"Lightyear": una aventura espacial hecha y derecha Dirigida por Angus MacLane, "Lightyear" debe enfrentar un problema autogenerado por sus creadores, que no es otro que la vara altísima establecida por sus mejores películas. Una clásica placa negra con letras blancas recuerda, al inicio de Lightyear, que en 1995 un chico llamado Andy recibió como regalo de cumpleaños un muñeco del guardián especial señalado en el título, su héroe favorito desde que lo vio en una película. Lo que ocurrió a partir de su llegada a esa habitación llena de juguetes de todo tipo es historia conocida, pues difícilmente a estas alturas del partido alguien no haya visto –o al menos no sepa– de qué va Toy Story, el primer largometraje de Pixar. Concluida aquella saga luego de su cuarta entrega, que con 6,6 millones de espectadores es, desde 2019, el título más visto en la historia de los cines argentinos, llega esta derivación que se presenta como la película que hace casi 30 años encendió la llama del fanatismo en Andy. Es, entonces, lo que ocurrió antes del encuentro de Buzz con el vaquero Woody y compañía. O, por qué no, lo que ocurrió antes de que Pixar fuera Pixar. No parece casual que Lightyear sea uno de los exponentes más alejados del habitual universo temático y narrativo de la factoría del velador saltarín. Si hasta ahora casi todas las películas del estudio fueron, en mayor o menor medida, fábulas de aprendizaje concentradas en tiempo y espacio, desde el barrio de Andy hasta los autódromos y las rutas de Cars, pasando por la cocina parisina de Ratatouille, el “Más allá” de Coco y las costas italianas de Luca, Lightyear propone una aventura espacial hecha y derecha, con la búsqueda de la supervivencia y la superación de un sinfín de obstáculos como principales propulsores narrativos. Nadie aprende demasiado durante los casi 100 minutos de una película cuya idea de los viajes supersónicos como generadores de temporalidades recuerda a Interestelar y Misión rescate. Así le ocurre a este guardián que, debido a un error de pilotaje a la hora de escapar de un planeta ubicado a miles de años luz de la Tierra, queda varado allí junto a su compañera Alisha y el resto de su equipo. Obstinado con salvar su honor y a su gente, intenta alcanzar esa velocidad con la esperanza de poder salir de allí, sin saber que los siete minutos de viaje que vivencia abordo significan más de cuatro años en ese planeta. Mientras su compañera va envejeciendo y, con ello, formando una familia con otra mujer –aunque con esa leyenda inicial Lightyear se presente como una película de principios de los ’90, este personaje connota su apego a la agenda contemporánea–, el bueno de Buzz se sube a la nave una y otra vez, y siempre falla. Justo cuando parece que está por dar en el clavo, sus superiores deciden que ya es hora de aceptar el error y hacer un borrón y cuenta nueva formando una comunidad en ese planeta. Algo que, desde ya, Buzz intentará impedir con la ayuda de la nieta de Alisha y tres criaturas que vehiculizan los mejores momentos humorísticos de una película más preocupada por entregar un espectáculo circense a gran escala, con un diseño visual y sonoro apabullante, que por la profundidad emotiva y las aristas más sensibles que caracterizan (¿caracterizaron?) la filmografía de Pixar. Dirigida por Angus MacLane (co-director de Buscando a Dory y parte del equipo de animación de Toy Story 2, Los increíbles y Wall-E, entre otras), Lightyear debe enfrentar un problema autogenerado por sus creadores, que no es otro que la vara altísima establecida por sus mejores películas. Es así que el resultado final deja un retrogusto un tanto ácido, solo suavizado por la sinfonía cómica a cargo los secuaces de Buzz: esa ex convicta con libertad condicional que se niega a empuñar un arma para no volver a la cárcel, un soldado con cara de susto constante y sobre todo el gato-robot que Alisha le regala a Buzz y, además de compañero fiel, funciona como herramienta multiuso llena de gadgets tecnológicos y un gran rematador de chistes.
OIANT es el acrónimo de la Orquesta de Instrumentos Autóctonos y Nuevas Tecnologías, cuya sede está en la Universidad Nacional de Tres de Febrero desde su fundación, en 2004, por obra y gracia del compositor, director e investigador Alejandro Iglesias Rossi y la musicóloga y directora de Artes Escénicas y Visuales Susana Ferreres. Allí se enseña, se estudia y se ponen en práctica ritmos contemporáneos que toman como base las tradiciones ancestrales de América, con esos instrumentos de viento de sonido evocador como característica principal. En OIANT, música para un futuro ancestral, el director Nacho Garassino (El túnel de los huesos, Contrasangre) se mete en el detrás de escena de esta agrupación que desde su fundación ha recorrido más de 400 mil kilómetros difundiendo su arte y, con ello, el patrimonio cultural de la región. Un viaje a Perú en 2019 opera como disparador de un recorrido por la metodología de trabajo, los objetivos, las intenciones y las motivaciones de quienes participan en ella. Integrado mayormente por testimonios a cámara y fragmentos que retratan la dinámica del trabajo, OIANT no esconde su intención de funcionar como un documental de divulgación, de registro para la historia. El resultado es un film chato en su aspecto formal y con un tono siempre condensante hacia su objetivo de estudio, que encuentra sus mejores momentos cuando la música se apodera del relato y genera un efecto de ensoñación que transporta al espectador hacia el pasado más remoto de la región.
"Todo en todas partes al mismo tiempo": más realidades múltiples Si las peripecias argumentales del Universo Cinematográfico de Marvel pusieron en boca de millones el término “multiverso”, los Daniels exprimieron hasta la última gota de las posibilidades de universos paralelos relacionados entre sí e incluyeron un millón de referencias a lo largo de los 140 minutos de esta rocambolesca, caótica y caprichosa historia. Desde su estreno hace tres meses en el Festival South by Southwest, Todo en todas partes al mismo tiempo se convirtió en LA película de la temporada, esa que un sector importante de la crítica, en alianza con el fandom digital, señalan como poco menos que la octava maravilla del mundo, como una obra maestra destinada a reinventar el lenguaje audiovisual. El uso del inflador conlleva un problemón: así como es cierto que puede traccionar público a las salas -una hazaña en tiempos en los que la taquilla respira por el oxígeno insuflado por franquicias y/o superhéroes-, también lo es que las exceptivas pueden llegar mucho más alto de lo que la película tiene para ofrecer. Así ocurre con la segunda colaboración conjunta de Daniel Kwan y Daniel Scheinert luego de Swiss Army Man (2016), que en su momento hizo ruido en el catálogo de Netflix porque su premisa consistía en, básicamente, un tipo muerto cuyos pedos propulsaban la salida de un compañero de una isla desierta. Tienen inventiva Kwan y Scheinert, son tan cool que firman sus trabajos como... Daniels. Y cool es un adjetivo que calza perfecto a Todo en todas partes…. Si hay algo que no puede negárseles a los Daniels, es la capacidad para sintonizar con el aire de su tiempo: si las peripecias argumentales del Universo Cinematográfico de Marvel pusieron en boca de millones el término “multiverso” e hicieron del guiño y la autorreferencia un par de obligaciones para toda película que aspire a congraciarse con las audiencias más jóvenes, los muchachos exprimieron hasta la última gota de las posibilidades de universos paralelos relacionados entre sí e incluyeron un millón de referencias a lo largo de los 140 minutos de esta rocambolesca, caótica y caprichosa historia centrada en Evelyn Wang (la leyenda del cine asiático Michelle Yeoh, aprovechando a pleno su apogeo en tierras norteamericanas), una inmigrante china que hace lo que puede para sostener el negocio a flote mientras su familia se desmorona. Un marido que quiere divorciarse (Ke Huy Quan, el nenito de Indiana Jones y el templo de la perdición), un padre despótico que parece disfrutar menospreciándola y una hija que intenta que mamá acepte de una buena vez que tiene novia son prueba de ello. Por si fuera poco, una auditora (Jamie Lee Curtis) controla sus números bancarios y le dice que está al horno. Todo indica que seguirá un drama sobre las dificultades de la inmigración y los choques generacionales, hasta que el marido la mete en el cuarto de limpieza y le da un auricular con el que, afirma, podrá ingresar en realidad alternativas para resolver una cuestión que no conviene adelantar. Es, pues, el principio de una hecatombe de realidades múltiples –algunas, felizmente ridículas; otras, pavotas al extremo– que, para colmo, obliga a los personajes a detenerse en medio de la acción frenética para explicar qué está pasando y cómo es la “lógica” del asunto. Una “lógica” que de tal tiene poco y nada, pues los Daniels la bombolean según las necesidades del momento. Recién en último de los tres actos en los que se divide la película los muchachos paran (un poquito) la pelota para que los personajes adquieran algo parecido a una humanidad. Pero a esas alturas es muy tarde: Todo en todas partes al mismo tiempo ya es un fuego artificial desvaneciéndose en el aire tibio de la noche navideña.
Cada tanto el cine argentino entrega una película que, lejos de la voluntad mayoritaria de contentar a propios y extraños a través de relatos inofensivos y políticamente correctos, propone un viaje desconcertante, oscuro, perturbador y con una proverbial capacidad para envolver al espectador en una telaraña de incomodidad. Tal es el caso de Cadáver exquisito, debut en el largometraje de ficción de la realizadora Lucía Vassallo (Línea 137, La cárcel del fin del mundo). Película de ambientes fríos y desangelados, Cadáver exquisito arranca con la maquilladora Clara (Sofía Gala Castiglione) encontrando a su novia Blanca (la debutante Nieves Villalba) flotando en la bañera. Si bien no hay un diagnóstico claro, la mujer queda internada en un coma profundo, dejando a Clara sin su ancla de estabilidad. Es en ese contexto que ella comete el error de hurgar en su celular, donde se agrupan varias ventanas de chats con hombres. Es, pues, el principio de un recorrido hacia las tinieblas del mundo interior de esa mujer frágil que empieza un proceso de transformación total –mental, físico, espiritual– a raíz de la flamante certeza de que su novia no era quien decía ser, el inicio de una vida muy distinta a la aparente perfección de la relación que reflejan los flashbacks. Con ecos del cine de Brian De Palma por su idea nodal de lo duplicado y de la apropiación de identidades, Vassallo construye una película de climas inquietantes que reflexiona sobre los límites entre el amor romántico y el amor tóxico a través de la insana curiosidad de Clara de saber más sobre esa mujer que decía amarla. Una curiosidad que llevará hasta las últimas consecuencias, aunque le cueste todo atisbo de cordura, y que la directora observa con la misma frialdad con que Clara –puro silencio, puro misterio– es absorbida por su locura.
Tiene razón el programador David Obarrio cuando, parafraseando al director de El fulgor, afirma en el catálogo del BAFICI 2022 que podría ser “la versión onírica de Gualeguaychú: El país del carnaval”, la película que codirigió el prolífico Martín Farina junto a Marco Berger y que se presentó en el festival porteño de 2021. Lo que allí eran los preparativos y la ansiedad de un grupo de jóvenes en vísperas del evento más importante de la ciudad, aquí es una aproximación poética, más periférica y elusiva, a los brillos, los trajes y las carrozas. Farina lo hace a través del seguimiento de la rutina de un grupo de gauchos para los que el carnaval trae aparejados otros rituales vinculados con los oficios rurales en general y con la carne en particular, para luego sí dar rienda suelta a los festejos. El fulgor avanza con el paso cansino de los ríos mesopotámicos, deteniéndose en detalles que definen las particularidades de un modo de vida. Los cuerpos –toda la carne, en realidad– funcionan como objetos que la cámara estudia mediante primeros planos tan detallados como sugerentes, persiguiendo esa verdad que solo puede aprehender la lente. Hombre-orquesta a cargo de prácticamente todos los rubros técnicos, Farina (Mujer nómade, Taekwondo, Fulboy, Los niños de Dios) ensaya una nueva variante de una obra que ha ido corriéndose de los carriles tradicionales para abrazar la experimentación, los relatos abiertos, la observación como acto ético y estético que requiere de un espectador activo y dispuesto a completar por su cuenta lo que ve. Una película hecha con la misma materia prima de los sueños.
Los documentalistas suelen interesarse por cosas invisibles para los principales medios de comunicación. Es así que en Rancho hay protagonistas de dos materiales distintos: los de carne y hueso -presos de un penal de máxima seguridad, hombres con sueños, miedos y anhelos-, y esa mole de ladrillo, cables sueltos, cemento y barrotes que es la cárcel. No es la primera película reciente en aproximarse al universo carcelario. Así lo hicieron, por ejemplo, las muy buenas Pabellón 4 y La visita. Pero si ellas elegían centrarse en aspectos particulares, el director Pedro Speroni utiliza una cámara asfixiante, pegadísima casi siempre a los rostros curtidos de quienes, en su mayoría, hace años están cumpliendo una condena por delitos de todo tipo, con asesinatos pero mayoría de robos, para escuchar con paciencia qué piensan, qué sienten, cómo fue posible que sus vidas los llevarán hasta ahí. La marginalidad y la violencia familiar son factores comunes en todas las historias que van entrelazándose con distintas postales de la vida diaria. Tan apegada está a sus protagonistas, que Rancho por momentos se empapa de esa deriva y no parece saber muy bien qué quiere contar, hacia dónde ir en términos narrativos. Entre quienes hablan sobresale un boxeador petiso y de nariz quebrada cuyos entrenamientos frente a la bolsa conjugan aspectos físicos y emociones. Sus golpes son descargas de bronca contenida, la posibilidad de un futuro cercano –está a la espera de la firma final para salir– en libertad. El muchacho se mueve hasta cuando está sentado, una espera ansiosa que Speroni comparte como un compañero más. Rancho es, entonces, el registro de una comunidad involuntaria cultivada en convivencia obligada.
Los dinosaurios están más vivos que nunca en la tercera entrega de la segunda etapa de la franquicia creada hace casi 30 años por Steven Spielberg –que aquí oficia como productor ejecutivo– utilizando como base la novela de Michael Crichton. Se trata de una película que abraza un espíritu cercano al de la primera trilogía, poniendo en el centro del relato las brutales consecuencias de las ambiciones humanas. La acción transcurre unos años después de la liberación masiva de dinosaurios de El reino caído (2018) y encuentra a los reptiles insertados de manera relativamente armónica en el ecosistema actual. Los “villanos”, entonces, no son los dinosaurios sino aquellos hombres movidos únicamente por la búsqueda del lucro y la ambición de poder. Así ocurre ahora con el dueño de una poderosa empresa de biotecnología llamada Biosyn, que modifica el ADN de unas langostas jurásicas para que deglutan todas las plantaciones, excepto aquellas nacidas de las semillas de la empresa. Mientras tanto, la nieta del fundador del Parque Jurásico original es secuestrada debido a un motivo que no conviene develar. El secuestro pone en movimiento a Owen (Chris Pratt) y Claire (Bryce Dallas Howard), quienes parten en su búsqueda, al tiempo que Ellie (Laura Dern), anoticiada de la voracidad de las flamantes langostas, se reencuentra con Alan (Sam Neill) para averiguar más acerca del caso. El grupo, junto a Ian Malcolm (el infalible Jeff Goldblum), confluye en una inhóspita zona italiana donde Biosyn tiene, además de su base de operaciones, una reserva natural para los dinosaurios. No pasará mucho tiempo para que las cosas se salgan de control, iniciando así una lucha cuya meta no es otra que la supervivencia. Los regresos de Neill y Dern al universo jurásico trascienden el carácter de guiño cómplice. Sí, es cierto que verlos nuevamente rodeado de dinosaurios dispara la memoria emotiva de los espectadores más veteranos. Pero también que es la huella más visible del intento de Jurassic World: Dominio de regresar a las bases espirituales de la saga. Lo hace apostando más por la aventura que por el apabullante despliegue audiovisual, además de por un ritmo ágil pero nunca frenético impreso por el director de Colin Trevolow, que demuestra un pulso firme para escenas de acción de escala humana. Detalle final: el dinosaurio más peligroso de la película es el gigantosaurio, “el carnívoro más grande que haya habitado alguna vez el planeta”, como lo define el personaje de Neill. Sus restos fueron encontrados en la provincia de Neuquén en 1993. Argentina, otra vez, cuna de gigantes.
Un personaje siempre al filo del abismo Con un amplio recorrido por festivales, entre ellos Sundance y la Berlinale, esta adaptación de la novela de Susan Scarf Merrell registra una dinámica hogareña empapada una extraña toxicidad. Shirley Jackson fue una cuentista y novelista estadounidense especializada en textos de terror que ha influenciado a innumerables autores del género. Entre ellos, al mismísimo Stephen King, que aún hoy considera la novela La maldición de Hill House (1959) como una de las obras más importantes del siglo pasado. Pero esa genialidad tuvo su precio. Una oscilación entre la locura y la depresión, entre una vida absorbida por la lógica de sus relatos y una misantropía que volvía difícil cualquier intento de diálogo, con agresiones verbales en esos (intentos de) encuentros sociales que, obviamente, terminan de la peor manera. Es tentador pensar en Shirley como una biopic, en tanto su arco dramático aborda un periodo particular de su vida, aquel que precedió a la escritura de Hangsaman (1951), su segunda novela luego de The Road Through the Wall (1948). Pero la película de Josephine Decker hace de las biopic lo que Apocalypse Now con las películas bélicas: utilizarlas como envases narrativos para un viaje a las tinieblas más profundas de una mente torturada y torturante, un mapeo de la psicología de un personaje siempre al filo del abismo. Pero es un viaje con dos pasajeras. Una es la mencionada Shirley (Elisabeth Moss), que para fines de la década de 1940 –punto en el cual la encuentra la película– está sumida en un bloqueo creativo que, por su imposibilidad de levantarse de la cama y la apatía que tiñe su cosmovisión, coquetea con la depresión. La otra se llama Rose (Odessa Young), tiene un incipiente embarazo y es la esposa Fred (Logan Lerman), un aspirante a profesor universitario que viaja hasta la ciudad donde vive Shirley para completar su tesis de la mano de su mentor, y esposo de la escritora, Stanley (Michael Stuhlbarg). La escena de una de sus clases deja en claro el carisma del profe ante un alumnado que lo escucha y observa con un grado de atención que más de un docente contemporáneo envidiaría. Mismo carisma del que se vale para pedirle a Fred que se instale con Rose en su casa, con el objetivo de cuidar a Shirley mientras surfea una crisis que al principio todos piensan como transitoria. Un diagnóstico errado, desde ya. Con un amplio recorrido por festivales durante los meses en los que la pandemia empezaba a expandirse por el mundo, entre ellos Sundance y el de Berlín, esta adaptación de la novela de Susan Scarf Merrell registra una dinámica hogareña empapada la toxicidad que transpira el matrimonio. Porque Stanley también tiene lo suyo: detrás de su impronta de docente showman se esconde un hombre que manipula a la joven pareja y a su esposa. Un manipulador inteligente, cultísimo y con un ajustado manejo de la retórica, lo que lo vuelve aún más peligroso, como demuestra el menosprecio hacia toda potencial idea creativa de Shirley y las ínfulas de patrón de estancia con que trata Fred y Rose. En especial a ella, que para él parece ser poco más que una mucama a su servicio. Mientras ellos pasan gran parte del día en la universidad (o al menos eso alegan), Rose y Shirley establecen un vínculo cada vez simbiótico y confuso, como si la escritora estuviera vampirizándole la cordura de la otra. Desatendiendo a todo atisbo de veracidad histórica (para fines de los 1940 la Shirley “real” tenía hijos; la ficticia, ninguno), Decker se apropia del tormentoso mundo interno de su protagonista para trasladarlo a una película astillada y con múltiples planos esfumados, breves y de una impronta de ensoñación que se insertan como staccatos alucinados y alucinatorios. Una alucinación desde la que aflora la posibilidad de una emancipación costosa y de la que difícilmente haya vuelta atrás.
Como nueve de cada diez ficciones europeas de corte realista que proponen una mirada “crítica" sobre una situación coyuntural desde que Rosetta impuso el paradigma, Mi mejor amigo arranca mostrando la espalda de su protagonista con una cámara en mano. El muchachito se llama Yusuf, es uno de tantos chicos que viven en un internado para niños y adolescentes kurdos en las montañas de Anatolia y camina rumbo a un baño semanal que consiste en amuchar a varios de ellos en pequeños boxes para que se higienicen arrojándose agua con vasijas. El mejor amigo de Yusuf es un Memo, un chico de indudable debilidad que encuentra en él lo más parecido a un ángel protector en medio de la sordidez grisácea de un lugar con un régimen digno de un pabellón militar. Durante ese baño, un juego se sale de control, por lo que el cuidador de turno obliga a Memo y a un par de compañeros a bañarse con agua fría como castigo. Pero al otro día Memo amanece hecho un zombie: débil, carente de expresividad, con vómitos. Cuando Yusuf busca ayuda, los profesores lo mandan con él a la enfermería pensando que se trata de una dolencia menor. Un diagnóstico a todas luces incorrecto, como demuestra el hecho de que pasen las horas y su cuadro, lejos de mejorar, empeore. Sin posibilidades de salir por las decenas de centímetros de nieve que se acumulan en los alrededores del lugar, el director y el resto de los maestros debatirán qué hacer, con el pobre Yusuf como testigo. Ganadora del Premio FIPRESCI de la sección Panorama de la Berlinale del año pasado, la película de Ferit Karahan apuesta por un tratamiento acético y distanciado, acorde a la gelidez que invade el internado y la maldad intrínseca que portan todos los adultos mayores. El resultado es un film duro (de refilón aparece una hipótesis sobre qué ocurrió con Memo vinculada con la pedofilia) e inquietante, aunque muy parecido a otros tantos que apelan a esas fórmulas ya probadas.
"Top Gun: Maverick", con los Ray Ban, pero 36 años después El actor mira por el retrovisor para homenajearse a sí mismo, pero también a aquella Top Gun de los '80 y a un modo de filmar que va a contramano del paradigma actual. ¿Cuántas vidas tuvo Tom Cruise entre 1986 y 2022? Treinta y seis años atrás, fue la encarnación perfecta del galán banana sacándose y/o poniéndose los Ray Ban en dos de cada tres escenas de Top Gun, una de las tantas películas de la época concebidas para su lucimiento y con el fin de allanar el camino para la búsqueda de prestigio que caracterizaría una buena parte de su filmografía de los ’90. Cruise sigue jugueteando con sus anteojos en la secuela, aunque con menos intensidad y con el aplomo de quien sabe que ese acto es su marca registrada, no como una forma de pararse ante el mundo al grito de “acá estoy”. A fin de cuentas, ya no necesita armar escándalos mediáticos ni andar arrastrándose por algún premio para llamar la atención, como demuestra la fanfarria que despertó durante su paso por el Festival de Cannes, donde generó un alboroto propio de la que quizás sea la última gran estrella del cine entendido como lo que ocurre únicamente dentro de una sala oscura. Es, pues, de los pocos actores que pueden darse el gusto de hacer lo que se les cante. En Top Gun: Maverick se le canta, básicamente, mirar por el retrovisor para homenajearse a sí mismo, pero también a aquella película y, con eso, a una manera de filmar que va a contramano del paradigma actual de las superproducciones. Cultor de la experiencia inmersiva de la pantalla grande al punto de haber postergado durante dos años el estreno por la pandemia, Cruise viaja a los orígenes de su faceta de héroe de acción, la misma que hoy lo lleva a rechazar el uso de dobles para, a cambio, revolear patadas, colgarse de aviones y manejar motos, helicópteros y lanchas con una pulsión por el riesgo digna de un veinteañero. Claro que el muchacho ya no es tal, sino un hombre de casi sesenta años: si en cada entrega de la saga Misión Imposible aumenta sus demostraciones de destreza física, en Top Gun introduce, como Sylvester Stallone en las dos Creed, la cuestión del legado y cómo entreverar el ímpetu del pasado con la sabiduría del presente. No parece casual, entonces, que el disparador argumental sea la convocatoria de Pete “Maverick” Mitchell para timonear el entrenamiento de los doce jóvenes pilotos del escuadrón de aviación naval de elite Top Gun, entre los que está Bradley Bradshaw (Milles Teller), quien no es otro que el hijo de Goose, el amigote de Maverick caído en acción en la película original. El objetivo es armar un equipo con miras a una misión que consiste en destruir una planta de enriquecimiento de uranio ubicada en medio de un país innominado pero muy cercano a “los aliados de la OTAN”: si no hubiera sido filmada en 2019, la lectura coyuntural señalando a Rusia como enemigo sería inevitable. Pero al igual que a Tony Scott en la película de 1986, al realizador Joseph Kosinski –en su segunda colaboración con Cruise luego de Oblivion: el tiempo del olvido (2013)– no le interesa la geopolítica, ni dialogar con un contexto, ni nada que no sean la carrera y la cosmovisión de su protagonista y productor. Las cosas entre Bradley y Maverick, al principio, no serán fáciles, pues el primero tiene unas cuantas facturas pendientes para cobrarle al segundo, como el cajoneo de su legajo durante años. Una relación que irá cambiando a medida que se acerque la misión y, con ello, el punto culminante de una película mucho más pulida, más fluida, mejor armada y filmada que su predecesora. Si aquella era una sumatoria de retazos, de subtramas hiladas por la presencia de Cruise, y tenía escenas de acción hechas a puro montaje frenético, aquí hay un ejercicio rabiosamente analógico en su ideario y construcción, una plaga de referencias y guiños entre las que aflora una historia de una simpleza sin escrúpulos, no exenta de cursilería, atravesada por el duelo –entendido simultáneamente como enfrenamiento y dolor no curado por una pérdida– y que construye con esmero la espacialidad aérea. Desde ya que también tacha el casillero del romance con la presencia de un viejo amor de Maverick a cargo de Jennifer Connelly, cuyo rostro sin cirugías cuadra perfecto con una película dedicada a exhibir el paso (y el peso) del tiempo.