Sexo oral La crítica cinematográfica tiene un cúmulo inabarcable de lugares comunes que, con mayor o menor suerte, uno trata de evitar. Entre ellos, está el de establecer una asociación directa entre el cine de aspiraciones netamente comerciales y el de baja calidad. Si bien la historia mostró -y muestra- la falsedad de la comparación, existe una porción de ese cine cuya tibieza amerita un tirón de orejas. Se trata de aquel que por su avidez acaparadora aplica un criterio general de “no ofensa” a ningún sector social, político, cultural, étnico, religioso o ideológico, eliminando de antemano cualquier potencial disparador de conflictividad. Y, si hay un tema cuya discusión genera conflicto, ése es, claro, el sexo. Es por eso que una de las varas para medir el grado desarrollo temático y formal de una determinada cinematografía podría ser la aproximación al sexo y sus infinitas variantes para practicarlo. En ese sentido, Dos más dos es una muy buena película industrial: aquí se habla de sexo a lo largo de la totalidad del metraje con una franqueza casi fontanarroseana. Esto es; la palabra indicada en el momento justo, sin eufemismos ni términos vaciados de sentido. Así como alguna vez el escritor rosarino defendió a capa y espada la utilización de las mal llamadas malas palabras por su “sonoridad, fuerza e incluso contextura física” irreemplazables (“No es lo mismo decir que alguien es tonto a decir que es un pelotudo”, comparó), el guión escrito a cuatro manos por Juan Vera y Daniel Cúparo evita esos eufemismos molestos que alejan al espectador de lo que ve en pantalla y lastran la fluidez oral indispensable en toda comedia. En cambio, optan por una veracidad dialógica generada por el hecho de que se digan las cosas como son, por ejemplo, coger en lugar de “hacer el amor” o “encamarse”. Esa terminología coloquial y sincera encuentra su correspondencia en cuatro personajes cuyas acciones se definen por la pulsión vital connotada detrás de esa nominación. Aquí el sexo puede ser desprejuiciado, casual, por puro hedonismo. La película sigue a dos amigos y socios en una exitosa clínica en Puerto Madero -Adrián Suar (Diego) y Juan Minujín (Richard)- y las relaciones con sus respectivas parejas -Julieta Díaz (Emilia) y Carla Peterson (Betina)-. Relaciones por demás opuestas: si el primero tiene un matrimonio sexualmente apaciguado (“cogemos los sábados y feriados”, se reprocharán en una charla), el otro mantiene la llama de los amores primerizos ¿Cuál es el secreto? La participación en el intercambio de parejas. Esa confesión despierta los deseos en Emilia, la repulsión en Diego y, consecuencia directa de lo anterior, varios intentos de convencimiento y algunas experiencias en fiestas en countries a modo de testeo. Esas situaciones, que darán el pie ideal para la enorme comicidad de Adrian Suar y ese porte de hombre constante superado por las circunstancias, casi como el Ben Stiller de Mi novia Polly o La familia de mi novia, muestran además un cuarteto protagónico con un claro anclaje socioeconómico alto. Pero, al contrario de lo que ocurre en nueve de cada diez casos, esto no busca generar en el espectador una proyección publicitaria, sino dotar de gramaje a la narración: la vida económica, social y laboral solucionada (autos de alta gama, casas amplias y con un trabajo meticuloso en el diseño interior, la mencionada clínica en Puerto Madero) hace aún más funcional el hecho de que el problema nodal de la película esté justamente en aquello que desde afuera no se ve, pero se presiente. Se entiende, entonces, la centralidad absoluta de la trama en el sexo. Hasta ahora se habló de las cualidades “orales” de Dos más dos ¿Qué pasa con el aspecto visual? Aquí está la falla que impide que la de Diego Kaplan sea una gran película. En ese sentido, el director de Igualita a mí se queda a mitad de camino entre la comedia sexual para adultos y la estética perezosa de Pol-ka. Los planos se limitan a retratar a los actores ubicados estratégicamente desnudos de forma tal que nunca se vea más de lo permitido, generando una falta de correspondencia entre una oralidad marcadamente sexual y un tratamiento visual telenovelesco. Dos más dos es, entonces, una película muy buena. Lástima que sólo de la boca para afuera.
Aquella vieja estética inalterable No pasan más de quince minutos de película y el escritor y docente universitario Pablo Dafonte ya se bloqueó ante la hoja en blanco, se atribuló con el brainstorming de sus personajes ficticios corporizados en la puerta de su departamento, confesó con pompa trascendental que su peor temor es “a dejar de amar” y, por si fuera poco, se reencontró con una ex alumna que en su momento, diez años atrás, le tenía muchas ganas a su profe. Ese encuentro es el envión inicial para la tómbola de diálogos impostados, cursilerías travestidas de reflexiones existenciales, fantasías eróticas, fantasmitas parlanchines acosando a los torturados protagonistas, violines incidentales omniscientes y ex militares con pistola bajo el brazo que conforman Rehén de ilusiones. Se trata, claro está, de un Eliseo Subiela puro y duro. Con todo lo que eso implica. Si hay algo que debe reconocérsele al director de El lado oscuro del corazón es que mantiene un estilo. Como si el Nuevo Cine Argentino fuera una entelequia, algo que jamás pasó aquí o en ningún lado, las formas y temáticas de sus películas son, con las variaciones indispensables de cada caso, inalterables. Se entiende, entonces, ese tono monocorde, impostado, casi como de recitación de un clásico en clase de teatro amateur, de un buen actor (ver ¡Atraco!, actualmente en cartel) como es Daniel Fanego, cuyo personaje cae rendido ante el aire tontuelo y calenturiento de Laura (Romina Richi, ex Ricci) luego de que ésta pergeñe una entrevista apócrifa con el único fin de volver a ver a su ex docente. A partir de ahí tendrán encuentros furtivos en el estudio del escritor. Encuentros inverosímiles no sólo por la iluminación blancuzca y anticuada que los baña, sino también por la falta de pasión, romanticismo o de mera calentura que moviliza a los protagonistas, combinación que genera un déficit de concordancia insalvable. Esto es: un tratamiento visual de aspiraciones románticas que sin embargo resulta desangelado y gélido, dando la sensación de que el sexo es un mero acto de procreación, más allá de que se lo practique mirándose a los ojos y llorando a moco tendido. De allí en más vendrá la paranoia con los militares, referencias a los desaparecidos y Julio López, un padre sobreprotector con un pasado oculto que se ve venir a tres mil metros con vallas de distancia, figuraciones metafóricas-oníricas enmascaradas, infidelidades compartidas y, en medio de todo eso, un pobre hombre que todavía piensa que a su chica “puede salvarla con amor”. Un auténtico héroe subielesco.
Un festín de sangre digital El director kazajo imagina la Guerra de Secesión como una batalla entre humanos y chupasangres por el control de la parte norte del continente americano. La deformación histórica y el chauvinismo explícito están a tono con la falta de sutileza para transmitirlo. Explicitada en trailers y sinopsis, la idea de imaginar a Abraham Lincoln cazando vampiros y a la Guerra de Secesión como una batalla entre humanos y chupasangres por el control de la parte norte del continente configura un muestrario más que fiel sobre adónde van –o pretenden ir– el director kazajo Timur Bekmambetov (Se busca) y el guionista Seth Grahame-Smith. Esto es, a una suerte de ucronía de la Gran Historia americana. Una Historia edificada a partir de apropiaciones de elementos ya concebidos, para luego simplificarlos y/o deformarlos a imagen y semejanza del target adolescente al que el bombardeo de marketing tras bambalinas apunta. Allí estarán, entonces, las piruetas en ralenti alla John Woo –eso sí, digitales– salpicadas con hectolitros de esa sangre artificial –eso sí, digital– tan típica del fenómeno post-300. Lástima que por allí también estén los machacones ideológicos trazados con el mismo fibrón grueso de Michael Bay. Basada en la segunda novela del propio Grahame-Smith (de lectura “divertida y escapista”, según el crítico de la Rolling Stone Peter Travers), Abraham Lincoln: cazador de vampiros comienza con el joven futuro presidente observando cómo Jack Barts (Marton Csokas) mordisquea las muñecas de su madre, situación más que suficiente para que el primogénito jure vengar su muerte. Ya adulto, se asociará con un coach hemoglobínico en vías de recuperación (Dominic Cooper, o el padre de Iron Man en Capitán América), quien lo envía a Nueva Orleans a la espera de órdenes para empezar la cacería. Ordenes que llegan mientras trabaja en una botica, estudia abogacía, flirtea con la pareja de un político y su posición pro-abolicionista de la esclavitud –el mejor amigo y mano derecha del protagonista es, claro, un negro– lo van empujando progresivamente a la política. ¿Establecer prioridades? No, qué va, mejor alternar la diplomacia con los hachazos limpios que es más divertido. La escalada de violencia aumenta al ritmo de las arrugas del Abe ficcional (Benjamin Walker). Violencia que se retrata a través de la ya mencionada estilización audiovisual, utilizando al 3D como mero chiche habilitante para el arrojo de sangre o demás elementos a la pantalla. Pero lo que generalmente denota pereza en el trabajo visual, a Bekmambetov le sirve para plantar bandera en medio de la poco favorable coyuntura vampírica. Aquí se deja bien lejos la pesadumbre eterna de los buenudos estilo Cris Morena de la saga Crepúsculo: si allí se sufre por la irreversibilidad de los costos humanos de la alimentación y, ay, la idea de placer es indisociable de la culpa, acá se chupan cuellos y muñecas por hambre, pero también como forma de defensa, de autogeneración de placer (ver la cara de Barts en la acción inicial) e incluso de dañar a un tercero, tal como le ocurre al socio converso de Abe, en una de las tantos quiebres argumentales predecibles. Lo que no es tan predecible es la llegada de un invitado indeseable al festín de sangre. La deformación histórica llega al punto máximo cuando se revisita la Guerra Civil, dando pie a la fantasmagórica presencia del director de Transformers. Y con él llega, claro, el final de fiesta. Al igual que en las películas robóticas, el problema no está en su mensaje patriotero y chauvinista o el posicionamiento de la cultura anglosajona y blanca tradicionalista como la salvación del universo. La cuestión es la obviedad y la falta de sutileza al momento de transmitirlo, que genera una cerrazón ideológica cuya consecuencia principal es la imposibilidad de contraponer la mirada del espectador con la preconcebida en la pantalla. Esos factores convierten a Abraham Lincoln: cazador de vampiros en una película de mirada obtusa que se vanagloria en la sangre de los norteamericanos. Literalmente.
El mundo ya no es lo que era En la búsqueda de un humor desaforado y anárquico, la película del director de animación de Mercano el Marciano pierde coherencia interna. Los personajes protagónicos viven una serie de situaciones disparatadas después de un ataque nuclear. Los cortos de animación vernáculos conforman un fenómeno que se cocina a fuego lento pero constante desde hace varios años. Basta ver la lista de los films más premiados y reconocidos de los últimos años (El empleo, la precandidata al Oscar Luminaris, Teclópolis, entre otros) y se verá que gran parte de ellos nacieron de la conjunción de un lápiz y un papel o de una computadora puesta al servicio del ingenio artístico. Pero del corto al largo hay –valga la redundancia– un largo trecho: el humor cortito y al pie, desaforado y anárquico es funcional a una historia a desarrollarse en un puñado de minutos, pero corre el riesgo de desinflarse si se lo utiliza a mansalva durante poco más de una hora, mientras que una historia de largo aliento requiere una coherencia no necesariamente extemporánea, pero sí interna, generada a través de la armonización de las acciones del universo planteado. Dos cuestiones que El sol, primer largometraje de Ayar Blasco, reconocido por la dirección de animación de Mercano el Marciano y los cortos del portal Chimiboga.com, no logra resolver. El mundo ya no es lo que era. Esto, dicho no en el sentido metafórico, sino en el literal: todo cambió después de un ataque nuclear que obligó a los sobrevivientes a reconfigurarse en pequeñas poblaciones. Una de ellas, “la última reserva humana y democrática”, es la de Poblar. Comandada por un político argentino con la voz del Doctor Tangalanga –situación que dará pie al mejor chiste de la película–, se trata de un crisol de personajes a los que se sumarán dos rastreadores de una comunidad vecina. De allí en adelante, el dúo vivirá una serie de situaciones disparatadas, marcando así el primer problema de El sol. Problema que no pasa por la falta de verosimilitud –recurso generalmente eficaz en la animación, al fin y al cabo punto máximo de la plasticidad de lo imposible–, sino por la incapacidad de generar un universo sólido capaz de justificarla. Como si la trama fuera un mero vehículo para la sucesión episódica de situaciones inconexas y no al revés. Esa arbitrariedad narrativa se amplifica por una suerte de referencialidad endogámica constante. Blasco comparó la simpleza estética de su animación con la de South Park o Beavis and Butthead. Comparación por demás válida, si se tiene en cuenta que las tres hacen menos eje en la belleza visual de los trazos que en lo que hay detrás. El segundo problema de El sol es justamente ése, lo que hay detrás. O más precisamente lo que no. Si aquellas series –y también Mercano el Marciano– crean un retrato –y un relato– irónico a partir de tomar los usos y costumbres de la sociedad circundante y los exprime hasta que duelan (“Over Logging”, el mejor capítulo de South Park, es paradigmático en ese sentido), El sol empieza en una línea similar, ilustrada sobre todo en el personaje del político, para luego encerrarse progresivamente en referencias propias y autosuficientes, construyendo así una espiral cuya culminación es el propio universo de Blasco. Allí está la inclusión con fórceps del Ratón Disney, una de las estrellas de Chimiboga, mero guiño cómplice a aquellos conocedores de los cortos antes que un llamado de atención para potenciales seguidores.
Para semejante robo, mejor poné a Francella La futurología es una de las principales enemigas del ejercicio periodístico. Sin embargo, cuando ésta se asienta en hechos validados en un pasado reciente, la cuestión toma un color más cercano a la proyección que a la predicción infundada. Se podrá decir, entonces, que las imágenes de Guillermo Francella vestido de policía y con un arma en la mano serán un gancho comercial más que suficiente para aquellos defensores acérrimos del comediante. A ese potencial espectador valdría advertirle que ¡Atraco!, del barcelonés Eduard Cortés, de amplia experiencia en la televisión ibérica, no será su película. O sí, pero sólo en parte y no por obra y gracia de Francella, que aquí sigue en la exploración de registros iniciada en El secreto de sus ojos, en este caso poniendo una gestualidad deadpan al servicio de una historia elaborada a base de dosis mal amalgamadas de comedia histórica, buddy-movie, drama romántico y policial clásico, lo que da como resultado un todo con gusto apenas a algo. Ese “algo” está en la primera parte, que se corta con tijera de la segunda después de la definición (o no) del robo del título. Asistente menor de Perón durante su estadía en Panamá, meses después del golpe de la Libertadora, Merello (Francella) responde directamente a Landa (buen trabajo de Daniel Fanego), encargado oficial de logística de la instalación del General en Madrid. Pero para eso falta liquidez, y qué mejor idea que empeñar las joyas de Evita hasta que los números cierren. El problema es que la esposa de Francisco Franco, nada menos, se enamoró de esos collares y pulseras. Y, claro, a la mujer del Generalísimo hay que darle lo quiere. Salvo que ocurra algo extraordinario. Un robo, por ejemplo. Y allí irán, entonces, el servicial Merello junto con Miguel (una versión apenas menos descafeinada que el habitual Nicolás Cabré marca Pol-ka), actor e hijo de una amiga de Landa, para fingir un asalto y recuperar el botín. Hasta ese momento, la película se articula como una comedia asentada en la contraposición de la inocencia exacerbada de Pedro con la experiencia omnisciente de su involuntario compañero, todo sobrevolado por un tono zumbón y la fantasmagórica presencia de Perón, quien para los personajes parece verlo y oírlo todo. En este sentido, lo más interesante de ¡Atraco! es la configuración de esa ubicuidad. Casi como en una novela de Osvaldo Soriano, el arraigo, simbolizado en este caso en el líder recluido, es una deidad a la que se ofrece el sacrificio de lo laborioso. Y al igual que ocurría en la historia del delegado municipal de Colonia Vela de No habrá más pena ni olvido o el diplomático de A sus plantas rendido un león, aquí la política excede la catalogación ideológica para devenir en propulsora de todas las acciones cotidianas, exhibiendo a través de ellas los límites casi irracionales a los que el fanatismo puede conducir. Lástima que después del robo aún reste más de media hora hasta los créditos finales. En ese último tramo, el eje vira hacia el seguimiento policial de la causa, relegando todo lo anterior a un segundo plano. O tercero, si se tiene en cuenta la veta romántica entre Pedro y una enfermera (la bonita Amaia Salamanca), cuya única razón es facilitar el encastre del rompecabezas argumental. Y si de encastrar se trata, mejor ni hablar de las funcionalidades de los árboles genealógicos. Para tanta casualidad mejor... Poné a Francella.
Reencuentro con el mumblecore El mumblecore norteamericano es una sanísima costumbre del BAFICI y de Mar del Plata: Humpday, Tiny Furniture, Cold Weather, Mutual Appreciation, Bummer Summer y las más recientes Green y The International Sign for Choking, entre otras, circularon por las salas durante ambos eventos, mostrando la vitalidad de un género que empuja desde los márgenes del sistema -y de la ciudades, ya que los suburbios suelen jugar un papel preponderante en estos films- a fuerza de frescura y naturalismo. Sobre esa línea -de exhibición y tratamiento formal- se inscribe Gabi on the Roof in July. Vista aquí el BAFICI 2011, la segunda película del dramaturgo, escritor y aquí también protagonista Lawrence Michael Levine narra el rencuentro entre dos hermanos luego del divorcio de sus padres. Hermanos ubicados, claro, en las antípodas. La Gabi del título (Sophia Takal, productora del film) es libertaria, charlatana y sexualmente abierta, mientras que Sam (Levine) es un artista plástico que lucha por asentar su carrera de arista. No pasarán más que un par de escenas para que los contrapuntos amorosos saquen a la luz aquellas viejas tensiones solapadas por el paso del tiempo. Sin grandes conflictos a la vista, característica nodal del mumblecore, el eje está justamente en la (re)construcción de ese vínculo familiar y en la maduración conjunta y a la vez individual de los protagonistas. Para eso Levine evade la pesadez discursiva para, en cambio, abrazar el naturalismo, la calidez -trasmitida sobre todo por la gran Sophia Takal- y la comicidad leve lograda a través de un relato fresco y una cámara poco intrusiva, siempre atenta al mínimo gesto surgido en la cotidianeidad de una fiesta, un desayuno o una pintada con crema batida.
En busca de un pasado reparador Las presencias de Will Smith, Tommy Lee Jones, Josh Brolin y Emma Thompson no alcanzan para salvar la película. Lo más interesante es su arista filosófica, al plasmar una idea latente en el cine actual: la importancia del “tiempo” en sus diferentes niveles operativos. Podrá enrostrárseles a los hacedores de Hombres de negro 3 su apego a lo vacuo, el atraso formal hasta la era pre-Avatar que implica el uso del 3D como mero chiche audiovisual, la indefinición tonal entre buddy movie, ciencia ficción y drama con moraleja incluida, e incluso la incapacidad para atar al gestual y verborrágico Will Smith, cuya mejor película sigue siendo aquella en la que menos habla, la distópica Soy Leyenda. Pero no se les puede criticar el desconocimiento de las bases teóricas de la materia cine: “El prerrequisito de un chiste es que sea gracioso”, dirá en algún momento el agente J (Smith) ante la flamante ejecutiva de la agencia secreta encargada del control alienígena, la agente O (Emma Thompson en plan “laburo para llegar a fin de mes”). La frase es la validación de que los ¡cuatro! guionistas encabezados por Etan Cohen (el mismo de las excelentes La idiocracia y Una guerra de película) apoyaron la cola en la silla y estudiaron. Lástima que no lo suficiente para saltar el largo trecho entre el dicho y el hecho. No sería de extrañar que un partidario del Tea Party se embelese con el planteo inicial del film de Barry Sonnenfeld: una cárcel de máxima seguridad en la Luna, a metros de la banderita eternamente tersa plantada en 1969, en la que se recluyen los despojos más peligrosos para la paz en la Tierra. O en Estados Unidos, lo que para Hollywood, se sabe, es prácticamente lo mismo. Pero la tecnología siempre es falible, y Boris El Animal escapa rumbo a este planeta para vengarse de su verdugo carcelario, el agente K (Tommy Lee Jones), sin vinculación aparente con la coyuntura argentina. Giros argumentales y fracturas del tiempo mediante, J descubrirá que su compañero murió en acción a manos del malvado de turno hace cuarenta años. ¿Hay alguna solución? Sí, claro, si no no habría película: regresar hasta la época del Apolo 11 para evitar la pérdida de su futuro camarada. Lo más interesante de Hombres de negro 3 es su arista filosófica. El film de Sonnenfeld hace carne una idea latente en las series y el cine mainstream actual, en lo que quizá sea un coletazo tardío del 11-S: la preponderancia del tiempo en sus diferentes niveles operativos. Esto es; su capitalización (El precio del mañana), un desplazamiento narrativo a una temporalidad pretérita más piadosa que la contemporánea (desde Eastwood hasta Scorsese, pasando por Roland Emmerich e inluso J. J. Abrams en Súper 8), la implementación de microrretornos (8 minutos para morir), todas ideas aquí presentes y vertebradas por las aspiraciones de reparar en el pasado errores de consecuencias gravosas en el presente. El problema es que esa significación surge de un film anodino, que derrapa con un volantazo de supuesta profundidad psicológica de los personajes y que busca suplir con efectos especiales la ausencia de una mínima comicidad. Esa que los guionistas tan bien conocen, al menos en los papeles.
Revisionismo histórico sin revisionismo cinematográfico El revisionismo histórico, tan arraigado en la industria literaria nacional actual, se traslada a la pantalla grande con La revolución es un sueño eterno. Al igual que varios exponentes del fenómeno gráfico, aquí se trata de una narración cuyo eje está en la revaloración de un personaje históricamente relegado de los primeros planos mediáticos: Juan José Castelli, una de las grandes figuras de la Revolución de Mayo de 1810. Basado en el libro homónimo de Andrés Rivera, el film del veterano Nemesio Juárez, quien conoció al autor de la novela durante su participación conjunta en un grupo de intelectuales de izquierda a mediados de los años '60, retrata al abogado (Lito Cruz) durante la etapa postrera de su enfermedad, en 1812. Desde allí la película retrocederá hasta la cocina de la Revolución, primero, luego hasta las acciones durante la campaña del Ejército Expedicionario del Norte, donde Castelli representó los intereses de la Primera Junta, y finalmente, al juicio por mal desempeño en la contienda. que nunca llegará a su fin, ya que Castelli morirá en octubre de 1812, poco tiempo antes de la sentencia. Ya desde la escena inicial, con Castelli en la cama recibiendo asistencia de su esposa (Mónica Galán), queda claro el aliento pomposo que tendrán los largos 110 minutos de metraje. Así, la propensión de los personajes a la afección constante conlleva, a su vez, a una secuencia infinita de diálogos altisonantes. La consecuencia principal de esa combinación es otra combinación, en este caso entre los géneros históricos y épicos con la construcción de criaturas faltas de gramaje y sin carnadura más propias de una matriz más cercana al culebrón vespertino que al de la puesta en abismo de sus sentimientos y sensaciones. Así, La revolución es un sueño eterno se convierte en un desfiladero de próceres como Mariano Moreno (Adrian Navarro), Manuel Belgrano (Luis Machín) y el eterno ladero que fue Bernardo de Monteagudo (Juan Palomino), cuya historia repleta de contracciones, de idas y venidas, merece con creces su propia película.
De sexo, nada hasta nuevo aviso Basta ver las primeras escenas de La fuente de las mujeres para saber por qué el francés de origen rumano Radu Mihaileanu hizo hincapié en varias entrevistas sobre Las mil y una noches como vertiente basal de éste, su opus cinco: tono fabulesco, estilización visual, clishés y geografía identificable a la vez que inexacta (“una población árabe o africana”, dirá el intertítulo inicial) están a la orden del día. Esa tradición literaria, que marca el rumbo durante las más de dos horas de película, lega en el espectador la extraña condición de ser simultáneamente defecto y virtud. Porque las fábulas rayan lo ingenuo, incluso lo mágico, pero también la simplificación, el trazo grueso y el maniqueísmo. Y en todo eso acierta y peca, respectivamente, La fuente de las mujeres. El panorama para ellas es por demás desalentador. Como si no fuera suficiente con la endebilísima situación económica de la comunidad, la tradición eminentemente machista las obliga, entre otras cosas, a caminar decenas de kilómetros diarios en busca de agua potable. El ripio y la piedra son terrenos poco aptos para ellas, y ni hablar cuando los transiten con un embarazo a cuestas. Embarazo que muchas pierden por los golpes y las caídas, como bien se encarga de remarcar el poco sutil primer plano de un hilo de sangre recorriendo una entrepierna. Cansadas del menosprecio masculino y de las consecuencias físicas del esfuerzo, las damas organizan un reclamo mancomunado a sus maridos, quienes obviamente dicen que no, que ésa es una tarea del hogar, que ése es su ámbito de trabajo. El hartazgo, entonces, devendrá en acción. O más precisamente en su negación. Esto es: nada de sexo hasta que ellos estén dispuestos a calzarse los baldes al hombro y patear tierra durante horas. Las consecuencias en las relaciones con los maridos van desde forcejeos para algunas hasta aceptación para otras. Son las menos, entre ellas la foránea Leila (la francesa Leïla Bekhti, vista también en Un profeta), quien cuenta con el beneplácito en apariencia incondicional de Sami (Salek Bakri). Bonita y aguerrida, resiste estoica los embates de sus congéneres opositoras. El, simpático, docente, querido por la comunidad, es un paladín de la alfabetización infantil, entre otras bondades. Son, en fin, dos criaturas de trazo grueso a las que podría excusárselas por ese tono fabulesco que alcanza sus puntos máximos en la expresión emocional a través de canciones, dialectos y danzas autóctonas, y en la caricaturización de los líderes comunales como seres casi monstruosos, sexópatas y esclavistas. Pero incluso esto último es perdonable: al fin y al cabo, la construcción maniquea de buenos muy buenos contra malos muy malos es un mecanismo habitual de cualquier narración. El director de Ser digno de ser y la más reciente El concierto prestidigita las acciones al compás de una trama en constante expansión, haciendo del conflicto original apenas una expresión metonímica de un problema macro. “¿Qué querés? ¿Agua o algo más?”, le espetará Sami a Leila cuando la medida raye lo físicamente insoportable. La decisión de Mihaileanu no tendría nada necesariamente negativo, a no ser por el soslayo total de la génesis de la conflictividad y la desaprensión por las tradiciones fundamentales en el núcleo socio-cultural árabe. El resultado es el anquilosamiento de una idiosincrasia milenaria atravesada por la religión, el peso de la palabra escrita, el legado familiar y un larguísimo etcétera, hasta dejarla chiquitita como postal turística de bolsillo.
La ópera prima de Rodolfo Carnevale -sin vínculo sanguíneo con su colega Marcos- se propone, desde su misma génesis, divulgar sobre el autismo y los pesares no sólo de quien lo sufre sino también de su entorno. Allí están, entonces, la madre (Patricia Palmer), el padre (Eduardo Blanco) y el hermano menor (Tupac Larriera), todos girando en derredor de la enfermedad de la hija mayor, Pilar (Ana Fontán). No hay nada malo per se en la construcción de una historia como objeto pedagógico. El problema es cuando esa decisión nubla el mínimo cuidado requerido por las formas: el cine exclusivamente como vehículo antes que como expresión. Y ese es justamente el pecado principal -y letal- de El pozo, una película mal actuada (los llantos de la Palmer), construida casi en totalidad en primeros planos, narrada sin una escena de transición (los personajes siempre están “ahí”, nunca llegan, nunca se van, nunca caminan), repleta de subrayados sonoros (la música, voces en off) y que incluso esboza una línea argumental sobre el abuso sexual que, claro está, nunca se desarrolla.