Con el avance de las series en el mundo audiovisual de los últimos diez años, las películas como Viral (2016) quedan como meros caprichos de sus realizadores, o como productos clase b que sólo se realizan para morder un poco de la torta que generan las ventas internacionales gracias a la horda de espectadores tan acostumbrada a ver las bazofias del género (con la terrible y triste idea de no esperar mucho de algunos géneros, sobre todo de la comedia y el horror) y, generalmente, despreciar sus puntos altos (recordemos el fracaso comercial en nuestro país de una gema como Te Sigue). Claro que en la clase b -incluso en la actual y aún no fetichizada por la magia de los años- hay productos hermosos, pero lo cuantitativo viene superando ampliamente a la calidad en la última década en el cine de horror norteamericano de bajo presupuesto, que, de todo modos, no pareciera estar en ese mal momento en el que algunos medios suelen situarlo. Mencionamos el papel de la series porque no sólo se han ocupado desde el mainstream de temas que las grandes ligas de Hollywood han dejado de lado y que podríamos resumir algo torpemente como temas adultos (pensemos en la complejidad de Los Sopranos versus la sensiblería telenovelesca de la invasión de películas de superhéroes), sino que también se han ocupado del fantástico; pensemos en Stranger Things, audiovisual confeccionado desde un esteticismo que asusta por su composición robótica símil droga de diseño, pero que sin embargo es muy agradable, sobre todo por una precisión narrativa que otros productos marketineros no consiguen. Por ello, películas menores como Viral (en este caso, un subproducto de, entre otras cosas, The Walking Dead), generan desde lo formal menos impacto que un capítulo de una serie televisiva. Lo extravagante es que se apoderan de un lugar destacado en nuestra cartelera y, muchas veces, consiguen un buen número de espectadores (a pesar de que muchas -y es el caso de la que nos compete- en su país de origen van directo a On Demand). En esta historia de género -y genérica-, dos hermanas quedan aisladas del mundo debido a una infección que transforma a las personas en zombies; recurso utilizado y gastado desde la última renovación del cine de zombies ya no muertos vivos (dando fin a la etapa romeriana), en el que podemos ubicar como nodriza a Exterminio (28 Days Later, 2002), de Danny Boyle, sobre todo por su influencia en el uso posterior de las infecciones y los riesgos biológicos en las premisas, no así en la conformación del zombie (pos)moderno, dado que en esa transformación (monstruos más rápidos, salvajes e inteligentes) el cambio de paradigma se dio con El Regreso de los Muertos Vivos (Return of the Living Dead, 1985), de Dan O’Bannon, a pesar de que a menudo se cite a la película de Boyle como responsable. En el subtexto de este mínimo melodrama de infectados, una idea que parece asomar es la de la superación de un drama familiar: las chicas están atravesando la separación de sus padres, y su infección podría representar una consecuencia psicosomática del trauma familiar. A su vez, en la superficie, hay una postura política que cuestiona el accionar militar (encomendado por el comandante en jefe Mr. Obama, que se lleva el insulto del novio de una las protagonistas), las decisiones inhumanas de los representantes del pueblo y su influencia en el ¿final? del falso estado de bienestar americano. Algo que O’Bannon también ya había establecido en su pequeña gran comedia del ‘85. Pasatista, livianita y sensiblera, Viral no supera la media del género actual estadounidense.
Que Iorio haya sido el mejor letrista del metal no implica que haya sido o sea un gran pensador; de hecho, sus más agudas reflexiones políticas (que seguramente están en el disco homónimo de Hermética y en Ácido Argentino) muchas veces se prestan a los cómodos lugares comunes del antitodo; espacio seguro y confortable durante los años 90, donde ser oposición (siempre desde la verborragia, claro) no presentaba al rebelde ninguna contradicción, como, por el contrario, sí se las presentó el proceso kirchnerista en las décadas subsiguientes. El documental de Juan Pablo Lepore homenajea una letra de Ricardo Iorio –“Olvídalo y volverá por más”, del disco Víctimas del Vaciamiento– no sólo desde el título, sino también desde ese lugar del que se dispara contra todos. Ya desde la iconografía del póster vemos clara la postura del realizador: una simbiosis fotográfica entre Carlos Menem, Cristina Fernández de Kirchner y Mauricio Macri; postura que se explicita en la bajada del título: megaminería y neoliberalismo. La elección de esa frase poco precisa (porque así como podemos afirmar que los políticos mencionados impulsaron la minería, podemos aseverar también que la política económica cristinista no era neoliberal sino, más bien, y a grandes rasgos, neokeynesiana) es el núcleo del pensamiento de Lepore y de su documental. De todos modos, la falta de matices y una profundización en el enfoque de modelos opuestos como el neoliberalismo de los 90 (y el neocolonialismo macrista) y la incipiente industrialización y la apuesta por el gasto estatal y el mercado interno kirchnerista, no son ni tienen que ser el eje de un documental que viene a mostrarnos los riesgos que se corren con la megaminería; desde los problemas de salud, a los desastres ambientales, sumado a una desmitificación de los beneficios de las grandes extracciones de riquezas naturales. Es muy interesante cómo desde los primeros minutos Lepore y su colectivo nos explican el proceso de transferencia de recursos con una síntesis maravillosa; transferencia relacionada al poder que tienen compañías transnacionales como Barrick Gold, empresa que se volvió poderosa en nuestro país gracias al tridente de millonarios que mencionábamos más arriba, y en eso sí es entendible, y atendible, la mirada antitodo del director. Otro de los puntos rescatables desde lo discursivo es la desmitificación de las bondades de la minería, tanto desde el punto de vista de la generación de empleo como de la utilización real de lo extraído en nuestra industria, así como las menciones a las grandes cantidades de metales y minerales que las empresas se llevan del país, recordándonos que el saqueo español fue sólo el principio y que el bienestar de las potencias económicas se sigue debiendo, en parte, a las riquezas de los países periféricos y al sometimiento de sus clases populares. Desde lo formal, Olvídalos y Volverán por Más se nutre de entrevistas a activistas ambientales internacionales y nacionales, de una voz en off relajada y por fuera del canon locutorista, así como de imágenes de archivo de noticieros y otras filmaciones más artesanales de Lepore y su grupo de documentalistas Semillas. La película hace foco en una problemática que los grandes medios ocultan por obvios intereses; problemática que atraviesa distintos modelos económicos, aunque, por desgracia, no se aprovechan aquí las contradicciones que presentó el modelo filoindustrialista y sólo se hace foco en la denuncia, claro que válida y precisa, de los modelos liberales.
Una piña suave. A pesar de lo que propone el título nacional, Analizando a Philip no es una película psicologista ni tampoco una obra dedicada a seguir la vida de un solo personaje. Si tuviéramos que categorizarla podríamos encuadrarla dentro del cine independiente joven con aspiraciones filosas y filosóficas (lugar de pertenencia del primer Linklater con obras como, por ejemplo, Slacker, aunque hay acá una técnica mucho más pulida). Filosa porque intenta romper con ciertos moldes y lugares comunes del guión buena onda de las comedias románticas más suaves y banales que suelen estar repletas de personajes que buscan una felicidad de supermercado, generalmente a través de la aceptación definitiva de una eventual pareja heterosexual, y en donde no suele haber lugar para la reflexión. Filosófica porque el trabajo de los planos (sobre todo el acercamiento a los rostros desde el movimiento desprolijo de los 16 mm) se conjuga con diálogos cargados de ambición existencialista y una mirada poco amable con la corrección sentimental del actual estereotipo vegano new age trasnochado y las sensibilidades mal entendidas. Philip, el encargado de sacudir el polvo -de sus relaciones afectivas y laborales- es un escritor al que quedar bien lo tiene sin cuidado; neurótico y solitario son dos de las características de este personaje que no busca generar empatía ni dentro de su universo ni con los espectadores de este lado del truco. Los otros dos personajes que completan esta película literaria -el propio director Alex Ross Perry dijo que le gustaría que el espectador salga de la sala sintiendo que leyó una novela- son su novia fotógrafa y un escritor consagrado que podría ser el reflejo futuro del propio Philip, y que además podría representar al escritor Philip Roth, héroe de Perry y su mayor influencia para esta película. Lo mejor de Analizando a Philip lo encontramos en su primera mitad, donde el jazz a la Woody Allen y la estética arty de la costa este estadounidense importan menos que ciertas decisiones formales interesantes; como, por ejemplo, el trabajo del fuera de campo en una escena en la que Philip se pelea de mentira -pero de verdad- con otro escritor y nunca vemos la piña en el estómago que le tira. Esa buena escena define un poco a la película, una buena historia que promete una fuerte trompada de sentido pero que nunca la llegamos a percibir del todo por un devenir que pierde un poco de intensidad; eso sí, el amague está muy bueno, y en una era en que la cartelera nos ofrece una mayoría de obras que incomodan por su subnormalidad, una con ecos de Cassavetes es más que bienvenida.
El anti-todo. Jason Bourne, desde lo formal, se asemeja a un corazón zarpado de gira, pasado de anfetamina. “¡La felicidad no me alcanza, exijo euforia!”, decía Calvin en una tira de Calvin y Hobbes del enorme Bill Watterson; y a esta quinta entrega de la saga, tal vez un poco como a la mejor película del 2015, Mad Max: Furia en el Camino, la felicidad (las decisiones del héroe) no le alcanza, exige euforia, intensidad, descontrol. Los planos de los primeros cuarenta minutos de la película van cambiando a cada segundo (o menos), acompañados de un movimiento de cámara frenético que ya había utilizado Greengrass en La Supremacía de Bourne y en Bourne: El Ultimátum, pero sin extenderlos tanto como en ésta. Ese yeite para las escenas de acción aporta la euforia que busca el director y que buscan también muchos espectadores. Por suerte, a pesar de la edición cocainómana y la extensión ad infinitum de las escenas de persecuciones, lo que vemos en pantalla se entiende, y las peleas tal vez sean de las mejores del cine de acción contemporáneo, al menos si pensamos en las peleas cuerpo a cuerpo desde el verosímil que se propone según la lógica de muchos thrillers. Lo mejor de Jason Bourne es que logra unir la sofisticación de la técnica con una trama que logra interesar desde lo narrativo, desde el suspenso, algo que no suelen lograr los tanques actuales diseñados para la horda de nerds consumistas/ fetichistas. En cuanto a lo ideológico, hay una diferencia notable si la comparamos con la mencionada Mad Max: Furia en el Camino (recordemos que la comparación surge a partir de que ambas buscan, además de la acción, la intensidad), y es que no hay acá una historia de liberación a través de la utilización de la violencia, sino un héroe que -como en aquella- también escapa de su pasado pero con la moral del anti-todo (esa posición fácil del rebelde, en contraposición al revolucionario y su pro-causa) en un thriller que, a diferencia de lo que propone su cáscara, es más paranoico-conspirativo que político, al revés de lo que sucedía en Mad Max: Furia en el Camino, una película mucho más política y subversiva que lo que anunciaba su envase. En una escena, Jason Bourne se encuentra con un hacker que le dice que ambos luchan contra el poder de las instituciones corruptas, a lo que el héroe contesta que él no está de su lado. Porque Bourne no está en contra de la CIA ni del statu quo, de hecho hasta piensa en volver a formar parte de la agencia; Bourne está en contra de los tipos malos (el villano acá es una cara arrugada y fenomenal de Tommy Lee Jones). La idea que sobrevuela es que las instituciones fallan por las malas semillas; no hay en Jason Bourne un cuestionamiento a los servicios de inteligencia sino una infantil crítica maniqueísta desde el individualismo más rancio. Bourne, además de rebelde, es un pobre pibe que perdió a papá (que era bueno, eh, que quede claro, porque como dice el más acrítico sentido común: hay vigilantes buenos y vigilantes malos) y que fue un asesino despiadado no por convicción sino por la persuasión de los malvados. Bourne, por todo ello, es el máximo exponente del anti-todo inmaculado, en un thriller filopolítico articulado desde la antipolítica.
Uno de los que puso la vara alta para que juzguemos no tan positivamente a El Conjuro 2 (The Conjuring 2, 2016) fue el propio James Wan. Cuando el horror agotaba los recursos de la porno tortura que el propio Wan había llevado al mainstream con la primera película de la saga El Juego del Miedo (Saw, 2004), fue su La Noche del Demonio (Insidious, 2010) la que trajo aire fresco al género macabro estadounidense. Fue responsable -en parte, porque la primera Saw era más un thriller que un exponente de horror sádico- de un cambio de paradigma en el horror, y responsable -también en parte- de la renovación del género en el mainstream norteamericano seis años después. Si Insidious le devolvió al género la potencia narrativa y ciertos aspectos lúdicos perdidos (recordemos el genial diablo payasesco, el humo y el rojo furioso que recordaban al terror y a las exploits europeas de los 60 y 70, y algunas escenas de humor que descomprimían la tensión), también volvió a poner de moda al horror diabólico (o cristiano). Siempre si hablamos del horror postslasher americano de las últimas dos décadas, de películas con punto de vista omnisciente y que cuadran dentro de los parámetros superficiales de la narración clásica, y si obviamos la gran cantidad de producciones del falso found, que de El Proyecto Blair Witch (The Blair Witch Project, 1999) a Actividad Paranormal (Paranormal Activity, 2007) ya habían llevado al mainstream a brujas y demonios, pero desde la subjetiva constante. La primera parte de El Conjuro supo aprovechar esa ola diabólica que el propio Wan había generado y de yapa sacó del prólogo una película más, Annabelle; otra historia relacionada a casos supuestamente verídicos recopilados por el matrimonio Warren, los caza demonios más populares de la historia y semillero para gran cantidad de trasheadas y productos B del género como las dos execrables entregas de The Haunting in Connecticut y las mil y un secuelas de The Amityville Horror. Esta segunda parte se estructura casi de la misma forma que la primera: una familia working class, una casa protagonista donde los ecos de la muerte continúan rebotando por las paredes, una entidad demoníaca que trata de meterse en el cuerpo de una niña, referencias al horror diabólico y espectral de los 70 y los primeros 80, y un prólogo de otra historia, en esta ocasión no de una futura película sino de una pasada: la mencionada The Amityville Horror. El problema de la segunda entrega no lo encontramos en la reutilización de tópicos, ideas y referencias, sino en los agregados conservadores de Wan, quien si bien ya había demostrado ser un tipo algo reaccionario y tradicionalista (pensemos en sus “justicieros” de Saw y Death Sentence), aquí también saca a relucir su conservadurismo en la puesta en escena, y no por ir a la seguridad de la taquilla sino por la sensiblería que introduce en un género que no la necesita. La potencia formal de algunas escenas se diluye en decisiones de marketing que hasta ahora no parecían asomar en el cine de Wan, tal vez reaccionario pero duro, sin concesiones a los mariquitas guardianes de la moral del mundo audiovisual. Esperemos que sólo sea un traspié y no un nuevo cambio de paradigma en su cine y en el horror popular estadounidense.
En los minutos iniciales de la película, una leyenda impresa sobre las imágenes nos orienta: “Cuando hay censura, es en las calles y en la arquitectura -el rostro de la ciudad- donde el pueblo escribe su historia y sus protestas”. El ensayo fílmico de Mario Levin girará entonces en torno a los acontecimientos -muchos de ellos reclamos por hechos de injusticia social- en que la elegida parte de la arquitectura porteña (el kilómetro cero, sus palacios, sus plazas, sus calles) es sede y, muchas veces, responsable. El documental traza una línea libre y sin orden cronológico de la historia nacional, siempre con el barrio del Congreso como eje, y con cierto godardismo como guía formal. La presencia del artista plástico Santoro y su sensibilidad peronista es otra pista en esta poesía caótica y pesimista, que sólo asume el partidismo artístico pero con la potencia del discurso crítico como timón y premio. El cero es aquí un punto de partida hacia el abismo; es representación del vacío de las decisiones voraces de unos pocos; un kilómetro cero que dividió y divide a la ciudad en dos suertes. La música de Marcos Franciosi por momentos se acerca a un drone ambient oscuro que encaja a la perfección con la rasposa y lúgubre voz en off de Ricardo Ragendorfer, así como con la mirada tan realista como lapidaria que imprime Levin en esta breve ficción urbana de nuestra historia, articulada desde la no-ficción de una mayoría de hechos tremendos. Aunque también hay en estos 62 minutos de libertad artística algunos atisbos de optimismo que quedan demostrados en las comparaciones que hace Levin del progreso social que se dio entre los años 2003 y 2014; imágenes de manifestantes de derechos humanos -junto a las Madres de Plaza de Mayo pidiendo la nulidad de las leyes de punto final y obediencia debida- que llevan sobreimpresa una leyenda que toma una postura más clara: “antes eran pocos, ahora son muchos”. Estas imágenes de las Madres se unen a otras manifestaciones icónicas del Congreso como, por ejemplo, la marcha del orgullo gay. Levin baja línea desde la poética, tanto desde los textos leídos como desde los planos, generando un extraño documental con el bello embrujo de la deformidad.
La grieta eterna. “Hubo tipos que le impusieron a Paraguay un modelo de país” comenta con claridad barrial uno de los historiadores elegidos por el director Federico Sosa; ese modelo al que se refiere es el impuesto por los liberales tras la matanza, porque la pelea en nuestros territorios oprimidos por los poderes centrales era y continúa siendo liberalismo versus intervencionismo. Contra Paraguay no sólo es un documental sobre las causas y consecuencias de la traicionera guerra cuasi civil que sufrió el pueblo paraguayo, es también un breve pero conciso prólogo de una imaginaria y necesaria biopic de José Gaspar Rodríguez de Francia y su hijo Francisco Solano López, políticos demonizados y olvidados por la historia oficial que supieron llevar adelante un sistema más justo para la incipiente clase obrera y el campesinado de su país mediante el desarrollo de la industria y la reforma agraria. La mención a las políticas proteccionistas que le otorgaban un papel preponderante a las clases populares del Paraguay decimonónico previo a la guerra es sólo una de las tantas informaciones que proporciona el muy rico documental de Sosa mientras va intercalando entrevistas a diferentes historiadores, algunos de ellos más cercanos al relato oficial/ liberal, y otros desde el revisionismo impulsado desde los márgenes; revisionismo que tuvo en nuestro país mucho más protagonismo durante la última década peronista/ kirchnerista. Porque la historia cobra vida desde el presente, por ello es que otro tema que sobrevuela el documental es la importancia de la coyuntura desde donde se investigan los hechos pasados, así como la metodología que debe o puede adoptarse. La película se articula alrededor de un buscador de historias -interpretado por Gustavo Pardi, quien también trabajó con Sosa en la muy buena Yo sé lo que Envenena– que charla con expertos en el conflicto mientras recorre diferentes sitios que fueron sede de las batallas. La narración avanza en medio de muchísimos datos que sorprenden al lego, siempre con la virtud de no caer en el sensacionalismo ni en el didactismo. Contra Paraguay visibiliza un conflicto condenado al olvido por los perpetradores: contextualiza una guerra con un claro trasfondo imperialista y mercantilista que no se enseña en los colegios (o al menos no con la complejidad necesaria), e invita a comprender una realidad política tan anacrónica como actual.
Mucho más que unos one hit wonders. El primer disco de Banda de Turistas abría con una gran canción cargada de psicodelia luminosa que no respetaba los cánones radiales, y seguía con un puñado de temas con reminiscencias de rock nacional setentoso, pero con la esencia y el formato tanto del indie actual como del de los noventas, todo teñido de una impronta personal portadora de la belleza de las particularidades. La aceptación del público y de los medios poderosos del circuito musical, además del reconocimiento de otros artistas, les llegó bastante más rápido que a la mayoría de las bandas en ascenso; y en ese exacto momento en el que muchos de esos que no salen de su casa hablaban del estancamiento del rock y de los pocos nuevos surgimientos a nivel masivo, a Banda de Turistas le encargaban un hit. Santiago Charriere nos hace partícipes de los momentos íntimos de la creación del disco Lo que más querés, y nos lleva de viaje con la banda durante esa etapa de la pegada definitiva, del gol al ángulo. Nos metemos por un rato en la vida de un grupo de chicos a los que les está yendo bien y se les nota; Charriere puede captar esas buenas vibras y ligarlas a una narración que sin tener sobresaltos consigue interesar. Los pedidos de hit y de grabación de disco por parte del monopolio del bubblegum nac&pop radial -sí… PopArt- están representados por Luis Luque durante los únicos momentos de ficcionalización explícita. Esas secuencias aportan una cuota de humor que funciona y demuestran que el director se puede manejar igual de bien en la ficción que en el documental. Charriere realiza un trabajo de observación pero con toques gonzo; se mete en el micro con ellos y los acompaña en el hermoso compromiso de la gira, en el estudio con el hacedor de melodías amigables Juanchi Baleirón, en algún que otro escenario porteño y hasta en un asado. Sin la ayuda de entrevistas ni muchos planos cerrados, logra captar a la perfección los distintos estados de ánimo de los músicos: desde la timidez al personaje del escenario, desde la felicidad genuina al tedio del laburo hasta la madrugada. Charriere hace un rockumental sensible, con la lindura de la simpleza y un corazón grandote que da indicios de su amor por lo que filma.
Transficción. La directora Melisa Brito Aller se define como una artista visual; Las Decisiones Formales, su primer largo después de una gran cantidad de cortos e intervenciones audiovisuales, está más cerca de una poesía que de un cuento. No estamos frente a un documental; su película tampoco es estrictamente una ficción o cine narrativo, aunque hay una historia: los intentos de Kimby (Alma Catira Sánchez) por formar parte de la maquinaria de carne que vende su fuerza de trabajo; dinámica odiosa por cínica e injusta pero que a su vez nos hace formar parte, pertenecer a un determinado sector (hoy en día sumamente alienado, por desgracia) que a pesar de lo horroroso de su funcionamiento y su resultado dentro de las reglas del capitalismo salvaje actual, nos aleja de las decisiones forzadas por la extorsión del hambre. Kimby trata de insertarse en el mercado de esclavitud humana porque no nos queda otra: en el auge egoísta liberal de la felicidad individual del “hacé lo que te gusta”, no se piensa en los que a veces no pueden hacer lo que les place; la falacia del liberalismo termina cuando te tiene que llevar en taxi a cumplir tus sueños mongos un chofer con sus sueños destrozados. Aller nos muestra desde la poética visual los problemas de una trans cuando intenta acceder a nuestro atrasadísimo mercado laboral todavía heteronormativo, dominado por la moralina y los valores reaccionarios. Nos muestra cómo a pesar de los avances logrados durante los últimos años del kirchnerismo en materia de identidad de género, la inclusión sigue resultando una tarea difícil. Una Ley justa e importantísima como la 26.743 no es suficiente para anular estigmas y generar la inserción de determinados grupos vulnerables. Lo mejor de Las Decisiones Formales es cuando habla desde las imágenes y desde la música. Tal vez los diálogos con resaltador flúo sean el único ruido en esta poesía. La molestia no se genera por la no utilización del canon de la actuación pequeño burguesa, sino por la obviedad de las palabras en juego. De todos modos, el texto explícito no es lo importante en la obra de Aller. La directora elige como escenarios la vida, la mugre y la potencia de las terminales. Como en su corto Constitución, en el que nos regalaba la sensibilidad de su mirada sobre parte de ese barrio, acá repite locación y suma la terminal de Retiro; siempre filmando con la inoxidable belleza del Súper 8, con largas tomas únicas, con lúdicas imágenes aceleradas, canciones particulares y algunos planos cubiertos de cierta carga onírica. Una película dividida entre las antireglas del videoarte, la denuncia poética y una argentinidad que -sin esfuerzo aparente- asoma intensa.
Hay que vender… “Estamos en esto por la guita”, dijo hace poco Morgan Freeman en una entrevista que le hicieron por uno de los tanques pedorros en los que generalmente actúa. Así las cosas, podemos afirmar que la vieja dicotomía entre cine arte y cine industrial existe y sigue sin resolverse. Uno quiere pensar que son cuentos de viejos vinagres, que todo cine es arte (o ninguno lo es), pero los responsables reflotan aquellas categorías y volvemos a una vieja grieta del cine. Que no es Hollywood versus Europa y periferia, sino películas hechas sólo para vender -sean de donde sean, a una gran parte del cine mainstream estadounidense le podemos sumar el actual cine clase B todavía no fetichizado y a cierto cine de protoindustrias como la nuestra (Szifrón es un ejemplo)- versus un cine realmente independiente; una independencia no dada por el presupuesto o la pertenencia o no a un determinado sistema de producción sino por la libertad de creación de sus responsables. En concordancia con la “tesis Freeman”, los distribuidores locales quisieron sumar a Visions a la ola exploit de horror satánico que pulula desde hace unos años y que viene pagando las cuentas. Para ello la venden como Yo vi al Diablo, título que nada tiene que ver con este thriller en el que no hay exorcismos ni un guapo Belcebú, y que por suerte está un poquito por encima de la media de estos estrenos pensados originalmente para uso doméstico. Claro que Visions está más cerca de lo genérico que del género, y por supuesto que todas las películas quieren cortar la mayor cantidad de tickets posibles, a eso no va nuestro (¿largo?) prólogo, sino que apunta a las decisiones cuasi simpáticas de nuestros distribuidores y a una idea (tal vez ingenua) de la ligadura entre la genuinidad artística y la profundidad de una obra. Los Maddox, luego de una experiencia traumática, deciden irse a vivir y trabajar a un viñedo. Eveleigh fue responsable de un accidente automovilístico y desde entonces sufre las visiones del título original. Durante los primeros actos, el realizador Kevin Greutert va trabajando el suspense lentamente (por desgracia la construcción contrasta con una estética chapucera de telefilm), generando la calma que antecede al potente despelote del último acto. Visions vale, sobre todo, por unos últimos veinte minutos violentos y anfetosos que consiguen un buen punto de equilibrio entre la racionalización de una trama que se suponía completamente fantástica (esa ridícula pretensión de un cine “adulto” al que le urge explicar los sucesos sobrenaturales) y el hermoso misterio de lo inexplicable.