Cine garrón… pero del copado. El chabón le dice a la minita que la ama para cogérsela; y lo logra, la convence, pero al otro día quiere tener el botón que tenía Darío Grandinetti en El Lado Oscuro del Corazón de Subiela y que la mina desaparezca: ¿quién no quiso tenerlo alguna vez? Eh, hombres, mujeres, trans, todos. Todo el momento del chamuyo (chamuyo largo, de más de 45 minutos de pantalla y un par de horas para los protagonistas), lo vemos en tonos azules por las calles de Madrid. La siguiente mitad, la post-levante, se vuelve blanca; de la noche azul a la mañana luminosa; del síndrome de Estocolmo de ella, que queda atrapada, enroscada por su perseguidor perseverante, al de él, que después de querer perderla para siempre, algo le empieza a gustar, a gustar posta, cuando se le da vuelta la tortilla y el secuestrado es él. La primera mitad -la de la incógnita, la del cazador- desconcierta. Sobre todo si uno la ve sin información previa. Hay una búsqueda de naturalismo que tropieza con algunos diálogos demasiado ajustaditos, controladitos, y unos planos que pasan de comunicar con la expresión de los rostros, a hacer ruido clipero. Sin embargo, gana la curiosidad. Un buen relato debe generar interés, y Stockholm a pesar de ir por la cuerda floja en toda esa primera parte, consigue que nos quedemos. Tal vez lo logre por el misterio de ella (Aura Garrido). Por el contrario, él está siempre expuesto en su actuación de la actuación: en esa performance del seductor se desnuda, hasta se pone en bolas en la calle, literalmente. De ella, en cambio, no sabemos mucho, y capaz ahí esté el gancho. ¿Estamos ante un audiovisual clipero romanticón sin gracia y con algunos lugares comunes, o hay algo más que esperar? Por suerte hay algo más; la segunda mitad, la oscura pero luminosa, es la que atrapa; más allá del cliché del chamuyero ganador corazón de piedra que después del sexo echa a su eventual pareja, y la mina que se enamora ante un garchecito (todo bastante anacrónico, alguna vez vi en un baño de un boliche escrito en la pared “los hombres somos las nuevas minitas” y hoy por ahí va la cosa, o al menos estamos más parejos en esos tipos de neurosis y elecciones). El drama, la tragedia que toma forma sutilmente, con peleitas de histéricos, encierra una película. El director deja de lado las canchereadas -lindas algunas, como el tema electro de la fiesta inicial- y pasamos del clip al cine, al cine garrón, pero en el buen sentido. Con una apuesta a una verba algo deudora del último Linklater pasatista (por desgracia no del primero), y con una mirada oscura sobre el mundo del sexo casual a través de una crítica a lo enroscado que puede ser el amor o el porqué de nuestras elecciones y enganches (todo, gracias señor director, sin un ápice de lección moralista), Stockholm logra una espiral dramática que se vuelve poderosa en su mitad diurna; en una de esas mañanas donde todo se puede poner más confuso que en la profundidad de la noche más viciosa.
James Wan sabe otorgarle entidad a sus objetos y a sus símbolos desde los planos y los pequeños detalles; virtud, entre otras, que lo hizo sobresalir por sobre la mayoría de los directores de terror contemporáneos sub 40. Desde la exuberante presentación de los créditos iniciales de la primera Insidious, sabíamos que estábamos ante un tipo cinéfilo y estudioso con una idea clara de lo que representa el cine de horror para él. Esa virtud, la de transmitir terror, cinefilia, oficio y sentido narrativo con un solo plano, muchas veces se contradice con su afán de mostrar por demás; pecado que atenta contra su propia premisa de ser, ante todo, un narrador, un generador de suspenso. Y esto del “mostrarlo todo”, que ya atentaba contra la primera parte de esta saga, llega al máximo en el capítulo tres. Es verdad que él ya no está de capitán; el director es su socio australiano de muchos años y guionista de los tres capítulos: Leigh Whannell. ¿Será Whannell el adicto a explicitar? No importa, Wan al menos aceptó esa modalidad, como director antes y como productor ahora. La dinámica familiar gestada por Wan en los dos capítulos anteriores de Insidious era precisa. No descollaba pero no molestaba. La familia daba su aporte necesario para desarrollar una historia que mezclaba posesiones demoníacas con ecos espectrales, recuperando, sobre todo en la primera entrega, cierto sentido lúdico y visual del horror de décadas anteriores, como por ejemplo algunos climas demodé como las geniales escenas con humo, y la entidad que se le otorgaba a los espacios físicos y a cierta arquitectura, como pasaba con las películas de casas embrujadas al estilo de Burnt Offerings. A diferencia de las primeras, la dinámica familiar de esta entrega no solo no funciona sino que molesta. Berretines de telenovela con la pureza impersonal de los planos digitales más pulcros generan perdida de tensión, no nos dejan entrar en la narración. Sin embargo, hay una coincidencia provechosa con las anteriores que se da en la buena construcción técnica de un efectismo ajustado. El relato, como en la segunda, está más cerca de ser una historia de “ghost hunters” que de posesiones. Un fantasma putrefacto con máscara de oxígeno se quiere armar un harén con almas de jovencitas pero para lograrlo deberá enfrentarse a la médium Elise (Lin Shaye) y a un equipo de cazadores (integrado por el propio Whannell) que ya no tiene la frescura ni la chispa de las anteriores. Quinn, la muchachita protagonista (Stefanie Scott), está en su adolescencia y, aunque no se aclare, es seguramente virgen o -al menos- inexperta en el plano sexual. Y en una interpretación especular de aquella famosa sobre la obra maestra de William Friedkin, que formulaba que a través del subtexto pasábamos del tanatos del relato al eros de la historia subyacente de una jovencita que descubre su sexualidad, aquí, en este tercer capítulo, podríamos inferir que la historia subterránea narra alegóricamente el debut sexual de Quinn, o los miedos, del padre y la chica, a los abusos de un degenerado, representado en la otra cara de la ficción por el fantasma asmático. Que haya tanta producción de cine de horror en los Estados Unidos, que se siga apostando a este género en medio del boom de las superproducciones de acción, y que llegue a la cartelera de nuestro país, lo podríamos interpretar como un hecho positivo. Sin embargo, muy pocos productos logran que la potencia narrativa se combine con una historia apta para adultos. El cine de horror actual no escapa a la infantilización de la mayor parte del cine de acción hollywoodense; en líneas generales, la puesta en escena de -a veces- buenas ideas, se alinea con las franjas de consumo preferidas del mercado actual: seguimos sumergidos en la edad oscura del culto a un niño que el propio mercado creó.
Chubby style. Tal vez la primera heroína al estilo James Bond haya sido la alemana Ingrid Schoeller en Agente 008: Operación Exterminio del héroe trash italiano Umberto Lenzi; aquella película era un producto de explotación de la saga de 007 que formaba parte de la primera ola del Eurospy. Y casi con la misma premisa de aquellas parodias y exploits de la década del 60, y de otras más actuales como Austin Powers, llega esta tercera película en la que coinciden Melissa McCarthy y Paul Feig. Otra vez juntos en una comedia, otra vez en una película de amistad fuerte entre chicas y, como en The Heat (estrenada acá bajo el horripilante título de Chicas Armadas y Peligrosas), otra vez en un entorno vigilante. Claro que ese entorno milico (en The Heat FBI, en ésta CIA) no es utilizado para esparcir propaganda sino para parodiarlo, pero siempre hay algo de legitimación de las fuerzas de seguridad más reaccionarias en este tipo de productos cuando no están hechos desde los márgenes. Porque aunque Spy comparta premisa con parodias clase B o con cine de explotación periférico, viene del establishment hollywoodense y con 60 palos de presupuesto. Sin embargo, más allá del tufo a los Superagentes y otras bazofias propagandísticas en formato naif, Spy centra su fuerza en Melissa McCarthy y eso es lo que uno se lleva; la genial performance de una gorda que se pone al hombro una película en donde el desenlace de la acción mucho no nos interesa pero su interpretación física -en una vistosa mezcla de slapstick con artes marciales- proporciona una ridícula y potente cadencia entre tierna, chistosa y violenta. La gordita es una agente de escritorio que está enamorada de su compañero valiente y fachero (Jude Law). Y, después de una situación que no vale la pena contar, asciende a agente de campo, a ponerle el pecho a las misiones con el apoyo moral de la aparatosa Miranda Hart. La heroína de la CIA tiene como antagonista a Rose Byrne, nuevamente mala hasta los huesos como en la divertida Bridesmaids. Spy no provoca las carcajadas sostenidas de ese THC fílmico que es The Heat (una de las mejores comedias de los últimos años) porque al ritmo no lo sostienen los chistes como en aquella, sino el despliegue físico y visual. McCarthy no alcanza la chispa de aquel personaje de cana psicópata de barrio escrito por Katie Dippold dos años atrás pero, de todos modos, logra levantar una comedia que sin ella habría sido una olvidable película de acción.
Inanición espectral Esa moda de hablar mal de las remakes de horror argumentando que en Hollywood a nadie se la cae una idea, por suerte, ya fue (o al menos quedó en los círculos que menos nos importan). Ese argumento falaz que ignora la heterogeneidad de los cineastas y productores que trabajan para las majors, tomó fuerza hace unos años con la invasión de los fantasmas japoneses. Sin embargo, y aunque para muchos sea una obviedad, corresponde aclarar que las remakes nos acompañaron a través de casi toda la historia del cine (aunque en los últimos quince años hubo más que en otras épocas), y también desde siempre se realizaron buenas y profundas reinterpretaciones tanto como pésimas. En este último grupo podemos ubicar a esta película menor que llega con la venia del héroe Sam Raimi; un tipo que a priori tenía la credencial más grandota para poder impulsar una historia que mezcla, como a él le gusta, cine fantástico –un poco con esa etiqueta horrible de “para toda la familia”- con elementos de cine de horror.
El circo del infierno Desde estos humildes textos solemos abogar por un lenguaje cinematográfico depurado de palabrería berreta, de sobreexplicaciones, de humores forzados, de apuestas seguras, de infantilismos para subnormales, de acción ininteligible y abuso del CGI. Y abogamos por esta depuración por la enorme cantidad de productos mediocres que llegan, sobre todo pero no exclusivamente, desde Hollywood. Por suerte, así como llegan espantos y mediocridades, siguen llegando un puñado de películas perfectas, libres de aquellos males contemporáneos. Una de ellas es esta última obra de George Miller.
El castigo del horror ATP El porqué de la inclusión de una película como Donde Se Esconde el Diablo en la cartelera porteña es un misterio. Sin embargo, no es raro que las distribuidoras tomen estas extrañas decisiones cuando se trata de cine de horror. Durante el 2014 se estrenaron pésimas producciones como Extrañas Apariciones 2 –horrible hasta para un estreno directo a DVD- en detrimento de otras con cojones como, por ejemplo, las australianas Wirmwood y The Babadook.
En un momento de Una Noche para Sobrevivir, Jimmy Conlon (Liam Neeson) salta y se dobla el tobillo y Collet-Serra registra su caminata a lo John Wayne. Aquí Liam renguea por una caída y no lo hace para cancherear ni porque sus pies son muy chicos para su porte o por el peso de su cinturón como pasaba con John Wayne, pero hay en esa escena y en esa elección -o en esa casualidad- un posible tributo que encierra en ese mínimo gesto toda una idea de Collet-Serra y de la película: el fanatismo por el clasicismo y la idea de hacer westerns modernos disfrazados de thrillers. New York también está disfrazada y cubierta de tormentas eléctricas; no es la Nueva York careta del sueño liberal de hoy en día, sino una más parecida a la de las olas de crímenes y robos de antes de la tolerancia cero de mediados de los 90, y este disfraz sobre otro -porque también es el viejo oeste de Collet-Serra- es el universo físico donde se desarrolla la acción de este thriller o, como decían los chicos de antes para categorizar a los westerns, de esta “película de tiros”. La estética general es una mezcla de neo-noir anfetamínico con movimientos bien hip a lo Google Street View. Al igual que en Non Stop, su anterior -y gran- película, el protagonista es un borracho venido a menos que está esperando que la calaca le dé pasaje al averno. Lo apodan “El Sepulturero” por la cantidad de tipos que se cargó en el pasado, pero de aquel sólo queda la leyenda: sigue en la mafia por simpatía y lástima de su amigo y jefe Shawn (un inoxidable Ed Harris). Los une también la historia especular de su relación con sus hijos, la de querer una mejor vida para ellos que la que ellos mismos tuvieron; el ascenso social a través de “mi hijo, el dotor” de nuestras clases populares trasladado a la mafia irlandesa de la gran manzana. El mayor problema de esta nueva pieza de la -hasta ahora- trilogía neoclásica de Collet-Serra con su John Wayne moderno es el de ciertas decisiones poco arriesgadas que se contradicen con algunos aspectos de una propuesta que asomaba rabiosa y con simetrías adultas. A saber: si los policías están involucrados con la mafia, entonces los diálogos resaltarán que “también hay policías buenos”, y otros tipos de infantilismos. La figura del detective interpretado por Vincent D’Onofrio era suficiente para tranquilizar consciencias de derecha, no había necesidad de dialoguitos berretas. Lo mismo con los valores tradicionales; está todo ahí, en la puesta en escena: el poder de la heterosexualidad, la importancia de los hijos varones, las familias tipo, no había necesidad de subrayarlos. En Una Noche para Sobrevivir los excesos no son los disparos de salva sino la sensiblería apuntada a un público subnormal adicto al diálogo torpe para reforzar convicciones, cursilería innecesaria que por momentos da un poco de vergüencita. De todos modos, el director Collet-Serra y el guionista Brad Ingelsby siguen estando por encima de la media del cine industrial americano.
Mitología americana con pulso punkrock. La premisa de Terror en el Bosque es fabulosa. Merece ser vista sólo por el hecho de que alguien relativamente consagrado en el cine de horror tuvo los cojones para hacer una película sobre Sasquatch. Y digo que hay que tener agallas y no sólo una mirada marketinera para hacer una película como ésta porque se basa en una idea que te puede dejar en ridículo fácilmente, una idea así se regala de movida a la crítica carnicera intelectualoide. Claro que la premisa es la nada misma, el guión desaparece una vez que se materializa y tu monstruo se puede transformar en un muñeco del trencito de la alegría. Pero no es el caso de la película de Eduardo Sánchez, también director de aquella perlita de fin de siglo llamada The Blair Witch Project, no pionera en términos estéticos -siempre se ningunea al cine mondo y al experimento nerd de Alien Abduction cuando se habla de antecedentes del falso found footage- pero sí fundamental para el subgénero por la plata que recaudó y por su poder narrativo a pesar de lo acotado de las locaciones, del presupuesto e incluso de la temática. Al igual que en aquella, Sánchez consigue como pocos, poquísimos, artesanos del falso found o del horror de cámara en mano, obtener un pulso narrativo que deja al espectador interesado en todo momento reemplazando la falta de sorpresa por un suspense paranoide en estado salvaje y diurno, apoyado y ayudado por la corta duración. El camino es el visto mil veces, la originalidad nos tiene sin cuidado: los chicos están de vacaciones, fuman porro, se divierten y se asoma de a poco el verdugo de la diversión juvenil, la parca conservadora antijoven que pone en su lugar al imberbe liberal deseoso de sexo y escabio. Como no estamos ante una slasher, no hay asesino serial ni culto al tramontina, y aquí el horror se acerca un mínimo al terror ecológico. En algún momento se aclara que el Sasquatch es buena onda pero si lo jodés te fulmina. El Sasquatch, entonces, es un buen tipo; Los Brujos lo sabían, por eso en su mítico disco San Cipriano cantaban en uno de sus temas más representativos: “…él es mi amigo, él es Sasquatch y yo lo quiero…”. El peludo es algo primitivo, tiene un aire a Robert Trujillo y vive tranquilo en el bosque donde los mocosos van a molestar, y a partir de ahí se genera la venganza del dueño real del hábitat que quiere conservar sus dominios y propiedades ante el avance del mundo de las cámaras GoPro y la felicidad hi-tech en clave neohippie. De allí se desprende la posible lectura ecologista y de venganza pero sin ser lo que pesa, lo principal de la película es su virtud de entretener con poco, la fé en la sinceridad del relato, en las historias directas donde las cartas se muestran desde los primeros cinco minutos y no hay engaños al espectador ni vueltas de tuerca innecesarias ni necesidad de diálogo explicativo. Este cine de horror puede ser análogo a un buen tema punk: corto, directo, gastado, efectivo y popular.
El Desierto de Christoph Behl es una rareza dentro del subgénero zombie porque apuesta por determinados mecanismos que la alejan del género. El director decide no utilizar los elementos del horror, y sin que esto necesariamente implique algo, el resultado es una débil narración, tal vez buscada, y poco poder de generar tensión, dos principios fundamentales que se esperan potentes en una producción con una premisa como la de El Desierto; y se extrañan, sobre todo, porque no hay otros elementos que los podrían suplir, como el humor o el gore. Que prácticamente toda la película se desarrolle en interiores seguramente tenga que ver más con una decisión presupuestaria que con una estética, pero ni el bajo presupuesto ni el encierro son frenos para entretener al espectador. El problema es que lo claustrofóbico no nos afecta, la narración tiene un registro tan liviano, está tan atrás, que la rigidez y lo ríspido de la trama nos pasa por el costado: mientras que al relato le falta espacio, al espectador le sobra. Los primerísimos primeros planos y los planos detalle aportan sucia belleza pero no terror. El triángulo amoroso entre el siempre rendidor Lautaro Delgado, la señorita Almeida y el forastero Prociuk, se nos presenta como un melodrama cargado de pulsión de muerte en un futuro distópico donde los zombies y el horror son sólo parte del decorado. Se percibe una contradicción entre la elección de la premisa y los gustos del director. ¿Desprecia Behl al género? Seguramente no, se habrá empachado con Romero y mucho más. Y que no haya hecho un homenaje al subgénero es algo positivo, homenajes sobran. Pero su férrea decisión de alejarse del cine más narrativo y su apuesta por las ambigüedades del relato y un ritmo cansino con diálogos que no aportan a la trama, pueden ser la pista de su visión sobre el cine de zombies, y por extensión del horror en general: un cine menor, que necesita una supuesta profundidad godardiana para tener un valor real. Una lástima.
La muerte limpia. Ya lo decía uno de los verborrágicos personajes de ese sueño copadísimo de Wiley Wiggins en Waking Life de Linklater: tal vez al momento de morir tengamos una alucinación tan poderosa producida por los químicos que libera el cerebro en esa circunstancia que el viaje a la muerte sea nuestro último suspiro psicotrópico; una sobredosis de DMT que nos lleve al cielo o al infierno por una eternidad, aunque en realidad el viaje transcurra en un solo minuto del tiempo humano en la tierra. Esto mismo plantea Frank (Mark Duplass) en una linda escena de Resucitados en la que la vulgarización del conocimiento baja hacia nosotros por ese dulce tobogán en el que hacemos fila todos. Y tal vez en esos pequeños fragmentos de filosofía barata y vuelo metafísico de delantal, resida la parte lúdica más interesante de la película, porque todo lo demás está medio en piloto automático. Estamos frente a una pseudoremake de Re-Animator pero sin el grotesco fabuloso, como si a esa genialidad de 1985 en lugar de Stuart Gordon la hubiera dirigido Bergoglio. Las partes más ridículas de Re-Animator son más adultas y tienen más verdad que Resucitados, donde desgraciadamente todo está filmado sin la suciedad de la muerte: laboratorio inmaculado en plano limpito; sin el caos de La Cosa, el gore de Gordon o la roña de O’Bannon, por mencionar algunos ejemplos de hermosa mugre. Los planos están en sintonía con muchas producciones actuales de horror que se preocupan más por sacarle brillo al cuadro que por su (des)composición. Y la muerte es sucia, como el buen horror. Este horror aséptico de la era digital se contradice con el espíritu del género. Hasta en Cementerio de Animales podíamos sentir el olor de la muerte obviando incluso las escenas más gore. La muerte no es prólija y el género lo sabe, una película que la tenga como tema central no puede ser tan limpita. En Resucitados, al igual que en la industria farmacéutica y que, de nuevo, Re-Animator, todo comienza con la utilización de una mascota para luego pasar al experimento humano. Y ahí se pudre, porque ya sabemos desde que resucitan al pobre bicho que los que vuelven de la muerte no vuelven igual. La dinámica del grupo de científicos protagonista funciona, sobre todo, gracias al personaje fumón interpretado por Evan Peters, el pothead hedonista subestimado que la tiene más clara que el resto, un Salieri del fumanchero de esa obra maestra que acá se llamó La Cabaña del Terror. En el relato no hay apuro por llegar al clímax y esto le da aire a la buena construcción de la primera hora. El problema es el afán de pastiche, el querer meter todo lo que se pueda; pasamos de Cujo a Línea Mortal, sin dejar de lado un poquito de cámara en mano y algunas de seguridad, para desembocar en el horror satánico y la telequinesis. Como si un productor se hubiese preguntado “¿qué garpa hoy?” y a los subgéneros dominantes le sumara esa estética sin vida tan de moda, además de la premisa de la película favorita de su infancia. Sin embargo, el collage final no está del todo mal; la culpa católica se transforma en pasajes oníricos infernales y el efectismo cumple su cometido sin la densidad de la repitición sin sentido. Un debut de David Gelb con poca personalidad pero que deja un halo de misterio sobre su futuro cercano, solo esperemos que en sus próximos trabajos se ensucie con algo de verdad.