Una comedia geriátrica que se toma muy en serio La gacetilla de prensa habla de “cuatro oscarizadas leyendas del cine, con seis Oscar, con películas que han recaudado casi 16 mil millones de dólares, juntas por primera vez en la gran pantalla”. El gancho comercial, parece, está encaminado. Lástima que no hay nada en Ultimo viaje a Las Vegas más allá de ese concepto: Michael Douglas, Robert De Niro, Morgan Freeman y Kevin Kline sueltos en la ciudad de la perdición. Sería un error del espectador pedirle a cada película situada allí el grado de salvajismo de ¿Qué pasó ayer?, pero sí un poco más que una serie de chistes sobre los achaques de la edad, la sexualidad (otro más sobre el Viagra y van...) y la imposibilidad de comprender las costumbres de “los jóvenes”, todo atravesado por ese empecinamiento adoctrinador de las bondades de la experiencia típico de las cada vez más habituales comedias geriátricas. El cuarteto está unido desde hace años. Muchos. 58, para ser más precisos. Ahora superan los 70. Uno de ellos (Kevin Kline) hace ejercicios acuáticos con su mujer y una horda de jubilados. Otro (Morgan Freeman) es cuidado con recelo por su hijo mientras se recupera de un derrame cerebral. El tercero (Robert De Niro) vive encerrado en bata en su departamento, signo inequívoco del dolor de una viudez reciente. El último la pasa bárbaro: es un pendeviejo con plata, una mansión y una mujer de treinta y pico que está buenísima. Está interpretado, obvio, por Michael Douglas, el único que hace lo que debería hacerse en este caso de películas, que es no tomársela demasiado en serio. El casamiento de este último disparará el reencuentro de la manada en Las Vegas. Manada que está resquebrajada: Douglas no fue al entierro de la mujer de De Niro porque, hace mil años, estaba enamorada de ella y sin embargo se la cedió en bandeja a su amigo. Marche un pase de facturas para el desenlace. El viaje no será más que un encadenamiento de situaciones, en el mejor de los casos simpáticas, en cuyo norte está la idea del descubrimiento de que ser viejo no está tan mal. En ese sentido, el defecto principal de Ultimo viaje a Las Vegas es que no puede esconder la óptica propia de la etapa biológica de sus creadores, todos ellos sub 50, reduciendo todo el asunto a una referencialidad constante de la edad, como si el principal meollo de los post 70 sea justamente ése, que son post 70 y viven pendientes de eso. El resultado, entonces, no es un retrato sobre la vejez, sino sobre los temores de cómo sería llegar a ella. Así, fallada desde su misma concepción, imposibilitada de comprender a sus personajes, la película irá elevando su tono de moraleja boba, con uno dándose cuenta que ama a su mujer, el otro que su hijo es un rompebolas, el tercero que tiene que seguir adelante y el último que no tiene demasiado que hacer con una pendeja. Bastante poco –casi nada– para “cuatro oscarizadas leyendas del cine”.
El terror está en estado de gracia Detrás de una historia pequeña con un título genérico se esconde una auténtica perlita hecha a puro oficio e inteligencia. Lo que empieza como un melodrama rural sureño se convierte luego en una película tan perturbadora como enigmática. El 2013 ha sido benévolo con el cine de terror. Esto último dicho no sólo por la buena performance en taquilla de sus distintos exponentes, sino también en términos de calidad. Desde los respetuosos y rigurosos trabajos de James Wan en El conjuro y La noche del miedo 2, pasando por la plena autoconciencia de las dos Crónicas del miedo y Cacería macabra, la gallina de los huevos de oro del cine norteamericano actual sigue empollando y amplificando el abanico de exploración. En ese contexto, Ritual sangriento sintomatiza ese estado de gracia a la vez que opera como el punto más alto del año. De éste y también de los últimos, por qué no. La del tal Jim Mickle es una de esas películas pequeñas y de título genérico bajo la cual se esconde una auténtica perlita hecha a puro oficio e inteligencia, que sabe dosificar la información, que no le toma el pelo al espectador con una vuelta de tuerca mágica ni cosas por el estilo y que jamás confunde efectismo con efectividad. Es, entonces, una película que asusta –y perturba– en serio. Remake de la reputada ópera prima del mexicano Jorge Michel Grau Somos los que hay, Ritual sangriento empieza como un híbrido entre thriller y melodrama rural sureño en la línea de Jeff Nichols, con un padre (Bill Sage, extraordinario), dos hijas y un hijo padeciendo la sorpresiva muerte de la madre entre silencios y dolores no manifestados. Sobre todo en el caso del patriarca, que mira de reojo a todo aquel que se arrime a su puerta para contenerlo. Aunque en realidad su laconismo quizá tenga otros motivos, ya que apenas un par de horas después del deceso ataca a una jovencita en una ruta. O al menos eso parece: Mickle opta por no develarlo de entrada. Claro que si se tiene en cuenta que la acción transcurre en un pueblo aquejado por la desaparición de varias chicas, la vinculación entre ambos hechos es inevitable. “Sólo desearía ser como todas las demás”, le cuchichea una de las chicas a la otra. “Bueno, no lo somos”, le responde. Que esto ocurra llegando al primer tercio del film habla de un guión poco apresurado por develar sus cartas, poniendo el tempo narrativo al servicio de la historia y no al revés. “Dios nos eligió para ser así”, justificará el padre en algún momento, embalsando definitivamente el potencial melodrama en ciernes y abriendo el terreno al misticismo del que habrá apenas comentarios casi al pasar, ubicándolo como un factor de implosión latente. Así, en plena época de un cine apegado a lo explícito y lo visible, Ritual sangriento apuesta a lo siniestro como factor subrepticio, intrafamiliar y asentado en el peso de lo arraigado –atención a la preponderancia del legado histórico–, erigiendo un universo constantemente tensionado y cada plano más gris, mimetizándose con el cielo encapotado. Otro poroto a favor, en este caso para la fotografía de Ryan Samul. A medida que avance el relato, siempre traccionado por una seguridad insoslayable en su materia prima, una vecina (Kelly McGillis, casi treinta años después de Top Gun) empezará a sospechar que algo no anda del todo bien puertas adentro. Lo mismo que un joven policía, que por si fuera poco le tiene ganas a la hija mayor, y el médico del pueblo, padre de una de las chicas desaparecidas. Todos ellos, junto a la familia, llegarán al desenlace más desesperante de los últimos años, cabeza a cabeza con el de la desaforada Killer Joe. Pero si allí lo implosivo se liberaba en una fellatio a una pata de pollo, aquí lo hace en un tono aplacado, develando lo oprimido con una lógica respetuosa de todo lo previamente construido. Silenciosa, aterradora y enigmática, hecha con más neuronas que cálculo, Ritual sangriento llega justito después de Navidad. Nunca es tarde para sumarla al arbolito.
Ensayo sobre el delicado equilibrio familiar Pequeñas diferencias es una de esas películas inocentonas, inofensivas y autoconcientemente intrascendentes. Todo esto hasta que en un momento deja de serlo. Basada en la novela autobiográfica de Raphaële Moussafir, la sigue a una nena de nueve años oprimida por sus padres, interpretados por la también realizadora Agnès Jaoui y Denis Podalydes. O sobreprotegida, mejor dicho. La irrupción de una nueva amiguita -y sobre todo de su bella madre divorciada- generará un tambaleo en el equilibrio familiar. No hay nada necesariamente malo en el film de Carine Tardieu: la trama fluye, el punto de vista infantil da aire y ameniza la narración y las dos nenas tienen el carisma para llevar el asunto adelante. Pero, sobre el final, Tardieu pega un volantazo de 180º grados, borrando con los codos todo lo previamente construido. Que no era demasiado, pero sí suficiente.
Celebración del arte del maltrato Coescrita y producida por Spike Jonze, la nueva guarrada de la serie Jackass conserva el carácter episódico de los productos de la casa, aunque aquí con una mínima premisa argumental, apoyada en más de una oportunidad en cámaras ocultas. Emitido originalmente por MTV a comienzos de la década pasada, Jackass consistía en una horda de boludones de veintilargos dándose trompadas, zamarreándose dentro de un baño químico, tiroteándose a quemarropa con balas de pintura, arrojándose bolas de pool en las entrepiernas y atándose los prepucios a una moto, entre otras idioteces. Tras tres temporadas, veinticinco episodios y cientos de denuncias, el canal le bajó el pulgar. Pero los muchachos quisieron más y siguieron en la suya, creando numerosas derivaciones televisivas y cinco películas, tres para cine (una se estrenó aquí) y dos para el mercado hogareño. O seis, si se tiene en cuenta que El abuelo sinvergüenza está precedida por un Jackass presents. Así, aquel programa terminó convirtiéndose en una marca mundializada. Mundializada y exitosa, ya que El abuelo... destronó de la taquilla norteamericana ni más ni menos que a Gravedad, fija de muchos para el top 5 del año. Aquellos conocedores del mundo Jackass identificarán rápidamente el asunto, ya que Irving Zisman es uno de los personajes más icónicos del programa, aquel viejo gruñón, maleducado y misógino que solía aparecer en la pantalla con el escroto literalmente por el piso incomodando a los ocasionales transeúntes. Interpretado por el jefe de toda la batuta, Johnny Knoxville, Zisman debe hacerse cargo aquí de un nieto (notable Jackson Nicoll) cuya principal aspiración es vivir de la pesca y comprarse una casa cerca de la cárcel donde irá su madre por reincidir en el consumo de drogas. “Mi mamá tiene mal aliento por consumir crack”, dice el pibe. El abuelo, mientras tanto, tampoco la pasa bien. Mejor dicho, tampoco debería estar pasándola bien, pero la viudez parece causarle cualquier cosa menos tristeza. Lo que seguirá es una road movie con los tres –abuelo, nieto y el cadáver de la abuela– atravesando medio Estados Unidos rumbo a la casa del padre, un fumón que no duda en pelar el vaporizador delante de una asistente social. Coescrita y producida ni más ni menos que por Spike Jonze, El abuelo... conserva el carácter episódico de los productos de la casa, aunque aparece aquí la idea de una mínima premisa argumental desarrollada en gran parte mediante el registro con cámaras ocultas. Así, cuando el viejo intenta mandar a su nieto embalado en una encomienda, la reacción de las empleadas de la empresa de transportes es “real”. Lo mismo cuando la dupla arme un sandwich en pleno supermercado o el viejo lleve al nene a un concurso de talentos infantiles... para nenas. El recurso funcionaba bien en las pequeñas dosis del serial televisivo y aquí por momentos también, pero a la larga termina produciendo una sensación de agobio y reiteración, como si Jeff Tremaine, otro hijo dilecto de la troupe y director de todas las entregas anteriores, tuviera esa única idea y no supiera cuál es el momento para dejar de explotarla. Pero ojo, porque el film tiene todo lo que una buena comedia debe tener: incorrección, sorpresa, timming, zarpe y gracia. ¿Y por qué sólo un seis? Porque esos méritos, si bien siempre dignos de mención, son los mismos que pueden atribuírseles a varios de los mejores exponentes de la Nueva Comedia Americana. ¿Personajes apócrifos en plena calle e incomodando a civiles? Ya lo hizo Sacha Baron Cohen. ¿Una pared llena de mierda después de un pedo que finalmente no era tal? Marca registrada de los Hermanos Farrelly. En ese sentido, el film levanta vuelo cuando decide particularizarse recuperando la entronización del arte del golpe y el maltrato por el único placer de generarlo y recibirlo del mundo anárquico, radical e impredecible de Jackass. La escena del abuelo sentado en una silla de plástico y el nieto pateándosela o aquélla en la que rompen los carteles en la ruta muestran lo mucho mejor que habría sido El abuelo sinvergüenza si hubiera elegido no parecerse a nada en lugar de un poquito a todo.
Una película que no se casa con nadie Maxilimiliano Pelosi continúa en Una familia gay su exploración del mundo homosexual. En este caso, y al igual que su film anterior, Otro entre otros, parte de una anécdota personal. Desde la sanción de la Ley de Matrimonio Igualitario tiene la oportunidad de casarse, pero en verdad no sabe si quiere hacerlo, por lo cual intenta aclarar sus dudas consultando a distintas voces, desde un cura de su colegio secundario hasta a otras parejas gays. El film está articulado como una serie de entrevistas y una ficción (la pareja de Pelosi aún no blanqueó su relación) que recrea los pormenores de la vida íntima del director. En ese sentido, habrá algunas escenas de sexo que hacen un poco de ruido por su poca pertinencia. Esto dicho porque el gran mérito de Una familia gay -y quizá la línea que debería haberse profundizado aún más- es la sinceridad del planteo. Pelosi logra un fuerte grado de cercanía con sus entrevistados partiendo del respeto y la prudencia, dándoles tiempo para que cuenten sus historias sin nunca recargar las tintas sobre la búsqueda de una respuesta concreta. Así, el film resulta un buen retrato de estos tiempos, un conjunto de voces a favor y en contra del matrimonio y la adopción por parte de padres homoparentales realizado con capacidad de entendimiento aun en la disidencia, tensando así la acepción de un término hoy más que nunca en discusión como es el de familia.
El que mucho abarca... Omisión tiene buenos actores, una materia prima argumental siempre atractiva como los dilemas eclesiásticos y una factura técnica impecable. Si todo eso sumado no resulta en un film sólido y del todo convincente es porque el guión del operaprimista Marcelo Páez Cubells (cuyo principal antecedente en cine era el de haber escrito Boogie, el aceitoso) intenta abarcar demasiado, quedándose siempre a mitad de camino. El film comienza con el regreso a sus pagos de Santiago Murray (un Gonzalo Heredia siempre atribulado), convertido en cura. Los motivos de su partida se irán develando progresivamente, aunque no será difícil suponer, más aún cuando los flashbacks son un artilugio recurrente, que algo oscuro anida en el pasado. La cuestión es que, ni bien vuelve, recibe la confesión de un asesino (un psicólogo amante de la justicia por mano propia interpretado por el gran Carlos Belloso). Asesino que, por si fuera poco, le adelanta fecha y hora del próximo crimen, obligándolo así a tensar los límites de su vocación. A partir de allí, Omisión se plantea como un juego de gato y ratón, con el cura persiguiendo al confesor y éste tratando de culminar su plan, al tiempo que la oficial a cargo de la investigación (Eleonora Wexler) no es otra que la ex del cura. Planteado de esta forma, queda claro que Páez-Cubells no ofrece nada demasiado novedoso, pero que podía recorrer con seguridad los dignos caminos del thriller. El problema es que su voluntad acaparadora configura un puzzle demasiado poco estimulante para el espectador, ya que la pista criminalista es de fácil resolución -incluso llama la atención que la policía no vislumbre su entramado mucho antes-, la idea siempre polémica de la aplicación de Ley de Talión está apenas sobrevolada, los dilemas éticos y vocacionales del protagonista se limitan a meros esbozos y la tensión sexual entre él y su ex no superan lo superficial. Omisión es, entonces, una película fallida, que tenía todo para resultar mejor.
Lugares comunes Difícil tomarse en serio a El mayordomo. Difícil, porque al tercer o cuarto plano, aquel en el que se ven dos negros ahorcados en contrapicado, evidencia su construcción abyecta y de una corrección política casi hilarante. Difícil, también, porque elige a Robin Williams para hacer de Dwight Eisenhower y a Lenny Kravitz como jefe de mucamos. Y ni hablar del exhibicionismo patológico de sus intenciones de llevarse cuanto premio pueda. En este último sentido, debe reconocerle a Lee Daniels (el mismo director de la “polémica” Preciosa) que sabe cómo hacerlo: se basa en, ay, un hecho real (Eugene Allen, el primer mayordomo negro de la Casa Blanca), toca un tema importante y legitimado (la discriminación racial), recorre durante dos horas y pico un período histórico que abarca casi todo el siglo XX –lo que da lugar, obvio, al lucimiento de los rubros de técnicos y de arte–, está protagonizada por un self made man de una ética y bonhomía inquebrantables, las actuaciones tienen esa gravedad tan canonizada por la Academia y, por si fuera poco, lija las aristas de la historia hasta hacer de ella un libro troquelado de salita rosa, con Martin Luther King, la muerte de JFK, la guerra de Vietnam, la crisis del petróleo, el atentado a Reagan y el apartheid, entre otras tantas cosas, pasando por la pantalla como postales vacacionales. Película pensada para un público del intelecto de Homero Simpson, El mayordomo es un dramón centrado en la vida de Cecil Gaines (Forest Whitaker), alter ego ficticio del verdadero Allen. Cecil no pegó una: nació esclavo, creció en un algodonal y la madre quedó turuleca después de ser violada por el mismo patrón que después le mete un tiro en la cabeza al padre, no sea cosa que alguien dude del carácter intrínsecamente malvado de los blancos. La dueña del lugar, con una lástima que el film trasviste de bondad, decide entrenarlo para servir. Y eso es lo que hará el resto de su vida, pasando de allí a un hotel y luego a la Casa Blanca. Mientras tanto, la vida familiar tampoco anda muy bien: una mujer alcohólica, un hijo militante de la igualdad racial que vive en cana y en la vida real jamás existió y otro que no pincha ni corta, pero que está ahí porque Allen tenía sólo un hijo que era más parecido a éste que al inventado por Daniels, y borrarlo era demasiado. Con todos esos naipes, el film muestra las vicisitudes de la cocina de política estadounidense en paralelo con los avatares de la clase negra. Aquel lector medianamente avispado podrá suponer que el asunto desembocará en la emoción por la asunción de Obama. Que actualmente quede poco y nada del “yes, we can” y toda la perorata de 2008 es algo que a nadie parece importarle. Es, al fin y al cabo, otra de las tantas licencias narrativas tomadas por un film condescendiente e involuntariamente satírico, cuyo nombre sonará al menos un par de veces en el próximo febrero californiano.
Ese truco de los viajes temporales Tim Lake tiene 21 años, momento justo para que su padre le transfiera un secreto familiar: los Lake –ellos, no ellas– pueden viajar en el tiempo con sólo concentrarse en un cuarto oscuro. Pero no a cualquier momento histórico, sino a aquellos en los que hayan estado. Lo primero que haría cualquiera es preguntarse por qué, desde cuándo, cómo es posible, qué consecuencias acarrearía la modificación de un hecho pretérito en el presente. Salvo Tim (Domhnall Gleeson), que ante la noticia corre al placar para revertir su pésima performance con una muchachita la noche anterior. Desde ese momento, inicia una cruzada (temporal) no para hacerse millonario o remendar errores, sino para conseguir novia. Mal no le va, ya que gracias al ensayo y error conquistará a Mary (Rachel McAdams). Como Bill Murray con Andie MacDowell en Hechizo del tiempo, con la diferencia que allí los desvaríos temporales disparaban cuestionamientos y una progresión psicológica, mientras que en Cuestión de tiempo se los toma con una naturalidad fabulesca. Quizá porque ni siquiera el film tiene una explicación para el fenómeno, convirtiéndolo en algo voluble y atado a las necesidades narrativas antes que a una lógica interna. La justificación, entonces, jamás llegará. Ni para Tim ni para los espectadores. Pero esto no es tanto un defecto como el síntoma de un film liviano e incoherente, portador de una moraleja insoslayable y un romanticismo almibarado. Lejos de la vergüenza o las ínfulas de grandeza, Richard Curtis, director de Realmente amor y autor de los guiones de Un lugar llamado Notting Hill, El diario de Bridget Jones y Caballo de guerra, jamás oculta sus intenciones. Incluso hace todo lo contrario, mostrándolas con el orgullo y la honestidad de aquellos realizadores que conocen a la perfección la dinámica de los mecanismos cinematográficos necesarios para encauzar a piacere el flujo emocional de la platea. Así, Cuestión... se desplaza desde el tono de comedia inocentona y empática de la primera mitad (viajar en el tiempo para repetir una encamada) a otro más trágico, haciendo de la última media hora una reflexión superflua y seriota sobre las oportunidades y la posibilidad de alterarlas, siempre con la búsqueda simplista de lágrimas, violín y luces blandas como norte.
A mitad de camino Como en la reciente Voyage, voyage, Mar del Plata tiene a dos treintañeros en crisis emocional modificados luego del desenlace de un viaje. En este caso el recorrido no los lleva a la zona cuyana, sino por las arenas de La Feliz. Ellos son amigos, aunque su relación tiene un grado de crueldad y cinismo poco común en estos vínculos, llegando incluso a trompearse en pleno viaje. Una vez en la ciudad, uno de ellos se encontrará con su primera novia, quien está de viaje con su flamante marido escritor, mientras que el otro inicia un flirteo con una joven camarera del parador. A partir de ahí, la dupla comienza el viaje mental de casi todas las road-movies. Estrenada en el Festival de aquella ciudad en 2012, Mar del Plata es una de las películas amables y amenas que “se dejan ver” sin ninguna dificultad: fluye, sus personajes -aunque esculpidos sobre la matriz del estereotipo. son simpáticos y el desarrollo es correcto. El problema es que la ópera prima de Ionathan Klajman y Sebastián Dietsch quiere ir mucho más allá de lo que puede, y por momentos abraza un tono entre lúdico y metadiscursivo propio de la factoría Pampero Cine, rompiendo la cuarta pared, jugueteando con la relación entre imágenes y sonidos, no del todo desarrollado. Así, Mar del Plata oscila entre la preocupación por sus personajes y la autoconciencia de sus recursos, quedándose a mitad de camino, más o menos a la altura de Dolores.
Política para el aprendizaje La directora de Las vidas posibles retrata con pulso firme y sin entrometerse los debates durante el conflicto de 2010 en el Nicolás Avellaneda. Y lo hace con conciencia de que la política es una construcción colectiva. Las casualidades de la distribución nacional hicieron que dos documentales con eje en instituciones educativas se estrenaran separados por apenas un puñado de meses. Uno es Escuela Normal, visto en enero, en el que Celina Murga seguía el día a día del establecimiento paranense del título, parte de la historia grande del país al ser el primero de este tipo fundado por Sarmiento, en 1871. El otro es La toma, de Sandra Gugliotta, centrado en las protestas estudiantiles en el colegio Nicolás Avellaneda en 2010. Los puntos de contacto no se limitan al calendario ni a la presencia femenina detrás de cámara –y también delante: resulta llamativa la predominancia de ellas por sobre ellos–, sino que también se establecen formas y contenidos comunes. Películas observacionales con una concepción de la cámara como elemento no invasor y de libre circulación dentro del universo retratado, ambas hacen de la política estudiantil un elemento fundacional de la civilidad y la vida adulta. Los intertítulos iniciales de La toma contextualizan la situación. Corre el 2010 y hay más de veinte escuelas porteñas tomadas, en reclamo de mejoras en las instalaciones y en defensa de la educación pública. En el palermitano Nicolás Avellaneda, en cambio, la situación es distinta, con el centro de estudiantes todavía debatiendo cuáles deberían ser los pasos a seguir. La directora de Las vidas posibles retrata los distintos debates entre alumnos a favor y en contra de las medidas, de ellos con padres y/o el vicerrector. Y lo hace sin entrometerse, con pulso firme y seguro, a la vez que los deja ser y hacer a libre voluntad dentro de su ámbito cotidiano. Sin embargo, la decisión de mostrar los primeros encuentros mediante planos y contraplanos de los distintos oradores rompe con la idea de retrato naturalista, exhibiendo así una aparente contradicción entre intención y forma. Una de las particularidades de La toma es el carácter falsamente elusivo de su objeto de estudio. Es cierto que los rígidos y obsoletos mecanismos de una institución centenaria están a la vista, pero Gugliotta recorta esa vastedad limitándose a una situación de coordenadas específicas, con un aquí y ahora narrativo demarcado incluso desde la misma cronología establecida por el film. En ese sentido, la operación es opuesta a Escuela Normal: si allí la conformación del centro de estudiantes como nudo argumental parecía la consecuencia de haber estado en el lugar indicado y en el momento justo antes que de una búsqueda preconcebida por Murga, aquí se parte de una certeza casi científica, con el proceso madurativo del grupo estudiantil como hilo conductor. No es casual la utilización del término “grupo”, ya que si hay algo que parece tener en claro su directora es justamente eso, que la política no es una operación algebraica de voluntades, sino una construcción colectiva cargada de idas y vueltas, consensos y concesiones. Se entiende, entonces, la prioridad de lo externo por sobre lo interno y personal, hecho marcado en la ausencia de aristas psicológicas del trío protagónico más allá de lo estrictamente visible. Los diálogos entre las dos alumnas combativas, líderes de la posición a favor de la acción estudiantil, y el vicerrector, que va del apoyo inicial a una negación resignada, establecen además las coordenadas del relato de iniciación subyacente al conflicto. “Yo antes de esto tenía una vida”, dice una de las chicas en la primera escena, justo antes de empezar un viaje en cuya última parada se encontrará con la triste certeza de que los sinsabores del camino recorrido son apenas el preludio de las vicisitudes del mundo adulto que impera aulas afuera.