Una historia con sabor a arena No me quites a mi novio (Something borrowed, 2011) se basa en la primera novela de Emily Giffin, Something Borrowed. Tanto esta como el resto de su bibliografía se encuadra dentro del subgénero romántico Chick lit, cuya característica principal es el abordaje de “asuntos de las mujeres modernas” desde la “ligereza” y “liviandad”. El resultado es una transposición acorde a su material larval. El opus tres de Luke Greenfield (Animal (2001) y La chica de al lado (2004)) plantea un virtual triángulo amoroso entre Rachel y Darcy (Ginnifer Goodwin y Kate Hudson respectivamente), mejores amigas desde tiempos inmemoriales -aunque ya allí había una cámara de fotos dispuesta a retratarlas-, y el timorato Dex (Colin Egglesfield). Él está a punto de casarse con Darcy, a quien conoció seis años atrás durante una salida con su compañera de facultad, Rachel. Ante la inminente llegada de las sortijas ajenas, y justo en el noche de la celebración de sus 30 años, Rachel y Dex pasan la noche juntos y hacen tambalear la estabilidad emocional del trío. Si hay algo que no puede reprochársele a Greenfield es el empecinamiento en evadir la dispersión del espectador, dándole ya desde el primer fotograma el marco emocional en el que se desenvolverán los protagonistas. Pero lo breve no siempre implica capacidad narrativa; a veces, como en este caso, es todo lo contrario: personajes diagramados con fibrón y unidireccionales cuyo gramaje apenas supera la horizontalidad. En ese línea, todas sus acciones se circundan a la resolución del conflicto –nada novedoso, por cierto- entre el amor reprimido contra la amistad en apariencia indeleble. Y los pocos intentos de adosarle líneas argumentales que lo trasvasen son superfluos y débilmente trabajados. Allí está el personaje del padre de Dex, autor de uno de grandes one-liners del año al suplicarle al hijo que “deje lo que esté haciendo” con la buena de Rachel “porque esa chica de no es su clase”. La unicidad emocional de los personajes le quita el escaso verosímil que propone Greenfield. Se sabe que la amistad y el amor son quizá los dos fenómenos más inexplicables de las relaciones interpersonales, pero el descarado egocentrismo de Darcy choca de frente y con ruido ante la pulcritud y serenidad de Rachel y Dex. Hasta ellos reconocen su manía por ocupar el centro de atención en cada evento social. En ningún momento del film Darcy cede; sino que recibe compulsivamente para nunca dar. De hecho su amorío nació así, con su amiga cediéndole en bandeja a su anhelado compañero facultativo ante la impávida actitud de éste. Lo más grave es que la concepción centrípeta y efímera de Darcy se traslada a todo film ya que Greenfield decide concentrarse más en el endiosamiento de su modelo de vida y forma de ser que en entender los por qué de su condición. Proceder lógico, por cierto. Sobre todo si se trata de la adaptación de un beach-read bestseller.
Explicame que me gusta Los agentes del destino (The Adjustment Bureau, 2011) genera una sensación curiosa, difícil de medir en adjetivos calificativos vinculados a los parámetros de aceptación o no de una película. Es más bien un síntoma de la peligrosa enfermedad generada por El Origen (Inception, 2010). ¿Pandemia de sobre-explicaciones y el subrayado en puerta? La ópera prima del guionista de Bourne: El ultimátum (The Bourne Ultimátum, 2007) y La nueva gran estafa (Ocean's Twelve, 2004), George Nolfi, narra la historia de un candidato a congresista estatal (Matt Damon) a punto de alzarse con el triunfo. Pero su histrionismo y carisma fueron insuficientes: al fin y al cabo la política, en mayor o menor medida, se sigue basando en ideas. Cabizbajo, en el baño se besa con la hermosa bailarina Elise (Emily Blunt), a quien ¿casualmente? vuelve a cruzarse al otro día en pleno viaje en transporte público. Pero unos misteriosos hombres de sobretodo negro empiezan a perseguirlo asegurándole que debe dejar a la chica, que sus caminos no deben cruzarse y que todo fue un accidente. A partir de allí David debe decidir entre dejarla o seguir e intentar torcer los destinos prefijados. No es una novedad que los productores y guionistas de Hollywood se muevan para donde caiga ese maná verde que son los billetes, ni mucho menos sorprendente que el arrollador éxito de El Origen haya despertado un notable interés por historias donde realidad y fantasía se ubican a la par y las alteraciones geográficas y/o temporales son una rutina: a Los agentes del destino le seguirá 8 minutos antes de morir (Source Code,2011) y seguirán las firmas. Lo cierto es que la fórmula de Nolan consistía en transvestir una historia básica en otra compleja, como si la sumatoria ad infinitum de realidades paralelas fuera sinónimo de complejidad formal, “profundidad psicológica” y personajes repletos de “matices. Nolan invertía gran parte del film en largos parlamentos con el único fin de clarificar absolutamente todo, de descabezar cualquier clavo peligroso para la carrocería de su vehículo hacia el éxito. Y lo hacía con un cinismo atroz: dos personajes paseando por el subconsciente, uno preguntando y el otro respondiendo cual lección oral de colegio secundario. ¿Resultado? Dos horas y medias de un loop de paisajes bien disímiles –no sea cosa que alguien se los confunda y se pierda el encanto- y una gran fantochada fílmica. Ese acto de cálculo –de allí el uso del verbo invertir y no “gastar”: aquí hay una retribución a futuro traducida en una montaña de dólares- es también uno de no creencia en la capacidad intelectual del espectador ni en la historia que se tiene entre manos. En todo el film se percibe el terror a que no se entienda o que en algún momento la narración se disperse tanto que el público se desconcierte. Y un público desconcertado es un público infeliz. Y un publico infeliz, no paga. Nolfi ejecuta un plan similar: quiere juguetear borgeanamente (o dickeanamente: el film está basado en el cuento de 1954 Adjustement Team de Philip K. Dick) con lo inconmensurable de la vida, la alteración del tiempo y la transportación física mediante portales, pero se apoltrona en la sobre-explicación y la comodidad de lo sabido. En uno de los plot point, David le cuenta a Elise qué está pasando y por qué lo persigue encapotados hombres de sombrero. Lo curioso es que lo hacen mientras corren desesperados abriendo y cerrando puertas, recorriendo Estados Unidos de norte a sur y de este a oeste, quitándole cualquier vestigio de verosímil. Como si lo primordial fuera la secuenciación lógica de los hechos y no los hechos en sí. Es un ejercicio interesante pensar qué hubiera sido de este film en manos de Richard Kelly. Si en Donnie Darko (2001) y La caja mortal (The box, 2009) edificó mundos caprichosos e inexplicables donde los hechos se suceden sin un ápice de explicación tranquilizadora y regidos exclusivamente por el arbitrio de esa lógica, Los agentes del destino no da puntada sin hilo y vacila ante cada paso. Ok, La caja mortal paga su ambición con irregularidad y un posicionamiento por sobre los personajes peligrosos, pero lo hace contraponiendo su cosmovisión con la del espectador. Nolfi no, lo que convierte a Los agentes del destino una película que no es buena ni mala. Es inocua.
De la pluma al fusil La palabra empeñada (2010), de Juan Pablo Ruiz y Martín Masetti, recupera la historia de uno de los periodistas más importantes de Argentina, Jorge Ricardo Masetti, quien alcanzó notoriedad cuando cubrió la Revolución cubana encabezada por el Che Guevara y Fidel Castro. El film, sin demasiados riesgos en lo formal, tiene un notable trabajo periodístico y de archivo. Masetti (abuelo de uno de los directores) fue el único periodista argentino encargado de cubrir la travesía por Cuba del Che Guevara y Fidel Castro que desembocaría en la Revolución de enero de 1959. Allí ese mismo año fundó y dirigió Prensa Latina, una de las agencias de noticias más importantes de la región que agrupó, entre otras plumas, a Rodolfo Walsh y Gabriel García Márquez. Pero no duró demasiado: un tiempo después, volvió a Argentina decidido a trasladar la revolución. Durante el año de marcha a lo largo de la isla, el argentino no sólo logró innumerables entrevistas y diálogos con los líderes, sino que forjó un férreo vínculo emocional e ideológico, especialmente con el Che Guevara. Ese vínculo sembró la semilla revolucionaria que Masetti germinaría de vuelta en Argentina, en cuyas selvas se internó a comienzos de la década del ’60 para comandar un grupo guerrillero bajo el alias de “Comandante segundo”. Ruiz y Masetti reconstruyen su historia basándose en el cuantioso material de archivo y sobre todo en la cantidad y calidad de los entrevistados. Bien podría trazarse una genealogía del periodismo latinoamericano de los ’60: Gabriel García Márquez, Osvaldo Bayer, Rogelio García Lupo y sigue la lista de firmas. Pero la dupla también recupera la faceta del periodista devenido revolucionario mediante el testimonio de sus compañeros de armas. Lejos del aire nostálgico y de la resignación, ellos hablan con las pasiones asentadas, como si el tiempo y la distancia hubieran operado acallando la potencia avasallante de aquellos años.
Resaca recargada ¿Quién dijo que las segundas partes no son buenas? ¿Qué pasó ayer? Parte 2 (The Hangover 2, 2011) retoma la historia de los cuatro amigos perdidos en Las Vegas y los traslada a la lejana Tailandia. El resultado es una comedia hilarante y brutalmente ordinaria patinada con la visión etnocentrista de la sociedad norteamericana. Stu Price (Ed Helms) encontró su media naranja en aquel país asiático. La alocada despedida vivida dos años atrás dejó secuelas y el odontólogo desdentado en la primera parte se conforma con decirle adiós a su soltería rodeado de sus amigos Phil (Bradley Cooper) y Doug (Justin Bartha) en un ameno desayuno. El deja vu comienza cuando, por expreso pedido de Doug, Stu invita al particular cuñado de éste, Alan (Zach Galifianakis), a la coqueta ceremonia en tierras tailandesas. Nada parecía complicarse hasta la última noche, cuando un inocente brindis con un porrón de cerveza deviene en una segunda noche de gira, en este caso por los arrabales de Bangkok. La buena noticia es que están los cuatro. La mala es que falta el hermano de la novia. ¿Qué pasó ayer? (The Hangover, 2009) fue casi una alquimia, una de esas rara avis que cada tanto sorprenden en la cartelera –no porque este tipo de películas sea inhallable, sino porque suelen tener destino de DVD- mixturando una comicidad férrea y desaforada con un universo poblado de criaturas desopilantes. La cercanía temporal no favorece para dimensionar su alcance, pero da la sensación que los límites éticos de la camaradería y lo mostrable se han corrido gracias a la tracción de los cuatro protagonistas y el alma mater, el realizador Todd Phillips. Si a esa calidad se le adosa el éxito mundial –casi 300 millones de dólares sólo en Estados Unidos-, la secuela estaba al caer. Pero lejos de escupir películas como máquina de chorizos alla El juego del miedo, Phillips y compañía redoblan la apuesta. ¿Qué pasó ayer? Parte 2 apunta directo al tuétano de la idiosincrasia norteamericana muñida de una incorrección subyacente impactante, que pone patas para arriba todo lo modélico. Y esto no es por los primeros planos de travestis desnudos, los kilos de drogas inhalados y sexo desenfrenado, sino por la aceptación de que todo eso es consecuencia de un impulso irrefrenable del “animal interior”, tal como lo llama Stu, que los muchachos tienen adentro. Porque no alcanza que el futuro casado anhele una vida tranquila y son sobresaltos; la pulsión de lo incorrecto, usualmente reprimida por la predominancia de la imagen externa, aquí es vital, incontrolable. El alcohol y la droga son los médium para hacer de lo pecaminoso y onírico una realidad, para que esa manifestación inconsciente sea un acto corpóreo. La borrachera es el pasaje para corporizar un sueño, vivir lo impensado. Lo modélico es una pantomima, una hipocresía impuesta por ese mismo entorno represor. Como si esa incorrección y la infinidad de (buenos y algunos no tanto) chistes no fuera suficiente, Phillips va por más y traslada la acción fronteras afuera de Estados Unidos, lo que da lugar para un sinfín de chistes sobre la cultura tailandesa. Pero lo que podría entenderse como un gesto gratuito y fácil –siempre es más simple reírse “de” y no “con”- aquí opera como un elemento que ancla el punto de vista de la película. Los cuatro amigos miran el mundo tailandés apresados por el extrañamiento propio de quienes no conciben un mundo por fuera de su país. Es casi una viaje interplanetario, surreal. Los chistes generados por la diferencia cultural sintomatizan la plena pertenencia de los protagonistas a la idiosincrasia norteamericana. Provocadora (la escena de los travestis), guarra (la escena de los travestis) e incorrecta (la escena de los travestis), ¿Qué pasó ayer? Parte 2 sobresale con holgura entre la chatura de la comedia norteamericana que los distribuidores consideran comercial. Es apenas la punta del iceberg. Debajo hay mucho más.
Ciruja a la conquista Luego de la insuperablemente oscura Hazme reír, Adam Sandler regresa a la comedia romántica con Una esposa de mentira. Las comedias norteamericanas vienen recurriendo a los viajes a islas paradisíacas con una regularidad peligrosa, invitando al espectador habitual del género al coqueteo con el tedio y la saturación cuando esa magnificación cuantitativa acarrea una diversidad cualitativa: hay películas muy buenas (Cómo sobrevivir a mi novia), buenas (La mujer de mis pesadillas) y muy malas (Sólo para parejas). Una esposa de mentira, el modelo 2011 de esa tendencia, se ubica más cerca de las dos primeras que del bochorno de Vince Vaughn y Jason Bateman. La película de Dennis Dugan (el mismo de No te metas con Zohan) sigue a Danny, un cirujano plástico egoísta, suficiente, “yoico” y mentiroso (Adam Sandler, en una versión rebajada del George Simmons de Hazme reír) cuyo objetivo máximo es la conquista continua de mujeres hermosas. Y si tienen varios años menos, mejor. Su método es infalible: finge la inmersión total en una crisis matrimonial simulando ser un hombre golpeado, un cornudo crónico, un esposo no correspondido. Así conoce a la despampanante Palmer (Brooklyn Decker, de la versión norteamericana de Betty, la fea), quien, ilusa, muerde el anzuelo. Pero, oh sorpresa, la rubia desapolilla el corazón del embaucador profesional obligándolo a crear un mundo acorde a las mentiras que vocifera: necesita una mujer odiosa de la que supuestamente se está divorciando, además de un par de vástagos. La esposa de mentira del inexacto título local será su secretaria Katherine (Jennifer Aniston), y los hijos de ella serán los hijos de ambos. Ese es el punto de partida de una comedia romántica que, sin ser trascendental, e incluso muy lejos de los mejores Sandler, tiene un par de particularidades que la elevan por sobre la habitual pacatería norteamericana. La primera es que el personaje de Sandler está secundado por dos chicos tanto o más perspicaces que él, lo que ubica a ese adulto que nunca quiso serlo en una rara posición igualitaria o hasta inferior. No sólo que su actitud para con los hijos apócrifos está lejos de la habitual condescendencia y resignación paterna, sino que muchas veces éstos lo superan con holgura, dejándolo como un auténtico pelmazo intelectual. De hecho el viaje a Hawai que dispara la trama, es producto de un paso en falso de Danny en la “negociación” con los menores. El segundo punto de atención está en la ausencia de la habitual parábola emocional y moral de un personaje repudiable e inmaduro, otro punto de contacto con la fundamental Hazme reír, aunque con un tono diametralmente opuesto. Si allí Simmons era un ser odioso y con tendencia a la misantropía y desprecio hacia sus pares y súbditos, y el desenlace lo encontraba –más por resignación que por voluntad- sentado a una mesa frente a quien quizá fuera la única personaque lo aceptaba tal como era, el Danny de Una esposa de mentira se queda con aquella mujer que lo conoce sin dobleces ni artilugios auto impuestos para el arte de la seducción, la que disfruta con su humor corrosivo, ácido y muchas veces desubicado, la única que logra extirparle la verdad aun cuando duela. Katherine acepta a Danny tal como es, con sus muchos defectos y pocas virtudes, evade la condena al no exigirle maduración ni cambios sino simplemente que mantenga esa transparencia que tanto ama. Coda paradojal para una de las grandes humoradas del año: Nicole Kidman y Jennifer Aniston, dos de los paradigmas de la destrucción de lo particular en pos de la homogenización estética, provocada por la proliferación del quirófano, son las figuras femeninas de una película cuyo protagonista es un cirujano plástico. Pura justicia poética.
Los Farrelly no se venden A lo largo y ancho de casi dos décadas, Bob y Peter Farrelly pasaron de la sonsera hilarante de esos dos nenes en cuerpos de adultos de Tonto y retonto (Dumb & Dumber, 1994) hasta este par de amigos con una semana de libertad matrimonial de Pase libre. Lejos de un anclaje en el habitual puritanismo en las comedias norteamericanas –las que se estrenan en Argentina: aún esperamos verlo a Will Ferrell en pantalla grande-, los hermanos forjaron una filmografía que madura junto a ellos. Pase Libre (Hall Pass, 2011) sigue esa tendencia manteniendo su estilo inalterable. Rick (Owen Wilson) está hastiado de la rutina matrimonial. Ama a su mujer y es feliz con sus hijos, pero no puede evitar empalagarse los ojos con cuerpos femeninos ajenos a su universo. Algo similar le ocurre a su mejor amigo Fred (Jason Sudeikis, una de las nuevas caras de SNL). Sienten impotencia por su estado civil. Están convencidos de que, solteros, tendrían una capacidad de conquista admirable. Es así que sus esposas (Jenna Fischer y Christina Applegate) deciden irse y otorgarles el pase libre del título, una suerte de virtual soltería durante siete días para validar (o no) sus dotes de galanes. Los hermanos Farrelly forjaron una filmografía amalgamando la tontería y subrepticia maldad de sus personajes con la incorrección política y artística abundante en escatología y groserías gratuitas. Sin embargo, sus últimos films se han desplazado hacía donde muchos -Adam Sandler y su Spanglish (2004) y Click (2006), la inminente Una esposa de mentira (Just Go with It, 2011) felizmente patea el tablero- recalaron para hacer de su cine otrora anárquico e irreverente uno más formal (no en el sentido artístico y técnico, sino en el moral) que toma el matrimonio como el fin de la diversión y la inmadurez, a la institución familiar como punto máximo de sus criaturas. Vale pensar en el relegación del beisball del personaje de Jimmy Fallon en pos de su novia en Amor en Juego (Fever Pitch, 2005), o el viaje de ida de Ben Stiller en La mujer de mis pesadillas (The Heartbreak Kid, 2007), donde contrapesa una relación brutalmente desesperanzadora frente otra más luminosa. Es notable cómo ambos operan de forma similar, buscando el cambio y la aceptación del matrimonio como acto inminente (¿e inevitable?) en sus vidas. Pase Libre va un paso más allá: los personajes ya están con la sortija, encorsetados en la rutina, presos de sus familias, y anhelan una vuelta al jolgorio adolescente. Ok, se parte de una resignación y falta de lucha poco común en las comedias. Pero se la tuerce ni bien acceden al pase. La pareja protagónica opera con un libertinaje pocas veces visto en el cine Farrelliano: se drogan, comen, patean todas y cada unas de las reglas establecidas no por el mundo actual, sino por el que ellos creen vivir. El error sobreviene allí, cuando son los mismos personajes quienes no entienden un mundo por demás actual y con reglas propias. En esa discordancia subyace el punto desmitificador de las principales críticas que recibe la película. Pase Libre no es una oda al matrimonio ni una película conservadora ya que lo toma como desconector y aislante, como creador de un metamundo hogar adentro. Si quisiera entronizar el formalismo y castigar la inmadurez, mostraría infidelidades que se preservan en un poco inocente fuera de campo. Para eso montan un dispositivo a medida, propia de la factoría. Así, mientras otros buscan cooptar público escondiendo su sabiduría bajo la alfombra para cooptar más audiencias alrededor del mundo (Tina Fey y Steve Carell en la correcta pero despersonalizada Una noche fuera de serie (Date Night, 2010), Katherine Heigl en la pésima y golpebajista Bajo el mismo techo (Life as We Know It, 2010), los hermanitos vuelven a enarbolar la bandera de la incorrección y la incomodidad puritana. Por eso cuando parecía encaminarse hacía un happy ending común y miles de veces recorrido, los Farrelly ponen en el personaje de una Jason Sudeikis una línea final de antología, muestra fiel de que él y su amigo quizá sí han logrado la maduración emocional, pero no la mental: ellos fueron, son y posiblemente serán inmaduros. Los Farrelly los muestran tal como son. Ellos no se venden.
El indestructible siglo XXI El mecánico (The Mechanic, 2011) es la confirmación de lo que un año atrás insinuó Los Indestructibles (The Expendables, 2010): el pelado Jason Statham es el presente y el más promisorio futuro de las películas de acción donde prima la fuerza por sobre la espectacularidad. El protagonista de la trilogía de El transportador (The Transporter) es Arthur Bishop, un auténtico hitman que hace del sigilo, la perspicacia y la fuerza física sus herramientas de trabajo. Parte de una corporación nunca del todo establecida, ni mucho menos legal, debe ejecutar una de las misiones más difíciles de su vida: asesinar a su amigo y mentor acusado de traición, Harry McKenna (Donald Sutherland). Pero no será todo. Dolido y ávido de revancha, Steve (Ben Foster), el hijo de Harry, se ofrece como aprendiz de Bishop, quien lo entrena a sabiendas de que, tarde o temprano, él será victimario de la venganza. En agosto del año pasado, la cartelera porteña albergó a la película más camp de los últimos años: Los Indestructibles. Allí un grupo de superestrellas del cine de acción de los reaganeanos años ochenta volvía al ruedo en una película absolutamente conciente no sólo del paso del tiempo –la trama giraba a un escuadrón paramilitar prácticamente marginado-, sino también de los paradigmas cinematográficos: generaba más rareza que nostalgia ver una película de acción donde primaban las piñas, los músculos y la testosterona, por sobre la banalización física de los FX, la impostación coreográfica y la metrosexualización de las actuales películas de acción, si es que así pueden llamarse a los engendros de Michael Bay o la inminente enésima versión de Rápido y furioso que pulularán por el mundo en los próximos meses. Pero había una discordancia en ese grupo. Es que a Sylvester Stallone, Dolph Lundgren, Mickey Rourke, Eric Roberts y Bruce Willis se le sumaba el joven Jason Statham. Con 43 abriles a cuestas, el británico debutó recién en 1998, cuando las carreras de sus compañeros de elenco menguaban. ¿Qué hacía Statham en una película anacrónica y de patina ostensiblemente retro? El mecánico tiene la respuesta. Hoy por hoy, pleno 2011, este actor parece ser el único capaz de continuar con aquella estirpe de actores de cine acción entendido como tal. Desde la de bautismal El transportador, pasando por esa montaña rusa que fue Crank, veneno en la sangre (Crank, 2006) hasta el film de Simon West, Statham le imprime a sus películas el indeleble sello de esa pulsión hormonal y física casi extinguida. Si hasta aquellos films menos centrados en los puños y tiros (Caos, Celular) tiene la potencia cinemática del movimiento físico constante. No es casual tampoco que él sea el elegido de ponerse en la piel del mismo personaje que interpretara Charles Bronson en la versión original de este film. Simon West (Con Air, Tomb Raider) articula una narración despareja, sí, con el único fin de hilar las secuencias de acción del asesino y discípulo. Pero tiene el tino de no fallar donde no debía. El director parece escuchar lo que El mecánico pedía: una cámara atenta al movimiento, que acompañe de cerca sin atosigar (ejem, Michael Bay) permitiendo la distinción del emisor y posterior receptor de los puñetazos. Los Indestructibles bien podía interpretarse como ejercicio de memoria: miraba al pasado para entender el presente y vaticinar un futuro, edificando una síntesis perfecta sobre de dónde viene (Stallone y compañía) y hacía dónde va (Statham) el cine de acción. El mecánico es otro paso. Por muchos más.
Dulces y peligrosas Supra-sensorial, agotadora, ambiciosa, salvaje, ominosa, lúdica, burbujeante, Sucker Punch: Mundo surreal (Sucker Punch, 2011), o el nuevo film del siempre alegórico Zack Znyder, es una experiencia cinematográfica en toda la acepción del término. Producida por el propio Zack y su esposa Deborah Snyder a través de su compañía Cruel & Unusual Films, Sucker Punch tiene como protagonista a la bella y angelical Baby Doll (Emily Browning, la hermana mayor de Lemony Snicket, una serie de eventos desafortunados (2004). Las cosas no pueden ser peor: a la muerte de su madre en la escena inicial, se le suma un padrastro pederasta cuyo objeto de devoción tiene la forma de su hermana menor. Harta de los ultrajos propios y ajenos, Baby Doll planea la venganza ultimándolo a tiros. Pero la bala hace una carambola que encuentra su destino final en el cuerpo de su hermana. Desconsolada, su tutor la interna en un instituto neuropsiquiátrico para lobotomizarla. A partir de esa secuencia inicial musicalizada por una versión del ochentoso “Sweet Dreams” de Eurythmics (el nosocomio se llama Lennox) tan hipnótica como perturbadora, comienza un auténtica rareza: un tour de force menos físico que mental disparado por la particular metodología de la psicóloga de turno (Carla Cugino), en la que propone exorcizar los demonios mediante el teatro y el baile. Baby doll tiene un poder de abstracción fantástico que le permite sumergirse en fantasías no sólo a ella, sino también a sus ocasionales espectadores. Es así que la fuga comienza a ser una posibilidad latente. Con el encanto natural de la bailarina, cuyo contorneo induce al ocasional espectador a una especie de coma farmacológico, más la logística complementada por sus compañeras de nosocomio Sweet Pea (Abbie Cornish), Rocket (Jena Malone), Amber (Jamie Chung) y Blondie (la morocha Vanessa Hudgens) será fácil conseguir los elementos indispensables para una fuga. Znyder es un director que no se anda con chiquitas. Descubierto por la gran industria por la remake homónima de El amanecer de los muertos (Dawn of the Dead, 1978) en 2004, se consolidó con un artífice de mundos compuestos por una enorme carga visual con la homoerótica 300 (2006). Siguieron dos pasos en falso, no tanto desde lo artístico como desde lo económico. Watchmen - Los vigilantes (Watchmen, 2009) y Ga'Hoole: La leyenda de los guardianes (Legend of the Guardians: The Owls of Ga'Hoole, 2010) acentuaron lo que en sus films anteriores se maquillaba con espectacularidad, agilidad narrativa y entretenimiento: la búsqueda constante del director por el análisis del comportamiento del hombre en medio de un sistema totalitario y opresivo que lo cercena. En Watchmen el dispositivo era claro: un Estados unidos absolutamente potenciado por su victoria en Vietnam tiene a Richard Nixon en el poder. No ocurría lo mismo con Ga'Hoole, una buena película que pagó caro la imposibilidad de encasillamiento que tanto le gusta a los popes del marketing norteamericano. Demasiado oscura para los niños, algo aburrida para los adolescentes, Znyder se valió de dos lechugas para alegorizar sobre el nazismo y el control total que éste pregonaba. Sucker Punch tiene el descontrol y la estilización de la violencia de 300 –eso sí, menos sanguinario: el estudio impuso una clasificación PG-13, atando la inventiva de Znyder-, una tratamiento visual oscuro como Watchmen, y una(s) protagonista(s) superada(s) por las circunstancias que actúa(n) bajo presión, como la inocente y naif lechuga de Ga'Hoole devenida en heroína. La novedad radica en el tono narrativo y el desplazamiento del protagonismo al género femenino. Dulces y peligrosas, el quinteto que opera en la realidad virtual de Baby Doll –cada batalla transcurre mientras baila y representa la lucha por un objetivo clave para el plan de escape- está más cerca del sexplotation setentoso reivindicado por Robert Rodríguez y Quentin Tarantino, que a la habitualidad solemnidad de este director. Y allí gana puntos la película. Porque Znyder ameniza su habitual poder alegórico articulándolo con un carácter lúdico increciente. “Si no defienden algo, caerán por cualquier cosa”, las alienta una suerte de guía táctico-espiritual –¿alguien dijo el Bosley de Los Ángeles de Charlie?- interpretado por un inoxidable Scott Glenn. Y allí irán las chicas, ombligos al aire, acorsetadas por portaligas, minifaldas, botas de cuero, a batallar contra soldados de vapor en la WWI, robots gigantes, horcos y dragones. Da la sensación que Znyder se desacraliza a sí mismo comenzando a experimentar aún más con las infinitas posibilidades de verter opiniones sobre el mundo y sus circunstancias ya no mediante largos soliloquios moralistas, (Watchmen) u oscuridad (Ga'Hoole), sino a través del descontrol y el anarquismo audiovisual. Es que en Sucker Punch todo es procedente y puede ocurrir. Y ahí está la gran paradoja de un film interesante e inteligente: hace de la anarquía un lenguaje comunicacional para abordar el totalitarismo.
Carretera pérdida Pocas películas van tan a fondo con la quintaesencia del porteño como AU3 (Autopista Central). El opus dos de Alejandro Hartmann narra una auténtica tragicomedia valiéndose de una historia tan curiosa como bochornosa: la autopista del título. Concebida por el gobierno de facto de Osvaldo Cacciatore a finales de los 70, su traza abarcaba desde el barrio de Saavedra hasta Nueva Pompeya y partía en dos a la capital, concretando una división tácita entre ambos extremos de la Capital Federal. La por entonces Municipalidad expropió miles de inmuebles y derribó otros cientos, hasta que los aires democráticos detuvieron su construcción. Sin techo, olvidados por el Estado, las familias desamparadas se reinstalaron en las mismas que habían cedido a precios usureros unos años atrás. Ex vecino de Villa Urquiza, Hartmann recapitula la historia de este particular emprendimiento dándole espacio tanto a quienes usurparon los terrenos como a los vecinos que se quejan por el “afeamiento” del barrio, mostrando que la AU3 es más que el reflejo de las ínfulas primermundistas del Proceso Militar –aspecto que la transforma en una excelente interlocutora de Construcción de una ciudad, de Néstor Frenkel-, sino que mide la temperatura del ensimismamiento inherente al chauvinismo barrial. Estrenada en la última edición del Festival de Mar del Plata, la película que el director había concebido era distinta, basándose en los huecos y casas vacías que operaban como mudos testigos de la aventura militar. Pero el rodaje empezó en 2008, justo cuando llegaron las grúas dispuestas a devorarse todo el cemento a su disposición. Lejos de entorpecer el proyecto, las enormes moles metálicas saciando su apetito ilustran las imágenes más potentes y cinematográficas del año.
Viejos son los trapos Estrenada en la Competencia argentina de Mar del Plata ’09, Chapadmalal (2009) es un documental cuya máxima virtud es justamente esa, la de documentar. Alejandro Montiel (Las hermanas L, 8 semanas) se toma el tiempo necesario para escuchar a todos y cada uno de los jubilados que prestan su testimonio. A lo largo de una semana, Montiel sigue a un contingente de jubilados que vacaciona en la pequeña ciudad balnearia ubicada a escasos kilómetros de la urbana Mar del Plata: escucha sus historias, sus miedos, sus alegrías... “Me interesaba escucharlos ya que no tienen espacio dentro de los grandes medios”, explicó el director hace dos años atrás. Y vaya si lo hace. Chapadmalal está articulada como una larga sucesión de entrevistas a cámara de los jubilados. Lejos del lugar común de la minusvalía y la decrepitud, Montiel los muestra no como seres extrapolados sino simplemente como humanos en una generación postrera. De ahí que los deje hablar, no los interpele, los entienda. Eso tiempo produce una reacción mutua: la ausencia de juzgamientos les da a los jubilados el beneplácito tácito para que se quiten ese personaje que aspiran a construir y se dejen ver tal cual son: vanidosos, materialistas, románticos, sufridos. La película gana con la frescura y espontaneidad de los protagonistas. La galería que desfila ante la cámara resulta tan variopinta como auténtica. Son seres solitarios, faltos de cariño y deseosos de ser escuchados. Felizmente Montiel supo captar esa esencia y trasladarla a la pantalla.