Otra mentirita de Wan y sus amigos James Wan nos mintió. Ya lo dijimos en algún texto por acá. Dirigió algunas películas mediocres pero relativamente buenas -tres: Saw (2004), Insidious (2010) y The Conjuring (2013)- dada la pésima relación cantidad/ calidad del horror americano siglo XXI (de todos modos, la cantidad y la heterogeneidad del género en USA, sobre todo en la segunda década de este siglo, pueden ser signos de su buena salud). Nos mintió porque no habla de nada a pesar de que se nutre de cierto horror que sí tenía algo para decir. Por ejemplo, en esta saga, de Poltergeist (1982). Película de Spielberg -con la candidatura testimonial de Hooper- que podemos verla como una de horror infantil, precursora de este género PG-13 que impulsó más la industria que los realizadores, pero que era mucho más compleja que casi todas las de terror filo-ATP actuales. Política, sobre todo, por su interesante alegoría de la América reaganiana y por su constitución feminista. La saga Insidious, por el contrario, es pura cáscara; incluso la primera, la única relativamente buena de las cuatro (y que seguramente no aguanta una revisión al igual que El Conjuro), más allá de sus ribetes metafísicos, prácticamente carece de conceptos que aporten capas de sentido a su puesta en escena. Wan es un continuador del horror Spielbergiano sólo desde sus aspectos técnicos. Es un tecnócrata del arte, un administrativo, que supo dominar gran parte del género estadounidense contemporáneo. Los herederos de sus productos (Leig Whannell o Adam Robitell) apuntan a lo mismo, un cuidado trabajo técnico, una construcción precisa de los jump scares (la prolijidad y efectividad del efectismo no lo consideramos algo negativo) y una notoria predisposición al marketing como faro o complemento. De todos modos, hay acá un intento de trasfondo político sobre todo en el inicio, en el que la TV, al igual que en Poltergeist, también cobra protagonismo. El tubo de rayos catódicos anuncia la muerte de Stalin y los peligros del comunismo mientras las ejecuciones de una cárcel lindera a la casa protagonista hacen que las luces parpadeen. Aclaremos que en esta ocasión, asistimos a otra precuela de la Insidious original y estamos situados, al comienzo de la película, en la década del 50. La historia central vuelve a hacer foco en la dinámica familiar como en las anteriores; esta vez, en la familia de la psíquica Elise, protagonista de esta entrega junto a los Ghosthunters (el dúo Whannell y Sampson) que ya no son el comic relief sino parte de la identidad de la película: con el nerdismo de moda ya no están sólo para descomprimir el terror sino que tienen su propio camión para la aventura adolescente. El ente maligno de ocasión en el plano terrenal es el padre de Elise, uno de los tantos garantes de la paz americana, que, en este caso, somete a su hija y quién sabe a cuántas otras chicas. ¿Otra fábula de enemigo interno? No termina de serlo. Lo político y otras líneas de subtexto parecen ser abandonadas y reemplazadas por los lugares comunes de la saga, el horror perezoso, y las atmósferas prefabricadas que no contienen ni producen terror. Vemos esta cuarta parte de Insidious y sentimos que ya vimos lo mismo una y otra y otra vez. La repetición como norte, la técnica como soporte.
El hombre común Todos somos más comunes de lo que creemos, y Payne lo sabe. La elección de Matt Damon como protagonista no tuvo que ver sólo con la necesidad de contar en sus filas con un clase A del Star System americano, sino con el look que podía aportar Damon de tipo común (ya casi ningún actor de Hollywood tiene eso, dijo por ahí Payne). El sentido de la vida que buscan el director y sus personajes muchas veces llega con la transformación que les pueden generar esos viajes que arrancan como excusa cuando todo parece perdido. Si no es un viaje en casa rodante como en About Schmidt (2002), será un viaje en descapotable por los viñedos de la soleada California (Sideways. 2004), un viaje amargo por el centro olvidado del Estados Unidos profundo como en Nebraska (2013) o una mudanza de barrio y de tamaño como en la película que nos ocupa. En Nebraska, tanto el padre como el hijo no tenían muy en claro a dónde iban, Payne no elige como protagonista al ambicioso personaje interpretado por Bob Odenkirk (“él siempre supo lo que quería y lo tomó” dirá la tía sobre su sobrino que conduce un noticiero y parece haber cumplido su sueño), sino que elige al niño viejo de los sueños rotos (como los de Sideways) interpretado por Will Forte, y a su padre, quien padece un interesante alzheimer selectivo y que es más lúcido que la mayoría de los que aparecen en la película. Payne elige a los que deambulan, un gesto existencialista y un gesto moderno. Le interesa el relato clásico pero le interesa que a ese relato lo nutran personajes que no saben muy bien a dónde van o que se dejan llevar por la corriente, al menos hasta determinado punto. Payne parece fascinado por los cambios que se producen en las personas a raíz de determinadas situaciones de crecimiento emocional. Hace coming-of-age pero de viejos y con una impronta emo/ amargada aunque sin perder el humor jamás, recordemos que Payne, como dijo Jack Nicholson cuando ganó el Globo de Oro a mejor actuación en drama por About Schmidt, hace comedias. Sus personajes (al menos los de las tres películas mencionadas y el de esta última) no son tipos con convicciones fuertes, son tipos que se van haciendo al caminar, al perderse. Estos pocos que mencionamos, son algunos de los aspectos que le otorgan al cine de Payne una identidad, un nombre, algo perdido y diferente al mayormente despersonalizado cine popular americano actual. En esta ocasión, el tipo común y desorientado al que no le va muy bien es a Paul Safranek (Matt Damon), un empleado con deudas que quiere un nuevo comienzo en un micromundo diseñado a partir de un invento de los hijos del viejo estado de bienestar del norte europeo. La idea de los científicos que inventan la reducción de las células y la materia à la Innerspace (1987), es cuidar el medioambiente a través de la utilización de menos recursos; si medimos doce centímetros claro que vamos a gastar y contaminar en mucha menor medida. De todos modos, A Safranek medio que lo del medio le importa poco. Su gran problema es que no consiguió la casa ni las cosas que quería y a su mediana edad sigue pagando sus deudas universitarias. No hay idealismo en su viaje sino pragmatismo. Los personajes de Payne son políticos más desde sus acciones que desde sus discursos, y eso le da a su cine cierta crítica no tan subrayada. Pero acá, el enano mundo ideal creado por los nórdicos, rápidamente se vuelve una copia del mundo corriente y es ya en esas comparaciones que la bajada de línea de Payne queda más en evidencia que en sus películas anteriores. De todos modos, lo explícito no tiene por qué ser algo malo. Safranek al abandonar su mundo grande de derrotas entra en el pequeño mundillo que le promete ascenso social; sin embargo, debe abandonar su trabajo profesional y vender su alma a los servicios (en el mundo miniatura trabajará de telemarketer), muestra de que la felicidad que se vende en la ciudad de los enanos es un mero espejismo al igual que las promesas de la economía liberal. El perdido Safranek, ante la decepción del nuevo mundo, comienza su transformación payneana (no peneana, o también, dado que es lo primero que mira cuando lo transforman en hombre miniatura). Esa transformación lo hará querer participar de un selecto grupo de salvadores del mundo. Pero a Safranek (y a Payne) le interesa más la lucha concreta que la ideal. Y Downsizing termina siendo una oda al pragmatismo, a la militancia de base, al viejo concepto -humanista, de izquierda, pero también cristiano o peronista- de ayudar al prójimo, no con berretines new age sino con un plato de comida.
La nada misma Nadie que ame al cine pulenta, a ese cine que te aprieta las entrañas desde el más allá, puede parecerle buena esta pobre reversión de qualité de una de las obras maestras de Don Siegel. La Beguiled original te interpela desde la explotación, desde el porno, desde el horror. Siegel fue uno de los pioneros del viejo nuevo Hollywood sesentista y setentista que con sus excelsos ejemplares supo aunar a la narrativa la exposición de infinitas capas de sentido que se desarrollan al mismo tiempo. Múltiples niveles que nos pasman, nos sobrepasan. La vitalidad de aquella película de 1971 se esfuma de la mano de Sofía en un plano. Ya con el inicial sabemos que lo que sigue va a ser esteticismo para maricones. No hay conflicto ni desprolijidades; la imagen que elige Sofía para abrir el relato es la de un cuento de una nenita de preescolar; los arbolitos cómodos, haciendo un pasillo, una entrada a la nada, una invitación al mundo seco, sin sangre ni leche ni flujo, al mundo seco de Sofía. ¿Para qué reversionar algo cojonudo desde la cagonería? Sofía después de esto merece ser olvidada para siempre. Si ni un culo nos muestra, no podemos esperar que toque el temita del incesto que proponía la original. Vivimos una época tristísima; el Hollywood actual refleja (y, a su modo, genera) el avance del conservadurismo político a nivel mundial. La Beguiled de Sofía es una película muerta; y decimos Sofía, así, sin apellido, porque su padre no merece esta continuación. Su sadismo es mil veces más hijo de puta que el de Siegel o el de los escritores, porque el suyo mutila la obra. La coppolita borra de un plumazo no sólo la sangre (sólo hay un plano horrible de una herida en el inicio que incluso queda fuera de lugar por el tono posterior) sino también el conflicto racial, a través de la decisión de eliminar en su versión al fundamental personaje de la esclava negra. Del mismo modo, a lo bestia, borra con su grandota goma del buen gusto los problemas que traía la guerra incluso a los que eran de tu mismo bando, mediante la eliminación de la gran escena en la que las chicas sureñas están a segundos de ser violadas por soldados rebeldes. La trama sigue la historia original sólo cronológica y superficialmente. Y no pedimos que Sofía haga la misma película que Siegel y sabemos que seguramente quiso realizar una nueva adaptación de la novela de Cullinan y no una remake, pero es imposible para nosotros no compararla, sobre todo por la potencia y la importancia de la primera adaptación. Como bien menciona Emiliano Fernandez en este mismo sitio, la película responde, en parte, a algunas obsesiones de la cineasta. El enfado no es por su decisión de hacer una nueva versión sino por la tibieza con la que es tratado todo. Tibieza conjugada con la tácita censura actual hollywoodense que en este caso no parece presentarse como un pedido de los productores o los estudios sino como una decisión de la directora de no querer incomodar a nadie. Asistimos a un nuevo episodio de un cine que no tiene nada para decir. Por suerte, Donald Siegel y Clint Eastwood no tuvieron miedo de sumergirse en el infierno.
Los agentes más cancheros del mundo El gran problema de Kingsman: El Círculo Dorado es que quiere ser la película más cool del mundo. En cada plano se busca ese cancherismo vacuo para adolescentes que solemos ver en otras producciones de súper acción con las que comparte target de audiencia pero acá incluso más exacerbado. En esta comedia, secuela de Kingsman: Servicio Secreto (2014), predomina la edición anfetamínica y la estética videoclipera. Los preceptos con los que se mueve Matthew Vaughn oscilan entre la dinámica del nuevo cine de acción de súper héroes y las referencias a varias películas de James Bond (sobre todo a Goldfinger pero también a otras de la era Roger Moore). Además de ser la más pilla de todas, Kingsman pretende ser políticamente incorrecta pero termina siendo tan conservadora como la vestimenta de sus héroes. Se mostrarán a los amigos del protagonista consumiendo ridícula ilegalidad para luego aclarar que ellos “no necesitan eso”. Porque uno de los temas de esta nueva Kingsman son las drogas; tanto legales -un espacio central dado al scotch y al bourbon- como ilegales. La villana de turno, Poppy, interpretada por la eterna MILF Julianne Moore, maneja toda la falopa del mundo y vive aislada en medio de una jungla, en un pueblo de fantasía ambientado con todos los clichés de los años 50 donde tiene secuestrado a Sir Elton John. Sin embargo, no le alcanza con ser una cártel queen sino que quiere ser una diva del jet set. Para salir de la clandestinidad contamina sus propias drogas y extorsiona al jefe del mundo (un presidente de Estados Unidos que emula en amoralidad a Trump), no sin antes tratar de aniquilar a los agentes de Kingsman, quienes se verán obligados a unirse a una agencia análoga al otro lado del océano, los Statesman. La ridiculez de la premisa es, en parte, bienvenida –aunque no está ni cerca de la potencia de la primera- y el espíritu de “ya fue todo” no puede no ser simpático; sin embargo, es sólo en las secuencias aisladas donde reside lo mejor de esta segunda parte de Kingsman. La destreza técnica, con y sin CGI, con la acción inverosímil y la música estallando, brindan los únicos momentos de verdadera diversión, en una película que por varios momentos se percibe sin alma y sin cohesión. Entre esas secuencias aisladas se destaca la escena inicial de una persecución motorizada al ritmo de Let’s Go Crazy de Prince que sienta las bases para la acción venidera. Cerca del final habrá otro buen momento con el temazo Satrurday night’s alright del mencionado Elton, y el climax tendrá también su propio videoclip. De todos modos, estos clips insertados entre miles de escenas con actores desperdiciados (entre ellos Jeff Bridges) no consiguen que los 140 minutos se nos pasen sin pensar en, como mínimo, haber tomado un ibuprofeno.
Intenso ejercicio de misantropía trash Podríamos dividir la filmografía de Aronofsky en dos; por un lado sus películas terrenales (categoría que no implica que no tengan momentos surrealistas, de hecho los tienen): Requiem for a dream, The wrestler y Black Swan; y, por el otro, las místicas: Pi, The fountain y Noah. Su séptimo hijo, por supuesto, debía entrar en el grupo místico. De todos modos, más allá de que Madre! pueda pertenecer a ese grupo, es la primera de su creador en reunir claramente y por más de sólo algunas secuencias, características de ambas categorías. De hecho, está prácticamente partida en dos: se compone de una primera hora dividida entre el drama naturalista y la dinámica de ciertas formas del cine de horror, y una segunda hora en otro tono, más cercano ideológica y estéticamente a sus tres películas más religiosas y donde las influencias parecen estar ligadas a tres cineastas a los que Aronofsky admira: Fellini, Buñuel y Jodorowky. La alegoría que sobresale –y que además de formar parte del título fue explicada por el propio director- es la relacionada a la reformulación de una parte del libro del Génesis del antiguo testamento. La pareja protagonista, compuesta por los personajes de Bardem y Lawrence- representa una relación entre Dios y la madre naturaleza, sendos habitantes de una casa que representa tanto a un posible paraíso como a la tierra y que sufre la catastrófica invasión de la humanidad a partir de la llegada de una pareja de extraños (Adán y Eva) y sus hijos (Abel y Caín). Sin embargo, no todo es misantropía trash envuelta en relatos de la Torá, la primera hora, sin el barroquismo, la violencia gráfica y la lógica pesadillesca que predomina en la segunda, tiene una intensidad vital que sintetiza lo mejor del director. Potencia cinética y profundidad emocional que Aronofsky ya había mostrado en varios pasajes de Requiem for a dream, The Wrestler y Black Swan, sus películas de, entre tantas otras cosas, pérdida y dolor. En esa primera hora pareciera conseguir aún mayor intensidad que en aquellas y con menos recursos a la vista. Apoyado fundamentalmente en el trabajo de las caras de Jennifer Lawrence y los planos cerrados que la contienen. En la primera hora, que además rebota cómoda en los resortes del horror, Aronofsky vuelve a declararle su amor a Polansky. El Bebé de Rosemary brota de los escenas incluso más rápido que la alegoría religiosa y que la sangre del corazón de la casa. Cuando todavía no está del todo subrayado su juego de representaciones, Lawrence emula a una desconcertada Mia Farrow avasallada por la caradurez de los invitados de turno. Las fabulosas caras de Ruth Gordon y Sidney Blackmer son reemplazadas por las del inoxidable Ed Harris y la cachonda MILF Pfeiffer. El encadenamiento de planos subjetivos, con los que se nos ubica en el lugar del personaje de Lawrence constantemente, consigue que la paranoia y la tensión entren una espiral mefistofélica. Paradójicamente, cuando el director prende todas sus cañitas voladoras y se arma para la joda grossa, la tensión se diluye. Toda la construcción del suspense es abandonada y se instaura un régimen surrealista menos complaciente con el espectador. De todos modos, el desconcierto provocado por la ruptura del relato no es impericia sino provocación del realizador. Lo que no parece buscado es la disminución de la tensión que acompaña el pasaje del tono minimalista al barroco. Aronosfsky compone quirúrgicamente un relato para luego destruirlo y mandar al carajo al género y al espectador hambriento de resoluciones clásicas. Un ejercicio audiovisual salido de las entrañas de un Hollywood aniñado que por suerte, cada tanto, muestra los pelos canosos de sus huevos caídos.
Entre lo siniestro y lo feel-good Finalmente se estrenó la esperada y demorada It; con cambio de director encima y con la fiebre ochentosa en baja después del boom Stranger Things, serie que le ganó de mano en el terreno fantástico de la reciente explotación de la nostalgia de aquella década fucsia, dura y sintetizada. Decimos en baja pensando en la originalidad, los números muestran que el jueguito de los recuerdos sigue pagando bien: It viene arrasando en la taquilla americana y pronto arrasará en la nuestra. Claro que la nueva película del director Andy Muschietti –nuestro nuevo Messi del cine que despierta el chauvinismo ridículo y reaviva el cadáver del american dream- y su hermana y productora Bárbara tiene más derecho a explotar aquella década que la serie de los también hermanos Duffer: la novela de Stephen King es del año 1986. Aunque, claro, la historia del libro se desarrolla en gran parte durante los años 50, y el cambio temporal obedece a cuestiones de marketing y no a los 27 años en los que –según la novela- Eso aparece en el pueblo de Maine; dado que no estamos ante una continuación de nada sino ante una nueva adaptación de la historia de King. El gore del comienzo posiciona a esta adaptación cinematográfica en un lugar diferente al de la versión televisiva de 1990. La primera escena en la que vemos como el payaso Pennywise le arranca el brazo a Georgie, promete un desenfado y una brutalidad que se disuelve con la progresión. La promesa de una película por fuera del buen gusto de esta época y que a partir de esa primera escena podríamos pensar como la versión sin tapujos de su hermana audiovisual del 90, queda inconclusa. La violencia es clipera y el sexo aparece como abuso de los mayores o como comedia inocente (recordemos la escena en la que los chicos miran a Beverly tomando sol y luego se hacen los distraídos). Si la novela y la versión televisiva se construían a base de flashbacks de los protagonistas ya crecidos, acá el guion planteará una historia directa de niños traumados en un pueblo casi fantasma en el que los adultos sólo aparecen como figuras abusivas. Estamos en la era de la técnica y Muschietti asoma como un alumno aplicado del maisntream. Sin embargo, la prolija construcción de las escenas y algunas interesantes alegorías en las que el director sabe trabajar al mismo tiempo discurso y estética (como la de la sangre en el baño de Beverly) no se complementan del todo bien con la cohesión narrativa. Las escenas centrales de los primeros actos (las de la representación de los miedos de los protagonistas) quedan algo aisladas entre sí al ser yuxtapuestas arbitrariamente. De todos modos, más allá de lo mencionado en este párrafo, de la falta de sorpresa producto de la masividad que logró una serie en muchos puntos similar como Stranger Things, y a pesar de quedarse a mitad de camino entre la brutalidad gore y el coming of age á la Stand by me (1986), It resulta un producto inocuo pero afable, si es que eso puede ser considerado un cumplido.
El regreso de los pioneros de la posverdad Cualquiera que tenga encima una mínima lectura sobre los horrores de nuestro terrorismo de estado, reconocerá en Asesino: Misión Venganza todas las torturas que utilizan los personajes, como, por nombrar una, el submarino. Michael Cuesta pone en el lugar del héroe a varios torturadores de la CIA, entre ellos a Mitch Rapp (Dylan O’Brien), un tipo que luego de perder a su novia en un atentado, dedicará su vida a perseguir malos árabes barbudos. Porque acá no hay lugar para hipsterismos, la barba es del diablo; por ello, cuando Rapp se afeite después de un largo tiempo, su jefa de la CIA le dirá “así te ves mejor”. El mecanismo es simple y obedece a la dinámica del cine clásico del macartismo o al de acción antiruso de los años 80. Claro que con renovados enemigos y con la particularidad de que no es sólo cine de propaganda de la política exterior americana sino también israelí. Porque más allá de que el antagonista sea del propio riñón, los verdaderos chicos malos son los iraníes. La tergiversación de la realidad presente en la película responde a los procesos discursivos de la derecha actual de la era Trump, también visible en nuestro reciente experimento derechista nacional: si nosotros tenemos armas nucleares, diremos que los que las tienen son nuestros enemigos. La mentira y la tergiversación como dogma y plataforma. Asesino: Misión venganza está basada en una de las novelas del prolífico –y finado- Vince Flynn; creador del personaje Mitch Rapp. Aunque, según dicen los que la leyeron, no es del todo fiel. No podemos aseverarlo pero sí podemos decir que esa supuesta falta de respeto al libro original es coherente con cierto desenfado que propone Cuesta. Pero más allá de que la premisa y el desarrollo consigan elevados grados de una casi siempre bienvenida ridiculez, no deberíamos confundir esa mínima desfachatez con la del cine clase B, dado que estamos ante una película de más de treinta millones; chica al lado de las súper producciones pero lejana también del cine de bajo presupuesto. Las referencias cercanas más visibles son, sin dudas, las que la emparentan con la saga de Bourne; aunque no vemos acá ni la complejidad ni la potencia narrativa de aquellas. El aprovechamiento por parte de las fuerzas de seguridad del odio de una víctima recuerda a la utilización que hacía el personaje de Joe Pantoliano del de Guy Pierce en Memento (2000). Y la pobre utilización del CGI en el climax la ubica cerca de las trasheadas lúdicas de parte del cine fantástico contemporáneo. Por desgracia, ni la gravitación de Michael Keaton logra que este producto subnormal, cuota de pantalla de la CIA y el Mossad, resulte, al menos, simpático.
La edad dorada de la nada A través de su virtuosismo técnico, no así narrativo, James Wan se convirtió en poco más de una década en uno de los pilares del horror americano contemporáneo. Y que su éxito esté más ligado a la técnica que a los aspectos narrativos no es casualidad sino síntoma de la coyuntura: en los últimos tiempos el efectismo le ganó espacio a la narración en casi todos los géneros. Annabelle 2: la creación, producida por el susodicho y dirigida por el también efectivo y efectista David Sandberg, es una nueva entrega relacionada a El Conjuro -aquella película pulpo algo sobrevalorada del año 2013-, en esta ocasión, la precuela de su spin-off del 2014. Como en Lights out (2016), ópera prima de Sandberg basada en su corto homónimo, lo que prevalece en esta segunda parte de Annabelle son los clichés. Durante toda la película se suceden distintos lugares comunes del género sin ninguna reformulación. El conservadurismo que ya había mostrado Wan en El Conjuro 2 (2016) con relación a la puesta en escena, está también presente acá. Si en Insidious (2011) o en la primera parte de El Conjuro se podían rescatar viejos elementos del horror que paradójicamente le otorgaban al género vitalidad, en esta oportunidad –así como en las últimas producciones de Wan- sólo se percibe la repetición de fórmulas y el abuso de jump scares; muy bien ejecutados por cierto, no olvidemos que estamos en la era de la técnica. Si algo le aporta a la película una partícula de vida, es la presencia del actor australiano con padre tano Anthony Lapaglia. Su personaje, Samuel, es el artesano creador de la muñeca Anabelle; juguete que será portador de una entidad maligna luego de que Samuel y su esposa pierdan a su hijita en un accidente. La obsesión de Wan con los muñecos ya se había visto en la simpática Dead Silence del 2007; tal vez su película más clase B (al menos en espíritu, ya que se gastaron unos veinte palos y fue una de sus películas más caras). Incluso antes, en Saw (2004), en la que un muñeco en triciclo era el que anticipaba las torturas. Y luego, claro, en El Conjuro, con la primera aparición de la muñeca maldita hoy protagonista. Luego de una elipsis, y por esas magias del guión, la pareja transformará su casa en un miniorfanato presidido por una monja que además de ser rectora de las niñas es el link a la nueva producción de Wan: The Nun; otra muestra de que el malayo utiliza técnicas actuales de marketing tal como suelen verse en las películas de superhéroes y que ubican a parte del cine actual de Hollywood más cerca de una juguetería que de una usina de arte. A pesar de trabajar con presupuestos más acotados, el plan que lleva adelante Wan para el horror es análogo al del cine de superhéroes, tanto desde el aspecto comercial como desde el artístico. De hecho, él ya forma parte de ese universo: dirigirá la adaptación cinematográfica de Aquaman, mientras que David Sandberg hará lo propio con Shazam. Luego de un arranque prometedor ¿Será Wan finalmente lo peor que pudo pasarle al horror?
Pasión de juguete Hace unos años, en una reseña sobre la digna coproducción ítalo-argentina El Árbitro, me preguntaba cómo era posible que en un país tan futbolero como el nuestro haya pocas películas deportivas sobre fútbol. Sobre todo, porque con la enorme cantidad de gente que participa de la sinergia futbolera sería raro que ese tipo de película no resultara un éxito comercial. La mosca de Patagonik y la visión comercial de Carnevale parecía que iban en busca de ese negocio aún no tan explotado; sin embargo, El Fútbol o Yo no es una sport movie sino una execrable comedia romántica pasada de sensiblería que no sólo no le aporta nada al género sino que no le aporta nada al espectador futbolero. Porque aunque Suar sobreactúe algunos gestos de tablón y, por momentos, los diálogos se anclen en la dialéctica canchística, el deporte queda siempre en segundo plano. Acá, el fútbol, como se deja en claro en el texto de la película, podría ser el alcohol o la cocaína o las hamburguesas. La postura antihedonista del guion presenta a la adicción del protagonista como una mera excusa que pretende mostrar como un placer puede corromper lo que verdaderamente importa en la vida. De todos modos, el conservadurismo más rancio de El Fútbol o Yo no tiene que ver con la ponderación absoluta de la familia y su valoración como eje salvador de la vida -como también podrían hacerlo Los Simpsons y tantas otras obras de diversos enfoques ideológicos- sino con las decisiones formales de Carnevale que nunca acompañan la pasión que despierta el fútbol. De hecho, la pasión es tratada como una enfermedad de la cual uno debe curarse. Los planos de las canchas son generales y lejanos, y las charlas de fútbol son sobre esquemas. No estamos frente al hermoso energúmeno de Discépolo en El Hincha que, entre varias genialidades y humoradas mucho más efectivas que las de Carnevale, decía: “qué taller ni qué trabajo ¿y los colores, y el club? ¿Para qué trabaja uno si no es para ir el domingo a romperse los pulmones en las tribunas hinchando por un ideal?”. Acá estamos frente a un Suar que pretende curarse en una ronda de adictos anónimos y que jamás estaría dispuesto a perder algo por su supuesta pasión. Si el Ñato de El Hincha posponía ad eternum su casorio por su amor al fútbol, acá el personaje de Suar luchará por resignar sus placeres para conformar a una esposa que piensa que el fútbol es una estupidez, lo mismo que, parece, piensan los realizadores.
La nueva Spider-Man responde coherentemente al nuevo target impuesto por los estudios: el personaje ya no es un veinteañero sino un pendejito. El mainstream hace rato vio la veta y, aunque sabe que con la modita de la nostalgia agarra (de los pelos) de los huevos al treintañero y al cuarentón, su mira está puesta firme en los más chicos. Esta niño araña es para ellos, para los bebés y para los millennials. De todos modos, la edad no es sólo un capricho de marketing, el hombre araña es uno de los primeros héroes adolescentes; de hecho, que Spider-Man tenga quince años es un guiño al comic original. Actualmente hay tanta producción de cine de superhéroes y tanto público histérico dando feedback, que todo el asunto ya se transformó en un fenómeno digno de estudio. Claro que no es lo que vamos a hacer en estas pobres líneas pero al menos no vamos a subestimar a Spider-Man por su pertenencia al género más popular del momento. Hay una vibra particular en las salas en las que se proyecta esta nueva ola de producciones de Marvel y DC. Hay una emoción en el aire, una expectativa puesta desde los más chicos hasta los más vejetes, que despierta cierta fascinación, hasta cierta envidia por quienes lo disfrutan tanto. Las películas de superhéroes son las nuevas feel good movies, sobre todo si pensamos en las del MCU (Marvel cinematic universe). Marvel logró, con su tono menos solemne que las de DC y con su apuesta a la comedia, que la sala festeje, que se vitoree a sus héroes. Y no vamos a hacer acá un análisis crítico de las reacciones que ese tipo de cine puede generar o preguntarnos qué estamos viendo cuando vemos estas películas, pero no es un logro menor el que consiguieron las adaptaciones de historietas, sobre todo en un momento en que al cine (como en tantos otros momentos de su historia) se lo volvía a dar por muerto. Por desgracia, el cine de los personajes de Marvel genera más vitalidad que la que ofrecen la mayoría de sus propias películas. Y decimos la mayoría y no todas porque hay algunas, más laterales dentro del gigantismo mainstream, como Ant-Man o Deadpool, en donde se encuentra más cine que en, por ejemplo, los Avengers. Decimos más cine, sobre todo, pensando en su poder narrativo. En la idea de que primero está la historia por contar, y luego su espectacularidad. La Spider-Man de Jon Watts se puede enmarcar en ese grupo, más allá de que en este caso el personaje sea muy popular. Watts, con este trabajo, se erige como un artesano hábil; saca adelante la difícil tarea de levantar a un personaje que tuvo cinco películas de dos sagas diferentes en poco más de una década. En Homecoming se le ahorra al espectador la transformación de Peter Parker en Spider-Man y, a diferencia de la primera saga, la telaraña no sale de las venas del héroe y no tiene desarrollado su sentido arácnido. Esta última decisión tiene que ver con el tipo de historia que se quiere contar: este nuevo niño araña está aprendiendo a ser un héroe. A diferencia de Cop Car, acá Watts sí dirige una coming of age hecha y derecha al ritmo de algunas obsesiones americanas (los adolescentes, los colegios secundarios, los outcasts que finalmente resuelven sus problemas), con el eje puesto más en la comedia que en los conflictos y la acción. Sin embargo, más allá de los chistes, hay algunos grandes momentos de tensión que se logran sin duda por la presencia de Michael Keaton y su Buitre (el súmmum se alcanza en una escena dentro del auto del personaje de Keaton). Una vez más, el villano de una película de superhéroes resulta más interesante que los héroes y tiene más cosas para decir que el resto de los personajes. Como pasaba en el universo DC con algunos villanos de Batman (pensemos en el discurso anarquista del Guasón y en el popular de Bane), acá el Buitre escupe al capitalismo con una frase obvia pero nada inocente (menos puesta en la boca de un villano) en donde destaca que la mayoría nos quedamos con las migajas de un sistema que se basa en la desigualdad. En otra oportunidad analizaremos los discursos políticos de los villanos en las películas de superhéroes, por ahora nos quedamos con las buenas señales estéticas que nos brinda Jon Watts y brindamos por ese cierre con un tema de Ramones.