La muy floja El día que me amen (2003) marcó el último intento de probarse en el terreno dramático para Adrián Suar, quien a partir de ahí se dio cuenta de que lo suyo era la comedia, un género donde ejecuta un mismo personaje que salta de película en película. Bien dirigido y guionado, Suar es eficaz y empático, como demuestran Un novio para mi mujer (2008), Igualita a mí (2010) y Dos más dos (2012). Caso contrario, ocurren cosas como El fútbol o yo (2017) o la abominable Corazón loco (2020). Dirigida por él mismo, 30 noches con mi ex se ubica, felizmente, muy lejos de las dos últimas, aunque tiene un problema hasta ahora ausente en sus películas: más allá de la similitud entre todos sus proyectos, con su impronta costumbrista ABC1 volviéndose cada vez más notoria, Suar sabía jugar en equipo poniéndose al servicio del relato y de la eficiencia cómica del conjunto. No por nada uno de los personajes más recordados de las comedias nacionales contemporáneas sea la “Tana” Ferro de Valeria Bertuccelli en Un novio para mi mujer. Aquí, en cambio, todo está pensado en derredor de él. Incluso el punto de vista le pertenece a su personaje, apodado el Turbo, aun cuando el auténtico centro gravitacional de la película sea Pilar Gamboa, que interpreta a la ex aludida en el título. Ella se llama Andrea, hace seis años que se separó de Turbo y tres que no se ven. Por esa razón se sorprende ante el pedido del médico que la atiende en el psiquiátrico –que parece un resort– donde pasó un tiempo internada: dado que Andrea necesita contención de un entorno cercano, la idea es que pase un mes viviendo con él y la hija de ambos para adaptarse a la vida fuera del nosocomio. La situación, desde ya, no será sencilla, pues si lo fuera no habría película. Andrea es un remolino incontrolable, una sucesión de torpezas que molestan a Turbo y en especial a sus vecinos, una pareja a cargo de los desaprovechados Jorge Suárez y Elisa Carricajo. Entre karaokes de madrugada o un incendio en el edificio en el que, sin embargo, cenan esa misma noche, se agradece que estas situaciones sean retratadas sin superioridad moral, como si Suar comprendiera que reírse “de” un paciente psiquiátrico es un acto de dudoso buen gusto. Lo cierto es que Turbo parece sufrir más que la propia Andrea. Recién en los últimos minutos Suar se corre del centro y parece ocurrírsele la idea de que quizás ella se sienta mucho peor que él, que todo ese caos es consecuencia de algo que Andrea no puede o no sabe cómo controlar. Una imposibilidad que Gamboa transmite con partes iguales de fragilidad y tensión, como si fuera animal herido que habla a través de sus ojazos redondos.
Hay un dato clave para entender la lógica que mueve los hilos de Lunáticos. Su director es Martín Salinas, quien había tenido su última vez en la silla plegable en 2012 con la comedia policial Ni un hombre más. Pero donde más experiencia tiene el realizador es en la escritura de guiones tanto para producciones mexicanas como nacionales, entre ellas varios episodios de Tiempo final. Algunas de las historias creadas para la serie de unitarios sirven de materia prima para esta coproducción entre la Argentina, México y Uruguay. La acción de esta película coral arranca con el presidente de Estados Unidos tuiteando una decisión que desata un cataclismo económico planetario. Mientras los medios dedican largas horas a rumores y análisis sin perspectiva alguna, varios personajes de Buenos Aires, México y Montevideo entrecruzan sus destinos a raíz de la mala nueva llegada desde el Norte. Las historias son tres y están atravesadas por una apuesta a la negrura para retratar con una mirada irónica las miserias del mundo moderno y globalizado. Allí están un porteño que entra a un estudio de televisión con un chaleco bomba mientras entrevistan al político que supuestamente lo estafó, un mexicano al borde del suicidio cuya suerte cambiará ante la llegada da una mujer y un psiquiatra montevideano intentando solucionar sus cuestiones financieras mientras del psiquiátrico donde trabaja se escapa uno de los pacientes más peligrosos. Las resonancias de la actualidad no impiden que la película, como casi todas las que apelan al formato coral, sea un tanto irregular, con un par de historias más y mejor desarrolladas y una (la mexicana, cuya inclusión se debe a cuestiones de coproducción) que suena forzada. Igual de forzado que el acento de varios actores argentinos haciendo de uruguayos. El resultado es un film obvio en su mensaje crítico que intenta hacer comedia utilizando como base las angustias cotidianas. Una loable intención que, sin embargo, no termina de materializarse en la pantalla.
“El tren tiene 10 vagones de clase Turista y seis de Primera. Y recuerda: en cada estación para un minuto”, le dice la voz anónima de una mujer a quien ella apoda “Catarina”. Pero “Catarina” no es una dama, como la elección nominal haría suponer, sino un asesino a sueldo interpretado a puro desenfado por un Brad Bitt cada vez más volcado hacia papeles cargados de comicidad. Que ese desenfado se traslade al resto de la película, es otra cuestión. La misión de Pitt parece sencilla, aunque rápidamente empieza a complicarse. Ya en la primera estación no llega a bajarse. Tampoco en la segunda ni en la tercera (en una de ellas por obra y gracia del rapero puertorriqueño Bad Bunny). Lo suyo será, pues, resistir de la mejor manera posible el recorrido a bordo del tren del título entre Tokio y Kioto, en el que coinciden más de media docena de asesinos a sueldo con cuentas pendientes entre ellos y misiones individuales que, sin embargo, están muy relacionadas entre sí. Es así que, por ejemplo, dos de ellos deben cuidar al hijo de quien los contrató y llegar a destino con un maletín lleno de dinero, mientras que otro, a su vez, está mandatado para asesinar a ese hombre, al tiempo que un cuarto aspira a quedarse con el botín y un quinto, el único de origen japonés, está obligado a hacer su parte si no quiere que asesinen a su pequeño hijo internado en un hospital. Entre medio de ese berenjenal queda Pitt revoleando piñas, patadas, balas y cuando elemento se le ponga delante. El director se llama David Leitch y su antecedente más famoso es Deadpool 2. Si a la segunda aventura del superhéroe con el rostro quemado le imprimía un aire canchero y sobrador, aquí recorre caminos similares y le suma truquitos visuales y un montaje por momentos frenético que remite a la primera etapa de Guy Ritchie (la presencia de Pitt no hace más que recordar a Snatch: Cerdos y diamantes) y una violencia visceral muy en línea con las películas de acción contemporáneas sobre “hombres normales” sometidos a situaciones anormales, con la muy buena Nadie a la cabeza. Pero no solo de Ritchie bebe Tren bala, pues los diálogos entre los asesinos, que pendulan entre el absurdo y el sarcasmo, parecen sacados de una de Quentin Tarantino. Una situación que ilustra a la perfección el principal problema de esta película basada en el libro de Kōtarō Isaka: un funcionamiento basado únicamente en la acumulación de situaciones y referencias y la reiteración que genera una doble sensación de circularidad y estiramiento, como si la consigna hubiera sido que el metraje superara las dos horas a como dé lugar. A esto último ayuda un desenlace que recurre al típico arsenal de efectos digitales tan propios de las producciones con aspiraciones de masividad, que tira por la borda toda la atmósfera de encierro que había construido hasta entonces. Es cierto que Pitt está perfecto en su rol de hitman cabulero que parece estar más allá de todo. Tan cierto como que con eso no alcanza para hacer de Tren bala una buena película.
"Buena suerte, Leo Grande": viejos mandatos, nuevos paradigmas. El cuarto largometraje como directora de la australiana Sophie Hyde construye su punto de vista de la misma manera que los protagonistas cimientan una confianza mutua: con simpleza y naturalidad. La coyuntura sociocultural, con las mareas verdes feministas esparciéndose por todo el mundo, hizo que la industria audiovisual haya puesto su maquinaría al servicio de varias series y películas, tanto ficciones como documentales, con tramas que orbitan alrededor de las diferentes luchas de las mujeres. Luchas que van desde la legalización del aborto hasta el reclamo contra la violencia de género, pasando por la búsqueda de igualdad laboral –se sabe que las mujeres cobran menos que los hombres por un mismo trabajo– y un vínculo con el cuerpo liberado de tabúes y mandatos. Con paso por los festivales de Sundance, Berlín y Tribeca, Buena suerte, Leo Grande es parte de esa tendencia, abrazando este último tópico con sutileza y una bienvenida voluntad de entender antes que juzgar. Parafraseando el memorable discurso de Pino Solanas durante el primer tratamiento de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo en el Senado, la película hace del goce no algo prohibido o pecaminoso, sino un derecho humano fundamental. Si el problema de la mayoría de esas series y películas pasa por la bajada de línea y un posicionamiento ideológico gritado a los cuatro vientos, cuestión de que al más desprevenido de los espectadores le quede claro que comulga con la empoderación femenina, el cuarto largometraje como directora de la australiana Sophie Hyde construye su punto de vista, el lugar desde donde observa el mundo, de la misma manera que los protagonistas construyen una confianza mutua: con simpleza y naturalidad, apostando por la fluidez antes que por las imposiciones. Y eso que Nancy (Emma Thompson, tan perfecta que parece no estar actuando) y Leo (Daryl McCormack, el Isaiah Jesus de la serie Peaky Blinders) tiene poco y nada en común. Ella es una docente viuda hace dos años, tiene dos hijos que hace rato abandonaron el nido y su vida sexual no ha ido más allá de encamarse con su marido durante 31 años, siempre en la misma posición y sin nunca jamás haber llegado al orgasmo. “Ni con él ni sola”, aclara. Él es un trabajador sexual joven cuya sonrisa entradora esconde la tristeza por un vínculo distante con su familia, una subtrama que no termina de cuajar y con la que el guion de Katy Brand intenta embadurnarlo de fragilidad. Sus destinos se unen cuando Nancy contrate los servicios de Leo para pasar un buen rato en la habitación de un hotel donde transcurren casi la totalidad de los 97 minutos de metraje. Lo hace, en principio, sin saber muy bien por qué, como demuestra la timidez con que recibe al invitado. Un invitado proveniente de un universo muy distinto y por el que sentirá curiosidad y avidez por comprenderlo. Comprender es un término clave de Buena suerte, Leo grande, pues las charlas –que van de los típicos intercambios de rigor a la intimidad más sincera– revelan un choque interno entre los deseos de ella y los mandatos sociales seguidos a rajatabla durante toda su vida por razones que tanto Nancy como Leo y la película intentan entender antes que juzgar. Porque Nancy no es una mujer conservadora sino una nacida, criada y educada bajo paradigmas muy distintos a los actuales. Un paradigma que ella derribará a fuerza de placer, auto descubrimiento y la reconciliación con su cuerpo, tal como demuestra una última escena cuyos ecos quedan resonando en la cabeza un buen tiempo después de que terminen los créditos.
Las criaturas de los inframundos dispuestas a saldar cuentas pendientes de su vida en la Tierra no son potestad exclusiva del cine de terror estadounidense, como demuestra esta producción surcoreana que, si no fuera por sus intérpretes de ojos rasgados, tranquilamente podría ser una producción de Hollywood. La habitación del horror comienza con una filmación “casera” de 1998 en la que se observa una suerte de ritual que termina de la peor manera: con su protagonista degollándose con un cuchillo afilado. Corte a un presente que encuentra a un padre viudo –su esposa murió meses atrás en un accidente de tránsito– mudándose a un amplio caserón junto a su pequeña hija Ina. Las cosas se corren de los carriles normales apenas llegan, cuando la pequeña empiece a comportarse de manera extraña, como si estuviera ocultando algo, y el padre escuche sonidos en su habitación que no los genera ella. Los motivos de lo paranormal hay que buscarlos en el clóset del título original. A la manera de Poltergeist, sus puertas son la entrada a un inframundo donde convive un grupo de chicos. Luego de la desaparición de Ina, ese padre desesperado iniciará un largo recorrido –que incluye la visita de un espiritista y un viaje hasta el medio del bosque, donde hay alguien que puede ayudarlo– con el objetivo de saber de qué se trata, qué hay “del otro lado” del placard. Guionada y dirigida por Kim Kwang-bin, La habitación del horror recorre las postas habituales de este tipo de relatos, incluyendo algunos sustos de rigor y varias vueltas de tuerca que lentamente irán completando el rompecabezas, aunque adosándole a partir del Ecuador del metraje algunas situaciones propias del melodrama –con los ecos del tránsito del duelo– y el suspenso que enriquecen lo que hasta entonces era una película apenas discreta.
La Toscana italiana, París, Roma y Nueva York. Es muy difícil que la traducción local del título de una película apuntada a un público adulto que transcurra en alguno de esos lugares no incluya una referencia a ellos. Son lugares bonitos, icónicos, emblemas de la cultura occidental, que lucen muy bien en pantalla grande. Los problemas empiezan cuando la película no ofrece mucho más que la posibilidad de observar paisajes. Así ocurre con Una villa en la Toscana. El debut como guionista y realizador del hasta ahora actor James D'Arcy (Capitán de mar y guerra; Dunkerque) presenta una historia sobre el duelo y las segundas oportunidades centrada en un padre y un hijo que todavía no terminan de digerir la muerte de la mujer de la familia. El viudo es un artista londinense (Liam Neeson) que regresa a Italia con su hijo (Micheál Richardson) para vender la casa que heredaron de esa mujer y que el segundo pueda comprar la galería de arte donde trabaja y cuya dueña no es otra que su ex mujer. Pero las cosas cambian apenas llegan: el caserón está destruido luego de años de abandono, y no será sencillo venderlo. Los primeros minutos de Una villa en la Toscana tienen todos y cada uno de los lugares comunes de este tipo de relatos: la llegada de los vecinos toscos y amables, paseos bajo el sol, el encuentro del hijo con un inevitable interés romántico encarnado en la hermosa mujer a cargo del restaurante del pueblo y la aparición de los primeros roces entre esos hombres con unas cuantas facturas por cobrarse mutuamente. A medida que van avanzando en la restauración, la película intenta correrse de la liviandad vacacional del asunto para ahondar sin suerte en los pliegues más emotivos del padre y el hijo hasta amarrar en las aguas seguras de un desenlace más luminoso que un mediodía en la Toscana.
"Thor: amor y trueno": una película bipolar. La falta de una transición que justifique el tono grave presionando para resquebrajar la corteza cómica hace de "Amor y trueno" una película a la que no le vendría mal un tratamiento psiquiátrico. Thor: Ragnarok fue un oasis de libertad, divertimento y relajación en medio del desierto grave y trágico que atravesaba Marvel un lustro atrás. Desde entonces pasó de todo: el cierre a toda orquesta de la era hegemonizada por Capitán América e Iron Man en Avengers: Endgame (2019), las series para plataformas que incidirían en el desarrollo de las películas posteriores –imposible entender la enredadera narrativa de Doctor Strange en el Multiverso de la locura sin ver la serie WandaVision–, el intento de abrir más kiosquitos con personajes hasta ahora ausentes (Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos), el desplazamiento del multiverso al centro de la escena (Spider-Man: sin camino a casa) y, último pero no menos importante, una pandemia que puso freno de mano a la ultra diagramada hoja de ruta de Disney. Pero Thor: amor y trueno deja en claro que al menos una cosa no ha cambiado, y es la obligación de responder a la lógica macro del Universo Cinematográfico de Marvel (UCM) aun cuando esto implique ir a contramano del rumbo que un director con una impronta personal como el neozelandés Taika Waititi querría tomar. Waititi saltó a los primeros planos con la serie de HBO Flight of the Conchords (2007-2009) apelando a un humor que pendulaba entre lo paródico, lo infantil y el absurdo, tres pilares sobre los que recostó Ragnarok, su primera colaboración con Marvel. Mismos tres pilares sobre los que recuesta gran parte de Amor y trueno, sumándole una banda sonora con hits de Guns N' Roses y una bienvenida impronta kitsch, cortesía principalmente de los vestuarios y el arquetipo de villano colorido a cargo de un irreconocible Russell Crowe, a quien le toca ponerse en la piel de ni más ni menos que el dios Zeus. El problema, como ocurría antes y todo indica que seguirá ocurriendo, es la imposibilidad de sostener un tono a lo largo de toda la película, como si las escenas de su último tercio se hubieran filmado con un ejecutivo de Marvel chequeando en el set qué cosas eran necesarias para saciar a los fans y continuar con el UCM y cuáles no. Waititi observa las peripecias del pasado de Thor con la distancia justa para no tomárselas demasiado en serio. No por nada una de las primeras secuencias muestra lo ocurrido con el dios del trueno durante la última década y pico: la huida de su planeta Asgard, una vida en la Tierra en la que se enamoró de una prestigiosa científica (Natalie Portman) con la que vivió experiencias románticas y mundanas (¡Thor vestido de pancho en una fiesta de disfraces!), las peleas posteriores por el choque de responsabilidades (difícil eso de salvar el mundo a cada rato), la explosión del planeta natal, la depresión que lo llevó a engordar decenas de kilos, las muertes de papá Odín y de su hermano Locki, la segunda muerte de Locki, la tercera… El subrayado de los múltiples fallecimientos de Locki refuerza la idea de una meta discursividad ejecutada ya no a través de guiños y referencias (que los hay), sino de una mirada sardónica y con ínfulas de superioridad. En esa línea se entiende que en Nuevo Asgard –el lugar fundado con los sobrevivientes de la diáspora, gobernado por Reina Brunilda (Tessa Thompson)– haya un teatro escenario callejero donde el mismísimo Thor recrea de manera muuuy artesanal los hitos de su vida, con Matt Damon y Melissa McCarthy a cargo de representar a Locki y a su hermana. Y también las cabras gigantes y gritonas que recibe como regalo luego de salvar a una comunidad y que operan como grandes disparadores humorísticos. Pero la cosa se pone seria cuando adquiera relevancia dramática un villano apodado “El carnicero de dioses”, pues su objetivo es asesinar a todos los dioses para vengar la muerte de su hija. El humor, entonces, pasará a un segundo plano, al tiempo que la tragedia irrumpe en la vida de un (otra vez) sufrido Thor. La ausencia de relación entre las dos partes, la falta de una transición que justifique el tono grave presionando para resquebrajar la corteza cómica, hace de Amor y trueno una película bipolar a la que no le vendría mal un tratamiento psiquiátrico.
La inocencia ante todo Los protagonistas de Minions: nace un villano son los de siempre: el hombrecito de nariz con forma de pico y sus inefables asistentes amarillos vestidos con mono de trabajo y gafas que cubren sus ojos (u ojo, pues algunos tienen solo uno) desproporcionalmente grandes en comparación al resto de sus cuerpos cilíndricos. Cuerpos que permiten que los directores Kyle Balda (el mismo de Mi villano favorito 3 y la mencionada Minions) Brad Ableson y Jonathan del Val desplieguen una batería de chistes visuales fervorosamente inocentes, como si quisiera retrotraerse a una época previa a Pixar y entregar una película infantil que no aspire a mucho más que entretener a los más bajitos, independientemente del disfrute o no de los mayores. Nace un villano prescinde de todos aquellos elementos instaurados por la casa del velador saltarín. Aquí no hay, por ejemplo, profundidad dramática ni una búsqueda emotiva tan genuina como eficiente en su construcción, así como tampoco el aire de desazón generado por el paso del tiempo y lo que ello implica, ni la búsqueda de dialogar con públicos de todas las edades. La película propone una historia básica y directa que viaja en el tiempo hasta mediados de la década de 1970 para encontrar a un Gru que, aunque púber, ya sabe que lo suyo es la maldad absoluta. Su sueño no es otro que integrar el grupo Vicio6, una asociación que nuclea a los seis villanos más peligros del mundo, los mismos que robaron una piedra cuyos poderes piensan utilizar durante la noche de año nuevo chino para destruir a sus enemigos de la Liga Antivillanos. Menuda alegría siente Gru cuando es convocado para una entrevista. Como las cosas no salen bien, es tiempo de poner en marcha un plan que involucra a los minios y el robo de esa piedra. Poco importa el resultado del asunto, pues el meollo de la película pasa por poner en movimiento a las criaturitas amarillas y situarlas en situaciones absurdas que se resuelven a puro gag. Los hay mejores y peores, pero siempre hermanados por una inocencia a prueba de todo.
En 2011, el director Miguel Zeballos fue a ver la obra Hécuba y quedó fascinado con la mirada de su responsable, el artista Emilio García Wehbi. Apenas bajó el telón supo que haría una película con él, que con el devenir del tiempo sería “sobre” él. De ese interés salió La herida y el cuchillo, un film que entrevera lo documental, lo ensayístico y la ficción, y en el que se conjugan distintos lenguajes artísticos. El hilo conductor es una serie de fragmentos de ensayos de una obra García Wehbi. Allí se muestra tanto su manera puntillosa y precisa de trabajar con los actores como la forma en que despliega una concepción del arte como un cruce de múltiples disciplinas. En paralelo hay varias escenas de ficción relacionadas con los tópicos de la obra y una performance donde el cuerpo es la única herramienta de expresión. Filmado entre 2014 y 2019, y estrenado en una de las secciones paralelas del BAFICI del año pasado, el cuarto largometraje de Zeballos (El desembarco, Un recuerdo borrándose muestra sus últimos destellos, Un continente incendiándose) prescinde de las herramientas narrativas más habituales dentro del documental (cabezas parlantes, archivos de noticieros, leyendas informativas sobre placas negras) para, en cambio, abrazar un tono y formato cercano a la experimentación. El resultado es una película libre y despojada de todo mandato. Un film cuyo único límite, al igual que García Wehbi, son los confines más inexplorados de la imaginación.
"El teléfono negro", con Ethan Hawke: thriller claustrofóbico y sobrenatural. Un chico que es golpeado en su casa y en el colegio termina secuestrado en un sótano por un villano que sólo parece buscar su goce personal. Desde que alcanzó relevancia internacional en 2009 gracias a Actividad paranormal, la productora Blumhouse –hasta entonces especializada en telefilms y documentales para televisión– ha sido una de las principales usinas creativas del cine de terror contemporáneo. Las películas realizadas bajo el paraguas de la compañía fundada por Jason Blum se caracterizaron, en una primera etapa, por su impronta artesanal, el intento de escapar de los lugares más comunes del género, arcos dramáticos que se desarrollan sin apremios y la creencia innegociable de que los mejores sustos provienen menos de los golpes de efecto que de la capacidad de crear mundos acechados por lo sobrenatural, con La noche del demonio, Sinister y Oculus: el reflejo del mal como principales exponentes. A excepción de lo sobrenatural, esas características se prolongaron en el tiempo, con el condimento de una pátina abiertamente política, como demuestran ¡Huye!, Ma y la saga The Purge. Flamante producción de la casa de Blum, El teléfono negro recorre sendas muy similares a las de aquella primera etapa, aunque los elementos fantasiosos –y fantasmagóricos– entran con fórceps. El director angelino Scott Derrickson ya había demostrado tener buen pulso narrativo para el género en El exorcismo de Emily Rose y la mencionada Sinister, dos películas con las que El teléfono negro tiene varios puntos de contacto. Una introducción donde, más que miedo, se respira un aire siniestro ubicuo, por ejemplo. Es el que emana la rutina de Finney (Mason Thames), a quien en el cole le pegan de lo lindo y en casa… también: papá enviudó hace un tiempo y cuando no está ocupado emborrachándose, faja a su hijo y a su hermana Gwen (Madeleine McGraw). Y lo hace con una crueldad inusitada en estos tiempos lavaditos, congestionados de películas y series que, siguiendo la huella de Stranger Things, limitan los descubrimientos infanto-juveniles a cuestiones como la amistad y el amor. Las referencias iniciales para Derrickson no pasan por las fábulas del producto estrella de Netflix, pues lo suyo está más cerca de It. Que la acción transcurra a fines de los ’70, en el interín de los dos periodos temporales que abarca la novela de Stephen King, abona esa filiación, así como también el hecho de que una de las escenas culminantes parezca un calco del primer secuestro. Acá también hay secuestros, aunque no pergeñados por un payaso sino por un hombre (Ethan Hawke) que viaja en una camioneta negra y suelta globos luego de apresar una nueva víctima. Globos negros en lugar de los rojos de su “colega”. De ese hombre –que cubre su rostro con una máscara y sus intenciones delictivas, con modales suaves y voz afectada– no se sabe absolutamente nada, ni siquiera su nombre (lo apodan "el raptor"), transformándose así en uno de esos villanos sin motivación alguna más allá de la búsqueda de un goce personal. Uno a uno irán cayendo varios amigos y compañeros de Finney, entre ellos el único que lo defiende en el colegio. Con él desaparecido, vuelve a cobrar de lo lindo en el patio. Cuando su hermana quiera defenderlo, termina en el piso, llorando a mares y con la boca molida a patadas. Hasta aquí, entonces, se trata de una película cruel, sádica, oscurísima sobre la niñez. Lo paradojal es que eso dura hasta que Finney termina adentro de la camioneta negra primero y encerrado en un sótano después, es decir, hasta la situación que podría deparar las dosis más altas de violencia. Aquí Derrickson echa mano al viejo truco de los fantasmitas parlanchines ávidos de venganza, quienes para colmo son más buenos que Lassie y ayudan a Finney –que se ensucia más cuando le pegan los compañeritos que después de secuestrado– hablándole a través de un teléfono desconectado. El teléfono negro se convierte así en un thriller claustrofóbico con eje en los intentos de escape de ese sótano, mientras la hermana aporta lo suyo mediante sueños y visiones. La perversión se esfuma con los últimos globos negros.