La belleza y el horror ¿Quién viene de noche? ¿Un intruso? ¿Un virus? ¿La parca? Increíblemente ningún salieri de Claudio María Domínguez le puso un título trillado y la traducción esta vez fue correcta. De todos modos, el original incluye el pronombre it, aportándole aún más confusión al asunto, tal como sucedía con la genial It Follows. Eso te sigue, eso viene de noche ¿qué es eso? no lo sabemos pero ambas logran que eso no importe. A su vez, las dos trabajan la atemporalidad; sendos casos no nos informan en qué año transcurre la acción (aunque a diferencia de It Follows donde hay una contradictoria evocación retro, aquí estamos claramente en un futuro distópico). Y ambas alimentan su relato con algunos aspectos formales más ligados al cine moderno que al género puro, además de ostentar una dedicación obsesiva a la construcción de belleza desde los planos. Porque así como estamos frente a una película terrible sin un ápice de condescendencia con los timoratos críticos llorones por la violencia fílmica, estamos frente a una obra extremadamente preocupada por la belleza. Trey Edward Shults realiza un trabajo minucioso en la organización interna de los planos pero sin dejar que el esfuerzo por lo contemplativo afecte a la narración. Shults no tiene ningún apuro en la generación de los climas, a contramano de la anfetamínica edición audiovisual contemporánea del mainstream, y esas decisiones estéticas de prolongación de algunas escenas son, en parte, responsables de que la claustrofobia llegue al espectador y podamos sentir la atmósfera agobiante de la propuesta. Un bosque recóndito, baldes en lugar de inodoros, una casa metamorfoseada en fortaleza, y una familia pequeña con un jefe pragmático y sin escrúpulos a la hora de defender a los suyos, son algunos de los elementos con los que Shults arma su historia de pérdidas. Pérdidas generales que no terminan de explicarse y, sobre todo, pérdidas familiares (todo comienza con el sacrificio de un miembro de la familia). Con un realismo deudor del género de los años setenta y al mismo tiempo con una total autonomía respecto de las fórmulas genéricas, Viene de Noche se presenta como una rareza dentro del horror post-apocalíptico, un subgénero muy explotado en los últimos años. Seguramente su excepcionalidad tenga que ver con las intenciones de su director de contar una historia oscura e intimista de supervivencia y paranoia que nada tiene que ver con algunas contemporáneas del subgénero mencionado que abordan la proximidad del fin del mundo en términos más cercanos al del cine catástrofe o a aquellas que se articulan alrededor de los jump scares, los estereotipos y demás clichés. El propio director dijo que no definiría a Viene de Noche como una película de terror y que simplemente filmó lo que sentía en ese momento y seguramente no pensó en las categorías por las cuales muchas veces nos preocupamos más los espectadores que los realizadores. De hecho, no estuvo de acuerdo con la campaña de marketing que la vendía como género puro; no por desmerecerlo sino para no engañar a los espectadores que buscan otro tipo de narrativa. De todos modos, la amabilidad con el espectador sólo quedó en ese gesto, y, seguramente, la falta de condescendencia sea, en parte, responsable de su potencia.
Los malos buenos y la nostalgia patológica Mi Villano Favorito 3 no sólo trabaja la evocación desde lo autorreferencial sino desde la nostalgia por la época fetiche del consumismo pop actual: la década del 80. Después del daño que le hicieron a aquellos años productos audiovisuales como Stranger Things o Super 8 (ambas muy buenas, por cierto) es muy difícil que en estos momentos se pueda aportar algo nuevo al jueguito de la nostalgia desde los cálculos algorítmicos del mainstream. Sin embargo, el equipo de Illumination Studios consigue unificar los recuerdos de los mayores de 30 años con la acción y la comedia sin que estemos frente a otro producto centrado en la conservadora cultura del póster. La nostalgia no se introduce como un fin en sí misma, sino que es parte de la narración y es la total conformación del villano de turno. En la historia, el genial cretino Balthazar Bratt (con la voz del genio de Trey Parker en la versión original) es malo por su propia nostalgia, y, al mismo tiempo, nos hace participar a los espectadores adultos en el juego de memoria que propone, en donde Bad de Michael Jackson y otros hits de los 80 como Take on me de A-ha o Physical de Olivia Newton-John, representan un papel central. La trama continúa con los patrones profamilia que quedaron establecidos en la primera entrega de la saga; en esta oportunidad, el ex villano Gru -que ya incorporó a su vida hijas (en la primera) y esposa (en la segunda)- sigue agrandando su grupo familiar con la presencia de su, hasta ahora, desconocido hermano gemelo. Un poco como yeite de culebrón y otro poco como en el ya clásico episodio de The Simpsons en el que Homero conoce a Herb, Gru se encontrará con Dru, un gemelo no tan idéntico con un look más cercano al de Donald Trump que a su estilo à la Tío Lucas. En el encuentro, Dru tratará de llevar a Gru nuevamente al lado oscuro y ambos se enfrentarán al mencionado villano Bratt, un child star que terminó mal y quedó obsesionado con su fama y con la moda ochentosa, y que, además de tener un mullet maravilloso, utiliza de arma un ¡keytar tira rayos! para delicia de la platea freak de más de 30. El relato trabaja de manera dual; por un lado se focaliza en la historia de Gru y su hermano, y, por el otro, sigue -aunque en menor medida- a los Minions, que luego de tener mayor protagonismo en la segunda entrega y tener su propia película en aquella derivación ultra taquillera de hace dos años, no forman acá parte del conflicto central. Los Minions se alejan de Gru cansados de su buena onda y se embarcan en un exilio narrado como un minimusical que no solo corre en paralelo al conflicto sino que prácticamente conforma otro spin off pero esta vez dentro de su película madre. Los cambios en la dirección –en esta ocasión el francés Pierre Coffin forma equipo con Eric Guillon y el americano Kyle Balda y deja el dúo con Chris Rinaud- no generan ningún cambio notorio; de hecho la dinámica, por momentos y sobre todo si pensamos en el villano, recuerda a la primera entrega, y el humor continúa en la línea del slapstick deudor de Chuck Jones y Tex Avery, intercalado con algunas escenas de acción llenas de magia y las consabidas cuotas de dulzura for babies.
El mercado de los premios La gran diferencia entre Los Ganadores (2016) y los anteriores documentales de Frenkel es que acá no hay cariño. Si algo relaciona a Buscando a Reynols (2004), a Amateur (2011) y a El Gran Simulador (2013), es la admiración que parece sentir Frenkel por sus protagonistas. Una admiración y una fascinación que nos la transmite desde los planos y desde la narración. En Los Ganadores, por el contrario, con la elección de algunos planos nos transmite su antipatía; pensemos en el plano eterno que se roba la sonrisa impostada de “el mejor periodista de Latinoamérica” que más tarde se enoja con el director y corta una entrevista; o en el plano de una señora taconeando en el barro en la entrada de unos premios que se entregan en un tenedor libre. Porque Los Ganadores es sobre las premiaciones de los márgenes; pero no esos márgenes románticos de un underground idealizado (como podría pasar con Buscando a Reynols), sino sobre aquellos que bordean una industria mediática que los ignora pero a la cual admiran. Claro que también se podría hacer un documental sobre lo decadente y bizarro de las premiaciones más populares, pero Frenkel es un curioso, y nos adentra en un submundo que lo sorprende y que, creemos, nadie había retratado. Comunidad de premiadores y premiados que conoció gracias al protagonista de Amateur, Jorge Mario, aquel personaje pura pasión y todo terreno, director -entre mil cosas más- del western criollo en Súper 8 Winchester Martín. Por un lado, el director logra captar muy bien lo decadente de la cotidianidad (y seguramente podría hacerlo a partir de casi cualquier realidad), y, por otro, demuestra un ojo experto en retratar al aparato; el aparato como aquel que tiene un comportamiento con un registro diferente. Y asimismo sabe manejar bien sus habilidades sociales, su apariencia y demás características que lo emparentan mejor con el statu quo y con la aparente normalidad de la sociedad. En su crudo retrato de lo que está corrido del registro regular, se podría percibir una burla; y, tal vez, sea la primera película de Frenkel en que la haya, sobre todo por la falta de cariño que se percibe y de la que hablábamos al comienzo del texto. De todos modos, esa falta de cariño no parece aplicar al objeto del documental ni a todos sus protagonistas (de hecho, uno de los ganadores es Jorge Mario) sino, sobre todo, al personaje principal, un mercachifle de los premios que organiza una premiación en la que el que paga, gana. Estamos seguramente ante la película más antipática de Frenkel, algo no necesariamente negativo, así como ante una muy buena comedia narrada desde esas decisiones formales un poco desprolijas y despojadas de solemnidad que suele emplear. Elecciones estéticas que dejan al descubierto ciertas costuras y que son fundamentales para transmitir la sensación de verdad del submundo de turno.
“Votaría a Obama por tercera vez”, le dice Dean (Bradley Withford) a su yerno negro Chris (Daniel Kaluuya); el director y guionista Jordan Peele utiliza ese diálogo para hacer avanzar la narración (junto con la frase “my man” Dean tratará de ganar la confianza de Chris) pero, a su vez, como catalizadora de la sátira social que propone. Una sátira antiliberal más ajustada a la sociedad post-racial de los años de Obama que a la actual realidad antiminorías de la administración Trump. “Los negros están de moda” dice en otra frase genial un blanquísimo asistente de la fiesta/aquelarre, para que Chris devuelva una de las tantas perfectas muecas de incomodidad. Es que Chris se encuentra en la casa de los padres de su novia blanca, en plena puesta en sociedad de su relación interracial; ya que no sólo está siendo presentado a su familia política sino también a los asistentes de una supuesta gran reunión anual. La sátira mencionada trabaja siempre al mismo nivel que la construcción del suspenso; las ideas de Peele (tanto en cuanto a la relación del progresismo blanco con la cultura negra como en lo relacionado al sufrimiento de una minoría) nunca se escuchan por un megáfono y reside allí parte de su genialidad y de la grandeza del buen cine de género crítico que sabe trabajar al mismo tiempo clichés, dispositivos, tópicos e ideas sin que se pisen ni separen. Más allá de los ecos del terror paranoide de la extraordinaria El Bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968), el héroe nos recuerda más al Ben de La Noche de los Muertos Vivos (Night of the Living Dead, 1968) o al Django de Tarantino que a una joven Mia Farrow. Acá no habrá sometimiento sin lucha física ni una amarga resignación. Huye se configura como una blaxploitation de horror; y no sólo por la lucha de su héroe negro sino porque, más allá del cuidado en la composición de los planos, hay un gran homenaje al más desprolijo -en un buen sentido- cine fantástico y al más violento cine de terror (sobre todo si pensamos en el desenlace). Haciendo una mezcla interesante entre Ira Levin y Lovecraft, y pasando de pasajes oníricos a lo concreto de un cráneo reventado -con una Catherine Keener que vuelve a meterse en una cabeza como en la gloriosa ¿Quieres ser John Malkovich? (Being John Malkovich, 1999)-, Peele arma un relato que seguramente estará entre lo mejor del año del cine popular. No podemos no mencionar que Huye es otra apuesta de la factoría Blumhouse, productora responsable de gran parte del horror americano contemporáneo y que cuenta en sus filas con algunas de las mejores películas de terror de los últimos años como Sinister (2012), de Scot Derrickson, o Los Huéspedes (The Visit, 2015), de M. Night Shyamalan. Productora que supo construir su mini-imperio con el negocio de la mediocre saga de Actividad Paranormal (Paranormal Activity, 2009), triunfo que la constituyó como especialista en producir películas de bajo presupuesto pero ponerlas a rodar bajo el actual sistema de estudios, y que brinda, cada tanto y como en este caso, ese cine de género que tiene algo para decir sobre el mundo.
Violación y venganza El primer plano de Meet John Doe (1941), de Frank Capra, luego de los créditos iniciales, es el de una nursery; la secuencia de montaje que abre la película nos lleva de imágenes de la working class americana a la de un bebé, al comienzo de la vida. André Øvredal, por el contrario, abre su película con la parca, con el final de una familia. Su Jane Doe del título original no tiene que ver con un ciudadano cualquiera como en la de Capra, ni tampoco con un sobrenombre como en la serie de películas de la mamá de Marty McFly (Jane Doe, 2005-2008); acá la Jane Doe cumple la función de “nomen nescio” (NN), de base de un misterio que será el núcleo hasta el desenlace. El enigma de la identidad de la chica (Olwen Catherine Kelly), además de llevar adelante la narración, marca un tono particular: The Autopsy of Jane Doe (estrenada bajo el nombre de La Morgue) no es sólo una película de horror, es también de misterio; y, por qué no, una película de zombis reformulada. A Austin (Emile Hirsch) el negocio familiar lo tiene sin cuidado. Sin embargo, cuando en la morgue de su padre Tommy (Brian Cox) entra el cuerpo de Jane Doe, en lugar de irse al cine con su novia se queda trabajando toda la noche con su viejo. Acá la relación padre-hijo es también una relación de maestro-aprendiz y de colegas de investigación a la Sherlock Holmes. En una de las secuencias iniciales, Austin trata de descifrar la causa de muerte de uno de los cuerpos y conjetura sobre los hechos, para que su viejo, luego de ayudarlo, le aclare que ellos sólo pueden determinar la causa y que el resto no es su tarea. El arribo de Jane Doe no sólo alterará su modus operandi sino que hará que Tommy indague más allá de sus límites pragmáticos. A su vez, lo llevará a la aceptación de lo sobrenatural, algo que Austin con su carácter curioso, parece aceptar desde un principio (ante las extrañas situaciones dirá “es ella”). La película logra generar un malestar difícil de explicar en su totalidad y que la diferencia del horror ATP tan común en los últimos tiempos y sobre el que ya hemos escrito en otros textos. Aunque seguramente ese malestar se relacione en alguna medida con cierto gore que asoma sin fines puramente estéticos y con la claustrofobia proyectada, también puede deberse a un debate moral relacionado a la doble condición de Jane Doe de víctima y victimaria. La Morgue, como bien marca Juan Pablo Cinelli en su crítica de Página 12, es también una película feminista de venganza. Estamos ante una “rape and revenge” simbólica, en la que una víctima de las peores torturas yace desnuda e inmóvil ante el padre, el hijo y, por qué no, el espíritu santo. Con el estreno de La Morgue, el 2017 continúa configurándose como un buen año para el cine de horror (al menos si pensamos en el que llegó a nuestras salas). Las distribuidoras parecen haberse dado cuenta de que no sólo convocan con las inocuas rip-offs de turno sino que hay buenas propuestas que pueden generar interés y a su vez conseguir una complejidad y una profundidad no tan comunes ni en el género industrial ni en el cine independiente. El estreno de dos geniales títulos coreanos como Invasión Zombie (Train to Busan, 2016) y En Presencia del Diablo (The Wailing, 2016), de películas chicas como Intrusos (Intruders, 2015) o de más grandes como Fragmentado (Split, 2017), dan cuenta del buen año. La Morgue se suma a estas buenas compras de los distribuidores y seguramente dará buen rédito, como suele hacerlo el horror, sea bueno o no tanto.
Cuando El Proyecto Blair Witch (The Blair Witch Proyect, 1999) -aquella hija noventosa de Holocausto Caníbal (Cannibal Holocaust, 1980)- logró desbordar las salas del mundo y recaudar 200 veces su presupuesto, se impuso como método dominante en el horror norteamericano el de generar proyectos poco costosos (siendo optimistas y si pensamos en la realización de una película fundamental como El Loco de la Motosierra, en ello se podía leer una vuelta a las raíces), generalmente enmarcados en el falso found footage, y con pocas aspiraciones no sólo en los aspectos formales sino, muchas veces, también en sus subtextos. Esta tendencia resultaba favorable para los directores independientes y con menos recursos, y un negocio redondo para los inversores, muchos de ellos partícipes del sistema de espectáculo hollywoodense. Recordemos el negoción de la Paramount con Actividad Paranormal (Paranormal Activity 2009) y la clonación de películas con el ímpetu del viejo exploitation carroñero pero sin su espíritu lúdico ni su gravedad marginal. Claro que las películas de horror con mayores aspiraciones -y mayores presupuestos- también tuvieron su espacio en los últimos veinte años. Entre las que lograron destacarse -al menos si pensamos en su popularidad- se encuentra La Llamada (The Ring, 2002), de Gore Verbinski, también director de la película que nos ocupa. Aquella remake formó parte de otra línea dominante de la década del 2000 en la que Estados Unidos utilizó a su star system para varias adaptaciones que formaron parte de la invasión del J-Horror de aquellos años. En los últimos tiempos, y ya algo lejos de aquellos booms, pareciera que el estilo de horror legitimado por críticos y espectadores es el que propone James Wan. Y, al igual que lo que sucedió en la década pasada, ese horror legitimado no propone sorpresas ni espíritu crítico. Así las cosas, lo más interesante de La Cura Siniestra (A Cure for Wellness, 2017) es su condición de rareza; y no sólo por su surgimiento en un momento en que los estudios y los productores que bordean la industria apuestan por otro tipo de cine de horror, sino también por su ambición, por una pretensión epifánica que cae simpática por inusual, no sólo desde el texto sino también desde el trabajo minucioso en el armado y organización de los planos. Lockhart (Dane DeHann) es un empresario que debe viajar a los Alpes suizos y traer de vuelta al Ceo de la compañía -Pembroke (Harry Groener)-, quien está pasando por un momento de revelaciones durante la internación en una clínica donde, supuestamente, se consiguen resultados fabulosos para la salud. Lockhart recorrerá a su modo el camino de Pembroke hasta conseguir su propia revelación. Con esa premisa, Verbinski arremete contra el estilo de vida de la sociedad de consumo, como también contra los conceptos legitimados sobre la dicotomía buena salud/enfermedad, los valores de las instituciones médicas y el negocio farmacéutico, ironizando a su vez sobre las terapias alternativas y la tan actual dictadura de la vida sana; esto último queda plasmado en la cara de placer de Lockhart cuando le da una pitada a un cigarro robado o cuando se escapa de la clínica y se toma una cerveza. La jugada titánica de puesta en escena y de crítica social se articula a través de una historia pesadillesca con elementos de terror gótico, filmada en unas locaciones en las que el preciosismo buscado por el equipo de Verbinski tiene un asidero natural. En el camino se entrecruzan referencias al tanque de aislamiento de Estados Alterados (Altered State, 1980), del flashero Ken Russell, al ciclo Poe de Roger Corman, a ciertas atmósferas del horror gótico europeo de los sesenta, y a Los Usurpadores de Cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1978), de Kaufman. Un homenaje a la vieja escuela del horror y a ciertos placeres que los nuevos mercados pretenden desechar.
Dificilísimo filmar, y más aún cuando no se cuenta con un gran presupuesto y cuando los días de rodaje son menos de la mitad de los que suelen utilizarse en las producciones mainstream. Intrusos (Shut in, 2015), thriller que también podríamos encuadrar dentro del subgénero de casas invadidas, contó con sólo dos semanas de filmación y un presupuesto acotado en relación a los números que maneja la industria norteamericana; y es en estos casos donde se siente más el sudor del rodaje. De todos modos, detenernos en esos menesteres no es compatible con intentar brindar un análisis o, incluso, una mera reseña como en este caso. Y decimos que no es compatible porque si pensamos a las películas desde el sufrimiento que es realizarlas, no podríamos dar una valoración; pensadas desde la realización todas las películas son buenas. Por suerte, en algunas oportunidades, esa locura que implica el rodaje da un buen resultado final que, incluso tomando distancia, podemos apreciar positivamente. Es este el caso; un thriller donde se nota la mano principiante y el bajo presupuesto, pero como características que no afectan las decisiones formales del debutante Adam Schindler. Anna (Beth Riesgraf) es una linda chica sufrida que tiene que cuidar a su postrado hermano en una casona de Louisiana venida a menos. Su casi única interacción con el mundo circundante es con el delivery boy (un hermano Culkin que asoma en ascenso). La ficticia paz de Anna se rompe cuando su hermano muere y pierde su única actividad y motivación; es en ese momento cuando se materializa el subgénero mencionado y tres hampones invaden su hogar. La banda luce improvisada, incluso desde el casting, sobre todo si pensamos que un elemento clave del trío es interpretado por Martin Starr, actor conocido por su participación en producciones de la nueva comedia americana y no en el horror. Es que los muchachos no son unos facinerosos que saben lo que hacen al estilo de la banda lumpen de Perros de Paja (Strawdogs, 1970) o los loquitos de Horas de Terror (Funny Games, 1997), sino que están mucho más cerca del grupito casi virginal de No Respires (Don’t Breathe, 2016), de Fede Alvarez, película especular en varios aspectos. Si en aquélla el golpe parecía fácil por ser la casa de un ciego, acá será por ser la casa de una chica sola, con el reemplazo de la ceguera por la agorafobia como patología/debilidad. A su vez, los espacios del hogar serán, como en No Respires, elementos clave de la trama. Intrusos se construye desde un guión que se toma libertades -por algunos momentos podría ser una continuación ¿feminista? de El Juego del Miedo (Saw, 2004)- y que cae simpático justamente por esa (in)conciencia del ya fue todo sin tener lo bizarro como norte.
Evitando el ablande. “Yo sé, dirás, muy duro es aguantar; mas quien aguanta, es el que existe…”, canta Ricardo en Almafuerte. Y en Yo sé lo que Envenena -frase de Larralde en su oda al humo escupida por Iorio en su monólogo desde el silloncito de Beto Casella, que desbordó las cloacas televisivas y da nombre a la película- los protagonistas aguantan. Los tres aguantan los trapos a su manera, Rama fleteando, Iván de mecánico y de violero, y Chacho en la búsqueda de materializar su vocación. Sosa los delinea con la facilidad de un campeón del mundo, forja un naturalismo no forzado, alejado tanto del férreo autorismo anticlasicista como del extremo realismo -algunas veces, tan potente como artificial- de los actores no profesionales. La propuesta en una primera instancia parece inundada de una iluminación televisiva que resta fuerza a los planos; sin embargo, esas decisiones genéricas (no de género) o de bajo presupuesto dejan de molestar a los pocos minutos, cuando la narración y los cuerpos se ponen por encima del drama de la austeridad y la película empieza a interesarnos y a ser graciosa desde los planos -como en esos primerísimos de la cara desquiciada del serio Iván- y divertida desde las situaciones más que desde diálogos puntuales, aunque, paradójicamente, todo surja de un diálogo puntual de Ricardito. Yo sé lo que Envenena es, entre otras cosas, un lado B fascinante y cáustico de la caretona La Vida de Alguien, acá no hay compañías discográficas interesadas ni pop para divertir, acá la música pasa por una sala de ensayo chivada y por un pool medio roñoso como el de tantos barrios. Hay pizza, birra y faso pero no desde el lumpenaje “no future” del neoliberalismo noventoso, sino desde la coyuntura del neoperonismo, del choque del laburante con la herencia de los sueñitos liberales, del gil trabajador al trabajador con sus sueños de salvación shampoo, el egoísmo intrínseco del individualismo cool que ya atravesó todas las clases. Porque Chacho quiere ser actor, e Iván -el metalero true que todavía tiene ídolos- quiere triunfar con el metal, pero podrían querer ser directores o críticos de cine, el sueño mongo es el mismo, lo diferente de la actualidad y lo que no admite ni admitió nunca el poder del ala reaccionaria y sus gusanos es que ahora los soñadores también lleguen de los sectores que nunca habían podido elegir. Pero salgamos del divague, lo político aparece de lejos y tal vez sin intención, lo preponderante es la divertida historia de amor de Rama, la representación ajustada de la difícil dinámica de la amistad, del mundo de los motoqueros que fletean, de los verdaderos antros del rock, y de la pelea de unos tipos con pasión, con hambre de gloria, todo con el conurbano de empapelado. Con garra, sentido y poca plata, Yo sé lo que Envenena se erige como una película de overol más profunda que muchas de frac. Enhorabuena, compañeros.
El mafioso más bueno del mundo Hay un grupo de personas con aspiraciones de provocar que confunde la corrección política con la puesta en práctica y la promoción de ciertos valores cristianos, humanistas, a veces también compartidos con las izquierdas. Según esa idea, un progresista (como antagonista de un reaccionario) vendría a ser un estúpido. A su vez, también se suele confundir la provocación (casi siempre bienvenida) con la simple agresión. Las nuevas derechas supieron conseguir gracias a estas confusiones y al marketing del cinismo, una renovación de imagen. De todos modos, este preámbulo no es para negar que hay, en ocasiones, una búsqueda de corrección hipócrita que exaspera, ni para bancarle la parada al último Affleck y su -en este caso sí- corrección política, sino simplemente para no caer en la bolsa de los que se inflan el pecho de una supuesta incorrección cuando, en realidad, simplemente promulgan viejas ideas tanto de derechas liberales como conservadoras. Decimos que en Vivir de Noche (Live by Night, 2016) sí hay una corrección buscada que molesta porque Affleck quiere interpretar al mafioso más bueno del mundo; un capo que sería aprobado por los que cranearon el código Hays. Desde su elección como protagonista, con esa cara de bonachón, hasta sus enfrentamientos con detestables miembros del Ku Klux Klan, el actor/director nos pretende vender a su mafioso bueno al que podemos aplaudir desde nuestra zona de confort, no vaya a ser cosa que sintamos empatía con un criminal de verdad. Es la antítesis de un Tony Montana, desde lo moral hasta lo corpóreo; porque no sólo presenciamos la limpieza espiritual y política de Affleck, sino la falta de cuerpo, de sudor, de sangre, de mugre. Los asesinatos son tan estériles como el sexo. La forma en cómo está encarado el dilema moral y lo aséptico de la propuesta no representan los únicos inconvenientes; hay otro gran problema en lo narrativo -y seguramente sea un problema más importante aunque en este breve texto se lleve menos caracteres-. Si algo había demostrado Affleck, sobre todo con la muy buena Atracción Peligrosa (The Town, 2010) pero también con Argo (2012), es la potencia narrativa. Por el contrario, Vivir de Noche parece estar sostenida sólo desde la dirección de arte y la fotografía; el gran trabajo pareciera estar puesto en el cuidado estético superficial. A diferencia de sus trabajos previos, no logra generarnos un interés continuo porque no logra generar la cohesión ni la acción que sí conseguía en las anteriores, en las que también (nos) ahorraba tanta oralidad y tanta musiquita melosa tan de señora correcta y aburrida.
A poner el pecho Se volcaron litros de tinta para discutir y para entender a La Guerra de las Galaxias (Star Wars), tanto en sus aspectos formales, como también en los mitológicos y filosóficos. Tal vez un poco menos de importancia se le dio en el universo Gutenberg a su rico texto político; tan vasto (y ligado también al mito y a la religión), que permitió que cada uno lo interpretara según su mandato ideológico. Muchos estadounidenses no tardaron nada en hacer analogías entre el imperio y el nazismo o, incluso, el stalinismo. Sin embargo, ya en el momento en el que se estrenó la primera -y mejor- obra de la saga, el imperio dominante era el americano. Los rebeldes éramos, entre otros, nosotros, el tercer mundo, los oprimidos por las corporaciones y sus aliados políticos que en esos momentos indicaban en qué lugar del mundo había que asesinar a los que ponían en riesgo su poderío (Argentina o Vietnam también fueron Alderaan). Claro que la puesta en escena del conflicto ideado por George Lucas presentaba la contradicción de brotar de las políticas del imperio (algo similar a las contradicciones de Avatar entre lo discursivo y la materialización de su puesta en escena hipermillonaria), y, a su vez, de generar a escala masiva una reacción opuesta a su discurso: Star Wars creó a una generación de espectadores fanáticos, un fandom consumista a medida del imperio. Clink caja para Lucas, que ciertamente no tenía los berretines progres de los rebeldes. A pesar de su complejidad, Star Wars también fue la película nodriza para el triunfo del cine adolescente (el propio director reconoció que pensó la historia para chicos de catorce años); cine que terminó desterrando del mainstream a la mugre crítica, al cine adulto (por categorizarlo de alguna manera, aunque suene un poco idiota), y que evolucionó en las atrocidades sin alma con las que DC y Marvel nos colonizan las salas. De todos modos, no podemos culpar a Lucas o a la genial Star Wars por la decadencia de gran parte del cine de aventuras actual, aunque sí tuvieron responsabilidad los efectos secundarios y su posterior utilización. Pero pasemos ahora a lo que nos compete: Rogue One: Una Historia de Star Wars (Rogue One: A Star Wars Story, 2016). Al igual que la remake no declarada del año pasado, tiene un fuerte anclaje en La Guerra de las Galaxias (luego llamada episodio IV para vendernos las horribles tres primeras partes), no sólo por funcionar como la precuela más cercana, sino por sus decisiones estéticas y una fuerte impronta de cine bélico. A pesar de que también podía verse como un western espacial, no es ningún secreto que George Lucas prácticamente copió escenas de películas bélicas para varias partes de Star Wars (pueden buscar en Youtube las similitudes con The Dam Busters, entre otras). En Rogue One, el espíritu del género se hace más presente todavía, incluso más que en El Despertar de la Fuerza (The Force Awakens); y las batallas épicas no embotan porque el director Gareth Edwards logra que rápidamente conectemos con el elenco coral, algo en lo que fallaron siempre los directores al frente de las actuales películas de grupos de superhéroes, esos que nos dejan como un público apático a merced de un gamer imaginario. Más de 30 años antes de la venta millonaria, Lucas dijo que pensó a Star Wars como un producto Disney (en un buen sentido), y Rogue One consigue ser un buen producto de la corporación del ratón, sobre todo, porque el humor y la sensiblería -dos elementos que suelen desbordar en el cine de aventuras contemporáneo- son escasos y están bien dosificados. Rogue one se erige como una de las más oscuras de la saga porque no está contaminada por el optimismo vacuo y sin fundamentos con el que se autoflagela el Hollywood de hoy. Más allá del CGI, hay una idea sobre la verdad, sobre poner el pecho, jugarse el cuerpo por la idea; la recorre una utopía demodé para el cinismo pop dominante que se relaciona con el destino mitológico de la primera pero también con la grandeza de una idea revolucionaria: es preferible morir a vivir como un esclavo.