La simplificación de un mito clásico Película rara La leyenda de Hércules. Rara porque está hecha con un desgano e ineptitud inhabitual para una industria a la que podrán achacársele los mil y un defectos, pero difícilmente la falta de profesionalidad. Quizá la berretada más cara del cine americano de los últimos años (casi 70 millones de dólares de presupuesto), deudor directo de la estilización épica de 300, Spartacus, Furia de titanes, Inmortales y demás, apropiación simplona y superficial de un mito clásico, ganador indiscutible al premio a los diálogos más graves y sobreescritos en la historia de las “películas de togas” hollywoodenses –peplum–, el film impone, entonces, la necesidad de una visión dispuesta a no tomarse nada demasiado en serio. O, aún mejor, a tomarse todo como un gran ejercicio humorístico y autoconsciente perpetrado por Renny Harlin, cinco veces candidato a los premios Razzie (suerte de anti Oscar entregado un día antes de la gran velada) al peor director. El reloj avanzó quince, veinte minutos y en la película ya pasó de todo. A saber: Amphitryon invadió Argos, desafió a su rey y lo destronó. Su mujer, la reina Alcmena, desesperada por la tiranía del hombre, le pide ayuda a Zeus y éste, cual Espíritu Santo, germina en su vientre a un hijo al que ella llamará Hércules. Veinte años después, la criatura mitad humano y mitad Dios es todo un hombre (un tronco absoluto con pinta de modelito de Calvin Klein llamado Kellan Lutz, cuyo antecedente más notorio es el de haber sido el chongo de Miley Cyrus en algunas fiestas a fines del año pasado). Que además está enamorado de la princesa de Creta, a quien quieren casarla con el “hermano” de Hércules. ¿Cómo eliminar la variable del corazón ante un matrimonio por conveniencia? Fácil: mandando al musculoso a un frente de batalla en Egipto para que lo masacren. Corte y al plano siguiente llega el escuadrón a una muerte segura. Porque La leyenda de Hércules desplaza a sus personajes de un escenario a otro –todos impúdicamente digitales, por supuesto– sin siquiera una escena que le confiera al asunto un mínimo gramaje emocional o progresión dramática, convirtiéndose en la película con menos escenas de transición que se haya visto en mucho tiempo. Ya podrá suponerse que si todo saliera según lo planeado no habría película, así que el tipo sobrevive convertido primero en esclavo y luego en un poderoso luchador, condición que le permitirá negociar su participación en una suerte de Champions Lea-gue sanguinaria en Grecia y, con ella, el regreso para la revancha y el reencuentro con la amada de turno. Reencuentro que se dará con el aura intensa del sol bañándolo todo. ¿Pero por qué un cinco y no menos? Porque es inevitable, al menos para este cronista, no rendirse ante la gracia causada por una película chorreantemente grasosa, irresponsable de sus propios actos y siempre al borde del ridículo –el borde del otro lado, no de éste–. Artefacto con destino de trasnoche en cineclubs habitués de lo bizarro, La leyenda de Hércules es tan mala que termina arrancando algunas sonrisas. Que ése sea el efecto buscado es otra cuestión.
Mi historia, tu historia, nuestra Historia El realizador José Pedro Charlo pasó ocho años detenido en la cárcel uruguaya de Libertad debido su ideología política durante la dictadura militar de aquel país. En ese momento no sabía que a unos pocos metros de él estaba Jorge Tiscornia, militante del Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros, quien pasaría más de doce años en cautiverio. O más precisamente 4646 días, según su preciso registro de anotaciones. Anotaciones realizadas obviamente por fuera de las normas carcelarias a través de un código de signos entendible únicamente por él. Los recuerdos de aquellos años son el eje principal de El almanaque. Visto aquí en el Doc Buenos Aires ‘12, el film recupera la historia personal de Tiscornia y del particular elemento del título creado clandestinamente por él, en donde registraba la cotidianeidad no sólo carcelaria, sino también la del exterior. A partir de esa anécdota, y con el propio Tiscornia como protagonista, Charlo tematiza, entre otras cosas, los avatares de la construcción de la memoria, los modos expresivos del arte y la realidad política de los años ’70 y ’80 en Uruguay. Compuesto en su mayoría por entrevistas e imágenes de archivo, el film parte de esa anécdota personal maximizándola hasta lo universal, aunque por momentos se lo nota demasiado fascinado con su protagonista, impidiéndole al film tomar distancia.
Consecuencias de un huracán rápido y furioso Paul Walker corre, Paul Walker llora, Paul Walker habla solo, Paul Walker sufre. Fallecido el último día de noviembre del año pasado en un accidente automovilístico, el protagonista de la saga fierrera Rápido y furioso es amo y señor de Horas desesperadas, luciendo su estampa de modelo en todos y cada uno de sus 97 minutos. Porque es productor, podrá respingar la nariz alguno. Porque buscaba mostrar que también puede actuar, vociferará otro. Son, al fin y al cabo, dos motivaciones tan viables e incomprobables como cargadas de al menos una parte de verdad: el actor figura en los créditos en ese rol ejecutivo y, si bien es cierto que no hacía falta demasiado talento para superar un currículum plagado de películas dominadas por máquinas y acción física, entrega la mejor actuación de su carrera. Tanto que es lo mejor de la ópera prima del guionista Eric Heisserer (Destino final 5, Pesadilla en la calle Elm). Y casi que lo único, ya que Horas desesperadas es uno de esos thrillers cuya premisa inicial termina siendo más interesante que su desarrollo. Las razones hay que buscarlas en un guión que palia la desconfianza en su núcleo narrativo y geográfico adosándole subtramas y elementos dramáticos para luego resolverlos de forma apresurada y con una lógica demasiado atada a las necesidades de la narración. Una lástima, porque materia prima para algo mejor había: un hombre llega al hospital de Nueva Orleans con su esposa (Génesis Rodríguez, o la hija del Puma) a punto de dar a luz justo cuando el almanaque deja caer las últimas hojas de agosto de 2005. Locación y fecha inequívocas: el huracán Katrina acecha. Breve elipsis y vendrá un médico a decirle que la beba está sana y rozagante y, casi como al pasar, que una hemorragia empujó a la madre a mejor vida. Buen momento para el lucimiento de Walker, quien atina a construir a un hombre atribulado en evidente estado de shock y, lo más interesante, con la contradicción interna de querer a la causante de la muerte de su mujer. Mientras tanto, las consecuencias del temporal se cuelan en el edificio cuando una evacuación total deja al flamante padre solo con la nena y la promesa de un pronto rescate. Solo y sin luz, obligándolo a girar una manivela cada tres minutos para recargar la vieja batería del respirador. A partir de aquí es cuando las buenas ideas empiezan a desinflarse. ¿Por qué? Porque Heisserer campea entre una apuesta deliberadamente exagerada por las particularidades de la situación, con Walker corriendo por todo el hospital para buscar comida y/o ayuda y volviendo siempre antes de los tres minutos independientemente de la distancia recorrida, y el arrojarse de cabeza a una pileta de caramelo. Esto último amenaza con ladear el film hacia una de esas adaptaciones de los best-sellers de Nicholas Sparks, con flashbacks ilustrativos del pasado de la pareja y, ay, la aparición fantasmagórica de ella para decirle que sí, que será un buen padre. Síntoma de una película que, como la pequeña protagonista, nació un poco antes de cumplirse su gestación.
Ni tan calvo ni tan peludo... La breve filmografía de Néstor Montalbano (cinco trabajos en 15 años) muestra que no hay punto medio: sus películas salen muy bien o salen bastante mal. Entre las primeras están las deliberadas apuestas por el ridículo y el sinsentido de Soy tu aventura y Pájaros volando, ambas protagonizadas por Diego Capusostto. La mezcla entre western austral y comedia grotesca de Por un puñado de pelos, en cambio, está entre las segundas. El protagonista es Tuti Turman (Nicolás Vázquez), un joven millonario que trabaja en la oficina del padre y parece tener la vida resuelta, con la salvedad de su cabellera ausente. Cabellera que sí tienen los habitantes de una pequeña localidad del interior de la que es oriundo el portero del edificio, lugar donde hay una cascada con aguas supuestamente curativas. Enterado de las novedades, el antihéroe irá comprobar las bondades del líquido milagroso. Y funciona. Ni lento ni perezoso, Tuti se propone crear un negocio montando un centro de recuperación capilar, más allá de la negación de los lugareños. El universo de Por un puñado de pelos es retorcido y poblado por seres que oscilan entre la caricatura y el ridículo: el cuñado del portero (Rubén Rada), su mujer (Norma Argentina) y, por sobre, todo el intendente de la pequeña localidad, interpretado por Carlos Valderrama. Sí, El Pibe, el melenudo y talentoso ex futbolista colombiano. A medida que avance la trama, la película se irá volcando más y más al absurdo, alcanzando el punto máximo con la llegada de un cantante a probar el milagro. El problema es que Montalbano no termina de jugársela del todo por lo imprevisto y delirante, algo que sí hacía en Pájaros volando. Y si al sinsentido no se lo acompaña con sorpresa e imprevisibilidad, el resultado es indefectiblemente una película fallida y menor dentro de su filmografía como esta.
Chicos criados entre juegos de guerra La adaptación del clásico moderno de ciencia ficción escrito en 1985 por Orson Scott Card no sólo es un producto sólido, entretenido y eficaz, sino también una interesante y reflexiva aproximación a los límites contemporáneos del cine para adolescentes. Es muy fácil darle con un caño a El juego de Ender. Al fin y al cabo, se trata de la enésima adaptación de un best-seller norteamericano (Ender’s game, para muchos un clásico moderno de ciencia ficción escrito en 1985 por Orson Scott Card) con toda la imaginería audiovisual de Hollywood al servicio de la seducción del público infanto-juvenil, realizada con la indisimulable intención de convertirse en el inicio de una saga. Material hay de sobra, por cierto: tres secuelas literarias escritas durante los ’90, además de cinco derivaciones sobre los personajes secundarios. El cine como marketing en estado puro, podría decirse. Pero no. El juego de Ender no sólo es un producto sólido, entretenido y eficaz, sino también una interesante y reflexiva aproximación a los límites contemporáneos del cine para adolescentes. Dirigida por el sudafricano Gavin Hood (El sospechoso, X-Men orígenes: Wolverine) y fracaso comercial en su estreno norteamericano (recuperó 60 de los 110 millones invertidos), el film parte de las coordenadas simbólicas de los Estados Unidos post 11-S. Esto es, el de una nación en alerta constante: una raza alienígena atacó la Tierra sin razón aparente, se triunfó gracias a un mártir inmolado por el bienestar mundial y ahora se está en plena preparación de las tropas para un potencial contraataque enemigo. Así lo afirma el Coronel Graff, interpretado por un Harrison Ford al que se le vinieron las siete décadas encima. Y para defender nada mejor que un grupo selecto de... chicos, representantes de una generación “criada entre juegos de guerra”, como se escucha por allí. Punto a favor, entonces, para un guión atento al mundo que la concibe y poco condescendiente con sus potenciales espectadores. Uno de esos sub-15 es Ender (Asa Butterfield, el Hugo Cabret de Martin Scorsese), cuya languidez le confiere un aire de fragilidad por el cual nadie apuesta un peso por él. Salvo, por supuesto, Graff, quien no duda en que es la salvación del mundo. “Necesitamos un Julio César, un Napoleón”, lo alienta. Y el pibe cumple, ascendiendo rango tras rango hasta llegar el máximo escalafón, todo ante la fascinación de camaradas, súbditos y superiores. El film encarna, en la tersidad de su superficie, una versión futurista y simplona de aquellas películas sobre entrenamientos militares, describiendo un arco narrativo que va del menosprecio a la aceptación generalizada. El personaje pasa además por la contraposición con un superior que lo odia y la particular empatía con Petra (la nena ruda de Temple de acero, Hailee Steinfeld). Seguramente habrá quien frunza el ceño tanto ante el marco referencial rebajado y el interés romántico cursi. Pero en ese caso el error es menos de la película que de aquellos que aún le reclaman al mainstream norteamericano algo que hoy no quiere –¿ni puede?– dar; por lo tanto debe tomarse a la complejidad de este film como síntoma de los límites de la industria: puede haber un tono crítico, espacio para la interpretación y ciertas connotaciones políticas, pero tienen que entenderse sin demasiado esfuerzo. El juego de Ender es, en ese contexto, una película inteligente que va de la premiación inicial a la oscuridad del utilitarismo adulto, convirtiendo así un relato de autosuperación en otro acerca de la pérdida de la inocencia. Porque es cierto que Ender –y también la Katniss Everdeen de Los juegos del hambre– tiene el ímpetu, la inteligencia y la sagacidad de un líder natural, pero de allí a someterse a las responsabilidades de aceptar ese lugar hay un largo trecho. Ese recorrido es lo que aquí se muestra. Y nada mejor que transitarlo casi sin darse cuenta, pensando que todo se trata de un juego. Quizás así, mientras se atragantan con pochoclos y gaseosas, los adolescentes entiendan un poquito mejor todo lo que les espera más pronto que tarde.
Antes del atardecer Si Richard Linkater, Ethan Hawke y Julie Delpy se reunen dentro de diez años para una continuación de Antes de la medianoche, Celine debería ser bastante parecida a Alix. Insegura a la vez que impulsiva, algo neurótica pero extremadamente frágil, ella conoce a Doug en un viaje en tren con destino final en París. Viaje en el que un intercambio de miradas marcará el inicio de una atracción mutua irrefrenable, que se desencadenará luego de un encuentro en un velorio. A partir de esa anécdota, Jérôme Bonnell hace de El tiempo de los amantes un film cálido y sensible sobre el tiempo, el amor y la soledad, retratando los diálogos, encuentros y desencuentros de la ocasional pareja, todas enmarcadas en la geografía parisina sobre la cual nunca se recarga la atención. No es casual, entonces, la referencia a Linklater, más aún si se tiene en cuenta que Alix (buen trabajo de Emmanuelle Devos en el papel de una actriz) por momentos emana un aire de autenticidad sincera transmitida con sutileza y sin subrayados similar al de Jesse y Celine. Podrá achacársele a El tiempo de los amantes cierto trazo grueso en la construcción de Doug (un profesor de literatura inglés Gabriel Byrne), pero lo cierto es que la ausencia de información se corresponde al punto de vista femenino sobre el que se apoya la narración: Doug encarna un escape de la rutina, un refugio en medio de una coyuntura económica (la recorrida por los cajeros, el pedido de dinero a la hermana) y emocional (los llamados a su pareja) bastante hostil, independientemente de sus particularidades. Porque, al fin y al cabo, todos necesitan alguien con quien compartir las experiencias cotidianas. Al menos durante una tarde…
Monstruo grande no pisa fuerte Dos décadas después de la resucitación ejecutada por ese Midas de Hollywood que es Steven Spielberg, los dinosaurios hiperrealistas vuelven a pisar fuerte en las pantallas globales. Hiperrealistas al menos en su aspecto físico, ya que el resto es radicalmente opuesto a Jurassic Park: si allí los gigantones eran una amenaza latente y simbolizaban la ambición del hombre por jugar a ser Dios burlando los designios naturales de una de las pocas cosas que aún no pudo dominar (el tiempo), aquí son pura pasteurización, didactismo, puerilidad y, por si no fuera suficiente, antropomorfismo. Es cierto que esperar aquí el gramaje político, social y antropológico de Spielberg sería un error del espectador, sobre todo si se tiene en cuenta que se trata de una producción deliberadamente apuntada a menores de diez años. Pero esto no implica luz verde para que Barry Cook (co-director de Mulan y habitué del departamento visual de Disney hasta la primera mitad de los ’90) y Neil Nightingale (realizador de La familia suricata) hagan algo más cercano a un institucional del Museo de Ciencias Naturales del Parque Centenario que a una película infantil. Producido por la división Earth de la BBC, el film está disparado por una anécdota inicial que es, como en nueve de cada diez películas de este tipo, pura excusa: un pibe va a ver a su tío geólogo a Alaska, encuentra un diente fosilizado y se acerca un pájaro (¡!) para decirle que ese hallazgo es, palabras más, palabras menos, producto de una gran aventura. Un par de truquitos digitales y ya se estará 70 millones de años atrás siguiendo a un cachorro llamado Patch. Como Simba, verá morir a su padre y deberá hacerse hombre –o dinosaurio macho– sobreviviendo no con Timón y Pumba, sino junto a un hermano que lo desprecia por ser chiquito y tan inocente que raya lo nabo. Habrá, además, una emigración, un interés amoroso –porque parece que estos bichos se enamoraban al ritmo de Barry White– y un desfile de recreaciones computarizadas de las distintas especies, todas con sus respectivos intertítulos explicativos narrados por el pájaro, cuestión de que jamás se olvide que el objetivo primario no es contar una historia más o menos tradicional, sino educar. Objetivo que tampoco se logra, ya que ni siquiera se lanza de cabeza a lo explicativo, basculando entre la acepción más televisiva del documental y la construcción de una narración. El resultado es, entonces, una película que subestima la inteligencia infantil decorándola con una historia menos lúdica que absurda, como si los chicos fueran iguales a esos reptiles enormes que, según explicita la voz en off, pululaban por la Tierra con el cerebro del tamaño de una cereza y pensando únicamente en comer y tomar.
Comedia romántica con gusto a poco La ópera prima del galán indie fluctúa entre el fresco sociológico juvenil, un psicologismo superficial y un retrato poco feliz sobre la disfuncionalidad familiar. Y con el correr de la película, el tono inicialmente zumbón se va diluyendo y pierde atractivo. Entre sus manos es una de esas películas que quiere ser y, debido a sus propias taras, no es. Recibida con críticas más que aceptables en su estreno en el último Festival de Sundance y su paso por la Berlinale, la ópera prima del galancete indie devenido en mainstream Joseph GordonLevitt (500 días con ella, Batman: el caballero de la noche asciende) campea entre el fresco sociológico del sector de la generación sub30 más posmoderno, un psicologismo craso acerca de la imposibilidad amorosa del protagonista y un retrato sobre la disfuncionalidad familiar no del todo redondo. Todo atravesado por el brío siempre refrescante de las comedias románticas. Nobleza obliga, debe agradecérsele esta última intención, ya que Gordon-Levitt hace de la pulsión sexual del adicto al porno, interpretado por él mismo, una anécdota inicialmente menor y simpática, todo lo contrario a la gravedad penitente de Shame: sin reservas. Logro no menor, pero tampoco suficiente. La obviedad del jueguito de palabras no le quita verdad: el Don Jon del título es un auténtico Don Juan, uno de esos tipos cuya facha y chamuyo lo convierten en una máquina de encamarse con mujeres de “ocho para arriba”, tal como dicen, con partes iguales de admiración y resignación, los dos amigos que lo circundan. El problema es que eso no lo satisface. O sí, pero no tanto como masturbarse mirando porno. “Por más que trate, esas cosas no pasan en la vida real”, compara. Uno de los méritos de los dos tercios iniciales del film es la naturalización y la ausencia de condena a ese comportamiento, llegando incluso a convertirlo en una consecuencia de las particularidades de la formación dentro una familia digna de David O. Russell. Ahí está mamá preocupada por el anhelo de una horda de nietos, la hermana sumergida en su celular y papá (Tony Danza, un grande) encarnando lo más parecido a un neandertal que se haya visto en años. Pero a todos les llega la hora del amor, y Jon no es la excepción. El problema es que ella (Scarlett Johansson) lo pilla –literalmente– con las manos en la masa frente al monitor, poniéndolo entre la espada y la pared: ella o el XXX. Entre sus manos convertirá a la chica en una antiheroína insoportable, y a la pareja en una entidad plástica digna de publicidad de remeras de primera marca. Y lo hará de forma progresiva e imperceptible. Hasta aquí, entonces, el film es como las víctimas de su protagonista: de buena para arriba. Pero cuando todo invitaba a ir por más, a hacer de la autogeneración de placer un acto posible dentro de la cotidianidad masculina y a esa familia un objetivo de atención narrativa mayor, Gordon-Levitt tira el ancla, incluyendo a una tercera en discordia (Julianne Moore, radiante a los 53) para enseñarle al protagonista aquello que ni siquiera docenas de Padre Nuestro y Ave María pudieron hacer. Tercera en discordia que, ay, acarrea heridas emocionales por esas pérdidas totales que tanto le gustan a Hollywood. Así, el tono inicialmente zumbón deviene en otra cosa totalmente distinta, obligando al pobre de Jon a dejar de ser quien era para convertirse en algo que, al menos para la película, es infinitamente superior.
Japón para principiantes Si lo foráneo suele ser de por sí problemático para Hollywood, la aproximación a una cultura tan alejada de los cánones occidentales como la japonesa es una tarea ciclópea. Esto más allá del cariño con el que la factoría norteamericana tenga hacia el acervo de los ojos rasgados (allí están El último samurái o Memorias de una geisha para comprobarlo). Cariño que no implica necesariamente un intento de transmisión ni mucho menos comprensión. 47 Ronin es el último eslabón de esta tendencia. La de este tal Carl Rinsch es una de esas películas de artes marciales que emparda lo ritual con lo grave, mostrando los usos y costumbres orientales como lo haría un libro troquelado para alumnos de primer grado. ¿De qué va la historia? De un misterioso personaje (regreso a la cartelera de Keanu Reeves después de El día que la Tierra se detuvo) que es adoptado por la comunidad Ako. O, mejor dicho, recogido y acobijado, ya que desde su niñez fue un paria. Lo que seguirá es un interés romántico por la hija del líder local, una traición fantástica -en el sentido más literal del término- de parte de un malvado de turno sediento de poder y la alianza con aquellos que antes lo rechazaban y ahora se rendirán ante la evidencia utilitarista de su talento con la espada. Basada muy, pero muy libremente en la popular leyenda de los 47 samuráis caídos en desgracia (los ronin del título), la misma que abordó Kenji Mizoguchi en el film homónimo, 47 Ronin híbrida -quiere hibridar- la filosofía oriental con la mecanización fantasiosa propia de la mayoría de las superproducciones habituales, incluyendo brujas, dragones y hechizos inexistentes en la materia basal. Decisión que no es necesariamente errada, a no ser porque el film tampoco funciona en esa faceta, convirtiéndose en un largo devenir de diálogos solemnes, panorámicas del grupete cabalgando a campo traviesa y alguna que otra escena de acción, para colmo, mal filmadas, con un montaje siempre atento a cortar justo antes de los espadazos, manteniendo así a la violencia en irremediable fuera de campo. Así, 47 Ronin terminará oscilando entre el achatamiento cultural, una premisa básica y predecible y una violencia reprimida. Como si todo la capacidad de aprehender los códigos de una franja cultural, el salvajismo y lo pulsional se hubiera quedado en la sala de al lado, justo donde proyectan El lobo de Wall Street.
Un tipo común de lo más extraño La modificación del título original es leve, pero el resultado es una significación mentirosa: no hay nada increíble, al menos a primera vista, en la vida de Walter Mitty. Más bien todo lo contrario, ya que si hay algo claro desde la secuencia inicial es que se trata de un mero engranaje del sistema, un ser absolutamente ordinario, dubitativo, tímido y con el autoestima por el piso. Pero cuando su mente se dispare hasta límites superheroicos mientras espere el tren para ir a su trabajo como responsable del departamento de negativos en la revista Life, se verá que el tipo es bastante más raro de lo que parece. Lo mismo que la película toda. El opus cinco como realizador de Ben Stiller es un artefacto chupasangre de géneros y formas que no teme ir siempre por más, en amalgamar lo mejor y lo peor del cine independiente marca Sundance, en coquetear con el ridículo y la moraleja fácil sin que esto implique descuidar el amor por sus personajes. El resultado es, entonces, una película cálida, anárquica, cómica, optimista, melanco, sincera, humanista, irregular, ambiciosa e imperfecta. Todo a la vez. No es cualquier nombre el de Walter Mitty. Creado a fines de los ’30 en un relato breve del escritor James Thurber publicado en la revista New Yorker, es utilizado por el argot norteamericano (“To be a Walter Mitty”) para referirse a aquellas personas que buscan evadirse de una vida rutinaria imaginándose que son otras diferentes. El de Ben Stiller lo hace para oponerse a una realidad emocionalmente solitaria y laboralmente poco venturosa, ya que Life acaba de entrar en la recta final del traspaso definitivo del papel al digital y su puesto sería uno de los recortados. Esto, independientemente de que sea uno de los empleados favoritos del fotoperiodista estrella Sean O’Connell, en cuyo último envío está la que él cataloga como una de las imágenes más impresionantes de su carrera. Ideal para darla como tapa del último número impreso, entonces. Lástima que Walter no la encuentra. Desesperado ante las requisitorias y el liso y llano boludeo del flamante gerente (Adam Scott, en un personaje sacado de una de Will Ferrell), e incentivado por su compañera de trabajo y musa habitual de sus fantasías (Kristen Wiig), Walter se encaminará en una travesía para dar con la bendita imagen. Travesía tanto física como espiritual, ya que no sólo lo llevará hasta Groenlandia e Islandia, sino también a un descubrimiento personal. Leído así, podría pensarse que el film es una fantasía de “afirmación y autoayuda”, como publicó algún crítico. Pero el director es Ben Stiller, por lo que todo ese coqueteo con la fabulita banal de autodescubrimiento podría operar como un ejercicio autoconsciente de uno de mayores –y mejores– conocedores de los mecanismos cinematográficos actuales, los mismos que ya había triturado, deglutido y devuelto a la pantalla con forma de dos comedias bestiales como fueron Zoolander, Una guerra de película y la serie The Ben Stiller Show. Pero si el film no está a la altura de aquéllas es porque su voracidad deviene en una tendencia generalizada a la dispersión narrativa y su preocupación por el protagonista en una amabilidad demasiado “guionada”, ladeándose por momentos a la condescendencia y el paternalismo. Algo curioso en un director cuya filmografía se caracterizaba por personajes oscilantes entre la egolatría, el cinismo, la bondad, la negrura y la estupidez. Así, La increíble... termina siendo la película más tersa y amigable de Stiller, a la vez que la menos sofisticada, marcando además una expansión formal y temática en su universo habitual. Universo que, urge remarcarlo, se mantiene tan felizmente impredecible como siempre.