La belleza de la oscuridad. Luego de tantas escupidas retóricas al cine de horror para imberbes, que nos trata de imbéciles y denigra al propio género que utiliza, y que con sus embajadores más palurdos estuvo invadiendo nuestras salas en los últimos tiempos por decisiones tan mercantilistas como antiestéticas (recordemos que se estrenó Exorcismo en el Vaticano pero no The Babadook, por ejemplo), finalmente llega la obra del año que redime a la industria del miedo y la angustia; esa película anual con la que nos calman (como fieras insaciables de buen horror que somos) y nos otorgan esperanzas para el presente y futuro del género oscuro. En La Bruja hay un realismo forjado por dentro del código narrativo clásico (más allá de que hay un acercamiento estético a directores que podríamos encuadrar en el cine moderno como Bergman o Haneke) pero que rompe con el canon de representación de la mayor parte del demasiado pulcro y brillante horror contemporáneo, también clasicista en su narrativa (aunque plagado de metalenguaje) pero de edición anfetamínica, escenografías de boutique para festejos de Halloween, musicalizaciones obvias y efectismos autónomos y autoconclusivos. La construcción obsesiva de una realidad ajena, cuidada hasta en los pequeños detalles y en los profundos y justos diálogos basados en textos del siglo XVII, sirve para hacernos volar con las brujas, para adentrarnos en una verdad superada (al menos en su veta esotérica, por desgracia no del todo en el aspecto ideológico) y llevarnos a un viaje angustiante donde los fantasmas de la liberación femenina comenzaban a agitarse y el miedo a la oscuridad era parte del contrato social. La no utilización de maquillaje (o como dijo el propio Eggers, “si usamos algo fue para afear más”) y la utilización de luz natural de días nublados y noches de lunas potentes, son decisiones que le otorgan al digital algo de la verdad perdida con la desaparición del fílmico. Claro que esas decisiones estéticas están ligadas también a la representación de época y no sólo a un trabajo reivindicativo de la otrora autenticidad del horror, pero la sumatoria de aquellas decisiones nos pone frente a una verdad tan contundente que recuerda a obras maestras del cine en general y del horror satánico en particular, como El Bebé de Rosemary o El Exorcista. La simpleza (aunque no por simple poco potente) de la capa más superficial del relato, abre el juego de las complejidades de la dinámica familiar ante varios hechos desafortunados: el destierro, la pérdida de un hijo y los problemas económicos; la impotencia de un padre que no puede proveer a su familia, y una madre neurótica y desencantada que ve su propia muerte en el despertar sexual de su hija y deposita sus frustraciones en su mayor hijo varón. La sexualidad del relato está a la vista desde el principio con una tremenda escena donde una bruja frota compulsivamente restos humanos por su cuerpo y por su escoba. La potencia sexual está desde el folklore, desde la creación del cuento de la escoba lubricada que hacía volar a la bruja como metáfora de la satisfacción de sus deseos pecaminosos. Eggers le suma al cuento el descubrimiento consciente del placer sexual de Thomasin y Caleb (hijos mayores de la familia); ella confiesa sus “sucios” pensamientos y él lucha contra el incesto. Allí tenemos otro punto de contacto con la obra maestra de Friedkin y uno de los tantos temas que ofrece La Bruja: el camino de Thomasin para transformarse en un ser pleno, adulto y sexual, que revoluciona su entorno y escapa de la sumisión. Otra arista muy interesante del film es que se erige como referente del cine ocultista sin vocación parasitaria. El horror satánico vive un revival de exploits de El Exorcista que no se veía desde los años posteriores a su estreno, sin embargo, La Bruja elige un camino particular eludiendo los lugares comunes de sus contemporáneas. Refunda un tópico perdido, no sólo en el cine (salvo algunas pocas excepciones) sino en el arte en general (tal vez donde más lugar se le esté dando a las brujas y al ocultismo sea en algunos subgéneros rockers como el doom, y en algunos subgéneros de la música electrónica minimal como el Horror disco o el Witch house), y reconfigura a través del extremo puritanismo corrompido la idea del mal (re)encarnado en hechiceras, regalándonos un tan hermoso como siniestro aquelarre y ciertos momentos de poesía visual tan oscuros como encantadores.
Pasado versus presente. Val, la segunda madre a la que hace alusión el título, junto con otra empleada doméstica y los dueños de casa, son los representantes de un pasado vigente. Encarnan la naturalización de la servidumbre, de la esclavitud ad eternum de un sector de las clases bajas. Por el contrario, Jéssica -la hija biológica de Val que llega para quedarse unos días con su madre- representa al empoderamiento popular -en este caso de Brasil, pero podría extenderse a gran parte de Latinoamérica- de la última década. Esto queda plasmado en un comentario de Bárbara, la dueña de casa: “las cosas están cambiando”, comenta al aire cuando Jéssica cuenta que va a estudiar arquitectura en la prestigiosa FAU. Con esa decisión de ruptura, Jéssica se gana el respeto de la familia burguesa y el orgullo de una madre que no pudo criarla por tener que criar a Fabinho, su hijo laboral. Bárbara dice que “las cosas están cambiando” otorgándole a su frase una connotación positiva, sin embargo, es la primera en sentir malestar cuando Jéssica rompe las reglas tácitas del hogar y elige quedarse en el cuarto de huéspedes y no en el de servicio, o cuando se mete a la pileta, espacio vedado a los empleados y símbolo de clase utilizado por la directora desde el principio de la película. En el personaje de Bárbara se concentra una interesante idea sobre la distancia entre ideología, sentimientos y realidad, entre el progresismo shampoo y estar realmente dispuesto a ceder beneficios en pos de una verdadera redistribución de los ingresos y un achicamiento de la brecha entre los que tienen verdaderas opciones y los que no. “¿Un colchón tan lindo y no lo usa nadie?”, pregunta Jéssica sin un ápice de inocencia cuando se sienta en la cama de la habitación de huéspedes, y para su madre, más reaccionaria por acostumbramiento a la subordinación que por ideario, es como un disparo al corazón. Jéssica llega para dar vuelta a la casa y a su madre. Fabinho y Carlos -esposo de Bárbara- sienten atracción por la joven; de hecho Carlos llega al punto de querer cobrarse el siniestro y todavía vigente derecho de pernada, aunque claro que de una manera más cool y sutil, como le corresponde a un artista progre. Y Val, que no pudo educar a su hija, ahora se educa políticamente gracias a ella. La directora separa espacios astutamente utilizando planos fijos con profundidad de campo en los que muestra el lugar de los empleados y el de los patrones al mismo tiempo. Su potente mirada sobre la realidad de las empleadas y la maternidad nunca flaquea por una bajada de línea trivial o por exceso de didactismo, sino que se nutre de un relato que puede movilizar, divertir e indignar, todo al mismo tiempo. Una Segunda Madre es, ante todo, hablar de lo que no se habla y mostrar lo que no se muestra, sacándose las máscaras: estamos ante la película anticareta del año.
El Bosque Siniestro (The Forest, 2016) llega para demostrarnos que en el género horror hay esperanza incluso en ese caldo desabrido que conforman las producciones del conservador terror ATP impuesto por la industria en los últimos años. Claro que en Los Huéspedes (The Visit, 2015), la genialidad de Shyamalan del año pasado, ya había un jaque a los preceptos moralistas de la MPAA, conseguido en parte por la utilización de un niño como protagonista, y por darle a la comedia una buena porción de la narración. Pero The Forest no tiene ninguno de esos guiños que podrían hacer recular a los censores encubiertos; de hecho, es bastante oscura para ser una película con la calificación estadounidense del PG-13. La densidad está presente desde su aparente tema principal: un trauma infantil que puede terminar en suicidio; aunque su verdadero tema es la reconstrucción y aceptación de un recuerdo reprimido para evitar una patología destructiva. Sara y Jess (Natalie Dormer) son gemelas, de niñas presenciaron la muerte de sus padres, con la diferencia de que Sara se tapó los ojos, mientras que Jess observó todo. Aplicando lo que en primera instancia parece psicologismo berretón, el guión nos presenta a las chicas ya grandes como dos hermanas con personalidades opuestas: Sara (la que supuestamente sufrió menos) es la de la vida ordenada por los valores tradicionales, y Jess un tiro al aire que se pierde en el mítico bosque japonés Aokigahara, donde Sara la irá a buscar para salvarla del suicidio. Si el primer acto de The Forest puede parecer una novelita sin luces por culpa de los diálogos vacíos, los feos clichés psicologistas, el brillo digital y las sobreexplicaciones, en los siguientes se desarrolla el verdadero conflicto, el que se desata con la locura de Sara. Si bien desde el inicio la película nos presenta a las dos hermanas, luego sólo sigue a una, a Sara; mientras que a Jess, la perdida (en el bosque pero también en la vida, según el discurso conservador de la película), sólo la vemos en flashbacks. Entonces lo que vemos de Jess son siempre recuerdos de Sara, nunca hay un plano en el tiempo presente (real) de la película. A su vez, esos mismos flashbacks van mutando a medida que avanza la narración: Sara va recordando cada vez más la negada muerte de sus padres a medida que se adentra en ese bosque siniestro símbolo de su inconsciente. Las decisiones cuasi absurdas y lineales del inicio de la película adquieren en el bosque otra densidad; The Forest adorna con fantasmas y sobresaltos de manual una historia más compleja que la que muestra, y lo interesante es que los adornos -junto con la violencia que desata el viaje introspectivo de Sara- logran llevar por un mismo carril a la trama y al subtexto de autodescubrimiento y superación de una experiencia traumática. Por desgracia la riqueza de tanta simbología se diluye con las decisiones obvias del guión: ¿era necesario que el bosque sea “el bosque de los suicidios”? Es una remarcación incluso más burda que la representación de las gemelas (una de blanco y una de negro, por ejemplo); ese espacio de alienación lo podría haber representado cualquier bosque (de hecho, se filmó en uno de Serbia), aunque -claro- se perdería el background de los fantasmas orientales. El Bosque Siniestro funciona como una entretenida reversión del doppelganger, sin mucho diálogo en su segunda (y mejor) mitad, y nos regala una violenta representación de un viaje introspectivo tan oscuro como necesario.
Bailando por un sueño mongo. El tema principal de Mi Gran Noche es la felicidad impostada de la televisión; la falsedad deliberada de risas tensas y eternas deseosas de transmitir una alegría de manual. En el universo de De la Iglesia, el espectáculo que la TV ofrece -en este caso, el festejo de un fin de año apócrifo pero también podría ser el noticiero de la cadena JQK de Acción Mutante o una entrevista a Nino y Bruno en Muertos de Risa– es siempre traicionero, demente, vigilante u opresor. Tras bambalinas sólo importa que la maquinaria demencial continúe produciendo a toda velocidad para que el espectáculo consiga la perfección de una gran farsa. Por ello el director nos sumerge en una narrativa hipertensa, con taquicardia, para que podamos sentir la presión de los engranajes del gran show. De la Iglesia introduce lo político también de manera explícita. En las afueras del estudio donde se graba su fiesta inolvidable, se desarrolla una manifestación de empleados despedidos que es brutalmente reprimida por las fuerzas policiales; un espejo de la criminalización de la protesta en la España de los últimos años (basta recordar las denuncias de la IU por el aumento de la represión a la protesta social durante el gobierno del PP); De la Iglesia más allá de filmar su comedia más pura en relación a sus últimos trabajos (sobre todo si pensamos en las amargas La Chispa de la Vida, Balada Triste de Trompeta o los Crímenes de Oxford) no le resta protagonismo al peso político de su propuesta; lo descerebrado de la fiesta impostada de la TV indefectiblemente va de la mano con la opresión. En los extraordinarios primeros 40 minutos de Muertos de Risa ya habíamos asistido a la anfetamina visual que acá se intenta, claro que en aquella el torbellino narrativo contaba el ascenso de casi toda una vida, mientras que en Mi Gran Noche la libertad de Nino y Bruno muta a la noche profunda de una jaula filmada donde las bestias empiezan a impacientarse. La bestia mayor es Alphonso, un Raphael tremendo a lo Darth Vader o cualquier otro villano ridículamente genial del cine de género, que tiene de némesis a un cantante pop tan imbécil como garchador; además de la rivalidad que mantiene con su hijo, representado por Carlos Areces y su extraordinaria mueca genética de sufrimiento. Otro de los protagonistas principales del extenso elenco que se nos presenta es el “tío común” José (Pepón Nieto), que llega al festejo de nochevieja una semana y media después de su inicio y que deberá lidiar con sus consecuencias decadentes. De la Iglesia es un cachondo que suele trabajar con minas canónicamente lindas (y se casó con una: la guapa Carolina Bang, también presente en esta sátira), así como suele introducir pequeñas escenitas que recuerdan la larga tradición de España con el sexploitation (aunque a veces las más picantes eran para exportación y en casa se quedaban con las versiones censuradas); en Mi Gran Noche no faltan los minones ni la sexualidad, las guapas son parte del ballet de enajenados adictos a la fama donde no se salva casi nadie; tal vez el menos afectado por el pesimismo y el odio del director sea el tío común José, que llega al circo medio de casualidad, como nosotros.
Horror ilustrado. El Niño, a priori, podría formar parte de la larga tradición del cine fantástico -particularmente del género horror- sobre muñecos malditos. Sin embargo, la resolución la aleja de aquel subgénero y la acerca al slasher, pero con el acento racionalista del horror hiperexplicativo. Lo paradójico es que esa decisión, llamémosla de horror racionalista, no realista o verosímil sino antifantástico, generalmente poco amigable salvo algunas viejas excepciones, es en este caso lo mejor de la película; ese último acto del giro le agrega un ritmo y un vuelco necesario a un relato que llegaba al cierre tan vacío como su protagonista de porcelana: el muñeco Brahms. La otra protagonista es Greta (Lauren Cohen), tan linda como vaciada de sexualidad y erotismo por Bell, una niñera a la que dos gerontes desquiciados le ofrecen cuidar a su hijo/muñeco; Greta, víctima de violencia de género, está escapando de su expareja y el trabajo demente en un caserón alejado le viene perfecto. El fetichista de algunos elementos superficiales del horror se sentirá a gusto con ciertas elecciones estéticas como, por ejemplo, el espacio que le otorgan los planos a la casa; incluso con el muñeco Brahms y su mirada vacía, con el que gracias al background cinéfilo nos pasamos un buen rato esperando que cobre vida. El problema de El Niño no son sus elementos -lo ridículo de la premisa es también lo fabuloso- sino la puesta de aquellos. Durante toda la película hay cierto aire a novelita de amor de verano, y no es la falta de gore lo que debilita la narración, sino el conservadurismo que no lleva al extremo la ridiculez como sí lo hacían las glorias de esta temática como la inoxidable Dolls, de Stuart Gordon, o la bufonesca e hipersexual Puppet Master, de Schmoeller (quien ya había coqueteado con los seres inanimados en la enorme Trampa para Turistas, todas ellas con la plata del obsesionado productor Charles Band). Acá todo está tan medido y cuidado que la vuelta de tuerca del final, aunque inesperada, era lo coherente para la propuesta; El Niño es una película que propone un juego que no juega nunca. Como sucedía con la argentina El Desierto que utilizaba a los zombies y al horror para contar otra cosa y renegar del género que utilizaba, El Niño utiliza el envase fantástico para negarlo, vampirizarlo y transformarlo en un thriller psicológico-racional; y no podemos sólo culpar, como ya lo hemos hecho tantas veces, al contemporáneo y tedioso horror ATP, porque el guion de Stacey Menear es el responsable de la seriedad “for babies” y la frialdad del relato (aunque seguramente haya sufrido recortes); de todos modos, vale decir, que el último acto no está nada mal.
Cuando el rock era amor y peligro. No hace tanto tiempo, en una galaxia no tan lejana, por las venas abiertas del rock todavía fluía peligro. Y no sólo era peligroso por el odio corriente de los grises a la elección de una estética personal por fuera de la media, sino que también -a pesar del espíritu naif de las propuestas- era una amenaza real a una sociedad en gran parte racista y retrógrada de la Washington Reaganiana. Corría la era analógica y el Do It Yourself explotaba su costado más romántico; los flyers y fanzines prephotoshop decoraban una época en que punks, skins e incipientes straights compartían shows de bandas con el potente sonido de la libertad. Acordes de quinta rabiosos tocados con pasión, acompañados del “tupá tupá” rítmico y los gritos podridos del hardcore-punk más true, ese que todavía aman algunos jóvenes snobs anacrónicos pero hiperdigitalizados que se la pasan buceando en ese todo y nada a la vez que es la querida Red, buscando su identidad y tratando de pertenecer a una escena perdida que no se podrá repetir nunca. Que no se podrá repetir por eso del lugar y el momento indicado y bla bla, pero aquella Washington más punk que casi toda Londres nos legó unos cuantos ecos. Uno de ellos fue la siempre sobrevalorada Nirvana; banda que no cambió el mapa musical sino el negocio. La música alternativa iba a seguir existiendo con o sin Nirvana, y el legado grunge en el plano musical también los trasciende, pero ellos, consecuencia del último punk underground (en el documental, entre otros músicos más representativos de la escena, habla Dave Grohl, miembro de Mission Impossible en aquellos salad days) traicionaron uno de los mandamientos fundamentales de las escenas independientes: se vendieron al mainstream; y su éxito fue tan feroz que el rock cambiaría para siempre; Cobain se dio cuenta de que había matado al rock y se voló la tapa de los sesos…no, la historia nunca es tan simple, pero algo de eso hay. Todo esto de “venderse” visto desde el mundo actual es una pelotudez, desde nuestra mirada adulta y absorbida por el liberalismo económico reinante, que una banda la pegue de manera individual, que se salve por mérito propio (ese darwinismo encantador para todo liberal) está bien visto. Pero hubo una época en que existían las escenas (los movimientos, lo colectivo), y una de ellas -con independencia real y colectiva- se daba en la Washington de principios de los 80, donde los Dead Kennedys daban un show antireagan casi al mismo tiempo en que los locales Bad Brains presentaban ese gran primer disco que mezclaba hardcore-punk con reggae, y Minor Threat sacaba su tema “Straight Edge” y accidentalmente (o no) generaba el movimiento straight vegano-antidroga-antigarche; para algunos la grieta del Washington hardcore, aunque en realidad el straight militante y neofascista surgió recién a fines de esa década y en otras ciudades, como por ejemplo, Nueva York. Salad Days hace una revisión fiel y exhaustiva -para sus no más de 90 minutos- del fenómeno de la escena de Washington (que, vale aclarar, no era la única que se estaba gestando a mil por hora en aquellos años americanos; las escenas de Nueva York y de la baja costa oeste contaban con bandas igual de importantes para el futuro musical distorsionado como Agnostic Front en NY, o los californianos Black Flag y TSOL). El documental nos invita a conocer al menos un mínimo del mencionado peligro que todavía tenía el rock (riesgo en términos relativos, claro que el rock nunca fue revolucionario sino rebelde). Salir a la calle y que puedan pegarte por tu elección estética, por tu corte de pelo, por tu aros, por tu cara, o las peleas y el olor a riesgo de los recitales, forman parte de cosas que ya no suceden; el punkrocker padecía un sufrimiento análogo al que pueden sufrir muchas minorías (más en ese momento en USA pero también hoy en día y también en estas tierras) como los negros, maricones, latinos, etc. Incluso el peligro se extendió hasta principios de los 90; tal vez internet haya terminado de sacarle peligro al rock, junto al monstruo mercado, claro, que vampirizó y vació de contenido la estética de las subculturas que tenían algo más para decir que unos nuevos peinados raros. La columna vertebral de Salad Days son las palabras de Ian MacKaye (voz de Minor Threat, entre otras, y parte de la ahora de nuevo de moda Fugazi) pero uno de los comentarios más interesantes (con un sentido mil veces escuchado pero que siempre aporta claridad, sobre todo al lego) es el comentario de Mark Sullivan de la olvidada Kingface: “Uno pensaba que para ser músico tenía que ser como Jaco Pastorius, y no”; esa es la definición más pura del punk y del hardcore, todos podemos tocar -todos podemos poguear. La movida de Washington de aquel momento estuvo más cerca del hardcore que del punk en cuanto a melodías y actitud, y por eso Salad Days tiene en sus primeros minutos un tema en vivo bien podrido de Bad Brains y no uno de sus experimentales sonidos rastafari o un tema más bubblegum. El sonido de los archivos audiovisuales utilizados por el director Scott Crawford no son de lo mejor, y, por momentos, la película se pasa de informativa y pierde la potencia narrativa que parecía tener en su primera parte. De todos modos, se erige como una guía y un producto excéntrico para el público festivalero, y como un must del todavía asiduo consumidor o partícipe de esas subculturas tan atractivas como contradictorias, tan potentes como ingenuas, y tan explosivas para los jóvenes, como fueron el hardcore y el punk.
Que Venezuela le regale al mundo una película de horror es toda una novedad, y que esa película tenga una calidad técnica formidable y esté a la altura de las grandes producciones del género es más sorprendente aún. La Casa del Fin de los Tiempos se estrenó en el 2013 en su país autoproclamándose como la primera película de horror venezolana. Claro que eso no lo podemos confirmar, seguramente algún pionero que no la pegó nunca se haya mandado alguna en Súper 8; de todos modos, seguramente sí sea la primera de horror en conseguir dinero estatal, en tener una producción importante y en estrenarse como se debe: en cines. Y la recepción del público fue muy buena, metió cincuenta mil espectadores en su primera semana y recibió elogios en todos los festivales por los que pasó; de hecho se llevó el premio a mejor película en el Screamfest de Los Ángeles y el premio a mejor película Iberoamericana en nuestro Rojo Sangre. Otra particularidad es su locación: la quinta Castillete, un caserón que perteneció a Pedro Estrada, director de seguridad nacional en los 50 y mano derecha del dictador Pérez Jiménez; una casa en la que se encontraron huesos humanos enterrados y posiblemente haya sido sede de torturas a militantes comunistas de aquella época. En la película no hay mención explícita a ese pasado de terrorismo de estado pero que trabaje con un tema como la repetición de la maldad como un eco infernal, la acerca más a la coherencia histórica que al negacionismo. Según contó parte del equipo a un medio venezolano, sintieron la mala vibra de la casa y su pasado oscuro desde el comienzo de la filmación y el miedo los hizo decidir que haya siempre al menos tres personas juntas trabajando en la locación; una medida tan eficiente en la seguridad personal como taparse la cabeza con las sábanas. La trama en la superficie es parecida a la de viejas glorias como The Amityville Horror y Burnt Offerings, donde la casa es objeto central y escenario de la pesadilla de una familia tradicional. Pero acá, su director y guionista Alejandro Hidalgo, además de representar el poder de la locura y de lo inexplicable, le imprime un dramatismo no tan común en el género transnacional; por suerte, a pesar de intentar racionalizar la trama a través de un drama familiar, no subestima lo sobrenatural y no cae en el abandono total de los elementos fantásticos. A Hidalgo todo el pasado fuerte de su país en telenovelas le dio inspiración y referencias para el dramón íntimo/ familiar (tengamos en cuenta también la elección de la “telenovelista” Ruddy Rodríguez como protagonista), pero sin embargo fue capaz de encontrar un punto de equilibrio con lo lúgubre y lo fantástico. Hay varios golpes de efecto bien ejecutados técnicamente, funcionales a la trama y no como meras demostraciones técnicas para goce irónico o estético del espectador (aclaremos que a veces funcionan bien aunque sean pequeñas escenas autónomas, y algunas películas se articulan alrededor de ellas y salen airosas como, por ejemplo, La Dama en el Agua); no hay acá un uso humorístico ni un exagerado horror autorreferencial, en este caso el director nunca avanza hacia al chascarrillo descompresor sino que imprime seriedad (por momentos solemnidad) a su historia de fantasmas y ecos del tiempo. Una puesta que se ajusta a los parámetros que Hidalgo buscaba (hay referencias a Los Otros, de Amenábar) y que a su vez tiene una impronta personal que la hace diferenciarse del género apátrida más perezoso.
La actuación. ¿Es la actuación responsable del éxito cualitativo de una película? Los actores egocéntricos (casi todos) dirán que sí; porque ven las películas desde la actuación, ven la performance no sólo como medio (de un fin superior: una idea del mundo) sino además como responsable primaria de un triunfo de la puesta en escena. Claro que esa no es nuestra tarea, por suerte la mayoría de los espectadores no somos actores. Hay sobrados ejemplos de que actores no profesionales con registros que podrían ser considerados negativamente o actores profesionales sin galardones ni mucha técnica pueden formar parte de una gran película (un caso relativamente actual y nuestro es el de, por citar alguna, Vil Romance de Campusano); por el contrario, es más difícil que sólo una gran actuación consiga redimir una puesta en escena fallida. Tom Hardy la rompe casi siempre, por desgracia acá no tanto como en La Entrega (The Drop, 2014), sobre todo porque la puesta de Brian Helgeland es pretenciosa, tan grandota en su cáscara que pide un Hardy que atente contra su sutileza natural y reviente su actuación en una performance demasiado exagerada. Claro que al menos en esa exageración de Hardy -que va de la mano con la artificialidad hiperbólica de un Helgeland muy poco verosímil para el clasicismo que parece proponer- hay mucha vitalidad, algo que no tiene, en líneas generales, una historia soporífera que se sostiene por aislados sketches cómicos más que por la pura fuerza narrativa que la debería mantener viva y potente. La leyenda. Leyenda es un título adecuado para una película sobre los Kray. Es acertado porque en el este de Londres los Kray ya no son carne y finitud sino mito y universo. Si alguien sentado en un bar tomándose una pinta te dice que una vez hizo un laburito para los Krays, se cuelga en el pecho una medalla que le otorgan todas las calles de Londres. Claro que debe haber mucho fabulador, pero algún vejete que estuvo metido en lo espurio todavía debe guardar algo de verdad adornada. Esa misma verdad que le falta a la artificialidad vacua de Helgeland. Porque aunque tenga cosas de la Goodfellas de Scorsese (la entrada al casino de Reggie Kray con su novia simulando la ya mítica entrada al Copacabana de Henry Hill junto a su chica en ese plano secuencia demoledor, o la buena escena de la madre de los Krays repartiendo té contra la secuencia en la que la propia madre de Scorsese organizaba una cena de madrugada), en esta puesta no hay un gramo de verdad como sí había en Buenos Muchachos, más moderna desde lo formal pero más genuina y verdadera desde el cuento y la leyenda. Uno de los problemas de Helgeland es que no asume del todo su farsa, lo mismo le ocurrió en Revancha, una película con tal artificialidad (falsedad), con tanto cliché desaprovechado por una convencionalidad fastidiosa en el armado de los planos que no le permitía jugar con los géneros o la ironía, además de desperdiciar al enorme Gibson y a un buen actor como Gregg Henry, capaz de romperla con De Palma en Doble de Cuerpo y terminar apestando con un Helgeland que nos confirma lo del actor envase/ herramienta de algo superior. Leyenda continúa con el “ciclo Helgeland” de películas superficiales, sin humanidad en sus personajes, sin historia en sus planos, y sin alma en su representación.
Con el paso del tiempo la Point Break original se transformó en una película querida por muchos, además de una referencia ineludible de los heist films americanos, un subgénero hermoso que tiene en sus filas a la inoxidable y callejera La Fuga (The Getaway, 1972) de Sam Peckinpah. Por desgracia para todos, la Point Break de Bigelow (también directora de la menos recordada pero muy superior Near Dark) tiene muchos más adeptos que aquella exquisita fuga mugrosa guionada por Walter Hill y protagonizada por Steve McQueen. Unos años después del estreno de la Punto Límite original, Michael Mann sumó al subgénero favorito del hampa su obra maestra Fuego contra Fuego (Heat, 1995), una película que a diferencia de La Fuga ya sufría el cambio de código y época hollywoodense pero que no perdía el espíritu libre y adulto de aquella y de buena parte del Hollywood de los 70. Por el contrario, la película de Bigelow encajaba a la perfección en el cambio de paradigma estético-ideológico del poder dominante de Los Ángeles, y también sumaba una nueva puesta en escena de sus obsesiones; recordemos que ya en Blue Steel, su anterior película, la protagonista era una mujer policía, toda una declaración de (sus) principios y el comienzo de su fascinación por las fuerzas de seguridad. De todos modos, más allá de su obsesión por los defensores del statu quo, en Point Break trataba de generar algo de ambigüedad en su maniqueísmo institucional; no por nada la estrella de la película no era el madera de Keanu Reeves sino Patrick Swayze, seguramente responsable del corte de tickets en el momento de su estreno. El rubio, némesis del agente Utah (Reeves), representaba a un surfista new age que choreaba para bancar su vida de playa. En definitiva, la vieja Point Break, más allá de su potencia narrativa, es una película menor sobrevalorada por el poder de la nostalgia; está lejísimo de grandes películas de robos como las mencionadas más arriba y más cercana a sus hijos blockbusters de la factoría Rápido y Furioso. En la remake, producto de un Hollywood que continúa involucionando década tras década, se invierten los roles y el rubio dorado ahora es el muchacho bonachón agente del FBI que tratará de atrapar a un Robin Hood adepto no sólo al surf sino a todos los deportes extremos, y que por desgracia está más cerca de un activista de Greenpeace que del ladrón de bancos de la original. Al cambio de rubio por morocho se le suma este costado humanista y ya no sólo hedonista del malvado de turno. Seguramente porque los realizadores/productores ya no querían que el bueno de la historia sintiera empatía por un chorro, por lo que le agregaron al personaje de Bodhi un costado filántropo que no hace más que sumar cursilería y banalidad a una película que ya estaba repleta de torpezas; decisión que además corrompe uno de los aciertos de Bigelow y su apuesta por una relación ambigua entre legalidad e ilegalidad. Otra virtud de la ex de Cameron era su pericia narrativa, algo totalmente destrozado en esta versión, donde no hay desarrollo de los personajes y la historia queda a merced de una sucesión de paisajes de postal demodé, con unos nabos con tatuajes feos haciéndose los cool.
Bastardos sin tiempo. ¿Hacer algo para que nos recuerden? ¿O irnos por la puerta chica con la cabeza gacha y los sueños destrozados? La última opción también es tentadora, al menos implica poco trabajo. Pero Jacobo quiere hacer algo; le cae la última ficha de la vejez y no quiere dejar el planeta Tierra sin su pequeña marca. Claro que cuando estemos largando olor tapados por tierra húmeda o seamos humo, haber trascendido o no mucho no nos va a importar, pero el romántico Jacobo quiere despedirse por la puerta grande. Su última opción para la redención de las almas lentas es cazar a un supuesto nazi que se exilió en una playa uruguaya, a unos pocos kilómetros de su casa. Mr. Kaplan comparte premisa con Remember -la última película de Atom Egoyan, que enervó a varios sionistas de la vieja guardia y que también trata sobre un vejete cazador de nazis- pero a diferencia de aquella, el director Álvaro Brechner nos involucra en una historia que se articula desde la comedia, para luego dar paso a elementos de thriller, de drama familiar e incluso de western. Queda claro que el director maneja bien los géneros, los va saltando y salteando, en algunos casos con pequeños gestos, logrando que Mr. Kaplan sea una película que no se rija completamente por los preceptos de ningún género puro, pero que posee un sentido lúdico y cambiante desde lo formal con la comedia como columna vertebral. La aventura del anciano vigoroso se inicia clandestinamente: Jacobo sólo le pide ayuda a Wilson (Néstor Guzzini), un ex-cana a lo Torrente que se la pasa ebrio jugando a un pinball hasta la madrugada. Juntos buscarán a un supuesto nazi que disfruta sus últimos años en la linda costa uruguaya, todo con una impronta entre road y buddy movie, además de los géneros mencionados más arriba. Así como el paso del tiempo es uno de los puntos centrales de la tesis que propone Mr. Kaplan, la relación entre Jacobo y Wilson se puede entender como un nexo entre padre e hijo al estilo Eastwood. Los lazos fuertes que se pueden generar a través del cariño de un familiar que no es tal, y la lucha por no perder la familia sanguínea, son dos claves de una película que impone una seguridad narrativa no tan común en tierras uruguayas… o argentinas.