En busca del amor y la redención Reconocido dramaturgo con más de 50 obras en su haber, varias de ellas traducidas a más de 30 idiomas, según asegura la biblia cinéfila Imdb.com, Israel Horovitz debuta en la realización de largometrajes sin olvidar sus orígenes artísticos. Esto no sólo porque Mi vieja y querida dama es la adaptación, a cargo de sí mismo, de uno de sus textos, sino sobre todo porque da la sensación que el hombre piensa en términos puramente teatrales, cayendo así en las trampas habituales del salto entre ambas disciplinas.Dialogada hasta lo expositivo, filmada casi enteramente en una única locación, siempre en plano y contraplano, y con escenas de exteriores ubicadas a intervalos regulares y menos por funcionalidad narrativa que por la necesidad de “airear” la narración y lucir la turística geografía parisina, la ópera prima del estadounidense, cuyo único antecedente como realizador se limitaba a un mediometraje de 2002 sobre la experiencia de su familia el 11-S, es uno de esos dramas adultos sofocados por la búsqueda de una corrección generalizada.Corrección en sus rubros técnicos y en las actuaciones, todas ellas tan cumplidas como previsibles, pero más que nada en su idea de poner a los personajes en un camino de redención en cuya meta espera, claro está, una enseñanza sobre las segundas oportunidades.El que va a aprender es Mathias (Kevin Kline), quien llega a París para hacerse cargo del caserón heredado de su padre. Escritor frustrado, ex alcohólico y con tres divorcios a cuestas, lo hace con la idea de venderlo por unos cuantos millones de euros, sin saber que el legado incluye a una dama inglesa bien entrada en sus noventa (Maggie Smith) que en su momento firmó un contrato por el cual puede vivir allí hasta su muerte.¿Quién es la señora? ¿Qué hay detrás de su porte galante y palaciego? Horovitz pospone las respuestas hasta bien avanzada la trama, apostando inicialmente a una comedia que entremezcla enredos, chistes de salón, chicanas, alguna humorada idiomática y, last but not least, cierto romanticismo ilustrado en la aparición de la hija de la anciana dama, Chloé (Kristin Scott Thomas), otra que también tiene que adquirir un poco más de sabiduría a la hora de manejarse por la vida sentimental.Pero sobre el Ecuador del metraje, la vertiente más densa –no por aburrimiento, sino por gramaje– toma el control del relato mediante una sucesión de largos parlamentos sobre amores, infidelidades y mentiras, desplazando el centro dramático del film al progresivo develamiento de una serie de secretos ocultos durante años, todos con su correspondiente pedido de disculpas postrero. Secretos que Mathias asimila, una y otra vez, pegándose unas buenas caminatas por las orillas del Sena, quizá la única salida para reconfigurar una vida en poco menos de dos horas.
El parecido juego de las diferencias Los números de la taquilla española de 2014 hicieron sonreír a varios. Al fin y al cabo, el que pasó fue uno de los mejores años del cine local en su historia, con 123 millones de euros recaudados y una cuota de mercado del 25,5 por ciento. El gran motor del éxito fue la comedia Ocho apellidos vascos, de Emilio Martínez Lázaro, con 56 millones de euros de recaudación (45,5% del total) y más de diez millones de espectadores. Vale preguntarse, entonces, qué tuvo esta comedia romántica para convertirse en un mega éxito sin precedentes. El asunto comienza con uno de esas situaciones sólo posibles en un guión. Rafa (Dani Rovira, ganador del Goya a Mejor Actor de Reparto) es un joven monologuista muy orgulloso de su origen andaluz que se cruza con Amaia (Clara Lago), una chica vasca que olvida su cartera después de tener sexo casual con él. Rafa, flechado por el amor, parte rumbo al País Vasco a buscarla, desatando así una serie de enredos (por allí andará el padre de ella y una ocasional compañera de viaje devenida en “madre” de él) asentados en las diferencias culturales entre ambos –su localismo es una de las posibles razones del éxito– y cuyo desenlace será el mismo que diez de cada diez lectores supondrá. Costumbrista hasta lo grotesco, gritona, trillada, simplona y amena, Ocho apellidos vascos es un palo y a la bolsa industrial, un ejercicio de género predecible pero amable construido sobre coordenadas precisas y fácilmente empáticas para aquellos adentrados en la cultura ibérica y cuyos resultados artísticos apenas rayan lo discreto. La taquilla, entonces, es otra historia. Y la secuela, claro, ya está en marcha.
Ese viejo cine “para toda la familia” Estrenada hace exactamente un año, Socios por accidente encontraba algo parecido a una virtud en no ser el bochorno que hubiera podido esperarse. Esto gracias al profesionalismo y la firme convicción de sus directores, Fabián Forte y Nicanor Loreti, ambos hijos dilectos del Festival Buenos Rojo Sangre y reconocidos en el ámbito más indie del cine de género local, de no confundir encargo y obligación con desgano y pereza. En esta segunda parte, ni siquiera el oficio de la dupla es suficiente para salvaguardar la integridad de un film cuyo guión nació feo, carente de timing, apolillado, anclado en ese cine argentino “para toda la familia” de los ’80 y ’90 que delegaba la responsabilidad de su éxito artístico en las espaldas del “comediante” de turno (Guillermo Francella, en nueve de cada diez casos), su capacidad de empatía con el público y la popularidad generalmente otorgada por su amplia rotación en la pantalla chica. El último entrecomillado no responde a un menosprecio al protagonista de Extermineitors, Un argentino en Nueva York y Papá es un ídolo. Sí a que ese rol sea ocupado otra vez por un monstruo bicéfalo con los rostros de los inefables José María Listorti y Pedro “Peter” Alfonso, quienes vuelven a ponerse en la piel de un traductor ruso y un agente de Interpol ahora para salvaguardar la integridad del mandatario de las tierras de Putin ante un inminente atentado durante su visita a la provincia de... ¡La Rioja!Socios por accidente 2 acrecienta la raigambre televisiva de su antecesora valiéndose no sólo de un desarrollo planísimo y reglamentario, sino también de varios exponentes del conglomerado audiovisual de Marcelo Tinelli (Campi, Paula Chaves y Anita Martínez) para cederles cameos o roles secundarios con el fin de que se “luzcan”. Obviamente no lo hacen, pero al menos comprueban que para erigirse como ejes cómicos les falta un largo, larguísimo trecho, aun cuando puedan ser buenos haciendo imitaciones, animando algún magazine vespertino o bailando/ patinando/ cantando por un sueño. Incluso Listorti no tiene pruritos en reservarse espacio para un número musical gratuito, inexplicable y digno de la pista de baile de Showmatch, cuya inclusión se entiende sólo si se tiene en cuenta que él es uno de los productores y, por ende, amo y señor del proceso creativo detrás de una película concebida única y deliberadamente con fines recaudatorios. Lo cual no tendría nada malo, salvo cuando, como en este caso, se nota demasiado.
Para saber lo que es la soledad Nelson (Enrique Bastos) es el reputado trompetista de la banda de la Fuerza Aérea Uruguaya, pero en realidad quiere otra cosa: su sueño es cantar temas propios, sacarse el corsé de los clásicos militares. Ese es el punto de partida de Solo, uruguayísima, en el sentido más artístico del término, ópera prima de Guillermo Rocamora que, después de girar durante algunos festivales en los últimos años, alcanza su estreno comercial esta semana en un par de salas porteñas. Filmada cuatro años atrás, Solo acompaña a Nelson en su monótona, solitaria vida diaria, limitada al cuidado de su madre enferma (Marilú Marini) y a una suerte de relación amorosa con su enfermera después de ser dejado por su mujer (Claudia Cantero). El factor sorpresa llega cuando se inscribe en un concurso para canciones inéditas, acercándose así a la posibilidad de llegar a su meta, al tiempo que en su trabajo le ofrecen un viaje a la Antártida que difícilmente pueda rechazar. Rocamora construye una ópera prima atravesada por ese tono entre tristón y melancólico que campea en gran parte de la producción proveniente del otro lado del Río de la Plata sin caer en la solemnidad, convirtiéndola en una suerte de derivación de Historias mínimas, de Carlos Sorín. Sin embargo, son justamente esa amabilidad y pequeñez las que a la larga terminan configurando cierta sensación de estiramiento, de deriva narrativa, como si la película flotara sin arriesgarse a llegar a donde sabe –y quiere– hacerlo.
El no tan discreto desencanto de la burguesía Película incómoda y rupturista dentro de la filmografía del creador de Vikingo, Fango y Vil romance, Placer y martirio, con su profundo quiebre temático (abandona a los marginales del conurbano bonaerense para adentrarse en las miserias, perversiones y excesos de la clase alta porteña), fue duramente atacada por amplios sectores de la crítica tras su estreno en el último BAFICI, donde de todas formas Campusano ganó el premio a Mejor Director de la Competencia Argentina. Aquí una apasionada defensa de esta experiencia -en más de un sentido- extrema. Una pregunta sobrevoló el hall del Village Recoleta durante gran parte de la tarde/noche del martes 21 de abril pasado, poco después de su estreno en el BAFICI: ¿Qué quiso hacer Campusano en Placer y martirio? La cuestión es a todas luces impertinente: el cine no es una cuestión de intenciones, sino de resultados concretos con forma de imágenes y sonidos plasmados sobre la pantalla. Así, entonces, importa menos qué quiso hacer sino qué hizo. No es ninguna novedad señalar que Campusano se erigió como una figura disruptiva en medio de un cine argentino apolíneo, lacónico, siempre adepto a la pulcritud de la forma y a los pesares de la clase media, media/alta o alta. Vil romance quebró la tendencia centrándose en personajes fronterizos a los que comprendía y entendía, y adaptando la forma al mundo retratado. El resultado fue un cine desprolijo, urgente, rústico y sucio pero de una fortaleza, vigorosidad y realismo impactantes. La tendencia cambió en El Perro Molina. Los personajes eran similares, pero la elevación de la media técnica (allí estaban los planos con grúas como síntoma) generaba un ruido producto de una discordancia entre el qué y el cómo. Placer y martirio es el segundo eslabón en la nueva búsqueda de Campusano, quien vuelve a recurrir a la prolijidad pero ahora aplicándola a un mundo que la corresponde como el dela clase alta porteña, con toda su propensión a la cáscara, lo gélido y lo despersonalizado. La primera aproximación del director de Vikingo a lo desconocido es de índole social, pero hay otra aún más radical como la genérica, ya que por primera vez en toda su filmografía el peso narrativo recae sobre las mujeres (aunque el control y la cordura seguirán estando en manos de ellos). La protagonista es Delfina, una MILF con plata, familia y auto, pero amante de la fiesta (en el sentido más sexual del término), insatisfecha y bastante aburrida. Ella conoce a Kamil, un empresario cuyos negocios permanecen en un acertado fuera de campo (aquí, se dijo, importa el exitismo de lo que se ve) y cuyo machismo, egolatría y soberbia dignas de un Christian Grey tercermundista (Fernanda Múgica, colega de La Nación, dixit) configuran el puntapié para la atracción y la consecuente obsesión de la señora. Que Kamil se ufane de su educación en “Medio Oriente” y corrección naturaliza uno de los factores hasta ahora más disonantes del universo Campusano como la verba recargada, con toda la predilección a los oralmente perimidos verbos compuestos como símbolo máximo. En Placer y martirio, entonces, es consecuente a un universo en el que se confunde educación con barroquismo, prosa con caballerosidad. Lo mismo ocurre con las actuaciones. Muchos dirán que está “mal actuada”, pero la incomodidad e inconsistencia del elenco se corresponde a una idea troncal de hombres y mujeres que son en tanto actúan para el entorno, con toda la incomodidad ante las presiones sociales de pertenencia y el temor al qué dirán. Kamil somete a Delfina a los mil y un avatares, relegándola siempre a un lejano segundo lugar sin que ella quiera reconocerlo. Campusano jamás juzga a su criatura, sino que, por el contrario, muestra un manto de piedad. ¿Cómo lo hace? Acompañándola, mostrando su soledad y ensimismamiento sin burlarse de ella. La mirada ajena del director se traduce en la de sus seres queridos, generando una fricción que dispara, por si fuera poco, grandes momentos de comedia. Campusano, renovado y renovador, lo hizo de nuevo.
Un viaje hacia las cosmogonías africanas Por Ezequiel BoettiNo es un buen síntoma que lo más interesante que se pueda decir de Los dioses de agua haya ocurrido detrás de cámara y no delante. Esto porque se trata de la primera coproducción entre la Argentina y Angola, surgida a raíz de la misión comercial a aquel país que encabezó la presidenta Cristina Fernández en mayo de 2012, a lo que luego se le sumó Etiopía. Suena lógico que el encargado de llevar adelante esta experiencia sea Pablo César, quien ya había rodado cuatro films en Africa. Su opus nueve vuelve a incurrir en las temáticas predilectas del director (las diferentes cosmologías, los mitos, las culturas foráneas y ajenas) mediante la historia de un antropólogo (Juan Palomino) que se embarca en un viaje hacia los orígenes del hombre –y del continente negro, claro– como destino.Filmada en 35 mm y con lentes anamórficos que intentan aprehender la majestuosidad geográfica, el nuevo trabajo del director de Equinoccio, el jardín de las rosas (1991), Fuego gris (1993), Unicornio, el jardín de las frutas (1996) y Afrodita, el jardín de los perfumes (1998) marca de entrada que Hermes (Palomino) es un apasionado por las culturas antiguas cuando lo presente investigando el diseño de los tejidos de la comunidad Qom. La escena, además, sirve de excusa para incluir a la cantante de Tonolec, Charo Bogarín, que más tarde se convertirá en protagonista de una obra de teatro. Porque Hermes, además de hombre de las ciencias sociales, es dramaturgo y se apresta a debutar como director con un texto inspirado, claro está, en su área de interés, en este caso un mito del pueblo dogón, de Mali, que plantea que el nacimiento del hombre es consecuencia de un experimento extraterrestre.La coproducción meterá la cola sometiendo la trama a los requerimientos contractuales tripartitos y empujando a escena a un estudiante angoleño que llega a Buenos Aires para completar sus estudios académicos y al que podría quitarse sin que altere en lo más mínimo el resultado final del film. Lo mismo que a Bogarín, que después de un número de baile se esfuma sin dejar rastro. Los elementos forzados seguirán con el arribo de otro antropólogo retirado y enfermo (Boy Olmi, con respirador artificial y tos, mucha tos) que, alertado de las investigaciones de Hermes, lo invitará a la casa para un par de largas charlas que operan como introducción para principiantes a la cosmología africana y puntapié para el anhelado viaje al otro lado del Atlántico. Un viaje entre metafísico y surrealista, como la película entera.
Para huir corriendo Vista aquí en el Bafici 2006, The Aristocrats mostró que era posible hacer una película en derredor de un único chiste contado mil veces durante una hora y media. No se dirá aquí cuál era su metodología, pero sí que el film está en Internet y con subtítulos en español para aquellos dispuestos a descubrirlo. Lo pertinente es que para hacerlo apostaba al conocimiento y el manejo del timing, a la originalidad, la convicción, la sorpresa y la autoconciencia de su previsibilidad, todas virtudes evitadas con involuntario esmero por esta comedia del montón, bautizada aquí con el impresentable título de Dos locas en fuga. Dirigido por Anne Fletcher (Step up - Camino a la fama, La propuesta, 27 bodas), el film elimina con llamativa desidia sus potenciales centros de gravitación cómica hasta quedarse únicamente con las tetas –enormes, por cierto– de la colombiana Sofía Vergara y la estatura –ínfima, por cierto– de esa otrora buena comediante llamada Reese Witherspoon.Ellas son las dos locas del título, aunque en realidad de locas tienen poco y nada. Tienen, en cambio, una pulsión insalubre por el griterío, la pose y la gesticulación exagerada, que alcanza su pico máximo en un supuesto clímax, cuyo único mérito es la brevedad. Menos de noventa minutos le demanda a esa policía algo torpe pero con una voluntad de hierro, marginada a un trabajo de oficina después de un operativo mal resuelto (Witherspoon), desbaratar el plan del capo de un cartel colombiano acusado de un centenar de crímenes. Durante ese período, debe hacerse cargo del contador del grupo, quien hizo la gran Borocotó y ahora se apresta a testimoniar contra su ex jefe. Pero cuando un par de sicarios transformen su cuerpo en un colador, ella y la flamante viuda (Vergara) estarán obligadas a recorrer Texas con un convoy de mercenarios y policías corruptos persiguiéndolas.Desde 48 horas y la saga Arma mortal hasta la gran Policías de repuesto, las buddy movies supieron ser cosa de hombres. Pero un par de años atrás Paul Feig subvirtió la cuestión cuando en Chicas armadas y peligrosas compuso una pareja despareja con dos mujeres. Sobre ese molde parte el film de Fletcher para terminar cayendo por el propio peso de sus de por sí escasas ambiciones. Lo que hay, entonces, son dos chicas todo el tiempo a los gritos, una persecución mal filmada y no mucho más hasta llegar a la siempre despreciable redención final.
Una película para quedarse a vivir El director de la injustamente olvidada Letra y música vuelve ahora su mirada sobre el mundo del cine para crear una comedia romántica sofisticada, inteligente, segura de sí misma y conocedora de la mejor tradición del género. El proceso creativo detrás de la confección de una película es una buena excusa para reflexionar sobre el paso del tiempo, los sentimientos, la viabilidad de una segunda oportunidad y, sobre todo, el cine. Claro que hay formas y formas: la primera es a la manera de, por ejemplo, Cae la noche en Bucarest, o sea, tirándole por la cabeza al espectador una serie de máximas hipócritamente elegíacas y melancólicas (su lanzamiento en gran parte del mundo fue gracias al digital del que tanto reniega) como para que le quede bien clarito que la disciplina de la pantalla grande ya no es lo que era, que murió con el fílmico. La otra es apropiarse de ese proceso para entenderlo, ejercitarlo, expandirlo, mostrarlo más vivo que nunca. En esa línea se inscribe Escribiendo de amor y sus comentarios sobre sí misma bordados a su premisa argumental con precisión de orfebre, hermanando hipótesis y validación en un plano similar. Si a eso se le suma que es graciosísima sin ser canchera, inocente pero no ingenua, sofisticada, inteligente, segura de sí misma y conocedora de la mejor tradición de la comedia romántica, queda claro que se está ante uno de los mejores exponentes del género de los últimos años, quizás décadas.El título del montón elegido para el lanzamiento local le hace nulos honores al mucho más preciso The Rewrite. Al fin y al cabo, reescribir –su vida y su trabajo– es lo que debe hacer Keith Michaels, enésimo hombre desajustado y algo incómodo de ese especialista del desajuste y la incomodidad que es Hugh Grant. Aquel otrora reputado guionista y ganador de un Oscar devino en el one-hit-wonder que hoy fatiga estudios y oficinas de Hollywood con el único objetivo de recuperar el prestigio, mientras se resiste a escribir la secuela de su único éxito. Una oferta poco tentadora para dar un curso en una facultad pública cercana a Nueva York asoma como refugio mientras pase el temblor creativo. Gran parte de esta información de su situación personal es presentada, como en toda buena película, a través de acciones, pero también mediante el propio universo audiovisual. Que el espectador se entere del pasado familiar de Michaels cuando éste refresque en YouTube el discurso de agradecimiento del premio de la Academia marca que la de Marc Lawrence es mucho más que una película “sobre el cine”: es una hecha por y desde él, que lo usa como principio, medio y fin de la historia convirtiéndolo en elemento constitutivo de los personajes y herramienta fundacional y fundamental para su desarrollo.Ya los dos minutos y medio del videoclip PoP! Goes My Heart (se recomienda fervorosamente su googleo) que servían de apertura para Letra y música mostraban que Lawrence –sin parentesco con su colega Francis ni mucho menos con la actriz Jennifer– es capaz de mimetizarse con estilos y estéticas pasadas, casi caídas en desuso, con un conocimiento inhabitual en los realizadores contemporáneos. Aquí vuelve a despacharse con un ejercicio felizmente demodé, recuperando la inocencia y humanismo perimidos en plena era del espectáculo digital, además del filo, la justeza y la velocidad de los diálogos de la clásica screwball comedy. Ver sino los fogonazos dialécticos dignos de Clark Gable y Claudette Colbert en Lo que sucedió aquella noche entre Michaels y Holly, una alumna entrada en años interpretada por esa estrella que nunca llegó a ser llamada Marisa Tomei, espléndida y rozagante a sus cincuenta años.Estudiante de psicología, madre de dos hijas y con un optimismo a prueba de todo, ella será, claro, el interés romántico de un hombre al que durante casi dos horas le pasan muchas cosas –buenas y malas, felices y no tanto– que lo condicionan, lo marcan, lo conducen. A él y a la película, ya que Lawrence sabe que –como dice Michaels en una de las clases– son ellos, los personajes, los encargados de llevar la trama y no al revés. La presencia de secundarios notables y con vida propia más allá de su carácter funcional (J. K. Simmons merece como mínimo otro Oscar por este jefe de cátedra, veterano de guerra y padre de familia capaz de emocionarse con solo hablar de sus hijas) terminan por convertir a Escribiendo de amor en una de esas películas en las que dan ganas quedarse a vivir.
Mi pasado me condena La escritora norteamericana Gillian Flynn adquirió fama en el mundo del cine gracias a la adaptación de su tercer libro, Gone Girl / Perdida, realizada el año pasado por David Fincher. Ahora su nombre vuelve a sonar por el estreno de Lugares oscuros, basada en este caso en su segundo trabajo, que salta a la pantalla grande convertido en un thriller tan convencional como eficaz. La protagonista es Libby Day (Charlize Theron, hermosa aunque se empeñe en afearse), sobreviviente de una masacre en la que asesinaron a su madre y dos hermanas, que hasta el presente vivió gracias a donaciones de terceros. Pero el dinero se está acabando, y la propuesta del líder de un particular grupo de fanáticos de los casos policiales de recordar para ellos los pormenores del suceso a cambio de unos billetes es por demás tentadora. Libby partirá rumbo al reencuentro con aquel pasado visitando a su hermano (Corey Stoll), preso a raíz del crimen, quien de repente se declara inocente, obligándola a escarbar aún más profundo en los sucesos de aquella fatídica noche. El director y guionista Gilles Paquet-Brenner construye con paciencia un relato que alterna entre el presente y el pasado, mostrando en este último una serie de escenarios sureños dignos de la primera temporada de True Detective y poblado por personajes con un estado de alteración solapado pero latente, todos ellos atribulados por sus situaciones personales: la madre (Christina Hendricks, la Joan de Mad Men) libra una batalla diaria para mantener a su familia mientras se ahoga en deudas, el hermano es acusado de abuso sexual en el colegio y su noviecita embarazada (Chloë Grace Moretz) coquetea con el satanismo. No hace falta haber visto demasiados films de este estilo para presuponer que más pronto que tarde ambos relatos confluirán en el develamiento del misterio inicial. Thriller que oscila entre la sordidez y el policial más clásico, Lugares oscuros resulta amena, noble y atrapante. Si el resultado final no es del todo convincente se debe a ciertos subrayados en los paralelismos temporales, además de una serie de casualidades demasiado forzadas.
Problemas de la adolescencia Lejos del disfrute efímero propuesto por la mayoría de los tanques de Hollywood, Intensa-mente deja un retrogusto de muchos matices destinado a acrecentarse con el paso del tiempo, algo que sólo los buenos vinos y las buenas películas pueden generar. En la entrevista publicada el último domingo en este diario, Pete Docter dijo que “siempre hay que buscar la experiencia humana real”. La definición venía a cuento de un pedido de este cronista para que diera detalles del proceso creativo de Intensa-mente, su opus tres como realizador después de Monsters, Inc. y Up, una aventura de altura, pero un repaso muestra que en esa frase se cifra el concepto que elevó a Pixar hasta el infinito y más allá del cine de animación. Al fin y al cabo, sus films pueden hablar de autos, peces, monstruos, bichos o juguetes, situarse en universos enteramente imaginados u otros de indudable cercanía con el espectador, pero siempre portan un núcleo humanista que universaliza sus temas predilectos: los sentimientos, la familia, la amistad, las responsabilidades implicadas en el crecimiento, las formas posibles para lidiar con los dolores de un pasado reciente. Esto al menos hasta que su pase a la órbita Disney, en 2006, empezó a pasar factura empujando a John Lasseter y sus secuaces a la tentación de historias trilladas y facilistas, con Cars 2 como máximo exponente. En este contexto, la primera buena noticia de Intensa-mente es el regreso con gloria del estudio del velador saltarín a su senda temática, ética y estética de antaño, revalidando con creces la máxima creativa del coguionista de las primeras dos Toy Story.En esa misma entrevista, Docter recordó que la idea surgió mientras observaba los cambios emocionales de su hija durante el paso de la infancia a la pubertad. Tiene lógica que, al igual que Toy Story y Up, el devenir irrefrenable del tiempo sea aquí el tema central, y la melancolía y la tristeza, los tonos que atraviesan de punta a punta el metraje. Melancolía y tristeza es lo que siente el alter ego ficcional de la señorita Docter, Riley, cuando su familia decide mudarse a la costa oeste de Estados Unidos, obligándola a dejar atrás su ciudad natal y, con ella, los rezagos de una niñez empecinada en no irse. A partir de esa anécdota, Intensa-mente muestra el funcionamiento del comando central de su mente y la interacción de las emociones internas lideradas por Alegría (voz original de la comediante Amy Poehler) y encargadas de determinar el comportamiento diario de la pequeña que está dejando de serlo. Como bien señaló Manuel Yáñez Murillo en su crítica para Otroscines.com, en el film de Docter y compañía hay una reivindicación velada del “valor de la tristeza en el universo de la infancia” casi subversiva, contrapuesta al canon seguido por la mayoría del cine infantil.Claro que quizás Intensa-mente no sea una película infantil. O al menos no sólo eso: Docter y el codirector Ronaldo Del Carmen confían en la inteligencia de sus públicos mirándolos siempre de frente, construyendo una historia que avanza a una velocidad apabullante, disparando chistes de buenos para arriba y prestándose con elegancia a diferentes claves de lectura sin que esto implique guiños cancheros para los adultos ni mucho menos la reducción de los chicos a meros devoradores de pochoclos. Docter y sus animadores ofrecen, en cambio, un film donde la lógica anárquica del subconsciente es traducida en un universo visual felizmente caótico y construido sobre la base de caudal de ideas por minuto inconmensurable, mostrando que tecnología –y el 3D– aún puede ser una herramienta al servicio de la imaginación visual antes que un fin en sí mismo. Lejos del disfrute espectacular y efímero propuesto por la mayoría de los tanques de Hollywood (inténtese recordar Avengers 2 o Jurassic World una semana después de verlas y se validará lo antedicho), Intensa-mente deja un retrogusto de múltiples matices y sabores destinado a acrecentarse con el paso del tiempo, algo que sólo los buenos vinos y las buenas películas pueden generar.