Furno vuelve a la ruta y al pasado La película protagonizada por Luis Machín, que pasó inadvertida en su estreno, regresa a una sala local. El rosarino encarna un chofer de ómnibus de larga distancia asaltado por pesadillas que vienen desde los años de la dictadura. En la misma semana en que el último film de Sofía Coppola, Adoro la fama, otro de sus caprichosos retratos e híbridos divertimentos, alejado de aquellos, sus primeros films, se presentaba a fines de octubre del año pasado en cinco salas, y que la notable obra de Margarethe Von Trotta, Hannah Arendt se podía ver sólo en dos salas, Destino anunciado de Juan Dickinson sólo estaba presente en el cine Del Centro, habiéndose dado a conocer, como tantos otros films independientes, en un espacio altamente competitivo, eclipsados por una resonante maquinaria publicitaria. Afortunadamente, tras un largo silencio, volvió a la cartelera este muy inadvertido film. Y lo hizo de la mano de su actor, admirado por todos nosotros, no sólo por ser rosarino, por haber finalmente encontrado un lugar en el teatro, en la televisión y en el cine; sino, sobre todo, por su talento y su modo de ser, actitudes y comportamientos, que, en el caso de Luis Machín, se conjugan de manera inusual. El pasado jueves, en una función abierta para todos los públicos, el actor, en la sala de Arteón, abrió la función con sus sinceras palabras, antes de la exhibición del film, la que fue coronada con grandes aplausos. Si en un programa especial para la televisión de hace algunos años, su director, Juan Dickinson, cuya trayectoria merece ser conocida, nos acercaba el declinar y ocaso de los ramales ferroviarios que durante décadas permitieron los diferentes vínculos entre tantos pueblos del interior en un programa especial para la tevé, en formato documental, conocido como Había una vez un tren, ahora en Destino anunciado el espacio que vamos a transitar es el de las carreteras, las autopistas, que conectan a la estación central de Retiro con la ciudad de San Pedro de Jujuy. Y en esa larga trayectoria, que nos va alejando de la Capital, iremos conociendo a Furno, un hombre ya cincuentón de una rigurosa conducta, que se manifiesta en actos rituales, repeticiones, forma de vida estoica, moral indeclinable. Pero que al mismo tiempo se ve asaltado en sus sueños, que lo visitan como recurrentes pesadillas, por un cierto hecho ocurrido en los años de la dictadura. Por esos territorios desolados, en ese repetir los mismos kilometrajes y anotar el número de pasajeros en un descolorido cuaderno, la opacidad de una luz acompaña la existencia de Furno, cuyo acompañante Olivo, se mueve de manera acomodada entre los agentes del orden y las mujeres del lugar. Es en ese mismo parador, donde tiene lugar ese alto, que allá la historia comienza a tomar un cauce diferente, donde el conocer a una amable y joven moza del lugar, llamada Clarita le permitirá a Furno reconocerse desde otra manera de ser. Desde un tiempo dilatado, que parece duplicar el tiempo detenido de esos espacios, lo inquietante y lo perturbador llevarán a nuestro personaje, desde una destacada composición admirable en matices, a llegar a las puertas de un pueblo fantasma. Así, Luis Machín compone a un antihéroe que se empezará a mover en un espacio amenazante de miradas esquivas y de rechazos, de silencios forzados, en el espectral escenario de lo que podría ser un western crepuscular. De esta manera, el film de Juan Dickison a partir de una estructura que se abre en el espacio de la vivencia de un pasado, que se mueve entre la imposibilidad, la ignorancia y la culpa, proyecta su flecha hacia una riesgosa búsqueda, en un territorio de fronteras, que llevarán a que nuestro personaje se vea rodeado por niños que conducen bicicletas hasta cercarlo; antes de que las máscaras de una colorida, tensionante y grotesca mascarada de Carnaval lo desdibujen en la misma escena.
Uno de aquellos anhelos de Disney Una de las obras que fueron ternadas por la Academia de Hollywood por su banda sonora propone una historia en clave narrativa clásica acerca de los prolegómenos del rodaje en 1961 del célebre musical Mary Poppins. Nominada en la última entrega de los Oscars en el renglón de mejor banda sonora, el último film del guionista de "Medianoche en el jardín del bien y del mal", John Lee Hancock, pieza del cine negro dirigida por Clint Eastwood, nos ofrece ahora también ya en su oficio de realizador su acariciado sueño: el de representar frente a nosotros esos momentos que preceden a la filmación de este clásico del cine de Disney, obra de culto que tiene su lugar privilegiado en el mundo del musical, "Mary Poppins", estrenada en nuestro país a principios de diciembre de 1964. No se trata ya de los entretelones del rodaje, ni siquiera de atravesar los distintos sets. No accedemos a un backstage sobre el proceso de construcción de esta obra meridiana de Disney, uno de sus más queridos proyectos; tal vez porque respondía al deseo de sus hijas. Y este sueño del mismo Disney nos lleva sí a ese año mil novecientos sesenta y uno en el que el Sr. Walt invita a Pamela Lyndon Travers a viajar a sus estudios, con el fin, con el solo fin, de adquirir los derechos de esta escritora australiana, cuya obra homónima se había publicado en 1934. A casi cincuenta años de su estreno, en una era en la que los sofisticados efectos ultratecnológicos colocan al espectador como rehén de un juego que se libra entre personajes heroicos y estereotipados villanos que asumen el rostro del Mal; aún para algunos hay un espacio para que el viento del Este haga llegar a nuestras puertas a una mujer vestida de negro, luciendo un sombrero, llevando en una mano un paraguas y en la otra un bolso que sólo espera su abradacadabra. En esos primeros años de ese nuevo siglo, en la casa de los Banks, la nueva institutriz desplegará su inesperada manera de ser, hará despertar frente a esos niños un gran asombro. En ese primer gran rol para el cine, Julie Andrews ganará el Oscar como mejor actriz por este rol, componiendo a un personaje que anticipa en su conducta a María en el film de Robert Wise, "La novicia rebelde", a estrenarse un año después, cuyo título original, altamente significativo es "The sound of music". Al volver sobre el estreno de la semana, un film que cabalga sobre el lomo de esos caballitos que la misma autora, muy a pesar de ella, conocerá en una de las calesitas que Disneyworld le depara, abriendo las puertas del pasado desde un planteo narrativo clásico, accedemos a una serie de enfrentamientos, negativas, rechazos, pulseadas entre esta mujer cuyo carácter hace mover los mismos cimientos de las oficinas centrales y este amable, paternal y comprensivo Walt Disney, particularmente muy idealizado, desde el mismo guión. Son ellos, una sobresaliente Emma Thompson y un correcto y medido Tom Hanks los que libran esta ronda de conversaciones ya que ni el tono de un musical ni la presencia de personajes del cine animación agradan a la autora para llevar "Mary Poopins a la pantalla". Por el contrario, un rotundo no, un severo taconeo que hace eco, un fuerte portazo, son las respuestas. Como si de un libro de cuentos se tratara, los días de la infancia de la misma autora van asomando por entre las páginas de sus recuerdos. De esta manera en su Australia natal, mirada desde su presente con esa luz que parece de alborada, la escena familiar se va iluminando frente a nosotros, dejando poco a poco, al descubierto, sus ángulos claroscuros, sus aspectos más indescifrables. Es un vaivén pendular y un movimiento de calesita el que lleva a ese punto de partida y es al mismo tiempo, la misma autora, compuesta magistralmente por la gran actriz Emma Thompson, la que irá ofreciendo un paulatino viraje en su modo de ser. Es la figura del padre, que se acerca y se aleja, la de una sufriente madre, la de una aparente severa tía que un día llega a sus puertas, la tía Ellie, persona de su vida sobre la cual se modela su Mary Poppins. Toda una dialéctica se pone en acto entre la autora del libro y el mismo Walt Disney. Y tal vez sería más que un hallazgo, tener muy presente el afiche original del film, que se mantiene en nuestro país, en el que las sombras que se proyectan desde los dos personajes son las del Ratón Mickey y Mary Poppins sobre un fondo blanco. Y el título original del mismo es "Salvando al Sr. Banks", nombre que forma parte de este juego de ficciones. Respecto del nombre y del tema de la identidad "El sueño de Walt" abre su espacio para ello y nos acerca mucho más al álbum personal de esta escritora, quien no aceptaba para su film, como le señalaban los hermanos Sherman, los compositores musicales, "un poco de azúcar". Mrs. Travers se negaba a que su Mary Poppins participara de ese mundo donde los personajes saltaban y cantaban. Y menos aún, si los mismos, eran dibujos animados. No desearía cerrar esta nota sin dejar de mencionar a un entrañable personaje de este film, al que logra tender un desinteresado, amable y profundo vínculo con la escritora. Y es al personaje del conductor del remise al que me refiero, Ralph, el que siempre está atento a las inquietudes de Mrs. Travers; el que, oportunamente, la conforta con palabras de aliento. Este humilde personaje está interpretado por Paul Giamatti y la composición que el actor hace del mismo es admirable. El film que hoy comentamos nos pide dejar de lado, por algunos instantes, todas las lecturas críticas que sobre el cine de los personajes de Disney se hicieron a partir de los años setenta. Igualmente su "Mary Poppins" marca un lugar diferenciador, altamente creativo y original. Y quien la haya visto ya estará tarareando, junto a Julie Andrews y el genial actor clownesco, Dick Van Dyke, discípulo de Stan Laurel, la tan pegadiza canción "Chim Chim Cher-ee" y jugando con ese trabalenguas, que dio la vuelta al mundo, "Supercaligragilísticoespialidoso".
En resguardo de lo bello y sagrado "Operación Monumento", no está planteado totalmente como drama bélico sino que se mueve en una gran variedad de tonos. Narra el rescate de obras de artes, que escaparon a las llamas, pero que fueron secuestradas por jerarcas del nazismo. Hace algunos días hemos podido leer en algunos medios periodísticos el tan particular y contundente reclamo que el actor, guionista y director George Clooney le planteó a los directivos del Museo Británico, respecto de la inmediata devolución de "los mármoles de la Acrópolis de Atenas saqueados por el país invasor en tiempos bélicos". Este hecho no es menor si se tiene en cuenta el protagonismo y la fuerte presencia de quien lo firma y al mismo tiempo lo que deja al descubierto, respecto de ciertas políticas culturales colonialistas que llegaron a poblar las vitrinas de los museos europeos. La presencia en la cartelera de "Operación Monumento", presentada en el Festival de Berlín de este mismo año, por su mismo realizador, George Clooney y un grupo de actores, abre un diálogo con lo señalado precedentemente, ya que el film, planteado no ya en términos de un drama bélico sino de un relato que participa de una misión en tiempo de guerra, que se mueve en un variedad de tonos por momentos indefinidos, proyecta su historia hacia lo que es el rescate de obras de artes, que escaparon a las llamas, pero que fueron secuestradas, escondidas, bajos los mandatos y órdenes de los jerarcas del nazismo. Sea por saqueo o destrucción, lo cierto es que aún en la actualidad esto sobrevive: cada nueva invasión, cada nuevo ataque abre la puerta de nuevos genocidios y destruye, aniquila modos de cada cultura, sus propias expresiones artísticas. Como el mismo Clooney señaló cuando la presentación del film en dicho Festival: "Como en Siria, Afganistán, Irán o Sudán. Los estamos dejando sin su propia cultura". Independientemente de que este su quinto largometraje no alcance, tal vez, desde mi punto de vista, el nivel de excelencia de un film como "Buenas noches, buenas suerte", ambientado en los años del maccarthismo, "Operación Monumento" es un film que si bien mantiene la épica de los films clásicos de Hollywoood, no pierde sus momentos que nos llevan a reflexionar en relación con el tiempo y lo que perdura, la fugacidad de la vida y la trascendencia de las obras de arte. Pero, igualmente, ya desde el inicio, quien comandará a ese grupo, (el mismo Clooney), formado por historiadores del arte, un traductor judío-alemán, arquitectos, un escultor, un piloto inglés, reunidos con la venia de Rooselvet para esa misión, les mostrará una diapositiva de la Abadía de Montecassino destruida no ya por el ejército nazi, sino por un bombardeo de los aliados. En declaraciones a la prensa, Clooney, quien siempre se ha presentado en diversos actos de protesta junto a su padre ( a quien le reserva un momento sobre el desenlace de este film) ha señalado que para realizar este film ha hipotecado su casa. Y que siempre " este tirar de la cuerda, esta situación de riesgo, es la que me pone en paz con mi conciencia". Se comprende más aún, desde sus palabras, la felicidad que experimenta George Clooney al interpretar a su personaje Frank Stoke, ese arrojo romántico, junto a su grupo, lanzados en esa búsqueda tras las obras de Rembrandt, Michelangelo, Vermeer, Van Eyck, entre tantos otros sublimes creadores. Se plantean en el film, de boca del mismo personaje, que por momentos asume demasiado protagonismo, la disyunción entre arte o vida. Se abren interrogantes, de igual manera, sobre quiénes son los depositarios de los bienes culturales cuando se ejercen acciones de ocupación y colonialismo. Y entonces ante el inmediato conocimiento del deceso del gran guionista y director Alain Resnais, ocurrido ayer, a la edad de 92 años, creador de tan trascendentes films, meridianos en la historia del cine, como "Hiroshima, mon amour" del 59, "Providence" de 199, entre tantas otras, pensé en aquel censurado y prohibido durante diez años mediometraje que realizó junto a Chris Marker, "Las estatuas mueren también", profunda reflexión sobre la acción colonialista en el Africa, la usurpación de sus obras artísticas, el vaciamiento ideológico desde la doctrina religiosa, las vidrieras pobladas de los museos franceses. Una voz en off abre este admirable y necesario film: "Cuando los hombres están muertos entran en la Historia. Cuando las estatuas están muertas entran en el Arte. Esta Botánica de la muerte es lo que nosotros llamamos Cultura". Para Alain Resnais, a quien siempre vamos a tener presente por su obra artística, por su legado, tal como señala uno de sus personajes en "Mi tío de América", de principios de los 80, "Una persona es una memoria que actúa". Y más allá de algunas objeciones, ya planteadas, en la voluntad crítica de George Clooney, en relación con quiénes podrán mañana estar frente a la obra de los mayores, contemplar y reflexionar ante estas obras artísticas que trascienden el tiempo mismo, aún con sus arrugas, "Operación Monumento" es un film que merece verse y debatirse en diferentes ámbitos; por sobre todo, el escolar. Y, entonces, me viene a la memoria aquel film estrenado hace ya medio siglo, o tal vez, algo menos: "El tren". Lo dirigió John Frankheimer y en él, vemos cómo a pocos días de la Liberación de París un grupo del ejército nazi, en ese agosto del 44, saquean obras de arte y las cargan en un tren. Ante ello, una mujer que estaba al cuidado de las mismas, rol que interpreta Suzanne Flon, se conecta con el jefe de los partisanos, interpretado por el gran Burt Lancaster , al frente de una sección de la Resistencia quien traza un plan de rescate junto a los suyos. En el tren de los ocupantes y de los depredadores quien conduce la máquina es un hombre que defiende los ideales de una Francia libre, personaje interpretado por Michel Simon. Al frente de ese ejército de uniformados con svásticas, marcando un intolerable clima despótico y de violencia, Von Waldheim, rol que asume el eximio actor inglés Paul Scofield.
Una Roma luminosa, omnipotente y barroca Este film puede ser considerado como una reescritura parcial de la tan personal, antológica y provocadora obra de Fellini de fines de los cincuenta, "La Dolce Vita". La película de Sorrentino asume su delirante carácter de una gran puesta en escena. Si bien en el Festival de Cannes 2013, donde compitió en la Selección Oficial, La grande belleza no recibió galardón alguno, lo cierto es que hoy es uno de los films más premiados de los últimos tiempos. Días pasados, en Londres, recibió el premio Bafta al mejor film extranjero, tras haber obtenido el Golden Globe en esa categoría. Y en estos días está nominado para el Oscar al "mejor film de habla no inglesa", compitiendo junto a La Cacería de Dinamarca (ya estrenado aquí) y otros films de otros países: Alabama Monroe (Bélgica), The Missing Picture (Camboya) y Omar (Palestina). Desde el título que se eleva de manera retórica por encima de los techos de Roma, el film de Paolo Sorrentino, realizador nacido en Nápoles en 1970, de quien ya hemos visto en salas y circuitos alternativos Il Divo y Las consecuencias del amor, entre otras, este tan esperado film, desde el día de su estreno, ha abierto una gran polémica. Y las respuestas, pareciera, no admiten una valoración media: por el contrario, como el mismo film, apunta a los extremos. Coincido con aquellos críticos que consideran a este film como una reescritura parcial de la tan personal, antológica y provocadora obra de Federico Fellini de fines de los cincuenta, La Dolce Vita, film que llevó a que el mismo Vaticano condenara, torpemente, a esta gran obra, que se propone como una lectura tan moral de la decadencia de toda una clase social subsumida en el hastío, que se mueve por repetidos rituales entre las ruinas y los espectros de un rancio conformismo. Ahora, en este film de Sorrentino, que desanda el camino de su maestro, por esta Roma luminosa, omnipotente y barroca, que se interna en palacios y villas, su personaje central, Jep Gambardella, periodista, alguna vez escritor de una reconocida novela, El aparato humano; desencantado, deambula por una pasarela de la alta sociedad de su tiempo, presentada como una atronadora babilonia que escenifica sus pasajeros encuentros, interesados y enmascarados, en sofisticadas terrazas que saludan a una indiferente ciudad. Nuestro personaje, igualmente crítico teatral, que está interpretado por este notable actor que es Toni Servillo, intérprete de Il Divo en el rol del siempre cuestionado Giulio Andreotti, Gomorra, Viva la libertá, La ragazza del lago y últimamente en Bella Addormentata de Marco Bellocchio, entre otras, es una suerte de flaneur, de paseante urbano, por esa Roma que va abriéndose paso entre el Coliseo y la Via Veneto, arteria principal del film de Federico Fellini y que ahora lo recibe fastuosamente en su nuevo cumpleaños. El film de Paolo Sorrentino asume su delirante y festivo carácter de una gran puesta en escena, de un Kolosal Musical, kitsch y rutilante, en el que nadie acepta su propio presente y todo tiende a una subrayada impostación. Se puede pensar a todo el relato como un gran mascarón de proa -imagen inicial del film Casanova del mismo Fellini, de mediados de los 70- que poco a poco muestra su aspecto más descarnado y patético, las arrugas y las fisuras de los años idos. Frente a la fragilidad y a ese tiempo que escapa, que ni las cirugías ni los grotescos maquillajes pueden detener, fluye, como en las mismas mansas aguas del Tíber un opaco resplandor de melancolía en algunos de sus personajes, como el que compone el mismo comediante Carlo Verdone. A diferencia de la mirada de Fellini, sobre sus criaturas, aseveran numerosos críticos italianos, no así las opiniones de los diferentes públicos, en La grande bellezza no vivenciamos un sentimiento de comprensión, de piedad, hacia esos personajes. Entiendo, claro está, que esta afirmación es más que discutible. En declaraciones a la prensa, Sorrentino ha comentado que ha elegido para su personaje, Jep Gambardella, que mira desencantado esa gran puesta en escena, ya con sus sesenta y cinco años, en esa Roma a la que llegó cuando era muy joven, la actitud de un personaje que todo lo observa de su "cinismo sentimental". Y ahí está él abriéndose paso entre actores, prelados, políticos, stripers, intelectuales, delincuentes, economistas, y tantos más, como si estuviésemos frente a círculos dantescos, poblados de sombras, de figuras fantasmáticas. Su voluntad, desde esa perspectiva de crítico teatral, quizá sea la de un marionetista que mueve los hilos, a su antojo, desde un vanidoso accionar. La grande belleza no sólo nos permite rever los caminos de Fellini, llegar además a esa orilla en la que tuvo lugar un reciente naufragio; sino, al mismo tiempo, reencontrarnos con aquellos personajes y en aquel lugar en el que mi admirado Ettore Scola, de quien esperamos su más reciente film Che strano chiamarsi Federico, nos ofreció a principios de los años 80: La terraza, historia narrada a partir de cinco encuentros en este mismo lugar, desde cinco puntos de vista diferentes: un guionista, un diputado, un productor de cine, un funcionario de la R.A.I., un periodista. Con las notables actuaciones de Marcello Mastroianni, Vittorio Gassman, Ugo Tognazzi, Stefania Sandrelli, Jean Louis Trintignant, Carla Gravina, Serge Reggiani, Stefano Satta Flores, entre otros.
Un viaje para confirmar lo que intuía En la película de Frears, se plantean numerosos interrogantes en lo que hace a las creencias religiosas y el nombre de Dios. Una historia que si bien parte de hechos de la crónica, se viste, por momentos, de tonos de fábula. En el último Festival de Venecia, la nueva y tan esperada realización de Stephen Frears obtuvo el premio al "mejor guión", escrito por Jeff Pope y Steve Coogan, este último igualmente co-productor y actor principal del film. Para la inminente entrega de los Oscars, a celebrarse el 2 de marzo, Philomena está presente con cuatro nominaciones: mejor film, actriz, guión y banda sonora. Una observación inicial me asalta y me confunde: ¿si un film es elegido como el mejor en ese rubro, en este caso, Philomena, esto no nos lleva inmediatamente a su director?. Esto es a esta figura que diseña, reúne, planifica, pone en acto, revisa y recrea, coordina, junto con todo un gran equipo de nombres destacados según sus las diferentes funciones y responsabilidades. Y entonces ¿por qué no ha sido nominado como "mejor director", Stephen Frears? Lo mismo golpea de cerca a los realizadores de Her y Dallas Buyers Club. Un film conmovedor, ¡con mayúsculas!. Quise iniciar este párrafo de esta manera. Un film que se plantea, a partir de un relato clásico que bien nos puede retrotraer a un cine de años idos, como una búsqueda, frente a un ultraje institucional, frente al ocultamiento, a la simulación y a la mentira. Un film que en su desandar un camino de vida, páginas autobiográficas, deja al descubierto, desde una entrecortada voz, el grito semiahogado de los que intentaron ser silenciados. A sus ochenta años la actriz Judi Dench luego de habernos brindado en el cine variados y notables roles, compone desde este testimonio literario, firmado por el periodista Martin Sixsmith, a Philomena Lee, una mujer que se coloca en el camino de un deseo interno, que siempre estuvo presente: salir al encuentro de aquel hijo que le fue arrebatado, cuando era adolescente, cuando estaba como interna padeciendo los castigos en ese asilo religioso, en el que las monjas explotaban a las madres solteras hasta el desmayo, en su Irlanda natal; vendiendo esos hijos a adineradas familias, muchas de ellas, extranjeras, que cruzaban el Atlántico para comprar por elevadas sumas a esos "hijos del pecado". Fue entonces cuando recordé, en relación con esta ominosa situación, denunciada hoy en numerosos libros, aquel film de Peter Mullan, actor de Ken Loach en Mi nombre es Joe, ambientado en Dublin en los 60, En el nombre de Dios: The Magdalene Sisters, cercano a lo que es un film de terror, por las vejaciones, castigos, humillaciones que padecían las internas. Una historia que en Philomena nos conduce al nombre de la hermana Hildegarde, que se mueve entre los recuerdos de la protagonista y a partir de un presente que lleva a dos actitudes confrontadas. Al nombrar a Frears, nacido en Inglaterra en el 41, recordamos Ropa limpia, negocios sucios, Susurros en tus oídos, Relaciones peligrosas, Ambiciones que matan, La Reina. Y con la misma Judi Dench esa sorprendente y eufórica comedia ambientada en Londres en los años de entreguerra, en el mundo del music hall, Mrs. Henderson presenta. Con su mirada siempre atenta a los comportamientos, a los vínculos entre sus personajes, a esos momentos epifánicos que los espectadores compartimos con ellos. En el film de Frears, que ha llegado en estos días a las puertas de la sede del nuevo Papa, de la misma mano de la actriz junto a la persona que inspiró el libro y el film, Philomena Lee, se plantean numerosos interrogantes en lo que hace a las creencias religiosas y el nombre de Dios. Y siempre en situación de diálogo, Philomena con su acompañante, este escritor, ya no periodista de las Cámaras, degradado en sus funciones por haber escrito "de más", abrirán numerosos debates en torno a complejos temas, a medida que van construyendo, ese viaje, que los llevará a otras tierras, en el que la misma madre podrá llegar a conocer, a saber un poco más, a confirmar todo lo que intuía. Con algunos momentos de sincera emoción, de franca ternura, Philomena nos invita a escuchar y a ser partícipes del relato de los otros. Y el mismo humor está presente en más de una situación, entre la ingenuidad y la ironía. Y este ir preguntando sobre ese hijo, este querer saber sobre su paradero, va acercando a esta mujer, lectora de novelas románticas, a este escritor que va detrás de la Historia de Rusia, en un primer momento, desde un aprendizaje mutuo que desafía a los prejuicios. Desde aquel personaje víctima del Alzheimer, la novelista Iris Murdoch, en el film Iris de 2001, dirigido por Richard Eyre, junto a Jim Broadbent y Kate Winslet hasta llegar al rol de esa despiadada y posesiva madre que asume en el film de Clint Eastwood, J.Edgar (2011), junto a Leonardo di Caprio, entre tantas otras composiciones, Judi Dench nos sigue asombrando (al igual, que Helen Mirren y Meryl Streep) por esa capacidad de poder construir sus personajes desde los pequeños gestos, desde esos matices discursivos, desde sus miradas. Cómo olvidar, desde aquí su pudoroso rol en el film de David Jones, junto a Anthony Hopkins y la siempre excepcional y recordada Anne Bancroft, Nunca te vi, siempre te amé y al mismo tiempo su pérfida violencia, su sinuoso accionar, al lado de Cate Blanchett, en Escándalo? Ahora, tanto ella como Steve Coogan nos ofrecen en Philomena, una historia que si bien parte de hechos de la crónica, se viste, por momentos, de tonos de fábula. Y que es al mismo tiempo un relato en el que ciertas notas de humor nos salen al cruce a la vuelta de la esquina, dando a un giro a su reconocible fisonomía de melodrama de los años 50, con flash-backs incluidos, que por otra parte despierta a interrogantes de proyección actual. Y la voz de su realizador sigue allí, al gritar con fuerza, al denunciar de manera contundente, la impunidad de la gozan ciertas instituciones.
Lectura, ternura y denuncia al nazismo La historia de una niña que descubre el mundo de los libros y lo comparte con un joven judío escondido en su casa marca un movimiento pendular entre la vida hogareña y los días escolares, signados por la retórica del régimen. Pensada en principio para un público infantil y adolescente, con alcance para todas las edades, Ladrona de libros pasa a ser una de las inusuales opciones que tienen los jóvenes espectadores que escapa, voluntariamente, a esa maquinaria fascista de superhéroes que se mueven en escenarios de una imparable violencia, subrayada por un demencial exceso de efectos especiales. Lejos de todo esto, y mirando hacia otro momento de la historia, el joven director Brian Percival, de reconocida labor en series televisivas como Downton Abbey, Mucho ruido y pocas nueces, entre otras, para productoras inglesas, logra con este film, desde un personaje muy particular, revisar cruciales momentos de los años del nazismo, en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, desde diferentes ángulos, que reúnen a la lectura y a la escritura como expresiones fundacionales. El film de Brian Percival ha despertado una crítica muy dispar. Y gran parte de esto proviene del hecho de que la novela homónima, publicada en el 2006, escrita por Markus Zusak, pasó a ser en numerosos países, un gran best seller. Su autor, nacido en Sidney en el 75, de padre austríaco y madre alemana, comenzó a escribir esta obra luego de haber dado a conocer otras, a partir de los relatos de su madre, quien de niña había sido testigo de los desmanes, atropellos y adoctrinamientos del régimen; aspectos que en el film están muy presentes, y que se irán inscribiendo en la memoria de nuestros jóvenes protagonistas, Liesel y Rudy. Atento a los lineamientos del texto, preservando la voz narrante que es un hallazgo (lo que nos lleva a nosotros a toda una serie de interrogantes), Ladrona de libros no niega su formato de cine pensado desde la gran industria. De hecho, es la Fox quien tiene a su cargo su distribución internacional y la misma elección de John Williams, habitual compositor de Steven Spielberg, entre ellas la oscarizada partitura de La lista de Schindler, reafirma su carácter de un cine proyectado hacia un gran público, mayoritario. Pero cabe señalar aquí, y esto tal vez merece tenerse en cuenta, que el film apela a un gran intimismo, descubre espacios de reflexión, permite un entrecruzamiento de miradas, no transforma en espectáculo a las escenas bélicas. Por el contrario, se trabaja desde el recorte y la elipsis, se pone el acento en las miradas. Hay diferentes ámbitos que iremos transitando, hay otros espacios que iremos descubriendo, que nos llevan a rememorar el mismo escondite de Ana Frank. Entre el mundo de arriba y el mundo de abajo de la modesta casa de los Hubermann, el reciente hogar de adopción de esta niña de más de nueve años, se irá construyendo una escalera de expectativas, de sueños, de temores, en torno a la escritura y a la lectura. Y desde la llegada de ese joven en medio de la noche, fugitiva sombra que se mueve en un ominoso territorio de amenazas, la conducta de Liesel formará parte de un pacto secreto. El film de Brian Percival marca un movimiento pendular entre la vida doméstica hogareña y los días escolares, signados por la retórica del régimen. Otorga un considerable y descriptivo momento, en una secuencia aterradora, a ese día en que se celebra el cumpleaños de Hitler. Las banderas y los cánticos, los discursos encendidos alertando sobre los enemigos del pueblo y del partido, la quema de libros. Y será entonces, cuando Liesel, ya pasadas las horas, cuando la mayor parte de ellos han sido reducidos a cenizas, logra rescatar uno, el que al igual que aquel primer libro que había tenido en sus manos, será compartido. Todo este episodio, realizado de manera temerosa, es observado por una mujer de mediana edad. Y es que con este personaje la historia marcará otro giro. Ante este hecho, Liesel recuperando ese libro, El hombre invisible, de H.G. Welles, evoqué de manera inmediata aquel pasaje del film del entrañable Francois Truffaut (el próximo 6 de febrero, de vivir, cumpliría 82 años), Farenheit 451, de mediados de los años 60, basado en la novela homónima de Ray Bradbury, libro publicado en el 57, como una gran lectura crítica del maccarthismo y en relación con los sistemas totalitarios. En un momento determinado en el que los bomberos son llamados para destruir una gran biblioteca, para incendiarla, para reducirla a polvo y ceniza, Montag, uno de ellos (Oskar Werner), toma para sí uno de los ejemplares, el David Copperfield de Charles Dickens. Y la clandestina lectura que hará en su artificial y controlada vivienda será denunciada por su sonámbula mujer, Linda, uno de los roles que cumple Julie Christie en este sublime film. Es necesario volver a destacar la voz de ese narrador que, por momento, llega a electrizarnos. No revelaré quién es, no voy hacer explícito su nombre. Basta estar atento a sus palabras. E igualmente destacar las sensibles actuaciones de Geoffrey Rush, como ese padre adoptivo que puede escuchar, que guía y comparte la lectura, que sigue de cerca el aprendizaje de su hija; como asimismo, enfrentar la cercana muerte, la adversidad, apelando a la música, en una situación límite, lindante con el vacío y la nada. Y de la misma manera, esta madre que interpreta Emily Watson, tan severa por su dolor, tan cerrada a una imposible alegría, que lleva a pensarla en su personaje de Las cenizas de Angela de Alan Parker, del 99. Y estos niños, estos actores que interpretan a Liesel y Rudy. Como el joven Max, enfermo y oculto, descubriendo el mundo a través del relato de la joven protagonista. Sí de esta joven protagonista, Liesel, quien un día también se atrevió a entrar por una ventana de la casa de una aristocrática familia del oficialismo para tomar, en carácter de préstamo, de una gran biblioteca, un libro. Luego de escribir sobre este film, me sorprende un gran deseo: no sólo verlo nuevamente, sino acercarme a la misma novela y redescubrir a sus personajes, estar atento a sus voces, sentirlos más cerca aún.
Apenas unos juegos de la milicia Las premisas parecían suficientes. Por un lado, la obra primera, la novela ya clásica de Orson Scott Card. Por el otro, la participación suya en el rubro producción, junto a los nombres marca Fringe de Alex Kurtzman y Roberto Orci. Harrison Ford y Ben Kingsley en papeles decisivos. Y, mal que bien, Gavin Hood (Mi nombre es Tsotsi, X-Men Orígenes: Wolverine) en guión y dirección. Pero, visto lo sucedido, lejos está la versión fílmica de El juego de Ender de atreverse a bucear en lo perverso de su asunto. Ender's Game es la historia del niño Ender Wiggin (Asa Butterfield, el Hugo Cabret de Scorsese), destinado de manera temprana a los juegos de la milicia: atractivos video-games que esconden la preparación física y mental necesarias para enfrentar un duelo final postergado: el de los humanos contra los horripilantes insectores. La manipulación social -que Scott Card no sólo puntualiza en el ejército, sino también en las decisiones paternas- aparece como una pátina fácil en el argumento de Gavin Hood. En lugar de atreverse a indagar en las tribulaciones de un niño elegido, al que se le inculca la férrea idea de asesinar para la defensa del mundo, esto surge apenas como lectura facilísima, muy torpe. En este sentido, El juego de Ender atraviesa una sucesión escalonada, donde el niño habrá de superar todos los conflictos clásicos al adolescente norteamericano promedio: ser el menos popular, ganarse el respeto, la primera atracción sexual y, acá lo mejor, una adultez precoz por obligada. Aquellas situaciones que de por sí debieran ser irónicas (lo referido previamente, así como los adultos, los militares, aplaudiendo las habilidades de Ender en sus simulaciones de combate: videojuegos hipertecnificados, con la mira subjetiva desde las armas de fuego) están lejos de parecerlo, sino que se asumen como engranajes de un relato ocupado por retratar capítulos o escenas puntuales que el libro ya ofrecía. Es decir, no hay transposición válida, no hay alma dolorida en esta versión fílmica. Aún cuando lo parezca, o cuando su desenlace asuma de manera mimética el de su fuente primera. Con eso no basta. No hubo sensación alguna parecida en la que subsumir al espectador. Un desafío que, vistas las características de cierto cine similar, no corresponde solicitar. Pareciera que, aún cuando la trama de la historia apele a lo siniestro, el divertimento adolescente (entiéndase por esto, una coerción de mercado) debe prevalecer. De manera tal que nada queda en la película, sólo una cáscara vacía, con todos los fuegos de artificio. La violencia virtual podría haber sido el gran tema del film. Allí la notable mirada de Scott Card para su novela de 1985. Ahora factible de corroborar desde las posibilidades que las nuevas tecnologías ofrecen. La película podría haber sido un gran fresco irónico. Pero, lamentablemente, la ciencia ficción cinematográfica hace caso omiso de su pasado, empecinada en un divertimento vacuo. Lo de Harrison Ford es olvidable. Y lo de Ben Kingsley es peor.
Un salto hacia la escena del crimen El ritmo del film deambula por un pausado y repetido tiempo, que acentúa el carácter del protagonista y al mismo tiempo potencia cierto nivel en la espera: El público desde ciertos indicios, comprende que algo de lo inesperado comenzará a ocurrir. Debo reconocer que no vi este film en la semana de su estreno, cuando se ofrecía simultáneamente en varias salas. El desteñido y negativo recuerdo del film anterior de este director, "Extraños en la noche" con Diego Torres, Julieta Zylbeberg y Julian Vena, me llevó a que la dejase pasar sin intentar desear saber algo más sobre esta, su nueva obra. Fue a partir de un comentario, escuchado de espaldas en la mesa de un bar, por parte de dos mujeres de mediana edad, que me sentí movido a verla. Ya Alejandro Urdapilleta, esa voz, esta escritura, este provocador talento desde los años 80, nos había dejado. Y yo recordaba las violentas peleas que había mantenido con el mismo Jorge Polaco en aquel prohibidísimo film llamado "Kindergarden", como asimismo sus textos teatrales y otras participaciones en el teatro, que me volvían, en esos días, a mi mente. Y me detuve frente al nombre de Maricel Alvarez, esta actriz que supo abrirse paso ante la prepotencia de los cánones de belleza, para defender su vocación de actriz. Recordé, entonces, su labor junto a Javier Bardem en "Biutiful" y aquellos contados minutos en el film de Woody Allen, "A Roma con amor"; sin olvidar su presencia en "Tierra de los padres" de Nicolás Prividera. Y ahora estaba el protagónico, el primer gran rol en el cine, de este actor a quien el teatro y la televisión nominaron y premiaron en más de una oportunidad, Joaquín Furriel. Ante una fotografía del film, captada en la opacidad de una riesgosa noche, su personaje, Marcial, sentado frente al volante de un auto, me llevó, de pronto, desde su lacónica presencia y su casi declarado mutismo, a los que seres solitarios que componían De Niro en "Taxi Driver" y Ryan Gosling en "Driver". Así, de esta manera, llegar a los umbrales de este inusual film de nuestro cine, "Un paraíso para los malditos", que en algunos momentos, desde el mismo personaje y desde la misma planificación de la acción guarda una cierta semejanza con "Un oso rojo" de Adrián I Caetano, me permitió repensar a la escritura del propio director, desde lo autoral; ya que este guión, a diferencia del film ya señalado, sólo lleva su firma. Y encuentro en el mismo, un relato que participa de las claves del "cine negro", entendido esto en un espacio muy amplio de referencias, que abren a numerosos interrogantes y que miran hacia momentos de los clásicos. Desde el recorrido de una mirada fuertemente subjetivizada, en la figura de este personaje llamado Marcial, rol que compone acertadamente Joaquín Furriel, quien pasa a ocupar el lugar de un sereno de una fábrica, de un depósito abandonado, en un marginal predio del conurbano bonaerense, el film de Alejandro Montiel va construyendo un planteo de intriga. Y lo va articulando desde la figura de este observador nocturno, las ventanas entreabiertas que permiten asomar a siluetas que se funden en la violencia, sus abreviadas anotaciones en un cuaderno desteñido, sucio. Simultáneamente, la fugaz presencia de una joven que limpia ese lugar (Maricel Alvarez), madre de una niña y algunos, cortantes, llamados a un celular, nos van colocando en la rueda de un destino, del que no se podrá escapar. En tanto el ritmo del film deambula por un pausado y repetido tiempo, que acentúa el carácter del mismo personaje y al mismo tiempo potencia cierto nivel en la espera; nosotros, ya, desde ciertos indicios, comprendemos qué algo de lo inesperado comenzará a ocurrir. Y así, en el medio de la noche, hay un mandato que asume el peso de la trama y nuestro personaje asume otra conducta, a través de un salto que se proyecta hacia la escena de un crimen. En una atmósfera que ha permitido captar esa sórdida y patética luz, con un destacado trabajo de montaje, "Un paraíso para los malditos" nos va a llevar, desde una muerte por encargo, a otras situaciones que se juegan desde un simulado y tácito cambio de iden tidad en historias de seres desesperados, caídos en el olvido, dominados por la soledad. Personajes que en esa situación límite, entre el miedo y la enfermedad, las amenazas y la precariedad, se van a permitir soñar otra realidad. Y aquí, desde un cuadro de demencia senil, es donde entra en escena este personaje Román, compuesto en su última actuación por Alejandro Urdapilleta. Y más allá de algunas observaciones que pretenden igualarlo a la de Pepe Soriano en "La Nona" o a la de Gasalla en su mítico rol de Mamá Cora, lo cierto es que su composición, desde mi punto de vista, será recordada. Sí, su Don Román, unido ahora a esta otra historia que lo rescata del maltrato y del abandono, pasará a moverse, como la de los otros personajes, calibrados en su actuación, en ese territorio de frágiles límites. Una felicidad que se comenzó a orquestar en las orillas, desde ese encuentro de manos y de cuerpos desmayados, desde los rostros hieráticos, heridos. Y desde otra identidad. Esa felicidad, ese paraíso construido a medias, que ahora, desde el llamado de un celular revela lo más efímero de la existencia, lo más temido frente a lo que se comenzó a amar.
Abrir las mentes para la esperanza Dos familias y el cruce entre ambas a partir de una prueba sanguínea. Una palestina y la otra franco-israelí. Y en el interior de esa familia, una historia de hijos intercambiados, aquella noche en la que bombardeaban la ciudad de Haifa. Un film sobre las fronteras, sobre lo que, injustamente, nos separa. Así, pienso, en este primer momento de este escrito, a esta obra de esta realizadora, Lorraine Levy, quien se caracteriza, se define a ella misma como una "hebrea atea" y que por otra parte, sin pertenecer ni al pueblo israelita ni al de Palestina, decidió llevar adelante un proyecto fílmico sobre el conflictivo vínculo entre ambos territorios, a partir de una historia publicada por Noam Fitussi y que mira en perspectiva, desde un drama íntimo, cuestiones no sólo de orden históricopolítico, sino de la misma identidad de sus protagonistas. Desde "Exodo" de Otto Preminger, sobre guión del censurado Dalton Trumbo, a partir de la novela de León Uris, distribuido por Artistas Unidos en 1960, en relación con el nacimiento del estado de Israel desde una visión que comporta diferentes ángulos y que reunió un elenco multiestelar encabezado por Paul Newman, Eve Marie saint, Ralph Richardson, Sal Mineo, entre otros, el cine ha presentado numerosos films, que en los últimos años se han abordado desde cuestiones más cotidianas, domésticas; pequeños hechos, que, sin embargo, se van abriendo a otros niveles que desnudan comportamientos burócratas, que dejan al descubierto los aspectos más injustos de estas rivalidades y separaciones. Y entre estos films, en relación con estos últimos años de este nuevo siglo, cómo olvidar aquel film del 2005, "Domicilio privado", opera prima de Saverio Constanzo, que nos presenta desde el personaje de un profesor de Literatura Inglesa, Mohamed Bakhai, quien dicta clases en un progresista instituto de Palestina, que vive junto a su mujer y sus cinco hijos en una vivienda alejado de la ciudad, cerca de un asentamiento militar israelí, ve cómo todo su espacio familiar comenzará a resquebrajarse a partir de la irrupción de un grupo de soldados que deciden ocupar su casa; dividiéndola en tres zonas, reglando los comportamientos de los propios miembros, viendo cómo cada uno adopta una reacción diferente. De la misma manera, años después, mediando los estrenos de "Paradise Now" de Hany AbuAssad y "Zona libre" de Amos Gitai, nos encontramos con aquel entrañable personaje de Salma, una mujer viuda que deberá luchar frente a la amenaza que le plantea ese Ministro de Defensa israelí que ahora ha pasado a ser su vecino y que quiere destruir, por decreto, su huerta de limoneros, única fuente de sustento, legado de sus mayores. Así, en "El árbol de lima", su director Eran Riklis nos permite seguir el derrotero de esta mujer por defender sus derechos, en ese territorio limítrofe. En su tercer largometraje, la hermana del escritor Marc Levy, nos ofrece ahora y desde un título que ya va acercándonos a cierto planteo narrativo, una conmovedora exploración de vecindades, en un espacio cercado por murallas, que exhibe de manera desafiante alambres de púas en su parte superior. La descripción, ciertamente, despierta a otros momentos agónicos de la historia...lo que nos lleva a reflexiona sobre cómo hoy las fronteras, más allá de la caída del Muro de Berlín, siguen siendo vigías. Dos familias y el cruce entre ambas, a partir de una prueba sanguínea. Una palestina y la otra francoisraelí. Y en el interior de esa familia, una historia de hijos intercambiados, aquella noche en la que bombardeaban la ciudad de Haifa, en los días de la Guerra del Golfo. En "El otro hijo", ya desde los márgenes de la trama argumental, lo que cuenta es la vía que se va abriendo a las conductas, a las vacilaciones que las dudas plantean, a lo que las emociones reclaman. Y todo en un territorio marcado, desde el designio histórico, por rivalidades, tensiones y rechazos. Entonces, a partir de lo que ya está allí, de lo que ya no es como se pensó y se había validado cómo aceptar a ese otro hijo, cómo acercarse a esa otra familia, cuando los mandatos sociales e históricos, así, desde las voces de sus mandatarios, han fijado, sellado, lo contrario?. Y es aquí, entonces, que el planteo de esta tan recomendable film abre un espacio de diálogo, habilita un encuentro, señala la mesa de un café, descubre una vocación heredada, proyecta una esperanza en la mirada de los jóvenes. No, claro está, desde ninguna conciliación facilista; por el contrario, sino desde los desafíos, desde el enfrentar los dogmas culturales , desde el reconocer las contradicciones. Frente a films como los que hoy comentamos, escuchamos muy a menudo preguntas referidas acerca sobre la toma de posición del propio autor. Lo que podemos observar en "El otro hijo" es cómo su realizadora permite por igual que cada uno de sus personajes nos pueda hacer llegar su propia voz, su diferenciadora mirada. Lejos de partir de una actitud recortada por los prejuicios, y en ese sincero afán de plantear una necesaria y auténtica comprensión de sus miembros, la mirada que sobrevuela en el film es la de alguien que va construyendo un relato sin artificios ni juegos retóricos, sin emitir juicios, sin tomar partido, sobre lo que va aconteciendo.
Lejos de la tradición del cine negro Desde esta historia que adolece no ya de "lugares comunes", sino de lugares trillados, Santiago Murray (Gonzalo Heredia) nos es mostrado como un Cristo herido. Y para ello, tanto la iluminación como la banda sonora tienden a crear una imagen aurática. Si bien algunos medios, desde los días previos al lanzamiento de este film, intentan ubicarlo en el renglón del llamado "cine negro", considero, que esta pertinencia cromática sólo debería aceptarse en función de su afiche, ya que el mismo está particularmente diseñado en función de este color. De aquí en más cualquier asociación con el género, para quien firma esta nota, carece de todo tipo de fundamentación; pese a que algunos, a partir de ciertos elementos de la trama argumental, hayan traído a la memoria el ya clásico "I Confess" o "Mi secreto de condena" de Alfred Hitchcock, de 1952, film en el que el personaje que interpreta Montgomery Clift, el padre Michael Logan, es depositario de una peligrosa verdad, que no podrá ser revelada. En su ópera prima, en su carácter de guionista y realizador Marcelo Paéz Cubells tuvo sí en claro que el rol principal, el de este joven sacerdote que regresa ahora de Europa, barbado y con jeans, a su conurbano bonaerense (intento de emular a "Elefante Blanco"?) debía ser interpretado por otro de los galanes que hoy son figuras taquilleras no sólo en la tevé, sino en las revistas de los chismes del mundo del espectáculo y de las llamadas revistas del corazón. De esta manera, Gonzalo Heredia es en este film Santiago Murray, quien está dominado por una vieja culpa y al mismo tiempo quien, en su oficio de confesor, confidente de crímenes por cometerse, mientras intenta realizar labores de ayuda y corrección en ese centro en el cual presta sus servicios. Desde esta historia que adolece no ya de "lugares comunes", sino de lugares trillados, Santiago Murray nos es mostrado, en más de una oportunidad, como un Cristo herido. Y para ello, tanto la iluminación como la banda sonora tienden a crear una imagen aurática, como la que se juega mientras repite el "Pésame" en una noche de lluvia, cámara cenital de noventa grados, rostro mirando al cielo y brazos abiertos. Una lluvia de utilería, recortada, sobre su sufriente rostro. Cuesta sí creer que un film en nuestra época pueda ser tan fiel, en su diagramación, a los preceptos religiosos. Y esto no lo digo en función de los puntos de vistas de los personajes, desde la mirada de algunos de ellos, sino de la férrea construcción dogmática del mismo, ya que el mismo abre y cierra con preceptos bíblicos, que remiten a voces de la iglesia. Y cumple al pie de la letra con ello, en esta historia de culpas y expiaciones, de sacrificios y arrepentimientos. Si el "Cine Negro" siempre se caracterizó por esa ambigüedad en las conductas de sus personajes, porque allí donde algo parecía ser de una manera, en realidad podíamos abrir otros interrogantes, "Omisión", el film que hoy comentamos, es la negación certificada del mismo. De una literalidad aplastante, sin que el espectador pueda pensar nada por sí mismo, con ese portavoz inexpresivo de la historia que es el mismo actor principal, "Omisión" descuida sutilezas en la figura del perverso psiquiatra, rol a cargo de Carlos Belloso, quien ya tiene todo gritado en la manera en que es dado a conocer, hasta en el grosor de sus armazones, sus gestos...; olvidando a otro actor como Lorenzo Quinteros, a quien sólo se le reserva contados momentos, en ese personaje de mentor del joven Santiago; quien, como ya todos sabrán, a esta altura, se reencontrará con su antigua enamorada, ahora, en el campo de la ley. Si algo no omite este film es una pretenciosidad que se manifiesta en un artificio estético que fatiga: los forzados encuadres que no logran ser eclipsados por las ráfagas de puteadas. Pero lo que más angustia, es que su guionista, su director, no haya podido tener en cuenta ni siquiera las reglas básicas de la redacción de un guión clásico. O que en esta trama de secretos revelados, silencios por mandato, culpas de un pasado, no se asome, ni por un instante, alguna huella, citación, referencia a algún film del género al que declara pertenecer. Así, entre preceptos religiosos, indagaciones sobre el culpable de tantos homicidios en un afán justiciero, deudas por saldar con el pasado, frases dichas con ese tono proverbial que marca esa lucha entre bien y el mal, "Omisión" va desbarrancando, sin poder volver a un espacio de circulación aceptable, hasta llegar a esos momentos en que colapsa la misma narración; desde un flashback en ralentí, que se torna más explicativo, que ya ha dejado de lado por completo a la misma presencia del espectador. Sigo afirmando, ya sobre el cierre de esta nota, que, amén de la falencia en la redacción del guión, esta opera prima adolece de otro gran pecado capital: se encomendó a un primer galán. Claro está, desde mi punto de vista, el personaje que dice componer Gonzalo Heredia, pese a los interesados comentarios de algunos medios periodísticos, ni siquiera se puede pensar desde su psicología, en relación al personaje del admirado film de Alfred Hitchcock ya señalado, ni tampoco con el rol que compuso Carlos Estrada en 1959 para su film "Angustia de un secreto" del siempre discutido Enrique Carreras, sobre libro de Julio Porter y Emilio Villalba Welsh. Sí, en cambio, "Omision" dejará satisfechos a los que buscan una historia sobre culpas y redenciones, sobre sacrificios y castigos, purgas humanas. Parece, claro está, que estamos refiriéndonos a un cine preceptivo, doctrinario, conciliador. Y si algún rubro podemos destacar, es tal vez el de la composición musical; pero claro está, fuera del mismo film.