moretti, quien comenzó su labor como realizador allá a mediados de los 70, quien asuma el perfil del psicoanalista que será convocado para lograr que Melville, el papa elegido, pueda finalmente, aceptar esa convicción con ese rol. Pero claro está, ya las limitaciones se le plantearán de entrada, en un espacio cercado por prohibiciones y por el mismo colegio Cardenalicio que obra como un cinturón carcelario, frente a posibles preguntas que puedan llegar a movilizar aspectos demasiados íntimos, secretos profundos. ¿Cómo obrar entonces? Y ahí está el mundo de afuera. Roma, con sus calles abiertas y con su vida cotidiana en pleno movimiento, esa que en esos días había quedado excluida de la mirada del grupo, de los que debían a la nueva figura. Pero allí, en uno de los departamentos de Roma, una mujer psicoanalista, recibirá, sin saberlo, a ese hombre, de profesión actor que, minutos después, podrá escapar de la mirada de sus lebreles y de su vocero. Como en La princesa que quería vivir de William Wyler, film del 52 por el que una joven debutante de origen belga llamada Audrey Hepburn recibía su premio Oscar en su rol de la princesa Anna; el elegido ahora vivirá su propio itinerario, se lanzará a caminar esas calles, se internará por otros espacios y se encontrará cara a cara con su vocación postergada. De pronto, una noche, allí, en los pasillos de un albergue, podrá seguir de cerca, mientras camina escaleras abajo, los parlamentos que ha iniciado un enfebrecido actor de teatro que comienza a recitar ante la mirada atónita de unos, fascinada de otros, pasajes de la memorable pieza escénica de Antón Chejov, La gaviota, pieza alegórica sobre la creación artística, sobre los deseos y los conflictos amorosos, estrenada en 1896; una noche, en la que la primera actriz, como Melville, igualmente, experimentó pánico escénico, quedando el por un largo y prolongado tiempo, muda. El film de Moretti va marcando paralelismos entre el tiempo de adentro y el de afuera, entre el recorrido sentimental de Melville y el comportamiento de los Cardenales; motivados, ahora, por el propio psicoanalista a comenzar un juego de volleyball, en el que cada uno de ellos podrá recuperar aspectos lúdicos, comportamientos de su infancia, luego de que por los pasillos del Vaticano circulara la voz de Mercedes Sosa interpretando Todo cambia y un anónimo hombre de la Guardia Suiza ocupara teatralmente el espacio del pontífice designado. Film admirable en su construcción, que se mueve entre los apuntes personales y la reflexión crítica del film?ensayo, que pone en escena la aventura y el itinerario del reencuentro de un hombre con sus propios y auténticos deseos, Habemus Papam es un film que se puede definir como político más que religioso, en su alcance de leer comportamientos y modos de relación en ese cruce entre lo íntimo y lo público y que nos lleva a una última escena que nos interpela desde un espacio vacío.
Hay belleza más allá de la muerte La película del director lusitano de 103 años retoma un antiguo guión de los años 50 para contar la historia de un fotógrafo que se encuentra de casualidad en la situación de retratar a una joven muerta poco después de su casamiento. Fue el director portugués Manoel de Oliveira quien dirigió en 1997 a Marcello Mastroianni en su último film, Viaje al principio del mundo, suerte de itinerario sentimental pensado como un flashback sobre una reconstrucción autobiográfica ambientada en tierra lusitana. Hoy, a sus casi 103 años, este realizador que nos sigue sorprendiendo, tras los pasos revisitados por su admirado y amigo Luis Buñuel en Belle Toujours nos acerca una obra basada en un antiguo proyecto que alguna vez, allá a mediados de los años 50, esbozó como guión y que, luego, tras largas vacilaciones, dejó en suspenso. La obra de Manoel de Oliveira se inscribe en cuadernos de notas que siguen de cerca tanto la espera como la obsesión amorosa, la fijación del deseo y los amores que se proyectan más allá de ciertos límites. A lo largo de sus más de cuarenta largometrajes, sus films se nos van abriendo como enigmas que marcan fisuras, espacios que se van conectando con lo insospechado, como lo viven los protagonistas de uno de sus films más cautivantes, El convento, de 1995, en el que John Malkovich, en tanto un erudito profesor en letras, viaja con su mujer, rol que interpreta la Deneuve, de París a Lisboa, con el fin de investigar, en una antigua biblioteca, sobre el supuesto origen español, y no inglés, de William Shakespeare. Para el film que hoy comentamos, que se ha estrenado de manera simultánea en el Cine Del Centro con algunas salas de Buenos Aires. Oliveira ha elegido el formato del cuento fantástico, el que nos remite a la tradición del siglo XIX, a ese mundo de ensoñaciones y fantasmas. En El extraño caso de Angélica su realizador libera como si de un perfume sutil se tratase una atmósfera que se mueve entre la melancolía y la sospecha, que nos alcanza por igual si podemos llegar a aceptar ese momento de captura que ese joven, Isaac, de origen judío sefaradí, comienza a experimentar en los primeros minutos del film. Y es que esta historia se abre ya entrada la noche, frente a una casa de fotografías, bajo la lluvia. Allí, en una noche de 1952, un auto se estaciona y alguien desciende del mismo para solicitar la presencia urgente de un fotógrafo. Hay una inminencia por retratar un último instante, por retener un último gesto, por atesorar su última mirada. Pero esa noche, el fotógrafo de ese lugar ha viajado. Y se vuelve todo un imperativo tratar de localizar a otro. Será entonces ese joven, Isaac, que se encuentra en ese lugar cercano a Lisboa trabajando en una actividad industrial (en el original, se acentuaba más el carácter de ser él un sobreviviente del holocausto nazi) quien con su cámara se acerque a la finca de una ilustre y reconocida familia del lugar; allí, en una comarca muy vecina, tras los consejos oportunos de la dueña de la pensión en la que se aloja, junto a algunos otros pasajeros que se irán conociendo a través de sus conversaciones. De aspecto taciturno, Isaac, reservado y solitario, con su cámara ingresará a un escenario de vestiduras negras y rostros compungidos que le orientarán el camino hacia el lugar donde yace el cuerpo de una joven llamada Angélica, fallecida pocas horas después de su boda. En ese clima, por momentos detenido en un aire espectral, Isaac, interpretado por Ricardo Trèpa (el nieto del propio realizador) se irá acercando a ese rostro que en algún momento, y tras su mirada detenida, prolongada, le sonreirá. Esa sonrisa inicial, momento de la captura amorosa, pasará a ser el motor, móvil y guía de sus horas. Guiado por esa imagen de gran realismo que comienza a presentarse fotográficamente en color y en evanescentes formas de blanco y negro, su Angélica lo acompañará en fugaces pero eternos momentos; marcando siempre ese tiempo de espera que se mueve entre recortados escenarios que dibujan un espacio sacralizado por la fuerza del amor. La mirada del fotógrafo igualmente se posa de manera casi documental, como testigo de su propio tiempo, en ese lugar de bisagra entre lo antiguo y lo moderno, sobre la labor de los campesinos, a quienes retrata de una manera optimista celebrando su diaria presencia. Y del mismo modo, Oliveira nos hace llegar toda una serie de reflexiones, de puntos de vista a través de los que pueblan la mesa de la pensión, sobre distintas temáticas que alcanzan a comentarios que se juegan en diferentes campos, como los que se libran entre los puntos de vista sobre el encuentro de la materia y la antimateria. Deliberadamente anacrónica en algunos pasajes, en ese intento de hacer jugar el momento de la escritura del guión y de la realización, de proyectar temporalmente esta historia de amor, de traernos a la memoria su primer film documental a través de este nuevo registro sobre el trabajo de los campesinos, tal como el lo había hecho en Douro, actividad fluvial, del 31, El extraño caso de Angélica anima las páginas del ideario de los surrealistas a partir de una historia de amor fou, de ese amor loco, que va más allá de la muerte, que no reconoce fronteras, que está más allá de cualquier calendario y de cualquier censura, barrera, obstáculo. En ese mundo fantasmal que el personaje siente habitar, tal como si de un film de Georges Meliès se tratara, El extraño caso de Angélica abre a otra dimensión desde una fotografía que alcanza a la misma habitación de Isaac, retratada fijamente en numerosas oportunidades en el film. Y aquí escuchamos, ahora, la voz de Oliveira: "Me gustaría explicar que entre una foto fija y un plano fijo hay una enorme diferencia. Y que cuando no ocurre nada, también ocurren miles de cosas".
El relato iniciático de un adolescente La mayor parte de los críticos coincidieron en establecer un paralelo entre el protagonista, de trece años y el inolvidable antihéroe Antoine Doinel, de la saga que abre Los cuatrocientos golpes, del francés Francois Truffaut. Nominada para el premio Oscar en el rubro mejor film extranjero, y con sólo una semana de permanencia en los cines de Capital Federal, se ha conocido en estos días en nuestra ciudad esta atípica realización del director belga Felix Van Groeningen, para nosotros particularmente desconocido pese a que cuenta ya con una trayectoria considerable, que nos acerca a otra visión de lo que nosotros concebimos de lo que se ha dado en llamar y reconocer "primer mundo". En el momento de su estreno, y en los pocos días en que mereció numerosos premios internacionales tras su presentación en muestras y festivales, la mayor parte de los críticos coincidieron en establecer un paralelo entre su protagonista, un adolescente de trece años, que se va asomando desde la mirada desde el mismo personaje, ya adulto, volcado a la escritura de una novela autobiográfica, que se mueve en un mundo familiar que permanece indiferente ante sus inquietudes, que no contempla sus temores, sus deseos; un personaje tal como lo experimentaba y lo padecía el ya inolvidable antihéroe Antoine Doinel, entrañable criatura de la saga que abre Los cuatrocientos golpes, de la mano del siempre recordado Francois Truffaut. Si seguimos de cerca a nuestro personaje, lo vemos en medio de un pueblo de provincia (el film de Truffaut, urbano), ligado a un mundo semi?marginal, viviendo junto a su padre semidesocupado, abandonado a la suerte de una vida entre el ocio parasitario de sus tres tíos que ven pasar sus horas entre vasos de cerveza y lanzados desnudos a las carreras de ciclismo. Junto a su padre, en ese ambiente, respirará violencia, la que se ejercita en el propio ámbito escolar, la que lo llevará a vivir situaciones dramáticas que lo colocarán frente a figuras institucionales y asistentes sociales. Como acontecía, en algunos aspectos, en el film de Francois Truffaut. Ambientada en los años 80, en un clima en el que los hermanos sí se gratifican escuchando al sensible y admirado Roy Orbison, el joven de trece años, no obstante, sentirá en la figura de su abuela ese espacio de protección que los otros le niegan. Sí, en cambio, su mirada, se posará, sobre una joven prima, que un día llegará a ese lugar. Su educación sentimental estará marcada por sobresaltos. Entre el rechazo y el diálogo que le brindan los de la del Servicio de Protección Social (recordemos ese antológico momento en el que Antoine Doinel es entrevistado por un personaje similar), aunque en el film que hoy comentamos el clima que se respira no está matizado por lo que el cine le permitía a Antoine Doinel, desde lo lúdico y lo creativo, junto a un amigo. Van Groeningen logra transmitirnos ese sentimiento de orfandad que experimentan tantos niños, desde el Neorrealismo hasta la Nouvelle Vague, alcanzando a tantos directores de los nuevos cines de la cinematografía latinoamericana e iraní, alejados del exitismo de la idea de niños prodigios, triunfalistas, que tanto gustan a la industria. Sentimiento de orfandad que este film transmite desde esa vivencia dolorosa que surge desde esa primera persona que, mirándonos, nos acerca ese retazo, ese fragmento de su propia vida. Y que encontrará en el acto de la escritura y en la llegada de su propio hijo la reconciliación con su propio pasado.
Un cine confidencial para ser escuchado Gerry está casada con Tom, quien sigue trabajando como geólogo ya en el umbral de su jubilación. Ambos llevan una vida serena, sin sobresaltos, abocados al cuidado de su huerta. Aquí el que el paso del tiempo es algo inexorable, imposible de revertir. Perteneciente a la llamada corriente del realismo inglés, de los 80?90, en la que encontramos igualmente a realizadores de la talla de Ken Loach y Stephen Frears, que movilizaron todo un pensamiento crítico en el campo de la cultura, Mike Leigh, hoy, a sus sesenta y cuatro años, nos ofrece otro de sus films en los que la vida cotidiana es la gran protagonista; retratada con cierto aire de improvisación, en el espacio de un grupo familiar. Uno de los comentarios desafortunados que pude escuchar ante este film, a la salida del cine, es el que en el mismo "no pasaba nada"; sí? le decía uno a otro dos horas para que no pase nada". Claro está, pensaba, ya acostumbrados de pronto a un concepto de cine de acción, de hechos que se van multiplicando de manera progresiva, que en algún caso no otorgan respiro alguno; de pronto, un film como "Un año más", puede despertar ese tipo de respuesta. Y sin embargo, es la vida que pasa. Y aquí Mike Leigh, en tanto guionista y realizador, se apoya en un recurso del cine clásico, el transcurrir de las cuatro estaciones, pautadas en su interior por toda una gama de matices, de comportamientos humanos que se van abriendo desde el prólogo del film, que se escenifica en un tiempo invernal, cuando el personaje de Gerry, rol que cubre la actriz Ruth Sheen, está dialogando con una paciente, una mujer entrada en años que le describe su malestar. El espacio es el de una clínica y allí se localiza el primer grupo de relaciones que se irá abriendo pausadamente a lo largo del film. Gerry está casada con Tom, quien por otra parte sigue trabajando como geólogo ya en el umbral de su jubilación. Ambos llevan una vida serena, sin sobresaltos, abocados al cuidado de su huerta, a ciertos encuentros con ese hijo que en parte los preocupa porque está solo y a algunas reuniones con sus amigos. La vida de ellos transcurre de manera armónica, desde ese entendimiento que se fue logrando con el mismo transcurrir del tiempo, en el que ya han quedado atrás los sobresaltos y los sorpresivos enojos. Si bien la filmografía de Mike Leigh ya alcanza un período de 3 décadas, fue con "Secretos y mentiras" (aquí, en nuestra ciudad se estrenó en el ex cine Heraldo) cuando su nombre pasó a ser más reconocido y valorado por el gran público; algo que lamentablemente no ha ocurrido con sus últimos films, "Todo o nada", "El secreto de Vera Drake" y particularmente este que hoy, por lo menos hasta esta fecha, comentamos. Y es que su modalidad de trabajo, que es la de un cine confidencial, está lejos de ser moda o reclamo de ese aparato de gran demanda que instala la industria. Y es que sus films nos piden que escuchemos, que nos acerquemos, que nos detengamos ante quienes necesitan un lugar junto a nosotros; como lo reclama el personaje de Mary en el film, compañera de trabajo de Gerry en la clínica, como lo solicita en cada una de sus visitas, desde sus solitarios y desesperados llamados. Film de actores, de primeros planos, de esos gestos que nos cuentan, que nos acercan toda una historia personal, "Un año más" nos traslada al Londres de la clase media suburbana, a ese espacio en el que no hay una posibilidad de distraer la mirada con los reconocibles íconos de una escena costumbrista, ni despertar una atracción exterior. La mirada de Mike Leigh nos lleva a reconocer personajes anónimos, que caminan junto a nosotros, que son como nosotros, que no tienen entidad heroica, que enfrentan diariamente sus limitaciones; como lo planteaba ya, en sus orígenes, desde una ética de la imagen, el neorrealismo italiano. Aún más intimista, el cine de Mike Leigh nos va llevando a otros personajes, como el amigo de la familia, Ken, que sólo ve pasar las horas, para volver no saber dónde, en el alcohol...Y que por igual, no enfrenta al nacimiento y a la muerte de los seres cercanos, en situaciones que pendulan entre sentimientos que abren nuevos capítulos; como la que se juega con el hermano de Tom, ante la perdida de su esposa, sorprendida ahora en una mirada que ha quedado suspendida en el vacío, en un discurso de entrecortadas palabras, en vacilaciones, y frente a la prepotencia del regreso de un hijo que intenta adueñarse, del dolor. Sobre la fragilidad, pero también la franqueza y firmeza de los vínculos humanos, el film de Mike Leigh nos ofrece un retrato de la comedia humana en notas que se destacan por sui tono pudoroso, como los que logra en sus breves minutos, y en sus contadas participaciones, en escenas breves, la actriz de "El secreto de Vera Drake", Imelda Staunton, a quien encontramos en el primer momento, a quien escuchamos al intentar responder aquella pregunta sobre algún momento feliz; a quien reencontramos ya cuando está promediando el relato. Como al personaje de Mary, que sólo puede sonreír cuando puede ser escuchada por Tom y Gerry, cuando puede depositar alguna esperanza en alguna ilusión cercana, a quien Mike Leigh le otorga el último momento del film, sobre su rostro, en esa mesa de esa familia que siempre la recibe y la escucha; sobre su rostro, remarcando ahora su desolador estado interior, en un plano que enmudece.
Lo que pasa en las mejores familias Un poderoso industrial sabe que va a morir y decide delegar el poder en su hijo y en su nieto. Con un ritmo casi operístico, el film va enunciando la tragedia. Y lo hace en ese ámbito familiar en el que los mandatos han sido transgredidos. Frente a nosotros, la imagen del afiche nos lleva al retrato de un grupo de familia en el interior de una señorial casa. En el cruce de nuestras miradas se van abriendo algunas interrogaciones sobre esta disposición de esos personajes que, ahora, componen su propia puesta. Faltan algunos, la escena está por animarse y en pocos minutos más llegarán los invitados para celebrar un nuevo cumpleaños del gran jefe de familia, el abuelo, el padre del padre, el que un día puso en marcha una fábrica textil y que vio crecer en esa Milán industrial de los principios del siglo. Los preparativos están en marcha y la mesa, tal como la disposición protocolar lo ordena, está a punto de ser servida. Nacido en 1971, en Palermo, Luca Guadagnino retoma algunos planteos de la filmografía de uno de sus maestros, Luchino Visconti y haciendo gala de una estética que diseña una trama y un cruce de diferentes ritmos, nos invita a seguir de cerca, a partir de un recorrido estacional, los diferentes cambios que operan en el interior, en el seno de esa familia, cuyas singulares historias irán aflorando a lo largo de todo el relato, a partir de pequeñas fisuras; en ese ámbito en el que aparentemente todo parece permanecer estabilizado desde un riguroso orden familiar y en el que, sin embargo, tal como la puesta en escena lo señala, hay espacios vacíos, rincones olvidados, ámbitos por descubrir. Tal como en "La caída de los dioses" de Luchino Visconti el film abre con la celebración de un nuevo aniversario del patriarca y poco a poco iremos tomando conocimiento de los vínculos, como el mismo film de Visconti lo señalaba, que esa gran empresa sostenía desde diferentes intereses con el régimen totalitario de entonces; con los grupos políticos y económicos del poder. Significativo, es, por otra parte, que el hijo, del gran padre, al igual que el personaje de Alain Delon en "El Gatopardo", lleve el nombre de Tancredi. No sólo es la atmósfera invernal en esa Milán que abre con las esculturas cubiertas de nieve la que transitamos en esta primera parte del film; sino también es el clima operístico (una vez más el cine y el teatro de Visconti) el que se respira en el interior de ese ámbito poblado por paredes vacías y señoriales retratos, en él que sólo la prudente voz y la mirada atenta de una criada es quien está abierta a la comprensión de lo que allí sucede, como acontece en algunos films de Ingmar Bergman y Pier Paolo Pasolini. En ese espacio cerrado, marcado por algunos rituales domésticos, que no marcan diferencias entre un día y un otro, dos particulares situaciones están por ocurrir. Y los mismos nos llegan por vía de los sentidos. Sobre la base del formato del melodrama viscontiano, que alcanza el mismo Bolognini en films como "El caso Murri" y "La herencia de los Ferramonti", Guadagnino nos ofrece un relato en el que los diferentes personajes que aparecen estáticos, en esa primera imagen, comienzan a revelarnos comportamientos ambiguos que nos remiten a las zonas de lo no dicho. En relación con este punto, Haydee Sanchez, psicoanalista, nos alcanza sus reflexiones: "Creo que es una relación con el título original, "Yo soy el amor", que algo nuevo irrumpe y cómo a partir de esto se ponen en movimiento, la pasión, el deseo, los celos, el despertar de aquello que estaba adormecido. Y claro está, me refiero, en primer lugar a lo que la madre descubre aquel día en el interior de ese CD que pertenece a su hija y que nos permite que se lea la palabra "Love". Hablamos de la hija. Y entonces, nos referimos ahora a los dos hijos varones, uno de ellos el elegido junto su padre, para continuar con los negocios de la empresa. El otro, allí, activando sus propios planes desde un ángulo no tan visible. El primero unido, desde su sensibilidad, a su propia madre, esa mujer rusa que tal vez un día fue adquirida por su madre como una pieza más de su coleccionismo, de un viejo anticuario. Pero ahora, y ya desde el inicio, y en relación con el placer de la comida (como lo marcaba Ferzan Ozpetek en "La ventana de enfrente") ambos verán como su propia vida, madre e hijo, cómo ese itinerario comenzará a experimentar otros rumbos. Y de cómo las pasiones pendularan generando nuevas tensiones. Amigo del hijo mayor, el joven cocinero, llegará en ese primer tramo del film a la mansión de los Recchi en esa fría estación invernal, ofreciendo una obra de su oficio de repostero. Y como el recién llegado del film de Pier Paolo Pasolini, "Teorema", el aparente ordenamiento familiar comenzará a experimentar otros movimientos, tanto en la vida de Emma (alusión al personaje de Flaubert, que compone Tilda Swinton) como al de Edo, el del hijo, ya prometido, que guarda un vínculo de fascinación por ese joven que pertenece a una clase social diferente. De la Milán invernal, cubierta de nieve, diferenciada desde esos carteles indicadores que detentan una singular grafía el film marcará un pasaje hacia otras tierras, como la soleada San Remo. Emma podrá, al igual que lo lograba únicamente con su hijo, narrar su propia historia al recién llegado y poder, entonces, empezar a reconocer su identidad. Podrá, igualmente, pronunciar su nombre, junto a ese joven que la acaricia tiernamente, desplegando su imperfecta desnudez en un espacio abierto, mientras la naturaleza, celebra, en todo su esplendor, ese encuentro. Pero "El amante" desde los mismos carriles viscontianos va enunciando la tragedia. Y lo hace en ese ámbito familiar en el que los mandatos han sido transgredidos. Mientras los nuevos negociados ya van alcanzando un nuevo poder globalizador. En esa espera, en ese acto continuo de revelaciones, lo fatal, lo trágico, comienza a avecinarse.