Con todos los lugares comunes del género. El cine chileno viene pisando fuerte en los principales festivales del mundo desde hace casi una década, y en los de la Argentina no ha sido la excepción. Su amplia presencia en el Bafici, coronada con el nombramiento de “País invitado” en 2013, y en el Festival de Mar del Plata, sumado a algún esporádico estreno comercial, permiten seguir el rastro de un abanico de directores que va desde los reputados Sebastián Lelio (El año del tigre, Gloria) y Pablo Larraín (Tony Manero, No, El club) hasta los ultraindies Ernesto Díaz Espinoza (Tráiganme la cabeza de la Mujer Metralleta) y Che Sandoval (Te creís la más linda…(pero erís la más puta), Soy mucho mejor que vos). Sin embargo, se sabe poco y nada sobre la vertiente más popular de aquel cine, esa que se nutre de la tracción de actores reconocidos por los espectadores locales gracias a la TV y géneros fácilmente identificables. La deuda parece saldada, al menos por este año: al lanzamiento hace un par de meses de El bosque de Karadima, de Matías Lira, se le suma Alma, de Diego Rougier, tándem que encabezó la lista de las producciones chilenas más vistas de 2015 con 306 mil y 198 mil espectadores, respectivamente. Si Lira moldeaba un drama destinado a concientizar sobre una problemática –en este caso, la pedofilia– a través del caso de un conocidísimo cura, la separación de Alma (Javiera Contador) y Fernando (Fernando Larraín) le permite a Rougier, de amplia experiencia en el ámbito televisivo argentino, vampirizar todos y cada uno de los lugares comunes de la comedia romántica en general, y de las de rematrimonio en particular. Lo que no tendría nada de malo, salvo porque lo hace con un nivel de automatismo que con el avance del metraje devendrá en deshilache. El film comienza con el alejamiento transitorio de la pareja después de varias décadas. Ella, pianista, docente y bipolar, lo echa del departamento literalmente con lo puesto. Él, cajero de supermercado y con una inocencia a prueba de todo, terminará instalándose en la casa de un amigo. Amigo que vive, oh casualidad, justo enfrente del ex nidito de amor. La cercanía servirá en bandeja una serie de enredos de manual: la aparente felación de una compañera de secundario y de la vecina exhibicionista de él –salvo Alma, todas las mujeres son exponentes tardíos de la picaresca de Sofovich: pura teta, seducción crasa y encarnación de deseo–, algunos cruces en fiestas ajenas y la aparición de un tercero en discordia (Nicolás Cabré) dispuesto a quedarse con la protagonista. Por allí también andará el amigo de Fernando enamorado de una mujer policía que, como no podía ser de otra forma en un film subrepticiamente machista, está fortísima y no tiene más de tres o cuatro líneas de diálogo. Coproducción con la Argentina, Alma se trasladará a Buenos Aires. Las situaciones imposibles que atraviesa Fernando durante el viaje –el robo de sus documentos…antes de entrar al país, sus encuentros con dos camioneras lesbianas y unos policías drogones igualitos a los Seth Rogen y Bill Hader en Supercool– y la idea de vestirlo siempre con su uniforme de trabajo marcan el sobrevuelo de un espíritu caricaturesco que sin embargo el film nunca termina de explotar. Por el contrario, la coronación del relato con el desenlace de una subtrama policial marca que Alma es, como su heroína, una película desenfocada.
Cómo tirar toda la casa por la ventana. Algo más moralista en su desenlace que la primera entrega, la de Stoller y compañía termina siendo una buena comedia no porque funcione como un todo homogéneo, sino porque está cargada con el genoma de la diversión desaforada. Pasan los años, los actores, los directores y los guionistas, y la Nueva Comedia Americana sigue manteniendo como principal tara la incapacidad de redondear buenas historias en sus secuelas y de construir personajes femeninos sólidos. Lo primero se da porque los universos de casi todos los films son cerrados y redondos, marcando un arco narrativo inexpugnable y cuya autosuficiencia impide volver a ellos sin caer en la replicación (Ritmo perfecto), el redoble de una apuesta humorística de mecanismos ya conocidos (El reportero: La leyenda de Ron Burgundy) o la pérdida absoluta de todas sus marcas de agua (Zoolander). Lo segundo, porque la NCA está en hecha casi enteramente por hombres que, por desconocimiento antes que misoginia, suelen terminar volcándose hacia sus congéneres/alteregos ficticios aun cuando el relato de turno pida lo contrario. Pero también sigue manteniendo la inventiva a la hora de campear todos los estilos de humor imaginables como máxima virtud, yendo de la blancura al absurdo absoluto y de allí a la escatología y a la guarrada más retorcida sin nunca descuidar el slapstick, al fin y al cabo pilar fundacional de todo el género. Con el mismo plantel de la primera entrega delante y detrás de cámara, Buenos vecinos 2 no es la excepción a ninguna de esas reglas. La buena nueva es que el segundo factor gana de taquito, más tranquilo y holgado que la Argentina contra Bolivia. El amo y señor de la película es Seth Rogen, un tipo que desde su irrupción en la serie Freaks and Geeks a fines del siglo pasado viene construyendo y depurando un mismo personaje insignia: el gordito simpático, bonachón y medio adolescente que dice lo que piensa sin pensar lo que dice. Aquí vuelve a ser Mac Radner, padre de una beba ahora y con una segunda en camino, que junto a su esposa australiana Kelly (Rose Byrne) habían logrado el cierre de la fraternidad ubicada justo al lado de su casa y encabezada por Teddy (Zac Efron, enorme y quizá el único comediante capaz de hacer un chiste buenísimo con cada uno de sus atributos físicos). La endeblez de la expansión se manifiesta en la idea de replicar esa estructura narrativa, con la diferencia que ahora la pareja no combatirá contra los muchachos, sino contra un grupo de chicas que alquilan la casa para una hermandad, primer escalafón del camino a la fraternidad. Esto porque la casa de Mac y Kelly se venderá dentro de un mes, período en el cual los compradores pueden pasar sin previo aviso para ver qué la inversión sea lo que ellos esperan. Que una de las cabecillas del grupo de chicas tenga todo para convertirse en uno de esos secundarios lustrosos, salvajes y extremos que suelen habitar este tipo de films –es capaz de salir de cabeza por el parabrisas de un auto sin un rasguño gracias a la ingesta de “muchos analgésicos”, como justifica ella– y sin embargo termine relegada hasta casi desaparecer del relato, es el síntoma más visible de que Buenos vecinos 2 no entiende muy bien qué hacer con ellas ni cómo tratarlas. Tampoco parece casual que Shelby, la líder de las chicas, y el film todo, recurran a Teddy (solitario desde que sus amigos crecieron y él no) para convertirlo en asesor y que vuelva a enfrentarse a Mac y compañía. El director Nicholas Stoller (Forgetting Sarah Marshall, The Five-Year Engagement) y sus ¡cinco! guionistas entienden perfectamente que el fuerte del film no es el relato ni las chicas, y apuestan entonces a una comedia episódica compuesta por escenas casi autosuficientes. La particularidad es el modo en que lo hacen. Esto es, derramando las características del personaje/franquicia de Rogen hasta todas sus criaturas –los agentes inmobiliarios, el policía negro y racista, la decana universitaria–, y también hasta la mismísima película. Así, Buenos vecinos 2 quizá no sea la comedia con los mejores chistes de los últimos años –aunque los tiene y muy buenos–, pero sí la única con unos de tal grado de despatarre e imprevisibilidad que hace de cada secuencia una suerte de buscapié cuyo lugar y momento de explosión son siempre sorpresivos. Ver sino el reemplazo del aceite de bebé con el que untan a Teddy, el remate de la reunión con los agentes de bienes raíces o todas y cada de las apariciones del amigote de Mac (Ike Barinholtz), quizá el mejor secundario de la NCA desde el periodista retardado de Steve Carrell en El reportero. Algo más moralista en su desenlace que la primera entrega, la de Stoller y compañía termina siendo una buena película no porque funcione como un todo homogéneo, sino porque sus células están cargadas con el genoma de la diversión desaforada.
El fantasma del pueblo fantasma Misterioso, áspero y a su manera fascinante documental italiano. Muchos hombres mayores del pueblo de Vejano recuerdan al tal Mario de Marcella. Recuerdan sus características, anécdotas y algunos datos de su vida, pero ninguno puede explicar a ciencia cierta por qué se convirtió en el solitario al que el título de este documental dirigido por Alessio Rigo de Rughi y Matteo Zoppis y de amplio recorrido por festivales -se vio, por ejemplo, en una de las secciones paralelas del último BAFICI y ahora en la Semana del Cine Italiano- refiere. Il solengo es el apodo que se les da a aquellos jabalíes que terminan excluidos de la manada y subsistiendo en soledad en el bosque. Zoppis y Rigo de Rughi se basan en la mitología alrededor de Mario para ensayar una reconstrucción de su historia a partir de retazos de recuerdos, a la vez que un retrato de ese particular grupo de amigos que en su momento integraba el protagonista ausente. Nutrido de entrevistas y con una particularísima atención a la atmósfera entre boscosa y rudimentaria del pueblo ubicado en las afueras de Roma, el film irá construyéndose a través de progresivas capas de sentido, complejizando y enrareciendo no sólo la figura de Mario, sino también la de toda la comunidad. El desenlace es uno de los más desoladores del año.
Honestidad brutal Un acercamiento a la problemática de los trastornos alimenticios en esta valiosa ópera prima sueca. Por su tema y tratamiento, El hijo perfecto es la película que Abzurdah hubiera sido con un poco más de voluntad de encauzar su historia dentro de un relato naturalista en lugar de replegarse a la comodidad de una moraleja políticamente correcta y digerible para todo público. Gélida y distanciada como gran parte del (escasísimo) cine nórdico que llega a estas salas, la ópera prima de la sueca Sanna Lenken es un retrato brutal, crudo y descarnado sobre la bulimia. El punto de vista recae sobre Stella (Rebecka Josephson), una nena de doce años con las hormonas a flor de piel y un físico bastante alejado de los cánones habituales de belleza. Ella vive a la sombra de su hermana mayor Katja (la cantante pop Amy Deasismont), quien no sólo es francamente hermosa sino también una excelsa patinadora sobre hielo, cualidad que no está precisamente entre las primeras de Stella. Las chicas llevan una relación tirante, que va de la calidez y la complicidad a la sumisión y el maltrato en una misma escena. En ese contexto, Stella descubre que su hermana es bulímica. Pero Katja sabe cosas que a Stella no le gustaría que se divulguen, y pactan un extorsivo silencio recíproco. A diferencia de Abzurdah, El hijo perfecto -traducción sin relación alguna con el relato del My Skinny Sister (Mi hermana flaca) original- muestra el deterioro de la protagonista sin concesiones, marcando además las consecuencias para el núcleo familiar. Es cierto que por momentos Lenken parece ensañarse demasiado con la desgracia de sus personajes, pero también que construye un film que nunca los juzga e interpela al espectador con herramientas puramente cinematográficas, dándole la oportunidad de que sea él y no la película la encargada de sacar las conclusiones.
Más que film, un producto de diseño. Los rodajes de la era digital no son tales. Al fin y al cabo, el proceso de captación de imágenes y sonidos de los nuevos dispositivos no incluye nada que ruede: ni rollos de cinta, ni manivelas, ni cabezales. Pero el cine, tan volátil y fugaz en sus corrientes artísticas, está menos preocupado por esa correspondencia entre definiciones y hechos, y al acto de filmar se le sigue llamando rodaje. Para Alicia a través del espejo no sólo no rodó nada, sino que quizá podría haberse hecho sin siquiera algo parecido a un rodaje: da la sensación que el peor producto de la factoría Disney en años se terminó mucho, muchísimo antes del ingreso de actores y técnicos al set. Incluso James Bobin, el mismo (o al menos eso aseguran las fichas técnicas) de Los Muppets, podría haber sido acreditado como diseñador en lugar de director y nadie haría demasiado escándalo. Quizá el único aporte del film –que, para mantener la línea del purismo lingüista, tampoco debería llamarse así– a la historia del cine sea justamente ése, el de evidenciar hasta qué punto puede prescindirse de un director a la hora de hacer una película. Ya sin Tim Burton en la silla plegable pero con gran parte del equipo técnico y actoral de la primera entrega, Alicia a través del espejo es un eslabón recargado de la era multitarget que atraviesa Hollywood. Era en la que priman los traumas familiares como explicación única de cualquier conflicto y en la que todo –dirección y elección del casting, diseños visuales, música– parece alinearse bajo la voluntad de un guión de hierro, infranqueable, fosilizado y, por si fuera poco, abundante en explicaciones, no sea cosa que alguien pierda el hilo narrativo. Así se entiende que en una historia bien básica cuyo eje es el paso del tiempo y la eterna ambición del hombre de controlarlo y manipularlo –Alicia (Mia Wasikowska) debe salvar de la muerte al Sombrerero (Johnny Depp, en cada película más caricatura de sí mismo) remendando un par de situaciones familiares, obvio, en el pasado–, la palabra “tiempo” se repita no menos de cuarenta veces. Lo visual, entonces, es la somera ilustración en imágenes digitales, plásticas e imponentes pero sin vida de esos diálogos explícitos, convirtiendo a Alicia en el país de las maravillas en una auténtica obra maestra al lado de ésta. Catalogada como uno de las películas más flojas de la filmografía de Tim Burton, la menos personal, la más automática y estándar, aquélla encontraba su principal problema en que ese universo era ajeno a los parámetros habituales del realizador, ya que la adaptación del clásico de Lewis Carroll había estado a cargo, igual que aquí, de la guionista Linda Woolverton. Es cierto que allí no estaba la huella autoral de un director habituado a estampar su obra con marcas y una visión del mundo personales, pero la secuela invita a pensar que esa falla en realidad fue mérito, y que quizá su función pasaba menos por darle su impronta que por tratar de enmarcar ese universo fantástico dentro de una serie de reglas lógicas. Ahora, ya sin Burton como director, lo que hay es una película que interpreta a la fantasía como una luz verde para que pase literalmente cualquier cosa, confundiéndola con el más liso y llano arbitrio. Cosas que pasan con el cine prediseñado.
Con la dignidad de la vieja escuela Kevin Costner y Tommy Lee Jones tuvieron su época de gloria en la década de 1990. Lo mismo podría decirse del modelo narrativo que hibrida suspenso con acción y algunos tintes de thriller psicológico, y del cual Mente implacable se apropia para redondear un film que no será buenísimo, pero cumple con eficacia sus módicos objetivos. Dirigida por Ariel Vromen (The Iceman), Mente implacable, genérica traducción local del mucho más poderoso Criminal original, comienza con la persecución del agente Billy Pope (Ryan Reynolds), a quien buscan para saber dónde ocultó a un hacker conocido como El Holandés, con el que negoció protección. La situación termina con Pope muerto y la agencia timoneada por el personaje del siempre eficiente Gary Oldman al borde de perder la pista. Salvo que logren extraer información del cerebro de Pope. La idea del Doctor Franks (Tommy Lee Jones) es hacer una transferencia neuronal desde el cerebro de Pope, activo gracias a una serie de estímulos eléctricos, a uno ajeno. Pero no a cualquiera, sino a uno que cumpla con requisitos poco habituales, tal como el del preso de máxima seguridad Jericho Stewart (Costner). El resultado de la operación es a priori exitoso. El problema es que Jericho podrá ser cualquier cosa menos un hombre fácil de controlar, y decide utilizar toda esa información para beneficio propio. El film no está producido, ni guionado, ni dirigido por Luc Besson, pero tranquilamente podría pertenecer a su factoría. Es, al fin y al cabo, un film de acción básico en su premisa y directo su desarrollo, con un antihéroe atribulado por su pasado que circula por las márgenes de una ciudad europea (en este caso Londres) con todo el aparato policial detrás, movido por el sentimiento de protección a una familia. Familia que en este caso no es la propia, sino la Pope. Vromen hilvana las distintas subtramas (el derrotero de Jericho, la búsqueda del El Holandés, sus amenazas a la alteración de la geopolítica mundial) con soltura, eficacia y tensión trepidante. Ese oficio y el aplomo de un Costner liberado de la trascendencia de varios de sus personajes emblemáticos convierten a este film en un digno exponente de un cine que, aun cuando no esté en plena vigencia, todavía tiene cosas para dar.
Apocalipsis ahora La octava película de los X-Men (y cuarta dirigida por Bryan Singer) es una de las más ruidosas de toda la saga, más allá de algunos buenos momentos y de un ritmo sostenido y atrapante. Los estrenos separados por tres semanas de Capitán América: Civil War y X-Men: Apocalipsis evidencian una suerte de propiedad transitiva producida entre ambas sagas. Así, si la última entrega de Marvel es la más deliberada y directamente política de todas, con sus referencias a los daños colaterales y la idea de un estado –o, mejor dicho, un supraestado como las Nacionales Unidas– con el monopolio y control de la fuerza, la de los mutantes realiza un camino inverso licuando toda su potencia discursiva hasta convertirse en la más vacía y ruidosa (aquí se destruyen todas las ciudades que no se destruyeron en la de Marvel) de sus ocho películas. Cuarta incursión en el universo X-Men de Bryan Singer después de las dos primeras a comienzos de la década pasada y Días del futuro pasado, el film se sitúa en 1983, diez años después de la irrupción pública de los mutantes con la que culminaba el largometraje anterior. Ahora los integrantes del grupo se encuentran dispersos por el mundo -oportunidad ideal para que Apocalipsis recorra varios continentes- y en actividades disímiles: el siempre bravo Magneto, por ejemplo, formó una familia en Alemania y trabaja en una metalúrgica bajo un seudónimo. Los problemas comienzan cuando aparece En Sabah Nur, para muchos una leyenda y primer mutante de la historia, que desde hace milenios viene pasando de un cuerpo a otro con el fin de gobernar el mundo. Mientras tanto, a la escuela del Profesor Xavier llegan algunos personajes nuevos con pequeñas historias secundarias con poco peso en la totalidad del relato. La anécdota del film quedará reducida, entonces, a un típico enfrentamiento entre buenos y malos –y algunos conversos– que, claro está, alcanzará su punto máximo en el último cuarto de un metraje que roza las dos horas y media. Es cierto que, a diferencia de la intragable Batman vs Superman, esta suerte de secuela de la precuela genera interés, tiene ritmo y es, con perdón del facilismo, “entretenida”, pero también hay una gravedad, una pompa y una carencia de autoconciencia hasta ahora ausentes en esta nueva etapa de los mutantes. Como si ese referente ineludible que es El origen hubiera tomado control de toda película, los mutantes aquí pelean dentro de las mentes, sufren, hablan y explicitan sus acciones, marcando una peligrosa homogeinización en los universos de los superhéroes. ¿Podrá Escuadrón suicida cortar la racha?
El amor tiene cara de mujer Como en La vida de Adele, la última película de la realizadora Catherine Corsini aborda un romance lésbico en clave de iniciación, pero con un contexto social, político y geográfico completamente distinto. Si el cine en el siglo pasado ofreció grandes historias de amor entre varones, en los últimos años les tocó el turno a las mujeres. Y, por fortuna, han aparecido obras mayúsculas, más allá de que siempre es bueno que la diversidad sexual se exponga en la pantalla grande. La vida de Adele (2013) y Carol (2015) son dos de los casos más renombrados y cercanos en el tiempo (la última aún resiste en algunas salas). Esas dos películas comparten con Tiempo de revelaciones (Una belle saison, 2015) el encuentro entre dos mujeres, en el cual una de ellas le abre las puertas del amor lésbico a la otra. Pero esa apertura grafica algo más: la diferencia de clases, la búsqueda por el respeto a las sexualidades no heterosexuales, la lucha entre el querer y el poder. Tiempo de revelaciones comienza en el campo, hogar de Delphine (Izia Higelin), la hija de un matrimonio que se ha dedicado a las tareas rurales. Tanto su padre como su madre esperan que se case y continúe con el mandato familiar, pero eso no está entre sus planes. Porque en los momentos libres (en los momentos “de libertad”, se diría), la joven tiene encuentros con otra muchacha, que más temprano que tarde le anuncia que se la que se va a casar es ella. Estamos en los ’70, década en la que aún resuenan las revueltas del Mayo Francés. Esos ecos no llegan al pueblo, aunque sí persisten en París, ciudad en la que Delphine finalmente se muda. Allí conoce de forma casual a Carole (Cecile De France, validando su rol de gran actriz, además de ser una estrella internacional), una profesora de castellano que integra un grupo de feministas. El flechazo es instantáneo (para la primera). Aunque una vez que ocurre un contacto íntimo entre ambas, Carole caerá rendida a sus pies. Corsini, también co-guionista, propone una puesta en escena austera, cercana a sus personajes, que sigue el derrotero amoroso; desde las calles y tumultos parisinos hasta el campo, una vez que por razones familiares Delphine deba volver. Claro que ya no lo hará sola, y entonces la película se vuelve inevitablemente obvia a la hora de mostrar las dicotomías entre la vida libertaria –promovida por la “amiga” que viene desde la ciudad- y el conservadurismo de la sociedad campesina. Allí en donde La vida de Adele se consagraba como el motor de seducción del personaje y de la película en general, aquí queda todo estancado en la decisión de la pareja de romper o no, de quedarse o retornar a la ciudad. Lo que Abdellatif Kechiche conseguía era amalgamar las acciones con la el drama interno de Adele, a tal punto de sostener su agobio y desmesura amorosa sin caer en la redundancia o el tedio. Y por más de dos horas, lo que no es poca cosa. Tiempo de revelaciones tiene un arco dramático más simple, aunque no menos potente. Lo más interesante del film radica más en la mirada de la “instructora” que de la “instruida”, porque lo que está en foco es el límite que la amante se auto-impone, por más que el mundo ya haya dado señales de cambio y las puertas de ese mundo estén cada vez más abiertas.
Cómo saltar del celular a la pantalla. Es una de las aplicaciones más exitosas de la breve historia del entretenimiento en teléfonos celulares, punta de lanza para la era de la pantalla táctil. Y, curiosamente, su paso al cine da por resultado una película muy disfrutable. Había muchas razones para que Hollywood apuntara su mira a Angry Birds. Corrección: muchas no, más bien muchísimas. Miles de millones, para ser un poco menos imprecisos. Esa es la cifra de usuarios que descargaron alguna de las decenas de versiones, entre actualizaciones, ediciones especiales y spin-offs de este juego para dispositivos móviles creado en 2009 por la empresa finlandesa Rovio Entertainment, y cuyo crecimiento exponencial lo convirtió en un ícono del inicio de la era de los celulares con pantalla táctil. No por nada se trata de una de las aplicaciones más consumidas de la brevísima historia de esta tecnología. La dinámica del juego es básica: a la izquierda del escenario hay una gomera y a la derecha, una comunidad de cerditos verdes en la que yacen unos huevos robados que el usuario deberá recuperar arrojando una serie de pájaros con distintas características. Dirigida a cuatro manos por Clay Kaytis, criado artísticamente en el departamento de animación de Disney, y Fergal Reilly, uno de los veteranos del área de arte y diseño de Sony, el salto a la pantalla grande pospone la replicación de esa batalla hasta bien entrado el metraje, utilizándolo como clímax narrativo antes que como su razón de ser sin que esto implique no apropiarse del término “enojo” para convertirlo en el hilo del relato. Estos bicharracos multicolores y enojados no vuelan, pero la película sí. Y lo hace desde su comienzo: la escena inicial lo tiene al cardenal Red (voz de Jason Sudeikis en el doblaje original) corriendo y sorteando las mil y un peripecias para llegar en tiempo y forma a su trabajo como animador de cumpleaños. El desplazamiento geográfico veloz, el humor físico cortito y al pie ilustrado en esos golpes con cuanto objeto exista, herencia del cartoon más clásico, y el traslado de un paquete celado con obstinada perseverancia remiten a la ardilla y la bellota que operan como leitmotiv de La era del hielo. Hasta allí llegan las referencias a la saga glacial –que, dicho sea de paso, anuncia su quinta entrega para estas vacaciones de invierno–, ya que después de los créditos iniciales, a sabiendas de la escasa materia base concedida por el juego, Angry Birds expande ese universo desandando el camino de la invención y la originalidad audiovisual que, desde Lluvia de hamburguesas en adelante, se convirtió en marca de agua de la división de animación de Sony. La decisión es efectiva: Red es obligado a ir a un curso de manejo de ira –el enojo, se dijo, como hilo narrativo– en el que conocerá a Bomb, un cuervo que canaliza sus malestares literalmente explotando por los aires, y al veloz canario amarillo Chuck, que está ahí más que nada para socializar. Son, al fin de cuentas, un trío de auténticos descastados y perdedores. Como en gran parte de la Nueva Comedia Americana: no por nada Bill Hader, Maya Rudolph, Danny McBride y Josh Gad figuran en el elenco vocal. Angry Birds recién empezará a parecerse al juego cuando llegue a la isla una comitiva de chanchos verde flúo. Chanchos que, de tener tres ojos, serían algo así como una versión porcina de los marcianitos de Toy Story. La comunidad acepta a los visitantes con hospitalidad y alegría. Salvo Red, que desconfía de ellos. Hasta que las verdaderas intenciones de su arribo se conozcan y, con eso, arranque la revoleada de pájaros. Menos volcado a la moraleja que al slapstick y más cerca de la explosividad que de la blancura de un producto infantil, Angry Birds perderá algunos puntitos en sus últimos minutos, cuando una pátina de sentimentalismo rompa con el tono de un relato que, en sus mejores momentos, es tanto o más explosivo que Bomb.
El problema de esconder la subjetividad Se sabe, pero siempre es pertinente recordarlo: en el cine en general y el documental en particular, la objetividad no existe. Igual que en el periodismo, siempre, incluso cuando se procure ampararse en la independencia y la profesionalidad, hay un punto de vista, un peñón construido sobre la base de la subjetividad del propio director desde el cual observa y filma. Nada malo, entonces, con que una película evidencie desde dónde habla. El problema es cuando se intenta que esa posición no se devele mediante la articulación de imágenes y sonidos sino al revés. Esto es, cuando se piensa qué se quiere decir y se limita a buscar fuentes que lo validen, como si el procedimiento de hacer una película fuera similar al de una tesis de grado. Palestinos go home es un ejemplo cabal de ese tipo de cine que desecha de raíz su potencial como vehículo para la reflexión para alinearse al modelo que lo concibe como un canal comunicativo de sentencias, una forma panfletaria y grosera de señalar con el índice quiénes actúan bien y quiénes no, quiénes son víctimas y victimarios. Nobleza obliga, debe reconocerse que el conflicto entre Israel y Palestina es un tema cuanto menos complejísimo. Y cuanto más, inabarcable. Esto por las consecuencias presentes, pero sobre todo por los factores e intereses culturales, históricos, sociales, políticos, religiosos y económicos que vienen enracimándose desde hace ya setenta años. Los realizadores Silvia Maturana y Pablo Navarro Espejo parecen conscientes de lo anterior, y por eso eligen centrarse únicamente en la comunidad palestina argentina y chilena, esta última la más grande de toda la región, según se lee en la información de prensa. Las voces cantantes son la de una joven que descubre que su abuela paterna provino de Palestina y la de la presidenta de la Federación de Entidades Argentino-Palestinas, Tilda Rabi. Ambas hablan sobre las penurias propias o familiares con descendientes y víctimas de la diáspora. Tiene su lógica, entonces, que entre ellos sobrevuele un odio visceral hacia el sionismo e incluso hacia todo lo que provenga del credo de la Estrella de David. Maturana-Navarro no van un poco más allá. La voluntad crítica rige todas y cada una de las decisiones del relato, convirtiéndose así en su único motor. Relato que en realidad no es tal: las entrevistas clausuradas con cortes de montaje más abruptos que los de una publicidad y los saltos geográficos y temáticos (de Chile a un grupo de chicos pro-palestinos que aprovechan una invitación a Israel solventada por ese país para mostrar las protestas en Jerusalén, y de allí de vuelta a Chile, como si nada hubiera pasado) regidos por el arbitrio confabulan contra cualquier intento de construcción dramática y climática. Así, los testimonios forman un todo casi uniforme, a excepción del de ese hombre que llora cuando recuerda una vida que ya no es. La cámara, entonces, decide golpear bien abajo del cinturón acercándose a su rostro enrojecido, confirmando que las sutilezas –ideológicas, formales, temáticas– habrá que buscarlas en otra sala.