"La última noche": fábula navideña antes del apocalipsis. No todas las películas de la cartelera comercial siguen al pie de la letra la fórmula de los géneros. Las pocas que escapan a esos lugares comunes suelen volverse interesantes a fuerza de singularidad y un carácter impredecible. La última noche es una de ellas, en tanto se erige como una cruza bastarda de fábula navideña con melodrama generacional, a la que luego le suma un inminente apocalipsis que cubre las festividades con el manto oscuro de las despedidas definitivas. El problema de la ópera prima de Camille Griffin no es tanto la falta de un tono uniforme -por el contrario, en la búsqueda de una textura rugosa e incómoda radica el principal mérito de la británica-, sino más bien de ejecución: ninguna de las tramas alcanza la espesura dramática suficiente para que esos personajes al borde del abismo se sientan cercanos. Difícilmente haya empatía si quienes sufren son títeres de un guion de hierro. Pasan unos cuantos minutos hasta que La última noche dispone todas sus cartas arriba de la mesa e ilumina el camino que recorrerá su acto central. Todo arranca con un almuerzo navideño que reúne a varios amigos del secundario en la casa materna de Nell (Keira Knightley). Junto a su marido Simon (Matthew Goode) y sus tres hijos (entre ellos está Art, interpretado por Roman Griffin Davis, protagonista de Jojo Rabbit e hijo de la realizadora) reciben a los integrantes de un grupo de comensales que responden a los arquetipos más gruesos de la comedia navideña: una mujer apresada en un matrimonio infeliz y a la que su hija le enrostra sin tapujos que no la quiere; una pareja interracial de lesbianas; un negro con estampa de modelo que llega en su auto deportivo junto a su novia varios años menor. Entre ellos, desde ya, hay unos cuantos asuntos pendientes y otras rispideces que el paso del tiempo no ha podido esmerilar. Hasta que de repente empiezan a hablar sobre el fin del mundo. Un fin que, como en la reciente No miren arriba, tiene fecha y horario definido: poco después de la noche del 25 de diciembre, la crisis climática alcanzará su esplendor con una ola de polvo tóxica que recorrerá de punta a punta el planeta, empujando a la humanidad a su extinción. A diferencia de la película de Netflix, aquí los gobiernos tomaron medidas. Bastante drásticas, por cierto: entregar a cada habitante una pastilla con veneno para suicidarse en las vísperas y evitar el dolor de una muerte espantosa. Es, entonces, la última noche del título latinoamericano, que cada quien la vive como puede. Algunxs piensan tomarla para ahorrarse el sufrimiento; otrxs no. En lo que todos están de acuerdo es en utilizar esa noche para cobrarse viejas facturas de asuntos de una banalidad supina (que tal se acostó con tal y el otro no sabía; que la otra le tenía ganas y nunca le dijo) si se atiende al contexto. El único atisbo de madurez lo aporta Art, que con sus dudas y revelaciones sobre el funcionamiento del mundo evidencia una pérdida de inocencia doliente. Sus preguntas –la mayoría sin respuesta– son de las pocas cosas que perduran en la cabeza luego de los créditos, síntoma inequívoco de una película tan arriesgada como fallida.
Estuvo por estrenarse en 2020 pero la pandemia trastocó los planes. Cuando estaba lista para su lanzamiento en 2021, una nueva ola de COVID obligó a otra postergación. Con mucho esmero, paciencia y -claro- espalda financiera, los productores la “aguantaron” hasta ahora. Finalmente, la tierna y entrañable nueva comedia del realizador de Cara de queso, Mi primera boda, Sin hijos, Permitidos y Mamá se fue de viaje llega a las salas con el objetivo de romper una mala racha para el cine argentino que ya lleva más de un año y medio sin un film que supere los 65.000 espectadores. De hecho, el último gran éxito nacional fue El robo del siglo, estrenado en enero de 2020, visto por 2.100.000 personas y dirigido por un tal... Ariel Winograd. La familia no es una cosa sencilla. Hasta las que lucen perfectas esconden unos cuantos secretos bajo la alfombra. Bien lo sabe Ariel Winograd, que desde la seminal Cara de queso la utilizó como objeto de estudio observándola desde distintas perspectivas. Fue un padecimiento en Mamá se fue de viaje y la propia Cara de queso; un obstáculo para el padre que interpretaba Diego Peretti en Sin hijos, una dinámica adoptada forzadamente en pos de un objetivo común en la banda de asaltantes de El robo del siglo y, tal como ocurre en Hoy se arregla en el mundo, una meta y un anhelo. Pero el anhelo le llega en momentos distintos a los protagonistas. La familia no está entre las prioridades de El Griego (Leonardo Sbaraglia), un productor televisivo de un talk show en decadencia –el nuevo dueño del canal, a cargo de Martín Piroyansky, se encarga de repetirle una y otra vez que el formato se agota– donde personas supuestamente “normales” dirimen sus problemas en público, que tiene un hijo de nueve años al que prácticamente no ve ni conoce. Tanto que ni siquiera sabe a qué colegio va. La vida de Benito, en cambio, orbita alrededor de su familia. O, mejor dicho, de su madre (Natalia Oreiro), que una noche, hastiada de la apatía paterna, le escupe al Griego que, en realidad, no es su hijo. Apenas después muere en un accidente, dejando sin respuesta la pregunta que desde ese momento taladra el cerebro de ese hombre obligado a hacerse cargo de un chico que le pide por favor que lo ayude a encontrar a su padre biológico. Las piezas están dispuestas para una comedia que funciona en varios niveles. Es una buddy movie, en tanto el adulto y el chico tienen una relación distante pero son dos opuestos destinados atraerse. Es también una comedia situacional, pues la búsqueda deparará la aparición de varios personajes secundarios chispeantes típicos del género. Y es, sobre todo, un coming of age, porque no hay que ser un genio para imaginar que ninguno de los dos terminará la película igual que como empezó. Winograd opta por el punto de vista de Benito, cuya frescura convive con la capacidad de entender todo lo que ocurre a su alrededor, para narrar las desventuras conjuntas, un viaje que los lleva a indagar en el pasado de su madre, aunque sin muchas más pistas que las que hay en el celular. Así pasan un payaso de la Ciudad de los Niños (notable escena cómica, hecha a puro timing y sorpresa), un guía espiritual y otros tantos potenciales candidatos paternos. Pero el núcleo del film es la relación entre El Griego y Benito, que crece en emotividad a medida avance el conocimiento mutuo. Para eso resulta fundamental los trabajos de Sbaraglia, quien no suele incursionar demasiado en la comedia (pero debería), y del jovencísimo Benjamín Otero, puro ojos abiertos para descubrir un mundo que podrá no arreglarse, pero sí darle una familia como lugar seguro ante las adversidades.
"King's Man: el origen", saludable vuelta de tuerca La precuela producía el temor a que se replicara de manera mecánica el formato que había funcionado en títulos anteriores, pero el film protagonizado por Ralph Fiennes sale airoso. Kingsman: El servicio secreto (2014) recuperaba el carácter más festivo y absurdo que la saga de James Bond mantuvo hasta hace quince años, cuando Daniel Craig le adosó al bebedor de martinis agitados, no revueltos un matiz barroso y una impronta más terrenal, acorde a los aires paranoides que soplaban en Hollywood luego del 11-S. Kingsman: El círculo dorado (2017) recorrió caminos similares, aunque insuflándose altísimas dosis de estilización que hicieron de esta secuela, centrada nuevamente en la agencia secreta de espías cuya base operativa funciona detrás de una sastrería, una versión más recargada de su predecesora. El anuncio de una precuela encendía las luces de la alerta ante la potencial replicación da una fórmula que ya lucía agotada. Pero no: King´s Man: El origen –la traducción latina del título mantiene el nombre propio en inglés del original– encuentra nuevos rumbos mediante una apuesta que entrevera el ideario de Indiana Jones, el espionaje bélico, las coordenadas geopolíticas de la agitada Europa de la segunda década del milenio pasado y una impronta mucho más cercana al cine de Quentin Tarantino que al de Mr. Bond. ¿Tarantino? ¿Acaso King´s Man se propone, como el director de Tiempos violentos y Kill Bill, licuar géneros y referencias para crear mundos que dialogan frente a frente con la historia del cine? ¿O pone a sus personajes a sostener largos diálogos que hacen de lo derivativo una norma? Nada de eso. Lo que tiene El origen es que toma la Historia –con mayúsculas– para hacer aquello que Tarantino hizo en Bastardos sin gloria y Había una vez…en Hollywood: amasarla como bollo de pizza, divertir(se) reescribiéndola para dar forma a una gran ucronía que arranca en 1914, con el asesinato del archiduque Francisco Fernando no en manos de un joven que buscaba la anexión Bosnia a Serbia, sino de uno que intenta correr del escenario a Rusia, de tal manera que el conflicto –que luego se transformaría en la Primera Guerra Mundial– se centre entre Alemania e Inglaterra, dándole la posibilidad a Escocia de liberarse de la Corona británica. Y que incluye al inefable Rasputín, su legendaria resistencia al cianuro y hasta sus supuestos poderes curativos milagrosos. El Duque de Oxford (Ralph Fiennes) quiere evitar que el asunto escale, pero tiene sus propios problemas. Una esposa fallecida durante un ataque terrorista en la Sudáfrica de principios del siglo pasado presenciado por su pequeño hijo Conrad, por ejemplo, que lo llevó a adoptar una postura pacifista a priori innegociable. Década y pico después, las heridas de estos hombres aún supuran. Ante lo que considera inacción gubernamental, el Duque establece, junto a su mucama (Gemma Arterton) y su secretario (Djimon Hounsou), una red de informantes en todo el mundo que le permite armar un mapa acerca de lo que está ocurriendo más auténtico que el oficial y, por ende, poner manos a la obra, al tiempo que su hijo (Harris Dickinson) pide por favor que lo deje ir al frente de batalla. A papá no le gusta, pero acepta, en lo que es una subtrama que le permite al director Matthew Vaughn incluir varias escenas bélicas mucho más cerca del realismo cruento de 1917 que de la violencia estilizada de la que hasta ahora había utilizado la saga. La estilización, sin embargo, no está ausente. A medida que el Duque avance con su plan para desbaratar los planes que motivaron el asesinato del archiduque, El origen traslada su acción hasta un punto recóndito de las islas británicas, donde se cuecen las habas del complot. Allí Vaughn retoma la senda de la espectacularidad y el despliegue visual, aunque sin perder la tensión ante los varios last minutes rescue y, lo mejor, un sentido cinematográfico que hace del descubrimiento y la sorpresa una prolongación de la aventura clásica. Una escena poscréditos incluye la aparición del que quizás sea el personaje más malvado de la historia del cine y, por qué no, del mundo pos revolución industrial. King´s Man, entonces, como un punto de quiebre ante el riesgo de estancamiento, como una película que, al igual que el Duque, va siempre para adelante.
El 2020 fue especial para los fanáticos de la obra de Federico Fellini: ese año se cumplió un siglo del nacimiento del director de La dolce vita, Ocho y medio y Amarcord; y, como parte de los festejos, se realizaron varios documentales centrados en distintas facetas de su obra. Fellinopolis, por ejemplo, presentada en el último BAFICI. En ese contexto se inscribe La verdad sobre La dolce vita, de Giuseppe Pedersoli, también exhibida en el festival porteño, que ya desde su título promete bucear en los pormenores de una de las producciones más caóticas del cine italiano de la época. Un caos generado, principalmente, por las ambiciones de un Fellini que imaginaba una película de cuatro horas, así como también por el costo de una producción que superó ampliamente el límite de 500 millones de liras establecido por los productores Angelo Rizzoli y Giuseppe Amato. Este último es sindicado como el principal responsable de que la película haya visto la luz, como demuestra el hecho de que su hija sea una de las principales entrevistadas. Pedersoli propone un relato cronológico que avanza mediante tres mecanismos: las entrevistas a cámara (muchas de ellas de archivo), una buena cantidad de cartas y notas enviadas entre Fellini y sus productores, y las precarias recreaciones ficcionales de distintas charlas y cruces entre el director, Rizzoli y Amato. De indudable raigambre televisiva, La verdad sobre La dolce vita funciona como registro de una época esplendorosa del cine. Una donde convivían –no siempre de manera armónica– la megalomanía autoral, productores dispuestos a tomar riesgos y una industria que, aunque por momentos reticente, confiaba plenamente en la voz de los directores. Incluso en la de aquellas que querían filmar cosas más grandes que la vida.
"Yo no soy ellos", dice Máximo Ferradas (Mariano Martínez) ante el apoderado de la flamante empresa creada luego de la adquisición de lo que hasta entonces era un emprendimiento familiar por parte de una multinacional. Con “ellos” se refiere a su hermano (Sergio Surraco), su padre (Jorge Marrale) y su abuelo, quienes durante ochenta años timonearon con honestidad y esfuerzo los destinos de la empresa pesquera instalada en un pequeño paraje patagónico. Honestidad: un término ausente del diccionario de Máximo, quien negoció a espaldas de su familia un cambio en el acuerdo original. Pero Máximo no tiene intenciones de retirarse, así como tampoco parece muy cierto eso de que la pesca no es lo suyo. Lo que inicialmente es un viaje hasta la Patagonia para darle los papeles al apoderado de la empresa norteamericana (Arturo Puig) termina como el primer paso de un ambicioso plan que como meta tiene el acceso a un cargo ministerial. Para eso, claro, deberá contar con el apoyo del gremio para cambiar las regulaciones, algo que no parece sencillo, sobre todo teniendo en cuenta la resistencia de un grupo de pesqueros más pequeños. Ya desde el título queda claro que la película sigue a un protagonista orgulloso de una condición que disfruta. Pero la película quiere dotarlo de un buen corazón, como demuestra la aparición de un interés romántico que no termina de cuajar con la lógica de un tipo dispuesto a pisar cuanta cabeza le pongan delante. Tampoco ayuda que los diálogos luzcan por momentos forzados, confundiendo intimismo con frases altisonantes sobre la vida, los deseos y el pasado. Yo, traidor funciona mejor como la fábula de ascenso de un inescrupuloso antihéroe de traje y corbata que como estudio de un personaje al que Mariano Martínez no logra darle los matices necesarios: hay una distancia insalvable entre su inexpresividad y su malicia. Distinto es el caso de Arturo Puig, una figura oscura que maneja los hilos de sus negocios –y los de otros– desde su casa y cuya mirada intimidante hiela la sangre.
Más allá de las palabras También actriz, Morales cambia la opresión pandémica por una luminosa fábula de encuentro entre dos personas radicalmente opuestas pero hermanadas por el desasosiego y la incertidumbre. ¿Puede haber intimidad a la distancia? ¿Importa la cercanía física para forjar un vínculo imperecedero basado en la honestidad y la transparencia, en el compañerismo y la comprensión, en la escucha atenta y respetuosa del otro? ¿Es posible una comedia romántica sin romance? ¿Y un amor que trascienda la atracción y el deseo físico? Las preguntas afloran apenas corren los créditos finales de esta notable película dirigida por la estadounidense de origen cubano Natalie Morales, escrita por ella junto a Mark Duplass y con solo ellos en escena durante los precisos (y preciosos) noventa minutos. Filmada durante la etapa más aciaga de la pandemia, A un click de distancia hace honor a su título original (Language Lessons) no solo porque el disparador narrativo es el inicio de unas clases online de español, sino porque en su génesis está la voluntad de indagar en los modos contemporáneos de entender la comunicación. El lenguaje, para Morales, son más que palabras; es una llave que abre puertas a destinos inesperados. Cariño y Adam bien pueden dar cuenta de eso. Ya no alcanzan los dedos de una mano para contar las películas realizadas durante la pandemia que orbitaron –y siguen orbitando– alrededor del uso del Zoom: personajes hablándose a través de ventanitas e imágenes pixeladas en películas mayormente asfixiantes y con la Covid como elemento recurrente, donde la soledad se conjuga con el miedo y la paranoia. Morales muta ese oscurantismo crepuscular por una luminosa fábula de encuentro entre dos personas radicalmente opuestas pero hermanadas por el desasosiego y la incertidumbre. No es descabellado imaginar que dentro de unos años, cuando los barbijos sean un recuerdo brumoso, A un click de distancia perdure en la memoria, pues su alcance trasciende ampliamente lo coyuntural. Tanto así que no necesita andar gritando que está filmada en tiempos de Covid para dialogar de frente con su tiempo. Lo trama, como todo aquí, es mínima, sencilla y despojada de adiposidades. Adam (Duplass) está felizmente en pareja con un hombre de billetera abultada que, ante una mención acerca de que le gustaría mejorar su español, le regala un paquete de clases con Caridad, a quien todos llaman Cariño (Morales). Un paquetón, en realidad: cien clases por adelantado pagó el muchacho. Los primeros encuentros consisten, básicamente, en romper el hielo con charlas de rigor acerca de qué hace cada uno, cómo vive, cuáles son sus rutinas. Allí empieza a definirse el carácter espejado de uno y otro: Adam viene de una familia humilde, supo estar casado con una mujer y pegó un salto de calidad juntándose con su nueva pareja, abrazando una vida a todo lujo que incluye, entre otras delicias, una sesión de nado en la pileta gigante –con un sector de agua fría y otra caliente– matutina, sesiones de yoga al mediodía y descorches de vino a las cuatro de la tarde. Ella, al principio, hace del enigma una norma, hasta que la sorpresiva muerte de la pareja de Adam en un accidente de tránsito lo sume en un estado de fragilidad que sintoniza perfecto con el andamiaje emocional de Cariño. Y así arranca esta relación construida en dos idiomas y en la cada quien, a medida que avanzan los encuentros, va quitándose las distintas capas que, a la manera de una cebolla, cubren un núcleo interno hecho de dolores pasados cuyas cicatrices perduran hasta hoy. Mientras Adam lidia con el vacío de la ausencia reciente, Cariño se enfrenta como puede a la insatisfacción general de quien marcha por la vida sin un norte definido. Armado íntegramente con sesiones de video en spanglish y varios mensajes enviados entre ellos, el relato consigue, a través de esas charlas en muchos casos diferidas, un grado de intimidad que más de una película “normal”, con actores compartiendo set, envidiaría. Duplass y Morales creen a pies juntillas en lo que escribieron, dotando a sus criaturas de un grado de humanidad y empatía notable, otra razón para catapultar a A un click de distancia, que llega horas antes del conteo de Crónica TV y los brindis, a la lista de las mejores películas del año.
"El Chango es un pintor", dice Fernando “Pino” Solanas al inicio de Chango, la luz descubre. El Chango es Félix Monti, uno de los directores de fotografía argentinos más importantes de la historia. Formado como aprendiz en los estudios durante la era de oro del cine argentino, empezó a iluminar en comerciales junto a Luis Puenzo en los años '60. Desde entonces no paró, dibujando una trayectoria que incluye trabajos con los directores y directoras más relevantes del último medio siglo. Colaborador habitual del mencionado Pino Solanas, María Luisa Bemberg, Lucrecia Martel, Luis Puenzo, Lita Stantic, Juan José Campanella y Ariel Winograd, entre otros, El Chango participó en innumerables películas icónicas del cine argentino, siempre adecuándose a la mirada del director y a los requisitos del relato. Incursionó también en el teatro, otro rasgo de la versatilidad de este hombre nacido en 1938 y que acaba de recibir el Premio Astor Piazzolla a la trayectoria en el reciente Festival de Mar del Plata. El documental de Alejandra Martín y Paola Rizzi evita el registro biográfico tradicional –aquel que recorre las principales postas de la vida del personaje de turno– para centrarse en la faceta laboral, en la construcción de la mirada y los secretos del oficio. Lo hace no solo a través de declaraciones del propio Monti y de quienes trabajaron con él, sino mostrándolo en plena colaboración durante el rodaje de Mamá se fue de viaje, de Ariel Winograd, y los preparativos de la obra La farsa de los ausentes, junto a Pompeyo Audivert, en el Teatro San Martín. Su tono bajo y monocorde, la paciencia para transmitir sus ideas, el conocimiento perfecto de la distancia que muchas veces hay entre la imagen filmada y lo que se ve en el rodaje y la escucha atenta, casi con devoción, del resto de los equipos técnicos definen los contornos de un personaje que, a sus ochenta y pico de años, conserva la fineza ocular de un veinteañero. La película, entonces, como un homenaje alejado del bronce, como un ojo que observa sin inmiscuirse a uno de los grandes talentos de la industria nacional en plena acción.
Vuelve Matrix, con todo lo bueno y malo que eso implica para los fanáticos y detractores de una de las sagas más influyentes –tanto en términos visuales como temáticos– de las últimas décadas. Replicada, alabada y burlada hasta el hartazgo, y con el bullet time convertido en ícono de su tiempo, la franquicia iniciada por Lana y Lilly Wachowski (por entonces Larry y Andy) en 1999 regresa con una entrega a la altura de su legado: siempre ambiciosa, por momentos desmesurada y caótica en términos narrativos, con un despliegue visual apabullante y una historia meta discursiva y plenamente consciente del peso de su nombre propio en el mapa audiovisual del siglo XXI. Dirigida en esa ocasión solo por Lana, la cuarta película funciona como secuela a la vez que reboot, un regreso a las coordenadas iniciales que, sin embargo, presenta una acción que transcurre varias décadas después de los hechos de Matrix: Revoluciones (2003). Un presente que tiene a Neo como un reputado programador que ha utilizado gran parte de las situaciones vividas a lo largo de la saga para crear un videojuego que se ha vuelto muy famoso y que, entre otras cosas, ya tiene sus derechos vendidos para una transposición cinematográfica de los estudios Warner, en lo que es la primera de varias situaciones que dialogan con su contexto guiñándole el ojo al espectador. Un reencuentro con Trinity –que tiene otro nombre, una familia y no parece recordar nada del pasado– enciende la mecha de un enfrentamiento contra los agentes, al tiempo que un grupo de rebeldes –que tienen a Neo como una suerte de Dios pagano– lucha en favor del libre albedrío y la liberación definitiva de las máquinas. Porque en el interior del film anida, otra vez, las tensiones entre la libertad individual y el destino, entre la vida como una sucesión de decisiones propias o un camino ya marcado del que es muy difícil escapar. No conviene adelantar mucho más acerca de una trama que puede pasar de varias escenas cargadas de diálogos sobre grandes temas a otras con un despliegue audiovisual digno de los tanques contemporáneos, que entrevera personajes y situaciones ya conocidos con otros novedosos e inesperados. Allí está, por ejemplo, el psicólogo de Neo (Neil Patrick Harris), cuyas auténticas intenciones se clarifican sobre el final del metraje o también su jefe en la empresa de programación (Jonathan Groff, el agente novato de Mindhunter). Hay una escena al inicio del film que tiene a Neo subiendo por un ascensor rodeado de personas con sus ojos clavados en los celulares, como si Wachowski quisiera reforzar la idea de que gran parte de las hipótesis de la película de 1999 se cumplieron: todos ¿felices? en esos mundos virtuales creados a su imagen y semejanza, despreocupados por lo fácilmente manipulables que los (nos) vuelve la tecnología. Si bien es cierto que la recepción del público dice poco y nada sobre el valor artístico –el valor en términos industriales corre por otro carril– de una película, queda por saber qué generara en los seguidores –como la reciente Spiderman: Sin camino a casa, Resurrecciones no deja ser otro ejercicio pensado mayormente para el fandom– el reencuentro con un universo no solo conocido por la pantalla grande, sino en la vida diaria. Una escena durante los créditos finales refuerza la idea de que la Matrix está entre nosotros: en cada click, en cada posteo, en cada mensaje enviado por redes sociales.
La comparación entre las hormigas de un hormiguero atacado y la Guerra de Malvinas con que comienza Falklinas no es muy atinada. Según este particular punto de vista, están aquellos insectos directamente afectados por la destrucción, otros que por su cercanía al agujero sufren consecuencias secundarias y los últimos, indiferentes a todo entre los pliegues de la tierra. La voz en off de Damián Dreizik llama “hormigas B” a las del segundo grupo. Siguiendo con el paralelismo bélico, allí entrarían civiles cuyos oficios los llevaron a ocupar roles de reparto en un conflicto ajeno. Como Osvaldo Ardiles, estrella del Tottenham Hotspur de esa época y abucheado por rivales por su nacionalidad, un futbolista tironeado por la guerra entre el país donde nació y el que lo adoptó. O el periodista Andrew Graham-Yooll, que cubrió la guerra para el periódico inglés The Guardian. Falklinas suma otros tres personajes a esa galería para, a través de sus historias, registrar desde distintas ópticas los daños colaterales. Hombres que en muchos casos se involucraron de casualidad. Tal es el caso de Rafael Wollmann, un fotógrafo que a fines de marzo había viajado hasta el Atlántico Sur, terminó varado en Malvinas y, gracias a eso, fotografió gran parte de las imágenes que ilustraron las tapas de los principales diarios y revista de la época. La del soldado argentino guiando a sus pares ingleses rendidos, por ejemplo. El documental de Santiago García Islaer, se dijo, tiene un punto de partida forzado. Pero, a medida que avanza su desarrollo, adquiere interés gracias a la valía de los testimonios y una voluntad por trascender aquellas facetas más conocidas de esa guerra que, casi 40 años después, todavía significa una herida abierta en la sociedad.
Netflix rompió el chanchito La fórmula para llegar a la estatuilla tiene, además de un casting de ultra lujo, uno de los tópicos habituales de las películas con aspiraciones doradas: indagar en los pliegues más oscuros de la sociedad estadounidense contemporánea. Leo DiCaprio, Jennifer Lawrence, Jonah Hill, Mark Rylance, Timothée Chalamet, Ariana Grande, Cate Blanchett, Meryl Streep. El elenco de No miren arriba muestra que Netflix rompió el chanchito con el objetivo de, finalmente, llevarse para sus vitrinas un Oscar a Mejor Película, un objetivo vigente desde que los ejecutivos de la N roja descubrieron que, aunque pataleen, los premios de la temporada de alfombras rojas de Hollywood dan una cuota de prestigio que ninguna campaña de marketing puede comprar. Estuvieron cerca hace un par de años con Roma, de Alfonso Cuarón, pero con el exotismo latinoamericanista for export no fue suficiente. La fórmula para este nuevo intento tiene, además de un casting de ultra lujo, uno de los tópicos más habituales de las películas con aspiraciones doradas: indagar en los pliegues más oscuros de la sociedad norteamericana contemporánea. No en la discriminación racial, como viene ocurriendo, sino en la relación casi carnal entre los medios de comunicación, las grandes empresas y un sector importante de la población dispuesta a pensar todo lo que digan que tiene que pensar. Una sátira, en pocas palabras, algo de lo que el director Adam McKay sabe bastante, aunque aquí no lo demuestre en su plenitud. Mucho antes de buscar prestigio y reconocimiento crítico con La gran apuesta y El vicepresidente, McKay fue uno de los realizadores más importantes de la comedia norteamericana de los primeros años del milenio, socio invisible de una empresa artística con Will Ferrell que dio como resultado las dos Anchorman, Talladega Nights, Step Brothers y The Other Guys. Aunque con el ropaje de comedias absurdísimas, casi surrealistas, todas ellas disparaban dardos venenosos con forma de gags contra los pilares fundamentales de la vida estadounidense: el periodismo, con los presentadores adustos como portadores de la verdad, en las dos primeras; el deporte en la segunda; la familia en la tercera y las fuerzas policiales en la última. No miren arriba está mucho más cerca de los personajes “tontos que no saben que lo son” de esa primera etapa, como los ha definido alguna vez McKay, que de la voluntad de denuncia de sus dos películas más reputadas. Una tontería subrepticia que, sin embargo, impregna gran parte de lo que se ve y se escucha, y que recuerda a la de la cada hora más vigente Idiocracia. Las dos únicas personas cuerdas, los únicos humanos con un coeficiente intelectual por encima de la subnormalidad, son la estudiante de un posgrado de Astronomía Kate Dibiasky (Lawrence) y su profesor Randall Mindy (DiCaprio). En la primera secuencia, ella descubre que el fin del mundo tiene fecha: exactamente dentro de seis meses y catorce días, un cometa de entre seis y nueve kilómetros de ancho impactará sobre el Océano Pacífico, a cien kilómetros de Chile, y generará un cataclismo de proporciones bíblicas que extinguirá a la humanidad. La premisa suena conocida, en tanto fue el tema predilecto del cine catástrofe de fines de los ’90 y hasta hay un capítulo de Los Simpson donde pasa lo mismo, pero todo termina con el cuerpo celeste desintegrándose en la atmósfera, tal como había dicho Homero. Aquí, en cambio, la cosa va en serio: no hay predicción informática que no vaticine un desenlace fatal. Pero el problema es lo que viene después, es decir, notificar la mala nueva a las autoridades y a la sociedad, y luego intentar evitar lo inevitable. La presidenta (Meryl Streep) y el Jefe de Gabinete (Jonah Hill), que además es su hijo, no les dan mucha bola porque en unas semanas hay elecciones; en el magazine televisivo al que van a denunciar públicamente el desplante gubernamental se los toman para la chacota, convirtiendo a Kate en meme y a Randall en científico “hot” de las redes sociales; la NASA elige a un machote cowboy como encargado de una misión para salvar las papas; el empresario dueño de una poderosa compañía tecnológica intenta evitar la destrucción del cometa por la valía de los minerales que puede haber en su interior; la mismísima presidenta adopta el título de la película como lema negacionista. El filo satírico de McKay corta situaciones muy parecidas a las que pueden verse día a día, un intento de diálogo con la coyuntura que le imprime al film una pátina tan crítica como obvia. Porque la coyuntura, el puro presente, es lo que más importa en No miren arriba. Mucho más que la comedia.