Ganga de resurrección. Finalmente, después de tantos bodrios solemnes, M. Night Shyamalan la limó. Al igual que a sus monstruos gerontes, lo invadió la locura y se mandó una comedy-horror sin un ápice del brillo artificial de sus planos de antaño, con una gran potencia tanto humorística como terrorífica, y en formato falso found footage. Shyamalan se desató y salió del closet de los reprimidos y se puso a filmar lo que quería, los mandó a tomar por culo a esos productores que le recortaban el control creativo de sus criaturas y filmó su película de menor presupuesto desde que está instalado en el mainstream. Lo curioso es que a pesar de estas decisiones (elegir filmar con menos guita y utilizando un estilo supuestamente gastado como el falso found), consiguió una obra con una real profundidad, tanto desde su mirada humanista como estética, algo que buscaba hace tiempo con sus obras más grandotas. Por un lado, Los Huéspedes demuestra que se pueden hacer comedias de horror que sean graciosas sin los berretines bizarros de los cuales suele abusar el querido subgénero, y por otro exhibe que pueden convivir con el humor momentos de verdadera tensión. Además, pone en evidencia los prejuicios que existen sobre el formato falso found o cámara en mano. Tal manera de filmar -dado que no es un subgénero porque no define el contenido sino una parte del estilo narrativo- no es algo bueno o malo per se, sino una decisión estética más. Shyamalan les demuestra a los espectadores y a los críticos perezosos que no se puede juzgar negativamente a una película sólo por la elección de una manera de contar una historia, y que el estilo de falso found está tan vivo como cualquier otro. En Los Huéspedes los protagonistas son dos chicos que la rompen toda: Olivia DeJonge y Ed Oxenbould. Shyamalan sabe que los niños a pesar de ser bastantes imbéciles para algunas cosas, son algo sabios y adultos para otras; no subestima el comportamiento preadolescente y los hace ejes del humor y del terror. Los chicos van a visitar por una semana a sus abuelos, dos viejos bizarros tremendos, uno se caga encima y junta la mierda en un granero y la otra araña las paredes desnuda después de las 21:30 por un supuesto síndrome nocturno. Casi toda la película se desarrolla en la misma locación, la casa de los vejetes. Y esa medida minimalista aplica también a los planos; al ser falso found, Shyamalan cambia encuadres prolijos por algunos que marean y que están fuera de foco, no sólo se despoja de la solemnidad sino de la prolijidad y el brillo. Toda la película tiene un tono marrón como la mierda del abuelo, y toda su extensión está marcada por un trauma familiar igual de angustiante que la incontinencia. Sin embargo, el hilo conductor es un humor efectivo que sirve de vacuna para no caer en el cine garrón lacrimoso. Si efectivamente el director hizo un corte sólo de comedia y otro de horror, y finalmente se decidió por mezclarlos, tuvo allí un gran acierto. Además de lo lúdico hay, como en Sexto Sentido, una construcción desde los cimientos de los climas de suspense, sin apuros ni puro efectismo; pero a diferencia de aquella, Los Huéspedes no es sólo una vuelta de tuerca, aquí el giro hitchcockiano suma a una narración que ya se sostenía por sí misma. Estamos ante la resurrección de un director que se dio cuenta que tenía que despojarse de los vampiros que lo acechaban y jugársela por una finitud digna.
Barrio y lealtad. Pacto Criminal recupera cierto espíritu perdido del cine mainstream previo a la invasión de los tanques post Star Wars. La Guerra de las Galaxias fue la gran iniciadora del boom ATP y la primera película en conseguir fanáticos, hinchas adeptos a la fantasía cosmética, nerdos barrabravas sumergidos en la sinergia del hiperconsumo incapaces de criticar su objeto fetiche al igual que los actuales idólatras mayores de edad enceguecidos con un mundo perdido para siempre: el de su niñez. Y ese fenómeno no responde necesariamente al objeto en sí, no importa si Star Wars es una gran película o no, estamos hablando de la desembocadura de la cloaca del primer capitalismo salvaje, del triunfo del mercado, del consumo por sobre la creación. El mencionado supuesto paraíso perdido de la niñez está más vigente que nunca y el Hollywood de los superhéroes -responsable y generador, en parte, del fenómeno y actual comodín del status quo- casi no da lugar a historias adultas. Adultas independientemente de si juegan con los géneros o no, no juzgamos acá ningún tipo de cine, podría haber profundidad en los superhéroes del mainstream y no sólo acción masturbatoria visual, como en la mayoría de los productos de los que forman parte, pero generalmente abunda la cáscara. Por suerte no todo Hollywood está infectado de acción sin sentido y la máxima de Jay Sherman no siempre se cumple: cada tanto surgen nuevos directores con otras cosas por contar y que además tienen la posibilidad de insertarse en la esfera de poder; porque claro que en los márgenes siempre hay propuestas y apuestas con historias para adultos, con las aristas complejas que imponen las personas y las instituciones, siempre por fuera del maniqueísmo de moda de los musculosos con capa para estetas de cotillón. Pero lo que sigue siendo bienvenido es cuando el capital del poder se coloca en los productos adultos y se le da al director al menos la libertad de generar contenido prohibido para menores, con la ambigüedad y la desazón del mundo, algo común en la edad dorada del Nuevo Hollywood pero no tan común en este futuro rancio. Scott Cooper es hijo de aquel pasado no tan lejano, un pesimista cool que supo aggiornar la podredumbre de algunas puestas policiales de antaño con conflictos actuales como la posguerra de Irak, algo que se ve en su gran obra anterior, La Ley del más Fuerte, que mostraba un Estados Unidos golpeado por la recesión y los inicios de la convivencia con sus peones, que comenzaban a brotarse producto del delirio de los combates post 11S. Si en aquella película Cooper nos mostraba a la mafia hillbilly, a esos transas de todo que no se regían por las normas burguesas y vivían aislados en las montañas donde la policía no podía atacar ni participar y, a su vez, asistíamos al reaccionario pero a veces tranquilizador desenlace del ojo por ojo, en Pacto Criminal estamos ante la mafia conectada. Pasamos del low-life del industrialismo venido a menos al “self made man” de los suburbios del Boston creciente. Estamos acá ante un demonio de barrio rodeado por el ascenso social: James “Whitey” Bulger tiene un hermano que llegó a diputado (luego llegaría a ser presidente del senado de Massachusetts) y un amigo en el FBI; y para un mafioso psicópata como él, en ese contexto sólo le restaba ascender. Pacto Criminal nos muestra ese ascenso gracias a un acuerdo con su amigo del FBI para hundir a la mafia italiana y dividirse el rédito. Cooper en su relato de gangsters está más cerca del Scorsese de Buenos Muchachos y Los Infiltrados que de Coppola, como también está más cerca del film noir que de los mafiosos pre Hays. De todos modos su acercamiento a Scorsese es ideológico, en la puesta las diferencias son notorias, tanto en el ritmo como en la forma de encarar el camino de los monstruos. Scorsese inunda a sus películas con furia y música popular, mientras que Cooper lo hace con pausas agobiantes y música extradiegética depresiva, pero el núcleo duro contiene un tipo de historia similar, la del accionar psicopático no sólo de un individuo sino de las instituciones y los grupos de pertenencia. Sangre, honor y lealtad, exclama el barrio, como también la familia, y, claro, la mafia; códigos compartidos de diferentes grupos que muchas veces pueden ser el mismo. Bulger era un tipo al que le gustaba matar a sus víctimas estrangulándolas, y esa asfixia es la que intenta transmitir la puesta oscura de Cooper. Por momentos lo consigue, por otros no, pero este tipo de películas -del año pasado podríamos nombrar a La Entrega y a Nightcrawler– son hoy en día la redención del Hollywood aniñado.
Superflua demostración de poder. Del Toro es un súper nerd. Porque aunque estemos en un momento en que todos son nerds y ya nadie lo es, algunos siguen desparramando nerdencia posta en base al laburo aplicado a sus manías y obsesiones; y para ponerle el pecho a las obsesiones hay que formarse y laburar. Y Del Toro es un enfermito, un workaholic que duerme cuatro horas por día mientras los vagos dormimos ocho; el nerd posta labura, no descansa nunca. Cinéfilo y bibliófilo de las vertientes góticas, arma acá un melodrama fantástico en sintonía con algunas superproducciones fastuosas del viejo clasicismo hollywoodense por un lado, y con el horror gótico y la vieja Hammer por otro. El acento -al menos en la segunda mitad- está puesto en una casa que es un personaje más, que sangra arcilla rojo fuego y respira por un techo destrozado. Una mansión fabulosa creada por otro cerebrito: Thomas E. Sanders; un tipo que ya la rompió con su trabajo en Corazón Valiente y en la genial Apocalypto, ambas del maestro Gibson, entre otras. Y Del Toro, como buen nerdo, es un fetichista de estas cosas, incluso muchas veces compra parte de los decorados y la utilería de sus propias películas. Tanto los decorados como la pilcha como los efectos, son tres puntos clave de esta trilogía fantástica que comenzó con El Espinazo del Diablo, y continuó a mediados del 2000 con El Laberinto del Fauno. Dispara Hammer, dispara Bava, dispara Poe, hermoso todo, pero el gran problema de La Cumbre Escarlata es que Del Toro se queda sólo con los datos, con la colección de citas y la espectacularidad, relega fuerza narrativa en pos de su ingeniería visual, lo mismo que le sucedió a Tim Burton en muchas de sus películas posteriores a Ed Wood, su gran película menospreciada por ese séquito deforme de hinchas de este otro amante del melodrama gótico. La grandilocuencia barroca de los planos podría haber estado acompañada de una trama potente y profunda, como lo logró en El Laberinto del Fauno, otra obra grandota y de grandes pretensiones pensada en detalle desde la dirección de arte pero que no descuidaba sus aspectos narrativos y conseguía -a través de la trama- profundidad emocional y política, si es que pueden separarse. Y este es el problema central de La Cumbre Escarlata, su piel de oro que cubre un espíritu derruido como la perfecta y putrefacta mansión que construyó Sanders: debajo de la cáscara majestuosa sólo queda un esqueleto pelado como el de sus fantasmas, esos que son sólo una anécdota de una historia fantástica sólo para el marketing, espectros que por desgracia son sólo una manchita en este lienzo recargado.
Chistes para nadie. Hay dos Adam Sandler que son geniales: uno es el cáustico, el más podrido dentro de su universo ñoño, como el que vemos en esa joyita menospreciada llamada Ese es mi Hijo (con el último gran comediante judío americano que también pone su voz acá: Andy Samberg). El otro es el amargo romanticón, como el de esa otra gloria en la que trabajó hace varios años: La Mejor de mis Bodas. Claro que en ninguna de esas producciones participó desde la escritura; el corazón de sus guiones, el núcleo, está en Billy Madison, en su obsesión con la niñez. Sandler es un chabón con el síndrome de Peter Pan, lo dejó en claro en otra que escribió: Son como Niños. Le preocupa volverse viejo porque ama a los niños, porque quiere seguir siendo parte de ese mundo que le fascina, es un Michael Jackson cinematográfico y heterosexual. En Hotel Transylvania 2, el centro debía ser un niño. Lo paradójico es que si lo fabuloso del mundo de la niñez es la sorpresa, lo impactante y adrenalínico de las primeras sensaciones que nos da el mundo, en esta película es justamente lo que falta. En Hotel Transylvania 2 ya no hay asombro, ya no está la frescura de la primera parte, que sin ser una joya explotaba muy bien su costado creativo, su pasarela de esos monstruos que le tenían miedo a la gente. Esta secuela cumple con su concepto de continuación a rajatabla, hasta podría ser parte de la primera, la parte mala; como pasa en muchísimas películas que nos parecen geniales cuando nos presentan a los personajes pero perdemos el interés con el devenir. Acá el conflicto es si el nieto de Drácula (con la voz de Sandler como en la primera), fruto de su hija vampira y el backpacker humano, es monstruo o es persona. Todo gira, entonces, en torno a la lucha entre la tradición y la excepción. El bebé ocupa el lugar que tenía su padre en la primera, el humano que llegaba a romper con la estructura de Drácula. Y a partir de esa premisa recorremos los gags “Sandler for babies” pensados para que los espectadores (chicos o grandes) exclamen a la par el twittero “awwww” antes de esbozar cualquier tipo de mueca cercana a una sonrisa. Sandler escribió un guión para inocentes niñas de cinco años, muy lejos de otros esfuerzos de animación contemporáneos verdaderamente ATP como la genial Shaun, el Cordero: La Película. La magia del talentoso Genndy Tartakovsky -un autor de la animación como demostró con El Laboratorio de Dexter, entre otras obras- queda para los créditos finales, donde podemos apreciar, como en la primera, el gran pulso de un tipo que quedó atado a una productora y a unos guionistas que piensan que los chicos son unos pavotes como ellos.
Lamento paisajista. No hay una sola escena en Everest que mueva el amperímetro, que quiebre con la monotonía rítmica, con la avalancha de lugares comunes y el sentimentalismo exacerbado. Claro que visualmente todo es fabuloso, pero atrás de los lentes que nos acercan las locaciones reales de Nepal y de Italia (se filmaron varias escenas en Val Senales para reemplazar algunas partes del Everest) no queda casi nada. Filmada con ojo turista, el islandés Baltasar Kormákur realizó un audiovisual para que los adeptos a la aventura masoca del orgullo de vencer a Dios, a la naturaleza, a la montaña, lo disfruten en un IMAX; como también podrían disfrutar de los documentales de la vida acuática, muy buenos algunos, pero sin el peso cinematográfico necesario como para generar suspenso con el relato o profundidad desde algún subtexto. Lo del artesano islandés es un clasicismo amputado de verdad cinematográfica, alejado de un punto de vista que nos emocione realmente, sin necesidad de sinfónicas efectistas. La lejanía con sus propios personajes es clave para ese acercamiento a un estilo contemplativo de la nada misma, de lo perecedero del paisajismo más genérico. De todos modos, no podemos negar que algo contagian esos planos blancos azulados deseosos de impartir fobia, un poco del miedo de estar ahí arriba respirando mal nos transmiten, pero eso ya lo había logrado casi dos décadas atrás el documental también llamado Everest, filmado en 1998 con cámaras IMAX. “Basado en una historia real” arranca Everest, bien trash, aunque después nos quieran vender grandilocuencia y pomposidad sin asumirse como un ejemplo lúdico audiovisual. Los personajes centrales son dos: Rob Hall (Jason Clarke) y Beck Weathers (Josh Brolin); el Jake Gyllenhaal de los posters queda desaprovechado, interpreta al competidor de Rob, Scott Fischer, con un estado de ánimo que representa muy bien la falta de oxigeno de las alturas. Scott es un canchero, Rob es el profesional buenazo y Beck es el aventurero que se fuga de su familia. Todo el contexto familiar (tanto de Beck como de Rob) sobra y distrae. La narración nunca se impone, Kormákur no confía en la trama, ni en el suspenso ni en sus personajes, necesita rellenar esas vidas que se la juegan toda por ningún motivo, por desquiciados; necesita completarlas con una familia esperando, con el fuera de campo sensiblero, como si el sacrificio de sus personajes no fuera suficiente. La historia directa de los tipos jugándosela contra el mundo le importa tan poco que las muertes comienzan a sucederse con la misma potencia de una charla telefónica, con la misma cadencia tranquila de la llegada al campamento; el descenso infernal tiene casi el mismo ritmo impersonal de la subida, todo es accesorio del paisajismo. Los personajes son olvidados por el director y no llegamos a conectar nunca con ninguno, simplemente nos quedamos mirando la montaña desde bien lejos, ahí donde nos pusieron.
Free pizza. Allá lejos en el tiempo, en la era preinternet, las películas que prometían algo de acción del viejo mete-saca tenían asegurada una porción de la torta. Entre otras cosas, a eso apuntaba la pesadilla trash Death Game, producto olvidado del desconocido Peter Traynor -obra madre de esta remake de Eli Roth- que contaba en los protagónicos con nada menos que Seymour Cassel (recordado por la cinefilia cool por sus trabajos con Cassavetes), con la ex de Eastwood Sondra Locke, y con la guapa Colleen Camp, amiga de Roth y productora de la película que nos ocupa. Aquel desquicio de Traynor arrancaba con la canción Good Old Dad del grupo The Ron Hicklin Singers (interprete de bocha de canciones de series ultra famosas del USA de los 70, como Happy Days), una canción infantil que en el contexto de la película desbordaba oscuridad, cinismo y pederastia. Death Game es una película enferma que incomoda desde una propuesta que punkrockmente -con salvajismo pero también ingenuidad- se mete con los valores tradicionales. La inclusión de la canción Good Old Dad como leitmotiv musical es la clave de la postura y la locura de la película de Traynor, la que la aleja del simple amarillismo y de una posible lección. La descomposición y la pudrición de la puesta en escena, hermanada con el imaginario de los crímenes de Charles Manson -algo también presente en el primer Craven, donde también se le daba un uso alienante a la música supuestamente no correspondida- y ligada a la moda del asesino serial de los setenta (los gringos imponían torturas afuera pero empezaban a pagar las consecuencias post-Vietnam en casa), todo teñido con una postura camp, hacen de Death Game una película mucho más potente que la que proponía la premisa: el acoso de dos minitas a un empresario que juega al croquet. En Death Game no garpa el erotismo del ménage à trois por el que seguramente muchos alquilaron el VHS en los ochenta, pero el contexto, la fealdad de la edición, los movimientos de cámara, la mala iluminación y el soundtrack generan una incomodidad muy superior a la que logran los juegos sádicos a los que es sometido el personaje interpretado por Cassel, quien -según cuenta Locke en su autobiografía- la pasó tan mal en su papel que no quiso doblar las voces en la postproducción, por lo que su personaje terminó con la voz del cameraman. Lo más interesante de El Lado Peligroso del Deseo (de aquí en adelante la llamaremos por su título original para evitar nauseas al lector) es el rescate arqueológico de Roth; tal vez Rob Zombie sea otro de los pocos directores de género establecidos que podría haber elegido tal deformidad para readaptar. Simplemente con sus elecciones, Roth demuestra que es un tipo que ama al género que representa y que tiene los cojones para llevar adelante sus apuestas (sin que esto implique que sea un virtuoso); ya lo había demostrado unos años atrás llevando a cabo su homenaje a Holocausto Caníbal con The Green Inferno (película que pasó por varios festivales pero todavía no tuvo estreno comercial en USA). La trama de Knock Knock es un calco de la original: un tipo casado, con hijos, una linda casa, un buen laburo, el bienestar americano de propaganda, hasta que dos limadas vienen a destruir el paraíso de la minoría favorecida del mundo. Los personajes de Roth suelen ser jóvenes de clase media o media alta, y sus representaciones aluden a lo fácil que puede perderse la zona de confort de la pequeña burguesía por una simple decisión. Aquí la mala decisión la toma Evan (un pésimo y no tan joven Keanu Reeves) cuando decide dejar pasar a las dos señoritas. Roth se aleja del horror y cambia las mutilaciones de Hostel por la destrucción de las mercancías superfluas de la sociedad de consumo. En Knock Knock sufrimos por cómo las chicas le destruyen a Evan su colección de discos o las obras de arte de su esposa, en un mismo nivel que sufrimos por las torturas físicas y psicológicas que también le imparten. Evan es el típico muchachón que se cree más bueno de lo que es, el tipo que quiere hacer lo correcto pero muestra la hilacha de sus miserias cuando compara a las chicas con pizza gratis: “¿por qué me las cogí? ¡Pizza gratis! Son como pizza gratis”, confiesa cuando las ninfas del averno lo tienen atado; y claro ¿cómo rechazar pizza gratis? El gran problema de Roth es que Knock Knock no tiene el contexto de Death Game ni las elecciones enfermas ni la paupérrima técnica del ignoto Traynor, por lo tanto queda expuesta la moralina y se acerca más a las efímeras producciones del Hollywood más banal que a la trasheada original. Sin embargo, en un momento en el que el género que llega a las salas ya ni muestra las tetas, las ideas de Eli Roth siguen siendo bienvenidas.
Para los paladines del movimiento, de la militancia del laburo, de la producción constante (sea de un trabajo rutinario o de sus sueñitos mongoloides), tomarse un día libre es imposible, una cagada, es de débil vaguear; incluso lo piensa gente que suele estar en los bordes del hiperconsumo y por fuera de las ideas dominantes, pero que no escapa a la volteada masiva del liberalismo económico reinante a nivel global, al “time is money” del capitalismo salvaje, y no repara en la importancia del ocio, del no hacer nada. Shaun no, él ve una publicidad gráfica que lo incita a tomarse el día, a cortar con la producción, y ya fue, lo hace. Así arranca una de sus travesuras análogas a las que generaba en su serie inglesa, spin-off de los famosos Wallace & Gromit. A partir de la travesura genera -al igual que en Babe 2– que la granja se traslade a la gran ciudad. El granjero pierde la memoria y de casualidad -en una burlona visión de los héroes superficiales de nuestro entorno- se transforma en una celebridad menor mientras el grupo de ovejas, al mando de Shaun y el perro Bitzer, lo buscan tratando de zafar de la autoridad: un vigilante cazador, amo y señor de una cárcel para animales callejeros. Explotada en detalles y colores, con una profunda textura de un fenomenal stop motion que tardó seis años en terminarse, y sin depender de la banca hollywoodense, Shaun, el Cordero: La Película es, ante todo, libre; un caso similar al de la perfecta Mary and Max del genio australiano Adam Elliot, otra stop motion que también venía de la periferia y que también superaba a muchas provenientes del núcleo duro de la industria de la animación, que este año tiene a la muy buena Intensamente como mascarón de proa. Lo determinante en Shaun es que propone un humor “buenas vibras” alejado de la acidez de la animación para adultos y de las canchereadas psicodélicas de la animación infantil actual; además de no pasarse de sensiblera ni molestarnos con lecciones morales sobre la familia o la superación de las dificultades, generando un producto verdaderamente ATP que no subestima la comprensión del imberbe ni incomoda a la genitalia canosa. La de Shaun es una historia directa (simple), muda (aprendan verborrágicos al pedo), con gags, slapstick, persecuciones, buena música (hasta hay chanchos bailando Primal Scream, compañeros) y el corazón más grandote del año.
De exorcismos y exploits. En otros textos de este sitio ya hemos disparado contra el horror filo-ATP destinado a los niños robot que ven las de terror con mamá y papá; aquellos que ya no llegan al horror por picardía sino porque son target del mercado actual que busca carne cada vez más fresca para sus propuestas abarcadoras y conservadoras. Exorcismo en el Vaticano forma parte de esa nueva industria de explotación preteen que vomita ideas gastadas sin un mínimo de pasión y con planos burocráticos de telefilm. Estas cintas del Vaticano son, ni más ni menos, una exploit de El Exorcista (1973) cuarenta años después, pero ya sin tetas ni libertad. En la última década, las películas de posesiones y exorcismos se afianzaron como subgénero dentro de la industria del terror, generalmente, con propuestas menores como la que nos atañe, pero lejos en el tiempo quedaron las bizarreadas de aquella ola exploitation de la obra maestra de Friedkin. Tan solo un año después del éxito de El Exorcista, salieron una gran cantidad de plagios que querían raspar unos mangos de aquel fenómeno. Una de las exploits más deformes por propuesta y apuesta debe haber sido Abby, una blaxploitation dirigida por William Girdler, quien debido a un juicio de la gigante Warner contra la American International no vio un peso a pesar de que la película recaudó veinte veces más de lo que costó; director que además murió joven pocos años después en un set de filmación en Filipinas. Abby se puede tornar pesada pero la presencia de William Marshall -el recordado Drácula negro- como cura, y un clímax que se da en un bar medio cabarulo con bola disco y luces rojas, hacen que valga la pena al menos una visión con amigos y sin demasiada rigurosidad. Los que estaban siempre agazapados como hienas esperando un éxito internacional para mandarse un cover rápido y punkrock, eran los tanos. Hay dos exploits que seguramente conocerá la cinefilia deforme: El Anticristo de Alberto De Martino, y La Poseída, de Mario Gariazzo. La primera es muy superior a la mayoría de las exploits del 74: se destaca, paradójicamente, por su originalidad, y por el trabajo en la composición y belleza de muchos de sus planos (sobre todo en la primera hora). El Anticristo es un delirio que mezcla lo esotérico, las vidas pasadas, y algunos pasajes surrealistas con los típicos elementos de los plagios de El Exorcista de ese año prolífico para el choreo: la chica protagonista, el dramón familiar, el sexo, y, por supuesto, el vómito. Otra rareza de aquel año, sobre todo extraña por su origen más que por su puesta en escena, fue la alemana Magdalena, Vom Teufel Besessen, un híbrido entre el rip-off y el sexploitation: hay lesbianismo, muebles que vuelan a lo Poltergeist y el cuerpazo desnudo de Dagmar Hedrich en muchísimos planos. Hacemos este breve y algo perezoso repaso utilizando a Exorcismo en el Vaticano como excusa, porque aunque la película de Mark Neveldine no se asuma como exploit (se toma demasiado en serio y es por demás conservadora) muestra la hilacha desde el principio con unos recortes de diario en los que aparecen Juan Pablo II y el Papa Francisco, en una intro bizarra que proponía algo más demencial que la película burocrática y poco lúdica que terminamos viendo.
Yo, la peor de todas. Estamos ante una nueva expresión del actual Hollywood para subnormales. Todo bien maquillado con chistecitos autoreferenciales, y con la supuesta buena onda de la nada misma. Como sucede con el hipsterismo actual -que supo robar la cáscara de las subculturas que boyaban por los bordes del hiperconsumo para drenarles la onda y volver todo masivo, todo aceptable, vaina y consumismo- este tipo de cine se disfraza de “feel good”, de sonrisita, de referencia, para tapar su vacío y digestión. Esta película es otro ejemplo de cómo la actual industria fagocitó un cine que apoyaba su acción en algo más que los efectos. En la idea original, los efectos especiales eran vehículo de la narración, la sábana del fantasma de una puesta en escena tan colosal como su brío religioso merecía. Aquella idea madre, la única profunda, tan profunda que podía transmitirse cinematográficamente con pocas palabras o sin ellas, es aquí vaciada y viciada, sólo quedan ecos sin alma, repeticiones con la tristeza de los calcos. Si la segunda parte ya estaba contaminada por una corrección zonza (el Terminator ya no mataba policías, no, por amor de dios y nuestro nuevo Hays), en ésta hay además una humanización berreta, un Terminator papá por siempre de una Sarah Connor de góndola de supermercado. La negación estética de la resistencia liderada por el otrora mesías John Connor es otro ejemplo de absorción: si antes podían pasar por revolucionarios, aquí podrían ser militares del poder dominante. Y esta deformación del espíritu original de la resistencia, no es solo insinuación sino que está en el relato -seguramente no por casualidad- en la transformación de John Connor en el nuevo villano. Rediseñado en la historia por los robots, claro, pero no importa, lo significativo es que ya no hay lugar para los héroes de los márgenes, ni siquiera cuando son accesorio de algo superior. Y este vaciamiento va de la mano con un problema aún mayor, el de la narración. Porque además de la mencionada guía masturbatoria referencial y el culto al efecto por el efecto mismo, Terminator 5 es parte de un cine que no sabe poner en imágenes al relato y utiliza al diálogo explicativo para ocultar su pobre sistema narrativo. Los momentos de habla imbécil no son aquellos en los que Arnold se pone a explicar los procesos del viaje en el tiempo y el nuevo Kyle se hace el chistoso para que se calle (parodiando a los verosimilistas sin reparar en que su apoyo constante en los diálogos vacuos es, incluso, mucho peor); estos momentos son los que durante -por ejemplo- las escenas del futuro, John Connor y Kyle nos quieren explicar todo, a nosotros, los idiotas. La contradicción de un cine que apuesta a lo visual pero a su vez no confía en las imágenes: la antítesis de la idea nodriza. Un diálogo síntoma de la primera se daba entre los canas; el sargento negro le decía al detective Hal “¿cómo me veo?”, a lo que el segundo respondía “como la mierda”, para que el negro le diga “tu vieja”. Esa pavadita reflejaba el pesimismo que encerraba también la Terminator a la que no se le escapaba nada, y mostraba cómo forjar al verosímil en el cine fantástico. En la quinta no sólo no hay alma, sino que tampoco hay calle. Entonces, ¿de qué está hecha esta nueva Terminator? De efectos especiales absolutos, que no vehiculizan la narración; de una acción que no se da por causalidad sino que pretende ser inicio y final (aniquilando así el único propósito de su existencia: el suspense del relato); de diálogos sobrantes; y de humor, de chistes de terapia intensiva, cuidaditos, abotonaditos, humor de alcohol en gel, porque lo que importa es la salud.
Luchando por el metal Recuerdo haber visto a Logos en Cemento hace ya casi veinte años; ese antro querido por todos en el que dejamos pedazos de vida y espíritu adolescente entre el sudor de las paredes y el agua negra del piso, fue uno de los lugares en los que la banda presentó ese discazo que fue y sigue siendo La Industria del Poder. A la mayoría de los que estábamos ahí no nos importaban demasiado las palabras evangelizadoras del Beto Zamarbide pero sí queríamos ver en vivo a parte de la leyenda, a los tipos pioneros en el país de ese género que sentíamos en las entrañas: el metal. Y Zamarbide era y es una pieza clave del género y de la leyenda V8.El disco El Fin de los Inicuos (vaya nombre y declaración de principios para el tercer y último disco de V8) fue el símbolo del final de la etapa más autodestructiva y agresiva de la banda y el acercamiento -sobre todo por parte de Zamarbide- a una marcada fe cristiana que terminaría de desarrollar en Logos. Las letras de La Industria del Poder, al igual que las de El Fin de los Inicuos, tenían esa bajada de línea evangelista mezclada con cierto compromiso social (recordar el hit “Marginado”).